Alejandro 4


El sitio de Tiro

Después de la gran victoria sobre el rey Darío, Alejandro no quiso lanzarse inmediatamente en persecución de los persas, cruzar el Éufrates y apoderarse de Babilonia. Hacerlo suponía un gran riesgo, pues aún le quedaba por asegurar buena parte de la costa mediterránea. La flota persa seguía siendo la dueña de los mares y la única manera de neutralizarla era bloqueando los puertos para que no pudieran atracar, reparar sus naves ni abastecerse. Bajando hacia el sur, entre el mar y la cordillera del Líbano, se encontraban las ciudades fenicias, estados que se mantenían aislados del centro y mantenían casi intacta su independencia. Sin embargo, su flota y sus puertos estaban al servicio de los persas, por lo que, era indispensable hacerse con estas ciudades, la más importante de ellas, por su situación, era la ciudad de Tiro. 

Arado, Mariamne, Maratos, Biblos y Sidón, fueron ciudades fenicias que se sometieron voluntariamente o mediante pactos al poder macedonio. Sin embargo, camino de Tiro, salieron a su encuentro una delegación de los más ricos vecinos de la ciudad encabezados por el hijo del príncipe Acémilco. Los comisionados se declaraban neutrales en la guerra entre persas y macedonios. Aquello ya le sonaba a Alejandro, lo cual no le gustó. Y cuando le preguntaron qué deseaba de ellos, Alejandro les contestó que deseaba hacer un sacrificio ante el altar de Hércules. No había problema, los tirios le facilitarían el altar de la ciudad antigua, pero no dejarían que utilizara el de la Tiria nueva. Era una norma que habían adoptado los tirios ante el conflicto asiático, su isla no debían pisarla ni macedonios ni persas. 

Tiria era una ciudad costera que había sido abandonada al construirse una nueva ciudad en un lugar mucho más seguro, en una pequeña isla a medio kilómetro de distancia de la costa. La nueva Tiro disponía de dos puertos, fue fuertemente amurallada con torres, almenas y muros que llegaban a medir, por algunos tramos, más de cuarenta metros de altitud. Era una ciudad prácticamente imposible de conquistar. Siglos atrás, el rey babilonio Nabucodonosor la tuvo sitiada trece años sin conseguir rendirla. 

La negativa a que pudiera entrar a Tiro a hacer el sacrificio puso de mal humor a Alejandro, que veía impotente, que si aquellos orgullosos tirios no daban su brazo a torcer, nada podía hacer, puesto que no disponían de barcos ni siquiera para cruzar los poco más de 700 metros que separaban la isla de la costa fenicia. Por otra parte, Tiro debía tomarse a toda costa, pues no podía aventurarse a dejar atrás una ciudad, que por muy neutral que se declarara, estaba obligada a servir de puerto a la flota persa. Alejandro los despidió y se quedó farfullando y cagándose en la madre que los parió. Después buscó a sus ingenieros y les pidió que estudiaran la manera de poder llegar hasta las altas murallas que rodeaban la isla. El tema no era nada fácil. Una isla. Una ciudad en el centro. Altas murallas. Con ochenta barcos que la circundaban. 700 metros de mar. Sin barcos propios con los que atacar. ¿A nadie se le ocurría ninguna brillante idea? El caso es que, los ingenieros descubrieron algo. Quizá era una idea descabellada pero… 

Alejandro no se lo pensó dos veces: hay que reclutar por toda la zona a cuanto hombre esté en edad de mover una piedra, hay que demoler la ciudad antigua y cortar gran cantidad de árboles, hay que construir un dique, una pasarela hasta la isla. Habían descubierto que la profundidad era escasa. Cerca de la isla, la profundidad permitía la navegación y era de unos seis metros, pero más hacia la costa, la profundidad se reducía a solo dos y su fondo era un cenagal de sedimentos. Unos sedimentos que iban llegando con las lluvias y con el paso de los siglos irían aumentando hasta unir la isla con el continente y convertirla en una península. El primer paso para conseguirlo lo iba a dar Alejandro.

