El Cid, entre la historia y la leyenda 2

La despedida del Cid
Juan de Vallejo, capilla cidiana
DoƱa Jimena
AtrĆ”s quedĆ³ su esposa, Jimena, su hijo Diego de unos 10 aƱos, Cristina de unos 8 y MarĆ­a, quizĆ”s la mĆ”s pequeƱa, de la que no se conoce su fecha de nacimiento. Realmente no se sabe con exactitud el aƱo de nacimiento de ninguno de ellos, fechĆ”ndose el de los mayores sobre el 1075, un aƱo mĆ”s tarde del casamiento de Rodrigo y Jimena. DebiĆ³ ser duro para Jimena tener que quedar sola con sus hijos de corta edad viendo cĆ³mo su esposo partĆ­a hacia un destino incierto, con el Ćŗnico consuelo de ver que no marchaba solo, sino acompaƱado de todos sus caballeros. No menos duro tuvo que ser para Rodrigo abandonar a su esposa y sus hijos, aunque muy bien se ocupĆ³ de que quedaran custodiados. El mismo rey Alfonso habĆ­a ordenado que nadie los molestara.

«AquĆ­ ante vos me tenĆ©is, MĆ­o Cid, y a vuestras hijas,  
de muy poca edad las dos y todavĆ­a tan niƱas. 
Conmigo vienen tambiĆ©n las damas que nos servĆ­an. 
Bien veo, Campeador, que preparĆ”is vuestra ida; 
tenemos que separarnos estando los dos en vida. 
¡Decidnos lo que hay que hacer, oh Cid, por Santa MarĆ­a!"

Las dos manos inclinĆ³ el de la barba crecida, 
a sus dos niƱitas coge, en sus brazos las subĆ­a, 
al corazĆ³n se las llega, de tanto que las querĆ­a. 
Llanto le asoma a los ojos y muy fuerte que suspira. 
"Es verdad, doƱa Jimena, esposa honrada y bendita,  
tanto cariƱo os tengo como tengo al alma mĆ­a. 
Tenemos que separarnos, ya los veis, los dos en vida;  
a vos os toca quedaros, a mĆ­ me toca la ida. 
¡Quiera Dios y con Ɖl quiera la Santa Virgen MarĆ­a 
que con estas manos pueda aĆŗn casar nuestras hijas  
y que me puede ventura y algunos dĆ­as de vida
para poderos servir, mujer honrada y bendita!"»

Los poemas como el Cantar de MĆ­o Cid , que se han hecho mĆ”s populares que la historia real, han hecho creer que Jimena y sus hijas –no se habla de su hijo Diego-, quedaron a expensas de unos frailes en un monasterio:

«Hoy que salgo de esta tierra os darĆ© cincuenta marcos, 
si Dios me concede vida os he de dar otro tanto. 
No quiero que el monasterio por mĆ­ sufra ningĆŗn gasto. 
Para mi esposa Jimena os entrego aquĆ­ cien marcos; 
a ella, a sus hijas y damas podrĆ©is servir este aƱo. 
Dos hijas niƱas os dejo, tomadlas a vuestro amparo. 
A vos os las encomiendo en mi ausencia, abad don Sancho, 
en ellas y en mi mujer ponedme todo cuidado.»

Con el dinero conseguido de los judĆ­os, Rodrigo pudo dejarle al abad del monasterio algĆŗn dinero para que cuidara de su esposa y sus hijas, que de otra forma hubieran quedado desamparadas. Pero nada de esto tiene sentido si pensamos en los bienes que el Cid poseĆ­a, la mitad de todo a nombre de Jimena, pues asĆ­ se dejĆ³ escrito en la carta de arras que Rodrigo redactĆ³ antes de la boda. Y puesto que nada de esto fue embargado por el rey, Jimena, sus dos hijas y su hijo Diego pudieron quedar cĆ³modamente en su hacienda burgalesa, y a quienes realmente pidiĆ³ Rodrigo su cuidado fue a sus parientes mĆ”s cercanos. Se tiene noticia incluso de algĆŗn viaje que Jimena hizo a Asturias para visitar a sus dos hermanos, fue en el verano de 1083.

Acababa el Cid de dejar a Jimena y a sus hijas en el monasterio, cuando es testigo de una gran manifestaciĆ³n de afecto hacia su persona. MĆ”s de cien caballeros castellanos se unen a Ć©l y quieren seguir su misma suerte.

