La gran aventura de la vuelta al mundo


IntroducciĆ³n

Si el descubrimiento del Nuevo Mundo es considerado por muchos como una gesta comparable al primer viaje a la Luna, no serĆ­a ningĆŗn disparate considerar la primera vuelta al mundo como el equivalente a un viaje a Marte, cosa que no se ha realizado aĆŗn, al menos con viajes tripulados por humanos. Teniendo en cuenta, eso sĆ­, que el camino (la salida al espacio exterior) ya lo marcaron Armstrong y sus colegas, un mĆ©rito que nadie podrĆ” arrebatarles nunca, por muchos planetas que en el futuro lleguen a visitarse. De igual forma, ColĆ³n siempre ostentarĆ” el honor de haber sido el primero en cruzar un ocĆ©ano desconocido, marcando asĆ­ el camino a los muchos exploradores que le siguieron. En cualquier caso, Magallanes y Elcano marcaron un nuevo hito en la historia de las exploraciones, uno consiguiendo rodear AmĆ©rica para llegar hasta el PacĆ­fico y atravesarlo, y el otro completando la vuelta al mundo. Todo empezĆ³ cuando los turcos pusieron en peligro el trĆ”fico de las especias que llegaban a Europa desde el oriente. Fueron los Ć”rabes quienes las introdujeron allĆ” por el siglo VIII. La canela, el clavo, la nuez moscada, la pimienta, el jengibre, el azafrĆ”n, se habĆ­an vuelto, junto a la sal, imprescindibles a la hora de cocinar o conservar. Pero no solo especias llegaban de los remotos rincones de Asia, sino telas, tapices, sedas, perlas y perfumes exĆ³ticos. AlejandrĆ­a y Bizancio se convertirĆ­an en los centros comerciales por excelencia, (quĆ© acertado estuvo Alejandro al mandar construirla) pues desde estas ciudades se distribuĆ­an los productos que llegaban por tierra desde la India o por mar desde las lejanas islas indonesias hasta el golfo PĆ©rsico o el mar Rojo. Pero los turcos llegaron al Ponto, noroeste de Asia Menor (actual TurquĆ­a) y todo este comercio se vio de pronto en peligro. MĆ”s tarde se apoderaron de Egipto y el comercio se hizo casi imposible. Los Ć”rabes, que una vez dieron a probar a Europa tan exquisitos aromas, ahora eran los dueƱos absolutos del comercio oriental. Los altos aranceles que habĆ­a que pagar encarecieron enormemente el producto. Usar los puertos Ć”rabes era demasiado caro, y habĆ­a que descargar el producto para transportarlo por tierra y volver a cargarlo en otros puertos en los cuales habĆ­a que pagar de nuevo. Todo esto, sin contar con los asaltos de bandidos en los caminos y de los piratas turcos en el MediterrĆ”neo. HabĆ­a que encontrar la manera de llegar hasta ellas sin arriesgarse a cruzar desde el MediterrĆ”neo hasta el ocĆ©ano ƍndico. EspaƱa y Portugal, como potencias navales que eran, no paraban de darle vueltas al asunto de llegar directamente por mar hasta las indias, como llamaban, no solo a la India, sino a toda la zona asiĆ”tica y sus islas. AllĆ­, en algĆŗn lugar alejado, se encontraban las paradisĆ­acas islas de las especias. No habĆ­a ningĆŗn paso fluvial, ningĆŗn estrecho, ni estaba habilitado el canal que desde los tiempos de los faraones se habĆ­a ido construyendo; y de haber podido usarlo, se hubiera convertido en una magnĆ­fica ratonera, donde los piratas lo tendrĆ­an muy fĆ”cil para interceptar a sus vĆ­ctimas.


El canal de los faraones

2.000 aƱos a.C. los faraones de Egipto comenzaron a construir un canal que unirĆ­a el mar Rojo con el MediterrĆ”neo. RamsĆ©s II lo extendiĆ³ y lo mejorĆ³ en el aƱo 1250 a.C. y el persa DarĆ­o I lo terminĆ³ sobre el aƱo 500 a.C. Con 45 metros de anchura, permitĆ­a que dos barcos se cruzaran sin problemas. TenĆ­a, ademĆ”s, caminos de sirgas para remolcar las embarcaciones desde tierra. No obstante, el canal necesitaba un constante mantenimiento, y tras la conquista romana de Egipto, quedĆ³ cegado e inutilizado. Fue Trajano quien en el siglo II mandĆ³ renovar el canal, dĆ”ndole el nombre de RĆ­o Trajano. A finales del siglo III volviĆ³ a quedar abandonado, hasta que NapoleĆ³n retomĆ³ la idea de volver a habilitarlo, aunque no serĆ­a Ć©l quien llevara a cabo el proyecto, sino Ferdinand de Lesseps, con la financiaciĆ³n de NapoleĆ³n III, sobrino del primero. Las obras duraron diez aƱos, y finalmente quedĆ³ listo en 1869. Hoy lo conocemos como canal de Suez. AƱos mĆ”s tarde, este promotor construirĆ­a, a miles de kilĆ³metros de allĆ­, otro gran canal, el de PanamĆ”. De haber existido ambos en el siglo XVI, la historia de Magallanes y Elcano, y seguramente la de ColĆ³n, habrĆ­an sido muy diferentes. Magallanes ni siquiera hubiera propuesto su proyecto a nadie; pues de haber existido un paso en CentroamĆ©rica, alguno de los aventureros que siguieron a ColĆ³n (quizĆ”s el mismo ColĆ³n) ya se habrĆ­an adentrado en el PacĆ­fico antes que Ć©l. Pero no lo habĆ­a, y muchos hombres murieron en el intento de encontrar uno. Fue el caso de Juan DĆ­az de SolĆ­s y su tripulaciĆ³n, que se adentraron en la desembocadura del rĆ­o de la Plata, despuĆ©s de bordear las costas de Brasil, creyendo que se trataba de un estrecho que los llevarĆ­a al PacĆ­fico. Fueron los primeros europeos en poner pie en lo que hoy es Argentina, pero allĆ­ dejaron su vida gran parte de ellos.