Sobre el fondo marino fueron clavándose estacas y entre ellas se vertían escombros y piedras. Las obras avanzaban con rapidez, pero al llegar a mayor profundidad, se ralentizaron y fue cuando los tirios, que en un principio solo sintieron curiosidad, comenzaron a preocuparse y a actuar. Enviaban expertos nadadores que se sumergían y ataban las estacas a largas cuerdas que luego enganchaban a sus barcos para tirar y arrancarlas, provocando el derrumbe de los escombros y la necesidad de añadir más material. Los obreros eran acosados constantemente con dardos lanzados por los barcos que se acercaban o desde las propias murallas de la ciudad; hasta que Alejandro decidió poner remedio construyendo dos torres de madera y las hizo colocar en la punta del dique. Tal como avanzaban las obras las torres se iban desplazando hacia adelante. Las torres se protegieron con pieles húmedas para evitar que fueran incendiadas, y en su parte superior montaban catapultas para lanzar proyectiles. De esta forma, pretendían proteger a los obreros y la buena marcha de las obras.

Los tirios entonces enviaron un brulote. Un barco enorme, de los que empleaban para el transporte de caballos, y lo llenaron con todo tipo de material inflamable, azufre, brea, ramas secas. Habían cargado la parte trasera de modo que la proa llegara levantada y pudiera quedar empotrado encima del dique. El barco fue remolcado por varios trirremes para que alcanzara velocidad, y cuando estaba a punto de chocar contra el dique, los escasos tripulantes que lo dirigían saltaron al agua a la vez que una lluvia de flechas encendidas caían desde las murallas para convertirlo en una bola de fuego. El resultado fue desastroso. Las torres ardieron en cuestión de minutos, y con ellas muchos de los postes del espigón, y aquellos que intentaban apagar el fuego fueron acribillados desde las murallas. Los tirios, además, tuvieron aquella noche, como aliada, una gran tormenta que levantó grandes olas en el mar que acabaron con gran parte del dique.

Otro en su lugar no habría continuado en su empeño y habría abandonado Tiro. Se habían perdido varios meses a cambio de nada; y muchos meses más les llevaría volver a intentarlo sin garantías de éxito. Pero renunciar a conquistar Tiro era como renunciar a conquistar toda Asia. No podía dejar ciudades enemigas atrás. Ni un cabo suelto que pudiera dar al traste con sus planes. Tiro debía cae, Alejandro no se rendiría. El espigón se reanudó y esta vez sería más ancho para albergar más torres y estaría mejor construído. Y mientras continuaban los trabajos, Alejandro marchó a recorrer algunas ciudades con la intención conseguir apoyo y de reunir barcos con los que poder hacer frente a la flota tiria. Consiguió que los habitantes de Sidón acudieran a ayudar con el dique. En Biblos y Arados prestaron 80 embarcaciones, en Rodas 10 y en Chipre 120. A finales de julio del 332, ya casi llegaban a las murallas de Tiro.


A su regreso, Alejandro contaba con más de 200 barcos superando en número a la flota tiria. Además, uno de sus generales había vuelto de Grecia con 4.000 soldados de refresco. Con todo esto, Alejandro estaba decidido a provocar un combate en mar abierto, pero los tirios respondieron encerrándose en sus dos puertos y bloqueando sus entradas. Entonces la flota chipriota, con su rey al Nitágoras frente, que había acudido personalmente en ayuda de Alejandro, se colocó frente al puerto norte y la fenicia frente al puerto sur. Si ellos no podían entrar, los tirios tampoco podrían salir. Sobre el dique avanzaban escaleras, torres y todo tipo de máquinas de asedio; y varios barcos de carga con catapultas a bordo comenzaron el bombardeo. Ahora sí, Tiro estaba completamente rodeada y sitiada. 

El constante bombardeo sobre las murallas comenzó a hacer efecto provocando importantes daños. Los tirios iban siendo conscientes del peligro, y entonces, salieron sus barcos y atacaron a los chipriotas, a los que hundieron tres naves, una de ellas la del rey. Alejandro acudió rápidamente con sus barcos a bloquear la entrada del puerto. De esta manera los tirios se vieron entre dos fuegos y sin la posibilidad de correr a refugiarse. Los barcos que no fueron hundidos fueron capturados, y los que se habían quedado al resguardo de los puertos no se atrevieron a salir. Alejandro ya solo tenía que dedicarse a la demolición de las murallas. 

La parte norte resistía el impacto de las grandes piedras lanzazas por las catapultas, pero en la parte norte comenzaban a desmoronarse; y en cuanto hubo una brecha, los macedonios comenzaron el primer asalto que fue rechazado. Las máquinas de asedio fueron trasladadas al sur, donde Alejandro quería concentrar toda la fuerza y abrir una brecha mayor. No obstante, los barcos seguían atacando varios puntos de las murallas con el fin de despistar a sus defensores. Una vez que los macedonios hubieron conseguido poner los pies en la muralla, algunas torres de defensa cayeron rápidamente en su poder, lo cual facilitó la entrada masiva de las tropas asaltantes y muy pronto se estuvo combatiendo en el interior de la ciudad. Mientras tanto, la flota aliada consiguió reducir a la flota tiria, con lo que los puertos fueron tomados. Tiria había caído. 