«Las campanas de San Pedro taƱƭan a gran clamor. 
Por las tierras de Castilla iba corriendo el pregĆ³n  
de que se va de la tierra MĆ­o Cid Campeador. 
¡CuĆ”ntos dejaron su casa, su tierra o su posesiĆ³n! 
En aquel dĆ­a en la puente que pasa el rĆ­o ArlanzĆ³n 
jĆŗntanse muchos guerreros, mĆ”s de ciento quince son. 
Todos iban en demanda del buen Cid Campeador.»

Se enzarza asƭ la figura del Cid como personaje y hƩroe de gran popularidad. No se sabe el grado de afecto que la gente tenƭa a Rodrigo Dƭaz, ni si hubo caballeros que simpatizaron con su causa hasta el punto de abandonar sus haciendas, como dice el poema, pues esto forma parte de la literatura y la leyenda. Lo que sƭ se sabe es que un gran ejƩrcito -su ejƩrcito-, que probablemente no estaban obligados a seguirle, ya que el desterrado era su comandante, decidieron hacerlo. Y esto ya forma parte de la historia real.



El guardiƔn del reino
Rodrigo se instala finalmente en la taifa zaragozana. El rey al-Muqtadir disfrutaba momentĆ”neamente de una situaciĆ³n que le eximĆ­a del pago de parias gracias a que Alfonso andaba ocupado en el asunto de Toledo, pero sabĆ­a que aquella situaciĆ³n no durarĆ­a. AsĆ­ que cuando Rodrigo se presentĆ³ ofreciĆ©ndole sus servicios vio una buena oportunidad para seguir libre, sin ser vasallo de ningĆŗn rey cristiano. Mejor pagar para que te defiendan que no hacerlo para ser vasallo de otro rey. Al-Muqtadir conocĆ­a bien a Rodrigo, pues ya estuvo con Ć©l siendo muy joven, al lado de su seƱor Sancho, cuando le defendieron del ataque aragonĆ©s.

Por desgracia para el rey al-Muqtadir, aquel mismo aƱo de 1081, pocos meses despuĆ©s de que el Campeador se pusiese a su servicio, enfermĆ³ gravemente y no tardĆ³ en morir. HabĆ­a estado 35 aƱos reinando, y durante este tiempo, la taifa de Zaragoza habĆ­a llegado a su mĆ”xima extensiĆ³n, que iba desde sus fronteras con AragĆ³n y Castilla hasta el MediterrĆ”neo, incluyendo LĆ©rida, Tortosa y Denia. El reparto de su reino entre sus dos hijos quedĆ³ de esta manera: para el mayor, al-Mutamin, el reino de Zaragoza, y para el menor, al-Mundir (tambiĆ©n llamado al-Hayid o al-Dawla), los territorios de Denia, Tortosa y LĆ©rida. El testamento no contemplaba la divisiĆ³n de la taifa, asĆ­ que Al-Mutamin reinarĆ­a en Zaragoza y al-Mundir estarĆ­a al cargo de los demĆ”s territorios en calidad de gobernador y vasallo de su hermano. Al-Mundir ya era gobernador de Denia desde hacĆ­a algĆŗn tiempo y le habĆ­a estado dando algunos problemas a su padre exigiĆ©ndole la independencia. Ahora, una vez muerto Ć©ste, los problemas tambiĆ©n pasaban a su hermano, el nuevo rey de Zaragoza.

Al-Mundir no se conformaba con ser solo gobernador de las tres taifas y ser ademĆ”s vasallo de su hermano. El ambiente se caldea y al-Mutamin se pone en guardia, pues ademĆ”s, los condes de Barcelona y el rey Ramiro GarcĆ©s de AragĆ³n andan tambiĆ©n con las orejas tiesas. Si al-Mundir finalmente decide atacar Zaragoza, catalanes y aragoneses tambiĆ©n lo harĆ”n aliĆ”ndose con Ć©l, y no precisamente por la cara bonita del moro, sino para sacar tajada del conflicto. Tanto AragĆ³n, ya lo hemos visto aƱos atrĆ”s, como Barcelona, estĆ”n encajonados por culpa de Zaragoza y la Ćŗnica opciĆ³n para expandirse es ganĆ”ndole terreno a esta gran taifa. Con lo que ninguno habĆ­a contado era con que en Zaragoza, al-Mutamin no estaba solo. AllĆ­ estaba tambiĆ©n el Campeador, con el que el nuevo rey se habĆ­a apresurado a renovar los acuerdos de defensa que tenĆ­a ya con su padre.