La expediciĆ³n de SolĆ­s en busca del paso transoceĆ”nico

En 1502 ColĆ³n realizĆ³ su cuarto y Ćŗltimo viaje al nuevo mundo que habĆ­a descubierto. El 7 de noviembre de 1504 embarcĆ³ para regresar a EspaƱa y no volverĆ­a mĆ”s, pues morĆ­a aƱo y medio despuĆ©s. Parece ser que muriĆ³ sin ser consciente de que habĆ­a descubierto un nuevo continente, aunque hay quien sospecha que sĆ­ terminĆ³ sabiĆ©ndolo. Tampoco llegĆ³ a cruzarlo ni por la parte mĆ”s estrecha. Fue Vasco NĆŗƱez de Balboa el primer europeo en ver el PacĆ­fico desde tierras americanas. Ante ellos se abrĆ­a un nuevo ocĆ©ano y nuevas posibilidades que habĆ­a que explorar. Las indias debĆ­an estar mĆ”s allĆ”, y quiĆ©n sabe si mĆ”s islas y algĆŗn otro continente (Luis BĆ”ez de Torres serĆ­a el primero en ver las costas australianas al surcar, en 1606, el estrecho entre Nueva Guinea y Australia). Fue entonces cuando los europeos se empeƱaron en encontrar un paso navegable entre el nuevo mundo y el nuevo ocĆ©ano, si acaso Ć©ste existiera. El rey Fernando el CatĆ³lico se propuso encontrar dicho paso y emprender un viaje por el PacĆ­fico para llegar por fin a las Molucas (las islas de las especias). HabĆ­a que ir rodeando Brasil, que era de dominio portuguĆ©s. Nadie tenĆ­a idea de la enormidad del continente sudamericano, ni hasta donde llegaba. Con suerte, algo mĆ”s abajo de Brasil, quizĆ”s el continente se dividĆ­a en dos y se abriera un estrecho que diera paso hasta el PacĆ­fico. PodrĆ­an asĆ­ llegar a Castilla del Oro, que era como llamaban a Colombia, donde a SolĆ­s lo esperaba su capitĆ”n general Pedro Arias. Si esto se culminaba con Ć©xito, la expediciĆ³n de adentrarĆ­a en el PacĆ­fico con la intenciĆ³n de llegar a las islas Molucas. Todo ello, en el mĆ”s absoluto secreto, pues el rey de Portugal tenĆ­a espĆ­as por todos los puertos espaƱoles. Se prepararon tres carabelas con provisiones para dos aƱos y medio de viaje. Todos los preparativos se hicieron en secreto en Lepe. La aportaciĆ³n del rey Fernando fue de 4.000 ducados de oro. A SolĆ­s le acompaƱaban Juan de Ledesma (contador), Pedro de AlarcĆ³n (escribano), Francisco de Marquina (factor encargado de las mercancĆ­as), Juan de Lisboa y RodrĆ­go Ɓlvarez (pilotos), Diego GarcĆ­a de Moguer (maestre) y Melchor RamĆ­rez (alfĆ©rez). SolĆ­s recibiĆ³ el adelanto de aƱo y medio del sueldo prometido y la promesa de un tercio de los beneficios de la expediciĆ³n. Otro tercio se repartirĆ­a entre la tripulaciĆ³n y el resto serĆ­a para el rey. El 12 de junio de 1515, despuĆ©s de abortar el sabotaje que habĆ­an preparado los portugueses (pues el plan acabĆ³ por descubrirse), los barcos se desplazaron de Lepe a Sevilla, y de allĆ­ a San Lucar de Barrameda, desde donde partieron el 8 de octubre de ese aƱo. Llegaron a Tenerife, donde era costumbre hacer escala para reaprovisionarse de vĆ­veres y desde allĆ­ se dirigieron a las costas de Brasil, y una vez alcanzado el cabo de San AgustĆ­n pusieron rumbo sur. Hicieron nueva escala en la bahĆ­a del Rio de Enero (Rio de Janeiro), pues a las bahĆ­as las llamaban tambiĆ©n rĆ­os y Ć©sta la descubrieron un mes de enero (janeiro en portuguĆ©s). AllĆ­ contactaron con los indĆ­genas, que amablemente los aprovisionaron de vĆ­veres para continuar con el viaje hacia el sur en busca del paso que los llevara hasta el PacĆ­fico. Costearon todo Brasil, dejaron atrĆ”s cabos, bahĆ­as y rĆ­os. La primera semana de enero avistaron una isla a la que SolĆ­s llamĆ³ Isla de la Plata y luego una bahĆ­a que llamĆ³ de los Perdidos. HabĆ­an alcanzado los 27Āŗ de latitud sur. En febrero de 1516 habĆ­an bajado hasta mĆ”s de los 30Āŗ de latitud y llegaron a la Isla de Lobos, frente a las costas de Uruguay, y allĆ­ tomaron posesiĆ³n de aquellas tierras en nombre del rey de EspaƱa. Ante ellos se abrĆ­a una gran bahĆ­a de mĆ”s de 200 kilĆ³metros de ancho, introduciĆ©ndose en el interior del continente, sin poder calcular a simple vista su longitud. Hoy sabemos que esa longitud es de mĆ”s de 300 kilĆ³metros. Es el rĆ­o de la Plata, una bahĆ­a o estuario formado por la desembocadura de varios rĆ­os, siendo los principales el rĆ­o Uruguay, que hace de frontera entre las actuales Uruguay y Argentina, y el rĆ­o ParanĆ”. Precisamente, por la cantidad de agua dulce que veĆ­an desembocar, aquellos experimentados marineros no se extraƱaban de la poca salinidad de la bahĆ­a a la que llamaron mar Dulce. La vista no alcanzaba a ver el final, aquello podrĆ­a ser perfectamente un estrecho, el ansiado paso hasta el PacĆ­fico. Llegaron al final de la bahĆ­a, donde se erigen varias islas y comienza el rĆ­o Uruguay, fĆ”cilmente navegable, mĆ”s aĆŗn por el poco calado de las carabelas. En una de aquellas islas enterraron a uno de los marineros, a la cual bautizaron con su nombre: isla de MartĆ­n GarcĆ­a. La exploraciĆ³n del rĆ­o Uruguay y su agua completamente dulce puso en evidencia que aquello no era un estrecho, sino un rĆ­o. DĆ­az SolĆ­s se habĆ­a apartado de los otros dos barcos explorando aquella parte del rĆ­o. Ya habĆ­an visto en sus orillas algunos indĆ­genas, asĆ­ que decidiĆ³ arriar un bote y desembarcar con siete de sus hombres. Cuentan aquellos que registraron los hechos, que nada mĆ”s poner pie en tierra, sufrieron un salvaje ataque de los indĆ­genas, que no tardaron en darles muerte. Desde el buque, los marineros vieron impotentes la horrorosa escena. DespuĆ©s de matarlos los descuartizaron, les cortaron cabeza y brazos y luego pusieron los cuerpos a asar sobre un fuego para comĆ©rselos. Tras la pĆ©rdida de su lĆ­der, el horror que habĆ­an presenciado y la decepciĆ³n de ver que lo que creyeron un estrecho no era mĆ”s que la desembocadura de varios rĆ­os, los demĆ”s decidieron volver a EspaƱa, no sin antes ser vĆ­ctimas de otro desastre, como el naufragio de uno de sus barcos. Dieciocho marineros consiguieron salvarse llegando a la costa. Luego pudieron encontrar un asentamiento portuguĆ©s y conseguir asĆ­ llegar a Lisboa. Los otros dos barcos no volvieron vacĆ­os a EspaƱa, pues recogieron un cargamento de palo en Brasil. Regresaron a Sevilla el 4 de septiembre de 1516. En recuerdo del comandante de la expediciĆ³n, a la bahĆ­a le llamaron rĆ­o de SolĆ­s. Una expediciĆ³n, que en principio podrĆ­a pensarse que fue un fracaso, pero que no lo fue del todo, pues el descubrimiento del rĆ­o de la Plata, como se terminĆ³ llamando, sĆ­ sirviĆ³ para algo. Definitivamente, el continente americano parecĆ­a ser un gran muro entre el AtlĆ”ntico y el PacĆ­fico. Bajar mĆ”s al sur era una verdadera temeridad. Tras aquel fracaso se generalizĆ³ la creencia de que el sur de AmĆ©rica se unĆ­a con el continente AntĆ”rtico, y allĆ­, ademĆ”s de no poder seguir navegando, morirĆ­an congelados. Ya se habĆ­a intentado encontrar un paso tambiĆ©n por el norte, y solo hallaron costas gĆ©lidas, con temperaturas extremas que no invitaban a seguir subiendo. De igual manera, Ɓfrica era una barrera para llegar a Oriente. HabĆ­a que dar una gran soluciĆ³n a un enorme problema, pero esa soluciĆ³n no era mĆ”s que una idea descabellada. Y sin embargo, los portugueses estaban dispuestos a llevarla a cabo: rodear Ɓfrica. Nadie habĆ­a bajado tan al sur, y seguramente, al igual que SudamĆ©rica, Ɓfrica se unĆ­a a la AntĆ”rtida.


 

FernĆ£o de MagalhĆ£es en Sevilla

A este personaje portuguĆ©s lo encontramos el 20 de octubre de 1517 en Sevilla. FernĆ£o de MagalhĆ£es (De ahora en adelante, cuando escriba su nombre en portuguĆ©s, lo harĆ©, por exigencias del teclado, sin signos encima de la “a”) cambiarĆ” su nombre por el equivalente en espaƱol de Fernando o Hernando de Magallanes, porque no piensa volver nunca mĆ”s a Portugal, o al menos no en mucho tiempo. Sus buenas razones tenĆ­a. A Sevilla llega con un acompaƱante de tez morena y rasgos asiĆ”ticos; se trata de un esclavo traĆ­do de una isla malaya al cual ha rebautizado como Enrique. Un simple esclavo que, sin embargo, forzarĆ” el drĆ”stico cambio del final de esta historia. ¿QuĆ© hace Magallanes en Sevilla? Intentar llevar a cabo sus sueƱos. Buscar quien lo lleve ante el rey de EspaƱa, que en aquellos entonces era el jovencĆ­simo Carlos I (futuro Carlos V, como emperador del Sacro Imperio) hijo de Juana la loca y nieto de los reyes catĆ³licos. Magallanes no escogiĆ³ Sevilla al azar, sabe que de las riberas del Guadalquivir salen la mayorĆ­a de los barcos que van a Occidente y hay una gran afluencia de marineros, compradores, corredores, aventureros, buscavidas... y algo que a Ć©l le interesa muchĆ­simo, la Casa de ContrataciĆ³n que el rey mandĆ³ erigir en esta ciudad. En ella se custodian mapas y toda clase de anotaciones de los navegantes, siendo a la vez Bolsa, CĆ”mara de Comercio de Indias y agencia de navegaciĆ³n, donde se solicitan y se obtienen los permisos necesarios para cada proyecto marĆ­timo. Magallanes tiene en mente un proyecto, un gran proyecto, pero nadie obtiene un permiso asĆ­ como asĆ­, por muy ilusionante que este proyecto sea. Se necesitan unos buenos avales, y Magallanes sabe que no los tiene, de momento, y por eso necesita ver al rey. Hace mĆ”s de un aƱo que se entrevistĆ³ con Manuel I de Portugal, su rey, o su antiguo rey, al cual ya no sirve, porque no lo quiso escuchar. Y no solo no lo escuchĆ³, sino que lo despreciĆ³ y lo humillĆ³. En aquel paĆ­s tampoco creyeron en el proyecto de ColĆ³n, que tuvo que venir a ofrecerlo a EspaƱa. No hay certeza de que Magallanes le propusiera el proyecto a Manuel I, solo se sabe que fue a entrevistarse con Ć©l y le denegĆ³ cuantos favores le pidiĆ³, hasta el punto de hacerle saber que, si querĆ­a ponerse al servicio de otro rey, estarĆ­a encantado de perderlo de vista. ¿QuĆ© le habĆ­a hecho Magallanes a Manuel para tenerle esta ojeriza? Nada, que se sepa, salvo servirle fielmente. QuizĆ”s alguna rencilla familiar, pues la familia de Magallanes estaba emparentada con la nobleza, pero si esto es asĆ­, no estĆ” documentado, por lo que, se puede suponer que en aquellos dĆ­as Manuel andaba malhumorado por alguna razĆ³n que desconocemos. Fernao de Magalhaes, como ya hemos visto, era hijo de nobles, naciĆ³ en la primavera de 1480. El lugar nadie lo conoce con seguridad, pero fue en el norte de Portugal, aunque en su testamento, Ć©l asegura que naciĆ³ en Oporto. Pero pertenecer a la nobleza no le garantizĆ³ ningĆŗn bien material, sus padres tenĆ­an problemas econĆ³micos, y Ć©l seguirĆ­a teniĆ©ndolos toda su vida. Sin embargo, ser hijo de nobles le sirviĆ³ para que, al quedar huĆ©rfano a los diez aƱos, fuera enviado a Lisboa a servir como page en la corte del rey Juan II (el que no creyĆ³ en ColĆ³n). AllĆ­, el prestigioso maestro MartĆ­n Benhaim lo instruye en las ciencias del mar y la astronomĆ­a. Comienza a interesarse por todo tipo de mapas y siente pasiĆ³n por la proeza realizada por ColĆ³n. QuizĆ”s ya soƱaba con conseguir algo parecido, algĆŗn dĆ­a. En 1486 el portuguĆ©s BartolomĆ© DĆ­az, bordeando la costa africana, llega hasta el final del continente, hasta la misma punta, cuyo cabo bautizaron como de las Tormentas, que mĆ”s tarde se conocerĆ­a como cabo de Buena Esperanza. Aquellas tormentas que los portugueses sufrieron a tan larga distancia de sus casas, metieron el miedo en el cuerpo a la tripulaciĆ³n, que se amotinĆ³ y obligĆ³ a DĆ­az a volver. En cualquier caso, ya habĆ­a marcado la ruta, demostrando que Ɓfrica no se unĆ­a al continente antĆ”rtico. PodĆ­an navegar hasta la India sin tener que tratar con Ć”rabes y turcos en Egipto. Portugal lanzĆ³ oleadas de barcos a la conquista de las costas orientales, no tardando en dominar el ocĆ©ano ƍndico. En 1498 Vasco de Gama llega a la India y desembarca en Calicut. A partir de ese momento se transportan toneladas de especias. Portugal llegarĆ­a a convertirse en uno de los reinos mĆ”s ricos de la tierra; por eso a Manuel I, heredero de toda la riqueza conseguida por Juan II, le llamaron el “afortunado”.