La toma de Tiro fue una masacre. Los macedonios estaban más enfadados de lo normal por varios motivos, uno de ellos la larga duración del asedio. Muchos se la tenían jurada por la hostigación sufrida durante la construcción del dique y los muchos muertos que causaron las flechas lanzadas desde las murallas. Pero la gota final fue el lanzamiento desde las murallas de varias decenas de macedonios que habían caído en manos tirias. La venganza no se hizo esperar, y nada más tomar la ciudad, fue arrasada y miles de ciudadanos degollados. Más de 8.000 tirios murieron, entre los combates y los asesinados en las represalias. Unos 30.000 fueron hechos prisioneros y vendidos como esclavos. Solamente se pusieron en libertad varios cientos de peregrinos cartaginenes que habían venido a visitar el templo de Melkart y no habían podido salir a tiempo.


Gaza

Mientras Alejandro seguía hacia el sur con el objetivo de llegar a Egipto, una gran cantidad de obreros quedaron demoliendo la ciudad de Tiro para que no volviera a servir de fortaleza a ningún ejército persa. La entrada en Palestina no supuso ningún problema, pues la ciudad de Acre le abrió sus puertas y se sometió con facilidad; pero al llegar a Gaza, su comandante, el eunuco Batis no se lo iba a poner tan fácil. Tiro había resistido siete meses. Gaza podía resistir mucho más, y para tal fin, Batis había ordenado abastecerse. Gaza estaba situada en una colina, rodeada de altas y resistentes murallas. Estaba como a un kilómetro del mar, así que de nada le serviría a Alejandro la flota que había reclutado. Se había corrido la voz de que Darío estaba recomponiendo su ejército, y Batis estaba seguro de resistir y entretener a Alejandro hasta su llegada. 

En efecto, la toma de la ciudad no se antojaba nada fácil para nadie. Algunos de sus ingenieros declararon que asaltarla era imposible. Era todo cuanto Alejandro necesitaba oír. Si su asalto era imposible, significaba que debía hacerse. Si Tiro era un importante puerto que debía controlarse, Gaza era un punto estratégico importante que entraba en las líneas de comunicación entre Asia y Grecia y tampoco podía dejarse atrás sin ser controlada. Además, un solo signo de debilidad envalentonaría a las demás ciudades. Alejandro lo tenía claro: Gaza debía ser conquistada; y lo haría como fuera. 

Una alta colina. Grandes murallas. A su alrededor, solo desierto. Las catapultas quedaban tan bajas con respecto a las murallas, que era imposible que un proyectil llegara hasta ellas. Lo cual quería decir que… las catapultas debían alzarse. ¿Por qué no construir un terraplén y subir las máquinas hasta arriba? Y así se hizo. Arena, piedras, graba, todo servía para elevar el terreno, y una vez conseguida la altura necesaria, una rampa para subir las catapultas, que de inmediato comenzaron a disparar. Y cuando menos lo esperaban, los persas salieron por sorpresa al ataque. En enfrentamiento fue tan feroz que el propio Alejandro acabó herido. Una flecha le atravesó la armadura y se le clavó en el hombro. Aquello envalentonó tanto a los persas, que a punto estuvieron de llegar hasta las maquinas con la intención de incendiarlas. Solo la intervención de Alejandro, que aun herido siguió al frente de sus hombres, hizo retroceder a los persas. 

Mientras tanto, a la playa llegaban las torres de asalto y demás maquinaria que habían sido usadas en Tiro. Se construyeron más terraplenes y los ataque a las murallas se multiplicaron, sin embargo, las murallas eran tan resistentes, que apenas sufrían daños. Hubo que minarlas por debajo, escarbando bajo sus cimientos, para que por su propio peso se fueran derrumbando, dejando espacio para penetrar en el interior de la ciudad. Los hipaspistas jugaron un papel fundamental en estos ataques. ¿Quiénes eran los hipaspistas? Eran otro cuerpo de élite macedonio, de los cuales aún no se ha hablado. Significa algo así como “escuderos de los compañeros”, y eran la infantería ligera del ejército. Habíamos dicho que las falanges eran como enormes erizos que lo demolían todo a su paso, pero lentas en su desplazamiento. Los hipaspistas, sin embargo, eran la parte del ejército más movible y ágil, a ellos se les encomendó la tarea de asaltar Gaza por los agujeros abiertos. 