Asegurarse de que las plazas fronterizas con AragĆ³n seguirĆ­an fieles a Zaragoza era primordial, por eso al-Mutamin y Rodrigo cabalgaron hasta allĆ­ para tantear el terreno. La figura del Campeador debĆ­a imponer cierto respeto y su fama de gran guerrero le precedĆ­a, porque todos aseguraron estar de su parte. La proximidad del Campeador no le hizo ninguna gracia al rey Sancho RamĆ­rez, y en un alarde de bravuconerĆ­a hizo correr la voz de que Ć©ste no se atreverĆ­a a entrar en MonzĆ³n, fortaleza que el aragonĆ©s consideraba propia. Sin embargo, aun sabiendo que RamĆ­rez lo vigilaba, Rodrigo no dudĆ³ en entrar en MonzĆ³n y negociar con sus gentes para que siguieran fieles al rey de Zaragoza. DespuĆ©s siguiĆ³ allĆ­ durante unos dĆ­as, donde montĆ³ su cuartel general y nadie osĆ³ molestarle.

Finalmente, Rodrigo y los suyos avistaron el ejĆ©rcito de Sancho RamĆ­rez, el rey aragonĆ©s. Sancho se puso en guardia rĆ”pidamente, Rodrigo ya lo estaba. Ambos estuvieron un tiempo observĆ”ndose, finalmente no hubo enfrentamiento y Rodrigo regresĆ³ a Zaragoza. La sola presencia del Campeador habĆ­a servido de aviso a los aragoneses para no pisar tierra zaragozana. Ahora tocaba explorar la parte leridana, allĆ­ las cosas estaban mĆ”s caldeadas, al-Mundir estaba decidido a atacar a su hermano y RamĆ³n Berenguer II ya habĆ­a llegado a un acuerdo con Ć©l para unĆ­rsele con su ejĆ©rcito. Con el barcelonĆ©s se presentarĆ­an tambiĆ©n otros condes y gobernantes de CerdaƱa, Urgel, Ampurias, RosellĆ³n y Carcasona. Todos querĆ­an meter la cuchara a ver quĆ© rebaƱaban.

Al-Mutamin y Rodrigo se dirigen luego hacia Tamarite de Litera y restauran el castillo de Almenar, ya traspasados los lĆ­mites leridanos, algo que es considerado como una agresiĆ³n o invasiĆ³n. O lo que es lo mismo, los de Zaragoza habĆ­an tomado la iniciativa y eran los atacantes, pero, bien mirado, ¿acaso entrar en territorio leridano se podĆ­a considerar una invasiĆ³n? Su padre habĆ­a dejado claro en su testamento que la taifa era indisoluble, por lo tanto, al entrar en LĆ©rida, al-Mutamin no estaba agrediendo a nadie, estaba en su propio reino.

Dejando una guarniciĆ³n en el castillo de Almenar, el rey volviĆ³ a Zaragoza y Rodrigo siguiĆ³ su expediciĆ³n hasta Escarp, donde tambiĆ©n conquistĆ³ su castillo y se estableciĆ³ allĆ­. Era el invierno del reciĆ©n entrado aƱo 1082 cuando le llegĆ³ el aviso de que Almenar estaba siendo asediado. Inmediatamente enviĆ³ un mensajero a al-Mutamin para que acudiera en su ayuda. Cuando los dos ejĆ©rcitos se encontraron, el rey querĆ­a lanzarse contra los sitiadores, pero Rodrigo le detuvo aconsejĆ”ndole otra estrategia diferente. Lanzarse contra un ejĆ©rcito muy superior como el que habĆ­a concentrado su hermano podrĆ­a ser desastroso. ¿Por quĆ© no negociar? Eso propuso Rodrigo que hiciera. Negociar ofreciĆ©ndole una suma de dinero. Al-Mutamin seguramente se extraĆ±Ć³ de que Rodrigo le aconsejara ofrecer dinero a su hermano, que lo que realmente querĆ­a era arrebatarle terreno, si no la taifa entera. Pero aceptĆ³ la proposiciĆ³n y allĆ” se fue a su encuentro. Un encuentro en el que no hubo acuerdo. Al-Mundir no retirarĆ­a sus tropas y estaba dispuesto a plantar batalla. Y mientras ambos hermanos conversaban, Rodrigo y sus mĆ”s allegados hombres de confianza se dedicaban a estudiar el terreno, que era lo que realmente querĆ­a, ganar tiempo antes de que el impulsivo al-Mutamin se lanzara sin mĆ”s contra las numerosas tropas de al-Mundir y los condes catalanes.