Las bulas de Alejandro VI

EspaƱa por su parte habĆ­a apostado por el proyecto de ColĆ³n, que quiso llegar a la India por el lado contrario. No acertĆ³, es cierto, pero en lugar de especias descubriĆ³ un nuevo mundo donde poder extender sus dominios, y eso fue un verdadero revĆ©s para Portugal, que habĆ­a tenido la miel en sus propios labios. El nuevo continente no ofrecĆ­a riquezas a corto plazo, y tal como ocurriĆ³ con los viajeros que volvĆ­an de la luna, que solo traĆ­an piedras, los de AmĆ©rica solo traĆ­an nativos, loros y alguna que otra semilla de alguna planta desconocida. Y sobre todo suponĆ­an grandes inversiones en viajes que solo a largo plazo darĆ­an beneficios. Pero no dejaban de ser enormes extensiones de tierra virgen que prometĆ­an mucho, y eso puso los dientes largos a los portugueses, que no tardarĆ­an en poner la mano a ver quĆ© les caĆ­a. EspaƱa por su parte habĆ­a apostado por el proyecto de ColĆ³n, que quiso llegar a la India por el lado contrario. No acertĆ³, es cierto, pero en lugar de especias descubriĆ³ un nuevo mundo donde poder extender sus dominios, y eso fue un verdadero revĆ©s para Portugal, que habĆ­a tenido la miel en sus propios labios. El nuevo continente no ofrecĆ­a riquezas a corto plazo, y tal como ocurriĆ³ con los viajeros que volvĆ­an de la luna, que solo traĆ­an piedras, los de AmĆ©rica solo traĆ­an nativos, loros y alguna que otra semilla de alguna planta desconocida. Y sobre todo suponĆ­an grandes inversiones en viajes que solo a largo plazo darĆ­an beneficios. Pero no dejaban de ser enormes extensiones de tierra virgen que prometĆ­an mucho, y eso puso los dientes largos a los portugueses, que no tardarĆ­an en poner la mano a ver quĆ© les caĆ­a. Con la cara mĆ”s dura que el cemento, los portugueses reclamaban su parte de AmĆ©rica, cuando a los espaƱoles nunca se les ocurriĆ³ reclamar nada de las costas africanas, donde ellos campaban a sus anchas, ni de los territorios que iban colonizando en Asia. Esta disputa entre los Reyes CatĆ³licos y Juan II de Portugal hizo que el papa Alejandro VI interviniera, dando lugar a que promulgara varias bulas y al llamado Tratado de Tordesillas. Un acuerdo en el que el papa dispone trazar una lĆ­nea imaginaria que divida el mundo en dos y se lo repartan entre EspaƱa y Portugal. AsĆ­, por la cara, entre los dos reinos, sin que el resto del mundo ni pinchaba ni cortaba. No en vano, EspaƱa y Portugal eran las niƱas bonitas de Roma por haber luchado tenazmente contra el islam como ningunos otros reinos lo habĆ­an hecho. Y en cualquier caso, por discriminatorio que parezca, el “santo padre” consiguiĆ³ uno de los acuerdos de paz mĆ”s exitosos de la antigĆ¼edad, pues evitĆ³ que los paĆ­ses hermanos se liaran a hostias. (Para repartir hostias ya estoy yo, debiĆ³ pensar el santo padre.) Realmente, aquella divisiĆ³n, ni dio ni quitĆ³ nada a nadie, pues la lĆ­nea, que daba la vuelta a la tierra, iba de polo a polo, y parecĆ­a estar trazada de forma que cada cual se quedara con lo suyo, dando un pellizquito al otro. AsĆ­, la lĆ­nea, que pasaba de norte a sur por el reciĆ©n descubierto continente, cogĆ­a solo una pequeƱa parte de SudamĆ©rica, el saliente desde la actual BelĆ©n en Brasil, hasta la bahĆ­a de Sao Paulo, y nada del norte del continente. De igual forma, en la otra cara del mundo, la lĆ­nea pasaba partiendo Nueva Guinea y Australia por la parte mĆ”s al este. Ni siquiera JapĆ³n ni las Filipinas quedaban como dominio espaƱol, y mucho menos las islas Molucas, las ansiadas islas de las especias. Pero EspaƱa quedĆ³ satisfecha, pues AmĆ©rica y todo lo que habĆ­a por descubrir por aquellos ocĆ©anos, quedaba a su entera disposiciĆ³n, solo habĆ­a que encontrar la manera de llegar a las islas de las especias por el otro lado, ya que, cada vez era mĆ”s evidente que la tierra no era plana. HabĆ­a por descubrir mĆ”s de lo que se podĆ­a abarcar. No tan satisfecha quedĆ³ Portugal, que seguĆ­an con la avaricia y la rabia de haber visto cĆ³mo EspaƱa se apoderaba de un enorme continente. Ellos tenĆ­an Asia, sĆ­, pero Asia no era AmĆ©rica, en Asia existĆ­an civilizaciones e imperios mĆ”s complejos y organizados como para poder conquistarlos; solo algunas colonias costeras e islas se hacĆ­an asequibles. Por lo tanto, Portugal todavĆ­a le pidiĆ³ al papa que moviera esa lĆ­nea imaginaria que habĆ­a trazado, seguramente al tun tun, ya que los mapas de la Ć©poca no eran exactos ni tenĆ­an en cuenta la existencia del PacĆ­fico, lo cual hizo errar a ColĆ³n en sus cĆ”lculos. Hubo varios tratados y mĆ”s bulas y las lĆ­neas llegaron a modificarse mĆ­nimamente. Aquello evitĆ³ quizĆ”s una guerra, pero Portugal acabarĆ­a por rebasar la lĆ­nea y ampliar Brasil. De igual manera, EspaƱa, aunque no de forma consciente, aƱadiĆ³ Filipinas (que quedaba dentro de la zona portuguesa) a sus dominios. ParadĆ³jicamente, fue un portuguĆ©s quien las descubriĆ³ para ponerlas a disposiciĆ³n de Carlos I de EspaƱa.