En principio, intentar entrar era un verdadero suicidio, pero a medida que hubo más derrumbes consiguieron entrar los soldados suficientes como para conseguir llegar hasta las puertas y abrirlas, para que todo el ejército macedonio pudiera entrar. Gaza fue tomada y sufrió la misma suerte que Tiro, unos diez mil muertos y el resto vendido como esclavos. Cayó también en combate el eunuco Batis, que fue herido y siguió luchando hasta que la pérdida de sangre lo dejó sin fuerzas. Cuentan algunas fuentes que Alejandro lo ató a su carro, e imitando a Aquiles, lo arrastró alrededor de las murallas, tal como su antepasado hiciera con Héctor después de vencerlo. Alejandro, además, se hizo con un enorme botín. Ahora sí, ya podía continuar hasta Egipto.

Tras la caída de Gaza, se adentraron por las regiones judía y samaritana. A las pocas semanas, entraban en Jerusalen, que no opuso ninguna resistencia, sino que salieron a recibirlo entre un ambiente festivo, como a alguien que venía a liberarlos de la tiranía persa. Alejandro se mostró respetuoso con sus gentes, sus leyes y sus costumbres y se ofreció a hacer un solemne sacrificio ante el altar de Jehová, siguiendo las instrucciones del alto sacerdote.


Egipto

La dureza empleada en Tiro y Gaza, y la bondad mostrada en Jerusalén, donde no opusieron resistencia, hicieron sin duda su efecto para que al llegar a Pelusio nadie osara plantar cara al ejército macedonio. Los pelusios pusieron rápidamente Egipto a disposición de Alejandro. Después de haber sido una nación poderosa, Egipto cayó en manos persas, que nunca fueron del agrado de los egipcios; en realidad, odiaban a los sátrapas persas, y quizás por eso, en Pelusio vieron a Alejandro como a alguien que los libraría de la tiranía a la que estaban sometidos. Recordemos que en Pelusio, los egipcios aniquilaron a los mercenarios que habían escapado de la batalla de Issos, tal era la aversión que tenían por los los persas y por quienes luchaban junto a ellos.  Había también en Egipto una gran comunidad griega que estaba dispuesta a apoyar al rey macedonio. Y tal como venía haciendo cada vez que conquistaba una ciudad, mostró respeto por las costumbres religiosas egipcias, lo cual fue del agrado de los sacerdotes del lugar.

Las arcas egipcias fueron puestas a disposición de Alejandro, al cual solo le faltaba reclamar el título de faraón. Y lo hizo. Pero no por derecho de conquista, sino por derecho divino. Y he aquí uno de los puntos que sirve a los historiadores para pensar que Alejandro, realmente se creía un dios. Su madre, Olimpia, le había inculcado desde niño que era hijo del dios Zeus Amón, el principal dios egipcio. Si realmente Alejandro lo creía o no, nunca lo sabremos, pero este fue el motivo que expuso a los sacerdotes egipcios para reclamar su derecho al trono. El caso es que, nadie se opuso y la propuesta fue hasta recibida con agrado de los. Y si los sacerdotes lo veían con buenos ojos, la opinión pública del país, y sobre todo de la comunidad griega, no podía ser más que positiva.

Dejaron atras Pelusia y cruzaron el Nilo hasta Menfis, antigua capital de Egipto, donde fueron recibidos con honores. Luego se embarcaron y navegaron por el Nilo hacia la costa mediterránea. Y al llegar al mar, encontraron el lugar idóneo donde Alejandro quería construir un nuevo puerto; justo en una franja de tierra entre un lago y el Mediterráneo. Se cuenta que Alejandro, del cual ya conocemos su impulsividad, quiso trazar inmediatamente los planos de su nueva ciudad y llamó a su arquitecto Deinócrates. Como no tenían dónde ponerse a dibujar, pidió harina y el mismo Alejandro comenzó a indicar cómo quería las calles y las plazas, y dónde ubicar los templos de los dioses.