La cosa no iba a ser fĆ”cil, pero Rodrigo se habĆ­a dado cuenta de que los sitiadores no habĆ­an descuidado tener un lugar despejado por donde emprender una posible retirada. Eran muy numerosos, sĆ­, pero se iban a enfrentar nada menos que al ejĆ©rcito del Campeador, que bien tenĆ­an ganada su fama de invencibles. AsĆ­ que, apenas al-Mutamin estuvo de vuelta con la negativa de su hermano a pactar un levantamiento del asedio, Rodrigo y los suyos se lanzaron como una exhalaciĆ³n contra ellos. Le siguieron los guerreros de al-Mutamin, pero fueron los del Campeador los que no tardaron en tener a los sitiadores a su merced, pues no eran guerreros normales los que contra ellos luchaban. Los guerreros del Campeador debĆ­an ser fuerzas de Ć©lite perfectamente preparadas, expertos luchadores sin rival que les hiciera sombra en el manejo de la espada y con una preparaciĆ³n fĆ­sica sin igual; solo asĆ­ se explica la desastrosa derrota que las fuerzas aliadas de al-Mundir y el conde de Barcelona sufrieron aquel dĆ­a. Tal como Rodrigo habĆ­a previsto, los sarracenos emprendieron la huida en cuanto vieron que la cosa no pintaba bien para ellos. Solo RamĆ³n Berenguer animĆ³ a sus hombres para resistir hasta el final. MĆ”s le hubiera valido no hacerlo y huir tambiĆ©n.

Al-Mutamin no podĆ­a creer la hazaƱa que habĆ­an logrado gracias a quien, con muy buen criterio, habĆ­a reclutado su padre para la defensa de su reino. La victoria les habĆ­a proporcionado ademĆ”s de un buen botĆ­n, numerosos prisioneros que intentarĆ­an canjear por dinero. Precisamente, el botĆ­n mĆ”s valioso se encontraba entre ellos, nada menos que RamĆ³n Berenguer, el conde de Barcelona, aquel que no estuvo interesado en contratar sus servicios. Varios dĆ­as estuvo prisionero, y no se sabe cuĆ”l fue el precio de su rescate, si dinero o alguna otra negociaciĆ³n, por supuesto favorable a Zaragoza. En cualquier caso fue una humillaciĆ³n para el conde catalĆ”n.

Aparte del cuantioso botĆ­n y otros beneficios, aquella victoria hizo desistir a los aragoneses de su intenciĆ³n intervencionista en Zaragoza. Estaban al tanto del numeroso ejĆ©rcito que al-Mundir habĆ­a reunido, y el descalabro que sufrieron los catalanes no animaba en absoluto a enfrentarse al Campeador. Y mientras Sancho RamĆ­rez se retiraba de la frontera, Rodrigo y los suyos, junto al rey al-Mutamin, entraban victoriosos en la ciudad de Zaragoza donde fueron aclamados y recibieron multitud de regalos. Rodrigo fue investido con el tĆ­tulo honorĆ­fico de GuardiĆ”n del Reino. A su ejĆ©rcito fueron llegando multitud de voluntarios, tanto cristianos como moros, que querĆ­an unirse a los que ya consideraban como invencibles. A Rodrigo, muchos sarracenos comenzaban ya a llamarle mĆ­o Cid, mi seƱor.


Luchas fraticidas
La reconquista debiĆ³ ser algo parecido a una carrera de fondo en la que cada rey querĆ­a llegar primero y sacar cuanto provecho pudiera de cualquier territorio en manos moras. El objetivo final era, como no podĆ­a ser de otra manera, quedarse con la penĆ­nsula IbĆ©rica al completo. La cosa no fue tan simple como hubiera podido ser -y digo simple, no fĆ”cil- si todo el territorio cristiano hubiera estado bajo el dominio de un mismo rey, como lo habĆ­a estado durante la dominaciĆ³n visigoda, aunque ya durante esa Ć©poca hubo divisiones de poder. La culpa la tuvieron dos circunstancias. 