2

La batalla naval de Cananor

En la primavera de 1505 Portugal enviaba al ƍndico una poderosa flota de 20 buques y 1.500 hombres con Francisco de Almeida al mando, no ya a negociar con las ciudades orientales que dominaban el trĆ”fico de especias, sino a conquistarlas y apoderarse de ellas. En esta flota se embarcaba por primera vez Fernao de Magalhaes teniendo la edad de 24 aƱos. Era uno mĆ”s entre tantos, un simple soldado, un marinero con la misiĆ³n de manejar velas o transportar fardos de mercancĆ­as, o de luchar contra los nativos, si era necesario.
En marzo de 1506 la flota se encontraba en las inmediaciones de Calicut (actual Kozhikode). Vasco de Gama ya habƭa y estado allƭ y el zamorƭn se habƭa mostrado dispuesto a entablar relaciones comerciales; pero habƭan pasado unos aƱos desde entonces, y al zamorƭn le habƭan llegado ciertos informes. Los navegantes llegados de la otra punta del mar infinito tenƭan un pƩrfido sistema de hacerse con los bienes de quienes amablemente los recibƭan. Primero se presentaban embaucƔndolos con baratijas como espejitos y cascabeles, que hacƭan las delicias de los indƭgenas, luego les proponƭan negociar e intercambiar artƭculos, para mƔs tarde atacar directamente por la fuerza, apoderƔndose de sus tierras y hacerse con las mercancƭas sin dar nada a cambio. TambiƩn le habƭan contado que ahora, esos desconocidos, eran los dueƱos de los mares, sin que nadie osara hacerles frente. Ante la imponente presencia de aquellos monstruosos barcos, por cuyos costados asomaban decenas de caƱones, estaba claro que le habƭan contado la verdad. Los forasteros no venƭan a negociar, sino a exigir.
El sultĆ”n de Egipto ya se habĆ­a quejado al papa avisando de que si no le paraba los pies a los forajidos portugueses que asolaban los mares, destruirĆ­a el templo de JerusalĆ©n. Ya no eran los Ć”rabes, ni los bizantinos, ni los turcos, quienes controlaban el negocio. Ya nadie les pedĆ­a usar sus puertos. Sus negocias habĆ­an caĆ­do en picado. El zamorĆ­n de Calicut hace un llamamiento para reunir una flota y atacar a los portugueses. Consigue reunir unos 200 barcos. Si les caen por sorpresa, los podrĆ”n aniquilar, ya que eran muy superiores en nĆŗmero, pero con barcos mĆ”s pequeƱos y peor preparados.
Pero la suerte estaba del lado portuguĆ©s y aparece de pronto Ludovico Varthema, un aventurero italiano que los pone sobre aviso. Se ha enterado por boca de unos cristianos renegados que los mahometanos piensan atacar por sorpresa. Ha arriesgado su vida para llegar hasta ellos, pero como cristiano, su conciencia no le permitĆ­a dejar de ponerlos sobre aviso. Cuando el el 16 de marzo de 1506 los mahometanos llegan hasta ellos, los portugueses los estaban esperando. Se librĆ³ una cruenta batalla frente a las costas de Cananor, en el suroeste de la India, costĆ”ndole a los portugueses muy cara su victoria. Murieron ochenta marineros y hubo doscientos heridos, entre ellos, el mismo Magalhaes, que son enviados a Lisboa. En cualquier caso, Cananor se convierte en una importante base para Portugal y Francisco de Almeida ya es virrey de la India.


Malaca

A comienzos de 1508 estĆ” de moda Malaca, una ciudad de Malasia, de la que todos hablan. Joyas, marfil, seda, especias; allĆ­ se concentran las mayores riquezas de oriente. Llegan mercancĆ­as de todas partes, cualquier barco que venga de los mares de Indonesia y quiera ir a la India debe pasar por este estrecho entre Malasia y la isla de Sumatra. Es el mĆ”s importante puerto de oriente y por tanto, se convierte en el principal objetivo portuguĆ©s. La estrategia a emplear serĆ” la de costumbre. Se presentarĆ”n como amigables comerciantes que desean establecer relaciones con aquel paĆ­s. Diego LĆ³pez de Sequeira serĆ” el jefe de esta importantĆ­sima misiĆ³n y ya de antemano se le ha nombrado gobernador de la futurible provincia portuguesa. Cuatro naves zarpan desde Lisboa. A bordo de una de ellas se encuentra de nuevo el joven Magalhaes, ya totalmente repuesto. En septiembre de 1509, despuĆ©s de haber hecho escala en las costas occidentales de la India, llegan al puerto de Malaca.
La vista que ofrece la bahĆ­a es espectacular, con embarcaciones de todo tipo y de todos los lugares. La ciudad es un hervidero de gente y animales que portan a sus espaldas o arrastran carros repletos de mercancĆ­as. Se trata, sin duda, del centro comercial mĆ”s importante que jamĆ”s hubieran visto. Y desde la costa, los portugueses tambiĆ©n son vigilados. El sultĆ”n malayo observa con horror cĆ³mo las monstruosas naves se adentran en la bahĆ­a. Se acercan aquellos barcos donde viajan infieles, que en inferioridad numĆ©rica habĆ­an derrotado a la flota Ć­ndica que habĆ­a tratado de frenar sus fechorĆ­as. Los visires del sultĆ”n aconsejan a Ć©ste que ponga en marcha una estrategia que los libre de los demonios venidos del lejano occidente. Les invitan a desembarcar y son recibidos amablemente. Les brindan descanso y les dan muestras de estar dispuestos a negociar. En pocos dĆ­as dispondrĆ”n de cuantas especias deseen. Mientras tanto, pequeƱas canoas rodean los barcos portugueses, jĆ³venes malayos trepan por las cuerdas, juguetean y estĆ”n admirados de subir a tan formidables naves.
Cuando el sultĆ”n da el aviso de que el cargamento estĆ” listo, el capitĆ”n Sequeira manda casi todos los botes disponibles a tierra para que el transporte se haga cuanto antes. Sequeira mientras tanto juega al ajedrez. En la nave mĆ”s pequeƱa GarcĆ­a de Souza comienza a desconfiar cuando ve a tantos malayos merodear por las cubiertas de los barcos. Aparentemente se divierten intercambiando objetos con los marineros, pero el capitĆ”n GarcĆ­a de Souza sospecha que algo estĆ”n tramando Que todos lleven un cuchillo sujeto a la cintura tambiĆ©n le intranquiliza. Llama a Magalhaes, que por ser joven y fuerte es de los mĆ”s indicados para que salga inmediatamente en un bote hasta la nave capitana y ponga sobre aviso a Sequeira, que sigue jugando al ajedrez rodeado de malayos que miraban curiosos cĆ³mo el capitĆ”n se entretenĆ­a con aquel extraƱo juego. Magalhaes le da el aviso al oĆ­do y Ć©ste no se mueve, sino que ordena a uno de sus hombres que vigile y ponga sobre aviso a toda la tripulaciĆ³n.