La harina atrajo a numerosos pájaros, algo que fue interpretado como un presagio de futura prosperidad. Y así fue, el nuevo puerto se convertiría en poco tiempo en una próspera ciudad. Los comerciantes griegos vieron con ilusión la oportunidad de incrementar sus negocios con un puerto situado en un lugar estratégico para el comercio entre Grecia y Egipto, y desde allí llegar hasta cada rincón del nuevo imperio que se abría con la llegada de aquel “semidiós” al que nadie podía detener. La nueva ciudad llegaría a llamarse Alejandría


La familia de Darío

Con toda la costa mediterránea en poder de Alejandro, los cimientos del Imperio comenzaron a resquebrajarse peligrosamente. Más aún cuando Alejandro había conseguido su propósito de poner fin a la supremacía de la flota persa, que con los puertos en manos macedonias se vieron con toda comunicación cortada con el continente asiático; de manera que iban deambulando de isla en isla perdiendo poderío. Todo esto en beneficio de la flota griega que a partir de ahora tenían ante sí una próspera ruta comercial: Alejandría.

Mientras tanto, Darío tampoco perdía el tiempo y después de fracasar en sus negociaciones con Alejandro, al cual había ofrecido todos los territorios al oeste del Éufrates, había vuelto a reunir un potente ejército para enfrentarse de nuevo a él, ya que no le quedaba otra alternativa, si quería recuperar a su familia. Muchos historiadores ven en esta historia a un rey tierno y leal, respetuoso con su madre y cariñoso con su esposa e hijos. Cuentan que Estatira, su esposa (se dice que también era su hermana o hermanastra), era la más bella de las mujeres persas. Le dio un hijo, Oco y dos hijas, Estatira y Dripetis. En el momento en que Estatira cayó prisionera, estaba embarazada. Frente a todo esto, la crueldad de un joven impetuoso que se cree un dios, que no acepta tratos ni condiciones, sino la sumisión del hasta ahora rey de reyes de toda Asia. Alejandro no se conformaba con compartir el imperio asiático, sino que lo quería para él solo. 

Pero, ¿Por qué no entrego a Darío su familia? Puede que en nuestra mente no quepa otro motivo que la crueldad, pero recordemos que en aquella época era muy común la toma de rehenes. Incluso se pactaba la cesión de rehenes para garantizar los acuerdos. El propio padre de Alejandro recibió estudios y se formó como militar durante el tiempo que estuvo como rehén. Tener en su poder a la familia de Darío le daba a Alejandro la oportunidad de utilizarla como moneda de cambio, en caso de que fuera necesario. Cierto es que en este caso, los rehenes no habían sido cedidos, sino capturados, pero para el caso era lo mimo. Y como los rehenes solían ser escrupulosamente respetados, Alejandro quiso ser respetuoso con la familia de su enemigo. 

Así y todo, Alejandro no quedó indiferente ante la belleza de Estatira y evitaba verla para no caer en la tentación de hacerla suya. Según Plutarco, en una de las cartas dirigidas a Parmenio le confiesa que sufría por desear ver a la esposa de Darío o cuando hablaban de su belleza delante de él. Estatira murió en el año 331 al dar a luz. Darío recibía la triste noticia de boca de un eunuco llamado Tireo, sirviente de Estatira, que logró escapar y llegar hasta su rey. Darío llora amargamente, se golpea la frente y lamenta que la reina de los persas no pueda gozar del honor de una digna sepultura. El eunuco le consuela contándole que, si en vida el rey macedonio la colmó de atenciones, tampoco en la muerte se olvidó de que era la esposa de un rey y le dedicó los más altos honores, enterrándola a la usanza persa y derramando lágrimas por ella. Darío, ante la revelación del eunuco, quedó conmovido. 

A continuación, no pudo evitar hacerle una delicada pregunta: si su esposa permaneció casta y fiel hasta su muerte o Alejandro la obligó a entregársele contra su voluntad. El eunuco se postra a sus pies y le jura por lo más sagrado que Estatira permaneció fiel y que la virtud de Alejandro era tan grande como su valentía, por lo que, siempre la respetó. Darío levantó entonces los brazos al cielo y pidió a los dioses: 

«Ayudadme a conservar mi imperio, si es vuestra voluntad, para ponerlo de nuevo en pie. Si salgo vencedor, compensaré a Alejandro por las atenciones tenidas con mi familia. Pero si está dispuesto que yo no siga siendo el dueño y señor de Asia, no entreguéis la tiara del gran Ciro a otro que no sea él»

De tales palabras y hechos se desprende que entre ambos, a pesar de todo, había respeto y admiración.