Primero: los territorios que Carlo Magno ocupĆ³ para dividirlos en condados. De esos condados salieron luego varios reinos o territorios autĆ³nomos que seguĆ­an siendo condados. 
Y segundo: la manĆ­a que habĆ­an cogido los reyes de repartir sus reinos entre sus hijos. Sobre el papel la divisiĆ³n no se llevaba a cabo, sino que cada uno de ellos debĆ­a ocuparse de la gobernaciĆ³n de una parte del reino. Pero en la prĆ”ctica los reinos quedaban fragmentados y cada gobernante actuaba solo por intereses propios, sin dudar en enfrentarse en luchas fratricidas, si era necesario. A decir verdad, los cristianos no se comportaban de forma muy diferente a como lo hacĆ­an los moros, que en su lucha por el poder habĆ­an roto lo que un dĆ­a fue un prĆ³spero califato de CĆ³rdoba. 

La historia se repetĆ­a en cada rincĆ³n de la penĆ­nsula IbĆ©rica una y otra vez. Primero los visigodos se dividen y propician la invasiĆ³n musulmana, luego los musulmanes se dividen ellos mismos cayendo en una decadencia de la que se aprovecharĆ­an impunemente los cristianos. Y luego los cristianos son incapaces de mantenerse unidos en una lucha que es la lucha de todos en comĆŗn. Por desgracia, esos genes son hereditarios y no se han disuelto en el adn con el paso de los siglos, llegĆ”ndonos intactos hasta la actualidad. Hubiera sido mucho mĆ”s simple, como decimos, toda esta historia que durarĆ­a mĆ”s de 700 aƱos, con un solo reino unido, sin tanta lucha interna que no hacĆ­a sino retrasar lo que desde un principio era un objetivo comĆŗn, con un derramamiento de sangre innecesario y un derroche de fuerza que se hubieran podido emplear en ello. Si en pocos aƱos los reinos cristianos avanzaron desde Asturias ante un enemigo mĆ”s numeroso y mejor armado que ellos, quĆ© no hubieran hecho de haber permanecido unidos una vez que el reino de LeĆ³n llegĆ³ a tomar unas dimensiones considerables. 

Es cierto que a la altura del primer siglo del segundo milenio las taifas moras no eran ya un peligro y estaban ahĆ­ como suministro de impuestos que llenaban las arcas cristianas. Pero no es menos cierto que esos suministros eran pan para hoy y hambre para maƱana. Las taifas moras estaban siendo exprimidas hasta la saciedad y ya no podĆ­an dar mĆ”s de sĆ­. Mientras tanto, en lo que menos pensaban los reinos cristianos era en unirse para resistir mejor un futuro y potencial ataque enemigo. Un ataque que se estaba fraguando a la sombra sin que ninguno de ellos se hubiera percatado de tal cosa. El principal y mĆ”s grande reino cristiano estaba a punto de ser atacado, y su rey Alfonso VI, aquel que se hacĆ­a llamar emperador por creer que los demĆ”s reinos eran sus vasallos, en realidad no tenĆ­a poder sobre ellos. El tĆ­tulo, cogido como herencia romana, al igual que hicieron los reyes franceses, era mĆ”s simbĆ³lico que otra cosa y lo ostentaban quienes reinaban sobre LeĆ³n, el reino original formado desde la expansiĆ³n asturiana. Todos los demĆ”s le debĆ­an vasallaje, pero ese vasallaje era igualmente simbĆ³lico, si bien es cierto que habĆ­a un deber moral de ayuda ante el peligro moro, mĆ”s por la hermandad religiosa que por otra cosa. 

Por todo lo que hemos visto anteriormente, esta carrera de fondo en la que todos querĆ­an sacar provecho y ganar terrenos para ampliar sus reinos, no es de extraƱar que Alfonso se viera envuelto en lo que vamos a ver a continuaciĆ³n: el rey leonĆ©s va a intentar ganar un trozo de la taifa zaragozana. Pero todo se tuerce y termina siendo vĆ­ctima de un atentado en el que salvĆ³ la vida de milagro. Este incidente propiciarĆ­a un acercamiento entre el rey y el Cid, que al encontrarse de nuevo no pudieron evitar el resurgir de un sentimiento de antigua amistad, a la vez que, apesadumbrados, compartĆ­an un dolor comĆŗn por unas vĆ­ctimas que eran personas muy allegadas al rey y que Rodrigo conocĆ­a muy bien.