A lo lejos se eleva una humareda, la seƱal que los malayos esperaban para atacar. Los portugueses sacan sus espadas. Magalhaes, que sigue al lado del capitĆ”n, lucha contra los malayos que pretenden matarlo. Y los cuatro barcos se libra una lucha feroz, pero acaban por echar a todos los malayos que habĆ­an subido a bordo.En tierra, sin embargo, sus compaƱeros han corrido peor suerte y la mayorĆ­a son asesinados. Unos pocos logran llegar a los botes, pero son alcanzados y mueren en el intento. Desde los barcos salen algunos botes con soldados para ayudarles. Quedan ya pocos con vida. Hay un hombre que, pese a estar herido, sigue blandiendo su espada, y cuando cree que va a morir, llega Magalhaes rasgando brazos y piernas y cortando cabezas, hasta conseguir poner en fuga a cuantos le acosaban, para llevarlo hasta un bote y ponerlo a salvo. El hombre a quien salvĆ³ se llamaba Francisco Serrao, y desde entonces les unirĆ” una gran amistad.
Este contratiempo echĆ³ por tierra los planes de los portugueses. La mitad de los hombres habĆ­an muerto y no habĆ­a suficientes tripulantes para gobernar los cuatro barcos, asĆ­ que Sequeira quemĆ³ dos de ellos y volvieron con los otros dos a Lisboa. No se podĆ­a hacer otra cosa tras aquel golpe.
Los analistas sobre la vida de Magalhaes, basĆ”ndose en lo que cuentan los cronistas de la Ć©poca, coinciden en ver en este personaje a un hombre quizĆ”s algo retraĆ­do y solitario, que poco o nada se hacĆ­a notar, pues poco o nada cuentan de Ć©l, salvo en ocasiones como las que hemos visto y las que veremos, en que se lanza a demostrar su arrojo y valentĆ­a. Stefan Zweig, quien escribiĆ³ una completa biografĆ­a del navegante, basada en su mayor parte en la crĆ³nica escrita a bordo del aventurero italiano Antonio Pigafetta, escribe lo siguiente sobre su personalidad:
“No hay nada patĆ©tico en su naturaleza, nada chocante en su porte; se comprende que los cronistas de Indias lo pasaran por alto. Porque Magallanes fue toda su vida uno de esos hombres que no son notados. No sabĆ­a hacerse querer. Pero en cuanto se le asigna una tarea o se la propone Ć©l mismo, este hombre oscuro actĆŗa con una prudencia y un valor generoso dignos de admiraciĆ³n.”
En todo esto son muchos los que concuerdan y vamos a tener la oportunidad de comprobarlo, sobre todo, la parte que dice que “no sabĆ­a hacerse querer”. Pero eso serĆ” mucho mĆ”s adelante. Ahora, enseguida, veremos de nuevo la parte mĆ”s positiva de Magalhaes, la del “valor generoso digno de admiraciĆ³n”. Si a la hora de salvar a su amigo Francisco Serrao de los indĆ­genas malayos demostrĆ³ valor, ahora lo veremos derrochando generosidad.
Fue durante uno de los viajes de vuelta, cuando el galeĆ³n con un cargamento de especias a bordo se hizo pedazos contra un arrecife de coral. Nadie muriĆ³ en el accidente, pero tuvieron que llegar hasta un islote para salvarse. A la hora de embarcarse en los botes, no todos cabĆ­an en ellos; una parte de la tripulaciĆ³n debĆ­a quedar en el islote y esperar a que regresaran a rescatarlos. El capitĆ”n, los oficiales y los nobles tenĆ­an preferencia a la hora de subir a un bote, pero he aquĆ­ que los marineros comenzaron a protestar, pues no se fiaban, y pensaban que quedarĆ­an allĆ­ olvidados para siempre. Las protestas se convirtieron en amenazas, hasta que de entre los nobles saliĆ³ Magalhaes a poner orden. Ɖl se quedarĆ­a con ellos, si el capitĆ”n daba su palabra de honor de que se encargarĆ­a personalmente de su rescate. Desde ese momento, Magalhaes atrajo la atenciĆ³n de los altos mandos, y no tardarĆ­a en ser tenido en cuenta a la hora de tomar decisiones importantes. Cinco aƱos mĆ”s tarde fue ascendido a oficial.
En julio de 1511, Magalhaes se embarca con la flota de diecinueve barcos que llega al puerto de Malaca al mando de Alfonso de Albuquerque. El sultĆ”n de Malasia se caga las patas abajo cuando los ve. EstĆ” claro que vienen buscando venganza. Los malayos pensaban que los demonios de occidente no volverĆ­an despuĆ©s del escarmiento, pero allĆ­ estĆ” de nuevo, y esta vez vienen furiosos, dispuestos a vengar a sus compaƱeros muertos. El sultĆ”n habĆ­a jugado sucio y lo iba a pagar muy caro. Pero no se lo iban a poner fĆ”cil a los portugueses y los malayos opusieron una fiera resistencia. Seis semanas les costĆ³ rendirlos, pero mereciĆ³ la pena, pues cuando tuvieron la vĆ­a libre, entraron a palacio y encontraron un inmenso tesoro. Y lo mĆ”s importante de todo: Portugal es ahora dueƱa del comercio de oriente y el papa da las gracias a este paĆ­s, que pone en manos de la cristiandad a los infieles que practican el islam.
Una vez conquistado el puerto estratĆ©gico mĆ”s importante de oriente, ahora solo queda llegar hasta las islas de donde provienen los productos mĆ”s preciados: las Molucas, las islas de las especias. Se encuentran a tres mil kilĆ³metros en lĆ­nea recta mĆ”s al este, a unos mil doscientos kilĆ³metros por encima de Australia. TendrĆ”n que sortear las islas de Borneo y CĆ©lebes. Las Molucas forman un extenso archipiĆ©lago compuesto por mĆ”s de 600 islas, siendo una decena de ellas de considerable tamaƱo, mientras el resto apenas es visible en los mapas. EstĆ”n rodeadas al este por la isla de CĆ©lebes, al oeste por Nueva Guinea, al norte por las Filipinas y al sur por Timor. En ellas crecen las tan preciadas especias con las que tan ricos se han hecho muchos comerciantes. Sin embargo, hasta ellas no ha llegado aĆŗn la influencia del comercio Ć”rabe, sus habitantes no anhelan el oro ni mĆ”s riquezas que lo que la tierra les da. Son la inocencia pura, un paraĆ­so.
Hay quien cree que Magalhaes no viajĆ³ a las Molucas, basĆ”ndose en que su amigo, Francisco Serrao, le contaba en sus cartas con muchos detalles cĆ³mo eran y lo que iba encontrando en ellas. Sin embargo, hay algĆŗn cronista que menciona a Magalhaes en el viaje emprendido por tres naves al mando de Antonio d’Abreu. Pero tanto si estuvo allĆ­, como si no, lo que sĆ­ es seguro es que Francisco Serrao, ascendido ya a capitĆ”n, llegĆ³ a las paradisĆ­acas islas junto a los demĆ”s, siendo recibidos con una amabilidad sin igual por sus pacĆ­ficos habitantes, que no conocen el dinero y ni siquiera necesitan ropa para vestirse. Con unas cuantas baratijas como cascabeles, espejos o brazaletes de hojalata, que atraen y gustan mucho a los nativos, los convencen para que les faciliten la carga. Les basta con visitar las islas de Banda y Amboina para llenar los barcos, que zarpan de allĆ­ llenos hasta la bola. Tanto, que el de Serrao embarranca y se hace pedazos. Por suerte para ellos, no hay que lamentar pĆ©rdidas humanas, y pueden regresar a la isla desde la que han partido. AllĆ­ se quedarĆ” Serrao para siempre.
Serrao se deja seducir. La amabilidad e inocencia de sus gentes, el clima cĆ”lido, la paz de unas islas perdidas en el fin del mundo, a miles de kilĆ³metros de cualquier civilizaciĆ³n que se cree avanzada y de la ambiciĆ³n de sus reyes, logran noquear la mente del altivo soldado, del valiente aventurero, para que no vea mĆ”s allĆ” del paraĆ­so que le rodea. No oirĆ” mĆ”s la llamada de los suyos, de su rey, al que ha jurado lealtad y reclama sus servicios. Nunca mĆ”s tomarĆ” entre sus manos el timĆ³n de un barco, porque una canoa es todo lo que necesita para navegar; ni empuƱarĆ” una espada para conquistar nuevos mundos, porque su mundo estĆ” ahora en aquellas islas; ni ambicionarĆ” riquezas, porque allĆ­ tiene todo lo que necesita para vivir. Francisco Serrao vivirĆ­a hasta su muerte (nueve aƱos mĆ”s tarde) en la pequeƱa isla de Ternate, de apenas cinco kilĆ³metros de diĆ”metro, a poca distancia del este de la isla mayor Halmahera, que tiene forma de una estrella de mar que hubiera perdido una de sus puntas. AllĆ­ serĆ” bien acogido por su rey y sus gentes y le serĆ”n entregadas dos esposas, con las que tendrĆ” hijos y formarĆ” una familia.
Desde la isla de Ternate, donde a partir de aquel momento irĆ”n y vendrĆ”n buques constantemente, Serrao no deja de comunicarse con Magalhaes, al cual anima a que le imite, abandone la civilizaciĆ³n y se venga a vivir allĆ­. Magalhaes, sin embargo, y aunque tuvo motivos de sobra para mandarlo todo y a todos a tomar por culo e irse con Ć©l, era de un carĆ”cter mĆ”s ambicioso y se tomaba sus recomendaciones a broma, pero tomaba buena nota de todas cuantas indicaciones le llegaban, sobre las rutas y los mapas que le detallaba sobre la zona. Por sus cartas, se puede desprender que Magalhaes iba madurando la idea de visitar, algĆŗn dĆ­a, a su amigo Serrao, no por la ruta acostumbrada, sino por el oeste, por donde ya lo intentĆ³ ColĆ³n y otros despuĆ©s que Ć©l. “IrĆ© pronto a Ternate -le decĆ­a en una de sus cartas-, por otro derrotero”.