El oráculo de Zeus-Amón

Alejandro puso rumbo al oeste hacia Paretono donde se encontró con embajadores de la antigua colonia griega de Cirena, que lo recibieron y le ofrecieron presentes como una corona de oro y trescientos caballos. Luego, se dirigió hacia el sur, dispuesto a cruzar trescientos kilómetros del desierto Líbico, hasta llegar al oasis de Siwa. Muchos le advirtieron que era muy peligroso si agotaban las reservas de agua o si los sorprendía alguna de las fuertes tormentas de arena, y le aconsejaron que no lo hiciera. Pero Alejandro se había acostumbrado a los retos difíciles y estaba decidido a emprender el viaje. Según cuenta Plutarco: “como no le era suficiente salir victorioso en el campo de batalla, debía doblegar también a las estaciones y a la naturaleza”. Pero, ¿qué le empujaba a internarse en el desierto? Era algo que quería hacer desde que llegó a África, porque en aquel oasis se encontraba el oráculo del dios Zeus-Amón, su padre, según Olimpia. 

El desierto Líbico comienza en las mismas orillas del Nilo y abarca los territorios de Egipto y Libia, aunque en realidad solo es una región del desierto más grande del mundo, el Sahara, que se extiende hasta las costas del océano Atlántico y ocupa la mayor parte del norte de África. Y sin embargo, a pesar de sus miles de kilómetros de arena y su extrema temperatura, existen paraísos en su interior, como el oasis de Siwa, situado a unos 50 kilómetros de la actual frontera con Libia. Tiene una extensión aproximada de unos 80 kilómetros de largo por 20 de ancho, con agua y vegetación abundantes, predominando las altas palmeras. 

Partió Alejandro con varios guías y unas cuantas tropas, adentrándose entre un mar de arena, en cuyo horizonte no se divisaba un solo árbol ni una sola colina. Corría un viento caliente cargado de arena fina, bajo un sol abrasador y un cielo donde no se veía ni una sola nube. Durante la noche, la temperatura bajaba hasta tales extremos que necesitaban abrigarse y resguardarse entre dunas. El único respiro que les dio el desierto fue el día que aparecieron unos negros nubarrones que dejaron caer abundante lluvia y los alivió refrescando sus cuerpos, endureciendo la arena y evitando que el viento los castigara con ella. Cuando dejó de llover aparecieron en el cielo una bandada de cuervos. Alejandro lo interpretó como una señal del dios Amón y ordenó seguirlos. Cuando ellos se paraban a descansar, los cuervos se posaban en la arena, cuando reemprendían la marcha, los cuervos echaban a volar, y así, un día aparecieron en el horizonte las esbeltas siluetas de las palmeras del oasis. 

La soledad de aquel paraíso en medio de la nada era el lugar idóneo para la vida devota de los sacerdotes que salieron a recibirlo. Allí proclamaban sus oráculos a quienes acudían a consultarlos tanto de lugares cercanos como remotos. Hasta aquellos hombres sagrados habían llegado historias de cómo Olimpia había organizado orgías y con su brujería había atraído hacia ella a Zeus Amón para concebir un hijo con él, tal como concibieron en tiempos pasados Alcmena, madre de Hércules, y Tetis, madre de Aquiles, ambos antepasados directos de Alejandro. 

Arriano cuenta que, al llegar, Alejandro quedó maravillado al observar el lugar, y que el alto sacerdote lo recibió como el hijo de Amón, aunque esto no nos debe llevar a engaño, teniendo en cuenta que ya se había convertido en faraón. Los egipcios consideraban a los faraones hijos de Amón. A partir de aquí, nadie está seguro de lo que Alejandro vio o habló con el sacerdote en el interior del templo. Algunas fuentes cuentan que Alejandro le preguntó si todos los que participaron en el asesinato de su padre habían sido castigados. La respuesta fue que hablara con más respeto, pues ningún mortal podía matar a su verdadero padre, Amón. No sabemos si la respuesta fue del todo satisfactoria, pero desde luego. Había cumplido su deseo de visitar el templo del dios Zeus-Amón, pero además había podido comprobar que el gran desierto existe y que además podía hacer de barrera protectora. Ningún ejército atacaría por aquel lugar. Alejandro salió bastante cambiado de allí. Según cuentan, a su vuelta comenzó a comportarse de una forma bastante rara, quería aparentar que era un semidios. Quizá lo hacía para ganarse el respeto de los egipcios, pero desde luego dejó desconcertados a cuantos le conocían. En cualquier caso, las tonterías le iban a durar poco, pues le llegaron noticias de que en Babilonia se habían congregado nada menos que un millón de soldados. Darío ya estaba preparado para salir en busca de los macedonios. Un millón de soldados. ¿Qué era eso para un semidios?

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