El extraƱo caso de la fortaleza de Rueda
A unos 30 kilĆ³metros de Zaragoza se encontraba la fortaleza de Rueda de JalĆ³n, y allĆ­ dentro, Albofalac, su alcaide, hacĆ­a de carcelero de un recluso muy especial. En alguna de sus mazmorras se consumĆ­a al-Mudaffar, que fue encerrado allĆ­ por su propio hermano, el difunto rey al-Muqtadir, despuĆ©s de desposeerlo de la taifa de LĆ©rida (aquĆ­ todo el mundo tiene un hermano en el truyo). Su sobrino, el actual rey al-Mutamin, seguramente le tenĆ­a en el olvido. Pero este prisionero, en los Ćŗltimos dĆ­as de su existencia, fue camelĆ”ndose al alcaide del castillo hasta hacerle creer que el territorio de Rueda podĆ­a segregarse de Zaragoza. Por supuesto que Albofalac tendrĆ­a un puesto destacado en la nueva taifa. Para ello tendrĆ­an que ingeniĆ”rselas para que el rey de LeĆ³n les echase una mano.

No se sabe quĆ© historia le contarĆ­an a Alfonso, pero el rey leonĆ©s dejĆ³ sus quehaceres que le tenĆ­an ocupado en Toledo, cogiĆ³ unas tropas y se dio una vuelta por Rueda, donde le esperaban el recluso, ya liberado, y el alcaide Albofalac. Pero mientras Alfonso estaba en camino, al recluso se ve que no le sentĆ³ nada bien el aire fresco y muriĆ³ repentinamente. La conspiraciĆ³n quedaba totalmente abortada, pero Alfonso y su gente, que ya habĆ­an entrado en Rueda, significaban ahora un compromiso muy peligroso para el alcaide, que no sabrĆ­a quĆ© explicaciĆ³n dar si le preguntaban quĆ© hacĆ­a el rey leonĆ©s en dominios zaragozanos. Y a este alcaide, que por lo visto estaba de la de la cabeza peor que el prisionero, no se le ocurriĆ³ otra cosa que mandar asesinar a los invitados leoneses.

Era enero de 1083. Rodrigo patrullaba por Tudela cuando le llegĆ³ la noticia. Su antiguo rey habĆ­a sido vĆ­ctima de una cobarde emboscada y cinco de sus hombres de confianza habĆ­an muerto; entre ellos el infante Ramiro de Navarra y el conde de Lara, Gonzalo Salvadorez. A la entrada del castillo, justo cuando se disponĆ­an a cruzar el puente levadizo, Ć©ste comenzĆ³ a levantarse mientras una lluvia de piedras caĆ­a desde arriba. Alfonso, muy prudentemente, se habĆ­a quedado atrĆ”s y esto lo salvĆ³. Aquello suponĆ­a un incĆ³modo contratiempo para Rodrigo, al cual se le habĆ­a colado Alfonso en Zaragoza sin darse cuenta, algo que posiblemente incomodarĆ­a a al-Mutamin. Sin embargo, Rodrigo acudiĆ³, preocupado, en ayuda de su antiguo seƱor. El alcaide Albofalac fue hecho prisionero y pagarĆ­a cara su fechorĆ­a. Luego se uniĆ³ a Alfonso en el dolor por los fallecidos. Apesadumbrados ambos, resurge el calor de una vieja amistad, hasta el punto de que Alfonso da por concluido su destierro; Rodrigo puede volver a su tierra cuando quiera. Pero Rodrigo duda. Volver a la corte de Alfonso suponĆ­a el reencuentro con viejos “camaradas” en un ambiente hostil, donde jamĆ”s lo volverĆ­an a aceptar en su cĆ­rculo, ni Ć©l querrĆ­a entrar; la vuelta a las viejas rencillas y a las zancadillas. Y fue por eso que todo quedĆ³ y un afectuoso saludo de despedida. El perdĆ³n de su rey ya lo tenĆ­a. La Historia Roderici lo narra asĆ­:

"Rodrigo, que estaba en Tudela, vino a donde estaba el emperador, el cual le recibiĆ³ con honores y diligentemente le mandĆ³ que le siguiese a Castilla. Rodrigo [en principio] le siguiĆ³.[…] Comprendiendo Rodrigo esta situaciĆ³n, [el ambiente hostil que le esperaba] no quiso ir a Castilla, sino que, separĆ”ndose del emperador, se volviĆ³ a Zaragoza, donde el rey al-Mutamin lo recibiĆ³ con toda suerte de atenciones”.