En 1512 Magalhaes, tras siete aƱos navegando vuelve a Lisboa. Llega cansado y en su cuerpo trae algunas cicatrices que aĆŗn le duelen. Lisboa no es la misma ciudad que dejĆ³ cuando partiĆ³ de allĆ­ por primera vez. Ahora es una ciudad rica con esplĆ©ndidos edificios e iglesias remodeladas, como la de Belem, que la han convertido en catedral. El Tajo es un hervidero de velas y a sus orillas hay astilleros que no cesan de construir nuevos barcos; y por sus calles circulan excelentes carros de un lado a otro, con comerciantes de todas partes a los que se les oye hablar en otros idiomas. Portugal es ahora un paĆ­s rico, Lisboa una ciudad esplendorosa y su rey un rey afortunado. Pero Ć©l, Magalhaes y sus colegas reciĆ©n llegados, ¿quĆ© son ellos, sino unos extraƱos a los que nadie conoce? Ellos, que lo dieron todo, hasta su sangre, por enriquecer a su patria, son ahora unos desconocidos que no traen de su viaje otra cosa que no sea heridas de guerra y miseria. Magalhaes lo tendrĆ” mĆ”s fĆ”cil, Ć©l pertenece a la nobleza y la casa real le asignarĆ” una pensiĆ³n con la que poder comer. Mal, pero comer, al fin y al cabo, y poco mĆ”s.
Una mĆ­sera pensiĆ³n y un esclavo que comprĆ³ en Malaca, al que llama Enrique; es todo cuanto posee. Ante tales circunstancias, al aƱo siguiente, en el verano de 1513, Magalhaes se alista de nuevo en el ejĆ©rcito en la expediciĆ³n militar que el rey Manuel ha preparado contra los piratas moros que se esconden al norte de Ɓfrica. Y es allĆ­, luchando en tierra firme, donde recibe una herida en la pierna que le dejarĆ” cojo para siempre. No regresa a Lisboa, sino que, una vez recuperado, y como no es apto para moverse con rapidez en el campo de batalla o para subir con presteza a un caballo, lo designan como oficial de presas, es decir, administrando los caballos y ganaderĆ­a requisada a los moros.
DespuĆ©s de dos aƱos en Ɓfrica, se halla de nuevo en Lisboa. Tiene treinta y cinco aƱos, sigue sin tener un chavo en el bolsillo. A cambio, tiene una herida de guerra mĆ”s, que le impide caminar con normalidad. Esto le da coraje y Ć”nimos para reclamar a su paĆ­s que le trate con mĆ”s dignidad. Como antiguo criado de la reina, no lo tendrĆ” difĆ­cil para pedir audiencia y pedir al rey una pensiĆ³n mĆ”s digna o en su defecto un destino de responsabilidad en ultramar. Manuel I lo recibe en la misma sala que su antecesor Juan II recibiĆ³ a ColĆ³n. Y allĆ­ se reproducirĆ” una escena casi idĆ©ntica a la que se viviĆ³ tres dĆ©cadas atrĆ”s. QuizĆ”s mĆ”s ruda y desagradable. Fernao de Magalhaes llega cojeando. No era muy alto, pero ahora, de hombros mĆ”s anchos y algo encorvado, tanto por la dificultad para andar como por respeto al soberano, parece mĆ”s bajito que antes. De aspecto rudo, de barba muy poblada, mĆ”s parece un campesino que un navegante.
Se acerca hasta el rey reverenciĆ”ndolo y le muestra unos documentos que acreditan su condiciĆ³n de noble y la mĆ­sera cantidad que recibe al mes. Luego habla y le pide que le sea aumentada esa cantidad, basĆ”ndose en que la herida en su rodilla lo incapacita para la guerra. El rey Manuel lo mira con desprecio. Unas monedas mĆ”s que menos no harĆ”n resentirse mĆ­nimamente las abarrotadas arcas del tesoro. Pero, ¿cĆ³mo se atreve aquel desvergonzado a exigirle algo que corresponde al rey concederle en gracia por voluntad propia?

La respuesta es una seca negativa. Manuel espera dar por zanjada la inoportuna visita y perder de vista a Magalhaes, pero Ć©ste permanece ante Ć©l, desafiante, con el orgullo herido y le pide, si acaso no habrĆ­a para Ć©l, no un hueco entre los marineros, sino el mando de uno de tantos barcos como zarpan a diario. Merecido lo tiene, sin duda, y nadie mejor que Ć©l conoce los mares por donde ha navegado durante siete aƱos. A Manuel se le hace insoportable la mirada desafiante del marinero y le responde que no tiene nada para Ć©l. Y ahora sĆ­, Manuel cree que el incordioso Magalhaes se marcharĆ”. Pero aĆŗn se atreve a hacerle una tercera peticiĆ³n: ¿tendrĆ­a el rey inconveniente en que marchara a otro paĆ­s a prestar sus servicios a otro monarca? Manuel lo mira asombrado. El descaro de Magalhaes ha llegado a un extremo desvergonzado. Prestar tus servicios a otro rey, en aquella Ć©poca, era el equivalente a cambiar de nacionalidad, y pedĆ­rselo directamente a tu rey, era, cuando menos, lanzarle un desafĆ­o. Un desafĆ­o, nada menos que al rey, cara a cara. Pero Magalhaes es pobre como una rata, no tiene trabajo y para colmo es un tullido. ¿QuĆ© mĆ”s le puede ocurrir? ¿Le cortarĆ” el rey la cabeza? Pero el rey, lejos de incomodarse ve la oportunidad de perderlo de vista, y con un poco de suerte, no volverĆ” a verlo en su vida. Por supuesto que podĆ­a largarse a darle el coƱazo a otro rey.
Pero Fernao no sale de Portugal de inmediato. Si ha de ir a otro rey a pedirle apoyo, tendrĆ” que hacerlo proponiĆ©ndole un proyecto de altura. Tiene uno en mente, pero debe madurarlo. Durante un tiempo frecuenta los bares de los puertos, escucha conversaciones e intenta informarse sobre nuevos viajes, nuevos descubrimientos. Fernao, ademĆ”s, frecuenta la tesorerĆ­a real, el lugar donde se guardan secretamente mapas y cuadernos de abordo con sus respectivas anotaciones de cuantos viajes navales se realizan. Nadie puede consultar estos archivos si no consigue un permiso, pero Magalhaes, por pertenecer a la nobleza, tiene vĆ­a libre para entrar y salir cuando le apetezca. QuizĆ” el rey, despuĆ©s de darle su beneplĆ”cito para ponerse al servicio de otros paĆ­ses no habĆ­a tenido en cuenta este detalle, porque allĆ­ consiguiĆ³ Fernao una informaciĆ³n valiosĆ­sima, por la que podĆ­a haber sido acusado de alta traiciĆ³n, de haberse descubierto su intenciĆ³n de sacarla del paĆ­s.
Fernao conoce a un tal Ruy Faleiro, un tipo nervioso de carĆ”cter cambiante que tiene la cualidad de sacar de sus casillas a cualquiera que permanezca junto a Ć©l el rato suficiente, pero que sabe de astronomĆ­a mĆ”s que nadie. No ha pisado un barco en su vida, pero sabe utilizar a la perfecciĆ³n los instrumentos por los que se guĆ­an los navegantes, e incluso construye los suyos propios. Faleiro, al igual que Magalhaes, es un renegado al que el rey ha humillado y despreciado, pues, sabiendo mĆ”s que nadie de astronomĆ­a, Manuel I no le quiso conceder el tĆ­tulo de astrĆ³nomo real. Magalhaes intima con Faleiro y le cuenta su proyecto. Ambos creen formar un buen equipo. Uno poniendo la teorĆ­a astronĆ³mica y el otro la prĆ”ctica y la experiencia en navegaciĆ³n. Juntos estudian mapas y trazan rutas. Todo bajo juramento de no revelar a nadie su secreto. AsĆ­ pasan un aƱo, hasta que Fernao de Gagalhaes le pide a su esclavo Enrique que recoja lo poco que tienen, que se marchan a Sevilla. Faleiro se queda a la espera de recibir noticias.
20 de octubre de 1517. Ahora ya estĆ” en Sevilla y se llama Fernando de Magallanes. No tardĆ³ en encontrarse con otro portuguĆ©s renegado, Diego Barbosa, que saliĆ³ malparado en Portugal y estĆ” dispuesto a hacer cualquier cosa que fastidie a Manuel I. Barbosa es un funcionario bien relacionado al que le fue concedido el tĆ­tulo de Caballero de la Orden de Santiago. Barbosa lo acoge en su casa, donde entablarĆ” largas charlas sobre navegaciĆ³n con su hijo Duarte, y terminarĆ” enamorĆ”ndose de su hija BĆ”rbara. Los dos, padre e hijo son hombres de mar y al igual que su invitado han recorrido el ƍndico. La buena amistad que entablan hace que Magallanes les confiese su plan a los Barbosa. No le queda mĆ”s remedio que hacerlo si quiere que alguien le avale en la casa de la ContrataciĆ³n o le lleven a presencia del rey. Los detalles que Magallanes les da, los mapas, la meticulosidad con que les expone el proyecto y la seguridad que transmite cuando habla, hace que los Barbosa se entusiasmen de inmediato y estĆ©n dispuestos a avalarlo. Acabando el aƱo, Magallanes y la hija de Diego Barbosa contraen matrimonio. 600.000 maravedĆ­es es la dote que su esposa aporta para que cuanto antes entren en la Casa de la ContrataciĆ³n a exponer el proyecto.

Evidentemente, el dinero que aporta la esposa de Magallanes no cubre mĆ”s que una mĆ­nima parte del coste total de la aventura. La Casa de la ContrataciĆ³n deberĆ” financiar el resto tras evaluar la viabilidad y rentabilidad del proyecto. De entrada, una comisiĆ³n, compuesta por tres miembros debe examinar si se trata de algo realista o por el contrario no es mĆ”s que otra de las muchas aventuras fantasiosas que a menudo vienen a proponerles. Y esto es precisamente lo que cree la comisiĆ³n, que el forastero viene con una aventura fantasiosa. La primera puerta se le cierra nada mĆ”s intentar cruzarla. Magallanes sale de allĆ­ hundido.
Su viaje a Sevilla ha sido en balde, una pĆ©rdida de tiempo. Se habĆ­a hecho demasiadas ilusiones. Pero no, no habĆ­a perdido el tiempo; la exposiciĆ³n de su proyecto en la Casa de la ContrataciĆ³n sĆ­ habĆ­a interesado a alguien: nada menos que a su director, Juan de Aranda. Pero, entonces, ¿por quĆ© habĆ­a declarado el proyecto no rentable para la Corona? QuizĆ”s no pudo convencer a los demĆ”s miembros de la comisiĆ³n o quizĆ”s es que, Juan de Aranda vio un negocio demasiado suculento y por eso decidiĆ³ aceptarlo bajo mano para sacar, a tĆ­tulo personal, una buena tajada. Sea como fuere, a Magallanes y a su nueva familia le alegraron la existencia. Por cierto, que aƱos mĆ”s tarde, la Casa de la ContrataciĆ³n abrirĆ­a un pleito contra Juan de Aranda por su forma de proceder, no demasiado limpia, en este negocio.
Pero Juan de Aranda no va a arriesgar su dinero poniĆ©ndolo en manos de un desconocido y pide informes. ¿Realmente es un experimentado marinero capacitado para llevar a cabo semejante empresa? SĆ­, lo es -fue la respuesta que le diĆ³ CristĆ³bal de Haro, hombre de negocios que ya habĆ­a financiado mĆ”s de una expediciĆ³n al reciĆ©n descubierto nuevo continente. No solo estĆ” al tanto de que Magallanes tiene un amplio curriculum como navegante, sino que conoce a Faleiro y no duda en calificarlo como un gran cosmĆ³grafo. Satisfecho con la respuesta, Aranda inicia los trĆ”mites para enviar a Magallanes a Valladolid, donde podrĆ” entrevistarse con el rey. Magallanes escribe entonces a Faleiro, lo pone al corriente de lo bien que han ido las cosas y le pide que venga a Sevilla. Y sin embargo, cuando Ć©ste se presenta ante su socio, es para espetarle que ha roto su promesa de no contarle a nadie el secreto que ambos guardaban. De nada sirve explicarle que, si no lo contaba, nadie hubiera creĆ­do en un proyecto fantasma y que Aranda es un hombre muy influyente que ya ha hecho las gestiones necesarias para que viajen a Valladolid a entrevistarse con el rey de EspaƱa. Por toda respuesta, Faleiro contesta que no cuenten con Ć©l porque no piensa viajar a ninguna parte.
Finalmente, una vez se le hubo pasado la pataleta, Faleiro acompaƱa a Megallanes hasta Valladolid, donde los esperaba Carlos I, reciĆ©n llegado de BĆ©lgica. Un jovencĆ­simo Carlos de apenas 18 aƱos que reunĆ­a, por primera vez, las coronas de AragĆ³n y Castilla (incluida la de Navarra) en una sola. Su padre, Felipe, llamado el hermoso, y su abuelo, Fernando el CatĆ³lico, habĆ­an fallecido recientemente y todas las coronas habĆ­an recaĆ­do sobre la cabeza de su madre, Juana. Pero su condiciĆ³n de “loca” aconsejaba una regencia, o bien un reinado junto a su hijo, quedando su madre solo como reina nominal.
Aranda presenta al rey y acompaƱantes a Magallanes y a su socio Faleiro, dos caballeros portugueses dispuestos a prestar a la corona espaƱola (ahora ya una sola) un gran servicio. Junto al rey estĆ”n el cardenal Adriano de Utrecht, Guillermo de Croix y un personaje al que, nada mĆ”s serles presentado le dio a Magallanes muy mal yuyu, el famoso cardenal Fonseca, el mĆ”s terrible oponente al proyecto de ColĆ³n. Con Fonseca allĆ­, tenĆ­a muy pocas posibilidades de que su empresa fuera aprobada. Porque, el rey, no era mĆ”s que un niƱo, delgaducho y con cara de enfermizo; seguramente manejado al antojo de quienes le rodeaban. No, no habĆ­a grandes posibilidades de salir de allĆ­ exitosos.
Pero, ¿a quĆ© habĆ­an venido si no a intentarlo? HabĆ­a, pues, que contarle a los presentes en quĆ© consistĆ­a su plan. Ya desde el primer momento en que Magallanes comienza a hablar, quienes le escuchaban tuvieron la impresiĆ³n de que aquel portuguĆ©s no era uno mĆ”s de tantos que acudĆ­an pretendiendo emular los Ć©xitos de ColĆ³n con fantasiosos proyectos. TenĆ­an delante a un marinero, cuyos informes demostraban que habĆ­a llegado mĆ”s a oriente que cualquier otro europeo hubiera llegado jamĆ”s. Contaba con todo detalle cĆ³mo eran las islas de las especias, y ademĆ”s, mostraba en los mapas el punto exacto dĆ³nde se encontraban. LeyĆ³, ademĆ”s, algunas cartas de su amigo Serrao, que ahora era visir de Ternate, donde le cuenta que existe “una tierra mĆ”s extensa y rica que la descubierta por Vasco de Gama.” Pero el rey de EspaƱa quiere saber si aquellas islas caen dentro de su parte del mundo asignada por el SantĆ­simo Padre.
A continuaciĆ³n entra en acciĆ³n Faleiro, que porta una esfera donde estĆ”n dibujados con todo lujo de detalles los continentes, los mares y las islas conocidas hasta la fecha. Faleiro seƱala los puntos y las rutas previstas para el viaje, va dando la vuelta a la esfera hasta mostrar la parte sur de AmĆ©rica. Asegura que hay un paso, un estrecho que los llevarĆ” al PacĆ­fico, luego, tras cruzarlo, llegarĆ­an por fin a las islas, en la parte opuesta del mundo, dentro de los dominios espaƱoles, sin correr el riesgo de invadir territorio portuguĆ©s. Y con la ventaja de no tener que rodear toda Ɓfrica y surcar unos mares donde de seguro tendrĆ­an algĆŗn tropiezo con los portugueses. SegĆŗn Magallanes y Faleiro, la ruta occidental era mĆ”s rĆ”pida y segura, al encontrarse las islas en la parte mĆ”s oriental de Asia. El rey parecĆ­a convencido, todo parecĆ­a bien calculado. Sus consejeros tambiĆ©n parecĆ­an entusiasmados. Solo habĆ­a un pequeƱo detalle. El globo terrĆ”queo que tenĆ­an delante mostraba todo el continente americano tal como se mostraba en todos los mapas, como una gran barrera entre el AtlĆ”ntico y el PacĆ­fico. ¿DĆ³nde se encontraba el paso de uno a otro ocĆ©ano? Entonces, Faleiro les explica que no estaba marcado por precauciĆ³n. De perderse o ser robada la esfera, cualquiera podĆ­a descubrir su secreto.
¡Claro! debieron pensar. Y pusieron cara de: lleva razĆ³n, este hombre estĆ” en todo. Pero... ¿entonces... nos vamos pa llĆ”? -se preguntaban los portugueses. “Pues sĆ­, me gusta la idea y la apoyo”. Fue el obispo Fonseca, el primero en dar su visto bueno al proyecto. ¡Aleluya! El mĆ”s firme opositor de ColĆ³n estaba ahora del lado de Magallanes. No querĆ­a equivocarse una segunda vez, y ahora, parecĆ­a entusiasmado por ganarle la partida a Portugal llegando a las islas de las especias por occidente. Bien, todo arreglado -dijo el rey-, nos mandamos unos wasaps y ya si eso hablamos para quedar de nuevo y concretar detalles. Y salieron de allĆ­ mĆ”s contentos que unas castaƱuelas y cantando fandanguillos de Huelva.
La audiencia habĆ­a sido un Ć©xito. Ahora debĆ­an comunicar el proyecto de forma oficial y por escrito al Consejo Real, y esperar instrucciones para comenzar a ponerlo todo en marcha. La noticia del Ć©xito pronto llega a oĆ­dos de CristĆ³bal de Haro, que como ya se ha dicho, era un comerciante dispuesto a financiar cuanta empresa tuviera pinta de dar dinero. CristĆ³bal era castellano, de Burgos, pero los negocios le habĆ­an hecho pasar algunas temporadas en Lisboa, y allĆ­ tuvo sus mĆ”s y sus menos con... ¿quien? con el rey Manuel. Por lo tanto, si este proyecto proyecto que contaba con el beneplĆ”cito del rey de EspaƱa podĆ­a ser un guantazo en toda la cara de Manuel, Ć©l querĆ­a ser el primer participante.
Es mĆ”s, CristĆ³bal habla con Magallanes y le asegura que, en caso de que finalmente la Corte o la Casa de la ContrataciĆ³n no le den el dinero necesario para el proyecto, Ć©l estĆ” dispuesto a correr con todos los gastos. Esto lo pone a Magallanes las cosas tan a favor, que puede presentarse ante la Casas de la ContrataciĆ³n aportando todo el capital, solicitando Ćŗnicamente el permiso para poder salir con el pabellĆ³n espaƱol ondeando en sus mĆ”stiles y ofreciendo como agradecimiento un quinto de las ganancias a la Corona. Recibida la oferta, el Consejo de la Corona decide no aceptarla, puesto que la empresa promete dar beneficios y es a la Corona a quien corresponde llevarse la mayor parte, y por tanto, serĆ” Ć©sta la que la financie.
La capitulaciĆ³n o contrato es firmado por el rey Carlos I de EspaƱa, en nombre de su madre Juana I de Castilla, el 22 de marzo de 1518. Dicho contrato comienza diciendo:
“Pues que vosotros, Hernando de Magallanes, caballero natural del reino de Portugal, y el licenciado Ruy Faleiro, del mismo reino, estĆ”is dispuestos a prestar a Nos un gran servicio dentro de los lĆ­mites que Nos pertenecen en la parte del ocĆ©ano que Nos fue adjudicada, ordenamos que, al efecto, sea puesto en vigor el siguiente pacto.”
Un pacto en el que se les cede el derecho exclusivo de los mares que se disponen a explorar, comprometiƩndose el rey a no dar permiso a nadie mƔs a emprender aquellas rutas, o de veneri alguien a solicitarlo, ponerlo en conocimiento de ellos antes de otorgarlo. SerƔn de ellos 20% de las ganancias de la empresa y se les nombra gobernadores por adelantado con derecho preferente sobre dos islas en el caso de que las descubiertas sean mƔs de seis. Un derecho que serƔ hereditario de padres a hijos y futuros herederos.
“Considerando todo lo dicho, prometo empeƱando en ello mi honor y mi real palabra, que proveerĆ© a que todas y cada una de las clĆ”usulas sean cumplidas, y para esto he mandado que la presente CapitulaciĆ³n sea expuesta, firmada de mi mano.”
AsĆ­ concluye diciendo el contrato; y a la vista de tal declaraciĆ³n puede desprenderse el entusiasmo mostrado por el joven rey en este proyecto.