El Cid vuelve a Zaragoza, donde, muy a pesar suyo piensa seguir al servicio de al-Mutamin, y no deja de pensar los motivos por los que Alfonso vino a Rueda, aunque Ć©l bien lo sabĆ­a. Alfonso querĆ­a hacerse con las parias de Zaragoza antes de que otros lo hicieran. HabĆ­a tenido noticias de que el intento intervencionista de aragoneses y catalanes habĆ­an fracasado y se habĆ­an estrellado contra el Campeador. Pero eso no le detendrĆ­a, llegado el momento. Alfonso actuarĆ­a contra Zaragoza mĆ”s pronto que tarde, en cuanto acabara de conquistar Toledo. AdemĆ”s, tenĆ­a una cuenta pendiente con esta taifa, que, aunque en un principio se mantuvo neutral, finalmente llegĆ³ a aliarse con Sevilla para combatir contra LeĆ³n en el asunto toledano. Pero mientras esto pudiera ser viable, Rodrigo le estaba haciendo un gran servicio a su antiguo rey: le estaba parando los pies a potenciales pretendientes a las parias de Zaragoza. Muy pronto iba a tener ocasiĆ³n de hacerlo de nuevo.


El proyecto expansivo zaragozano
A estas alturas, despuĆ©s de llevar ya varios aƱos en Zaragoza, muchos serĆ”n los que se pregunten si Rodrigo nunca fue a visitar a su esposa Jimena y a sus hijos despuĆ©s de que Alfonso le hubiese levantado el castigo. Pero ya hemos visto que las condiciones y el ambiente enrarecido que Rodrigo esperaba encontrar no le animaban a volver. Pero, aprovechando el perdĆ³n del rey, ¿no habrĆ­a merecido la pena aunque solo fuera por reencontrarse con su familia? Es algo que las crĆ³nicas no aclaran. Solo en los poemas y romanceros encontramos indicios como el siguiente que aparece en el Cantar de MĆ­o Cid:

“AquĆ­ tenĆ©is oro y plata, 
una bota llena que nada le faltaba. 
En Santa MarĆ­a de Burgos encargad mil misas,
y lo que sobrare dadlo a mi mujer y a mis hijas, 
que pidan por mĆ­ noche y dĆ­a, 
que si yo viviere serĆ”n damas ricas”.

Si hacemos caso a lo que cuenta el poema, Rodrigo sĆ­ se preocupaba por su familia y le enviaba dinero y regalos a travĆ©s de su hombre de mayor confianza, su alfĆ©rez y primo Alvar FƔƱez. Aunque hay que insistir en que el poema se contradice con el status social de Jimena y su familia, que ya eran ricos. En cualquier caso, si el que lo escribiĆ³ lo hizo basĆ”ndose en algĆŗn indicio de que el Cid se comunicaba con ellos, bien pudiera ser que su marido, por quĆ© no, le enviase algĆŗn presente de vez en cuando. Solo el trajĆ­n del mucho guerrear, que lo tenĆ­a completamente ocupado le habrĆ­a impedido visitarlos en persona. Aunque quiĆ©n sabe si realmente lo hizo, aunque fuera de incĆ³gnito, y por eso nunca quedĆ³ registrado en ninguna parte.

Que el Campeador estaba muy ocupado no puede ponerse en duda, como vamos a ver enseguida. En los primeros meses del aƱo 1083, Sancho RamĆ­rez de AragĆ³n seguĆ­a con sus avanzadillas sobre la frontera con Zaragoza, en el valle de Cinca. Estas provocaciones, sin embargo, no preocupaban demasiado al rey al-Mutamin, ocupado en un proyecto que Rodrigo debĆ­a llevar a cabo en tierras leridanas. El proyecto, bastante ambicioso por cierto, tenĆ­a como objetivo final obtener una salida al MediterrĆ”neo e incluir en su taifa el reino de Valencia, algo que no iba a gustar nada a Alfonso cuando se diera cuenta de que se estaba llevando a cabo un plan que Ć©l ya sospechaba. Como primer paso, Rodrigo se encargarĆ­a de la construcciĆ³n de una fortaleza en Olocau del Rey, a unos 17 kilĆ³metros de Morella, actual provincia de CastellĆ³n y territorio de la taifa de Tortosa en aquel entonces.

Tampoco gustĆ³ aquello a al-Mundir, que se le habĆ­a colado el Campeador en casa. TodavĆ­a le dolĆ­a la derrota de hacĆ­a dos aƱos, pero no podĆ­a quedarse de brazos cruzados ante tal violaciĆ³n de su territorio. Por otra parte, al igual que la vez anterior, solo no podĆ­a enfrentarse al ejĆ©rcito del Cid. Necesitaba aliados nuevamente. RamĆ³n Berenguer de Barcelona habĆ­a sido asesinado el mismo aƱo que colaborĆ³ con Ć©l. Se cuenta que fue su hermano Berenguer RamĆ³n, quien estaba detrĆ”s de su muerte. Para demostrar su inocencia, Berenguer RamĆ³n tuvo que enfrentarse en una justa (duelo a caballo con lanza) que se celebrĆ³ en la corte de Alfonso VI, y perdiĆ³. SegĆŗn las normas, si hubiera sido inocente Dios hubiera estado de su parte y hubiera vencido. Como no fue asĆ­, fue declarado culpable. Berenguer RamĆ³n partiĆ³ como cruzado hacia JerusalĆ©n y se cree que muriĆ³ allĆ­, pues nunca mĆ”s se supo de Ć©l. Su sucesor fue su sobrino RamĆ³n Berenguer III, el hijo del cabeza de estopa, que en esos momentos no parecĆ­a dispuesto a enfrentarse a quien venciĆ³ a su padre, asĆ­ que al-Mundir se puso en contacto con el aragonĆ©s Sancho RamĆ­rez, que sĆ­ tenĆ­a ganas de jaleo.

El Campeador se estaba convirtiendo en un obstĆ”culo demasiado molesto tanto para al-Mundir como para Sancho RamĆ­rez, que le tenĆ­a ganas y no dudĆ³ en aliarse con el de LĆ©rida. Pero toda negociaciĆ³n lleva su tiempo; por otra parte, se acercaba el invierno, una Ć©poca donde casi siempre se evitaba emprender expediciones o entablar batallas. Y asĆ­, los albaƱiles de Rodrigo pudieron seguir su faena en la fortaleza donde trabajaron todo el invierno y la primavera de 1083. A principios de agosto Sancho RamĆ­rez y al-Mundir avanzan hacia donde se encuentra Rodrigo, que recibe un escrito por el mismo rey aragonĆ©s requiriĆ©ndole que abandone aquellas tierras inmediatamente. La respuesta de Rodrigo fue contundente:

"Si Sancho quiere pasar por las tierras de Olocau del Rey, el propio Rodrigo se presta a escoltarle; pero si pretende hacerle retirarse de su posiciĆ³n tendrĆ” que obligarle a ello en el campo de batalla."

Sabiendo Rodrigo que aquellas palabras enfurecerĆ­an todavĆ­a mĆ”s tanto a Sancho como a al-Mundir, ordenĆ³ a todos sus soldados que se pusieran en guardia inmediatamente. El enfrentamiento era inminente. Y efectivamente, no tardaron en aparecer las tropas de la coaliciĆ³n leridano-aragonesa. La Historia Roderici nos cuenta lo siguiente:

"Iniciado el combate y entremezclados los hombres, combatieron entre sĆ­ largo tiempo. Pero el rey Sancho y al-Mundir finalmente dieron la espalda y, vencidos y en desorden, huyeron de la presencia de Rodrigo, el cual los persiguiĆ³ durante mucho trecho de camino y capturĆ³ a muchos de ellos".

Nuevamente al-Mundir y sus aliados recibieron una soberana paliza y Sancho RamĆ­rez volviĆ³ a AragĆ³n con el rabo entre las piernas, maldiciendo la hora en que se le ocurriĆ³ aliarse con el moro.



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