3

Los preparativos

A Magallanes y Faleiro se les presenta ahora una tarea tan dura como complicada: armar una flota de cinco naves para un viaje sin precedentes. No conocen el rumbo mĆ”s allĆ” de Brasil, no saben quĆ© les espera, ni cuĆ”nto tiempo estarĆ”n navegando; y al no haber nadie que haya hecho nunca un viaje semejante, no encuentran quien les aconseje. Llegados a este punto, conviene hacer una pequeƱa observaciĆ³n. La mayorĆ­a de autores que han escrito sobre este viaje alrededor del mundo, parece como si dieran por hecho que Magallanes, desde un principio, ya planeaba hacer eso, dar la vuelta a la tierra, y no es asĆ­, o al menos no lo dejĆ³ escrito en ninguna parte. Como ejemplo, cito de nuevo a Stefan Zweig.
No hay quien pueda decirle, ni de forma aproximada, el tiempo que durarĆ” el viaje alrededor de la esfera terrestre.
Magallanes solo querĆ­a alcanzar lo que no consiguiĆ³ alcanzar ColĆ³n, las costas del Asia mĆ”s oriental, y puesto que Ć©l creĆ­a que el camino a Asia por occidente era mĆ”s corto que por oriente, y su idea era no encontrarse con los portugueses por el camino, probablemente hubiera vuelto por la misma ruta por la que llegĆ³. Al igual que ColĆ³n, pensaba que la circunferencia terrestre era mĆ”s pequeƱa de lo que es, y sobre todo, no tenĆ­a ni idea de la enormidad del ocĆ©ano PacĆ­fico. Es algo que, con toda probabilidad, quien escribe hace de forma inconsciente: hablar del viaje en el que por primera vez se dio una vuelta completa al planeta, y dar por hecho que los preparativos se hacĆ­an con este fin. Pues no. AquĆ­ Magallanes hace los preparativos para un viaje muy largo, pero en ninguna parte dejĆ³ dicho que una vez alcanzadas las islas Molucas seguirĆ­a adelante y volverĆ­a rodeando Ɓfrica.
Pero, siguiendo con los preparativos, Magallanes tiene claro que deben proveerse para al menos dos aƱos de todo lo necesario y para cualquier contratiempo que pueda surgir. Comida, agua, medicamentos, material de carpinterƭa para reparaciones, ropa de abrigo, y un largo etcƩtera. No vamos a ver aquƭ la larga lista de vƭveres que se prepararon, pero como curiosidad, sƭ merece la pena mencionar la galleta marina. QuizƔ esta galleta merezca el honor de ser considerada la precursora de los alimentos deshidratados que los astronautas llevaron a la luna. La galleta marina estƔ elaborada con harina y agua y solo se le aƱade sal, pero cocinada de tal forma que no quede ninguna humedad para que se conserve durante meses sin problemas. De estas galletas hicieron buen acopio para el viaje.
Magallanes no para, y asĆ­ como ColĆ³n delegĆ³ muchas de estas faenas en los hermanos PinzĆ³n o en los NiƱo, Ć©l se encarga de todos los preparativos personalmente, como si no confiara en nadie, obsesionado con que todo estĆ© perfecto el dĆ­a de la partida. Y mientras estĆ” atareado con su inacabable tarea, en Lisboa, Manuel I ya se ha enterado de lo que su “ex-sĆŗbdito” planea. Fue Ć©l, Manuel, quien lo despidiĆ³ y le dio permiso para ponerse a las Ć³rdenes de otro rey, pero aquello... aquello de pretender apoderarse de las islas de las especias para beneficio de otro reino no puede verlo mĆ”s que como una traiciĆ³n. Tiene que impedir que la expediciĆ³n se lleve a cabo.
Alguien pregunta por Magallanes, ¿quiĆ©n serĆ” quien le visita? El embajador de Portugal en la Corte espaƱola, ni mĆ”s ni menos. Se llama Ɓlvaro da Costa, y es un pĆ”jaro de cuidado. Ha recibido un mensaje del rey Manuel pidiĆ©ndole que visite a Magallanes y le de algunos consejos, por su bien. Magallanes le recibe, y una vez a solas, da Costa entra con suavidad para luego rematar la faena con una soberana reprimenda. Primero intenta hacerle ver el enorme pecado que estĆ” a punto de cometer, contra Dios y contra su rey. Luego le advierte del conflicto diplomĆ”tico que puede provocar, pues Manuel estĆ” a punto de casarse con su sobrina Leonor, que es nada menos que la hermana de Carlos I de EspaƱa, (sĆ­, Carlos y Manuel son tĆ­o y sobrino) el mismo rey que intenta disputarle el dominio de las islas Molucas. ¡Por Dios, Fernandito! ¿tĆŗ sabes la que vas a liar? Anda, tira para Portugal, que Manuel estarĆ” encantado de recibirte y hasta de recompensarte si te pones de nuevo a su servicio. Pero Magallanes sabe perfectamente cuĆ”n poco lo tiene en estima el gilipollas de Manuel. Sospecha que todo es una trampa y que su antiguo rey no va a recompensarlo, todo lo contrario. No se fĆ­a de Ć©l. Es posible que su vida hasta corra peligro. AdemĆ”s, ya ha dado su palabra al rey de EspaƱa y piensa cumplirla, es demasiado tarde. No piensa volver, y asĆ­ se lo hace saber a da Costa.
Ɓlvaro da Costa escribe al rey Manuel, y para no reconocer su fracaso a la hora de convencer a Magallanes, miente contĆ”ndole que su sobrino, el rey de EspaƱa habĆ­a prohibido salir del paĆ­s tanto a Magallanes como a Faleiro. Esto provocĆ³ un incidente diplomĆ”tico, que parece ser que era lo que pretendĆ­a da Costa, o quizĆ”s fue que no habĆ­a previsto que Manuel enviara a nadie a hablar con su sobrino. Carlos I recibe a un emisario de su tĆ­o Manuel, reprochĆ”ndole lo feo de este asunto y proponiĆ©ndole que aplace la expediciĆ³n por un aƱo. Carlos, como un chiquillo que era, estaba ilusionado con su empresa y no estaba dispuesto a dar marcha atrĆ”s. Pero aunque fuera un chiquillo no era tonto y se dio cuenta de inmediato de que alguien le estaba tomando el pelo.
Era mentira que Magallanes y Faleiro le hubieran pedido volver a Portugal, y mucho menos era cierto que Ć©l les hubiera prohibido salir del paĆ­s, por lo que, le dirigiĆ³ una dura mirada a Ɓlvaro da Costa, el cual no pudo disimular su nerviosismo. ¿Y quĆ© era eso de pedirle que apalazara el proyecto por un aƱo? Alguien intentĆ³ explicarle a Carlos que esta peticiĆ³n era para no enturbiar las relaciones entre tĆ­o y sobrino hasta pasada la boda. Y asĆ­, ya de paso, durante este aƱo se replanteara si merecĆ­a la pena enemistarse con un reino vecino y hermano. AsĆ­ que aplazar y replantear -pensaba Carlos-, mi tĆ­o lo que quiere es ganar un aƱo, justo el tiempo que necesita para armar una flota y adelantĆ”rsele. ¡Iros todos a tomar por culo! Bueno, no se sabe exactamente lo que dijo el rey, pero era lo que se merecĆ­an que les dijeran, ¿no? El caso es que no cayĆ³ en la trampa y siguiĆ³ adelante, apoyando la aventura.
Desde Portugal no se dan por vencidos y ponen en marcha otra estrategia. Los espĆ­as de Manuel I estĆ”n por todas partes. En Sevilla, SebastiĆ”n Alvares, cĆ³nsul de Portugal en la capital andaluza, es el espĆ­a oficial de su majestad lusa. Su mente es retorcida y es un excelente psicĆ³logo, sabe leer perfectamente en la mente de Magallanes. Puede percibir enseguida al hombre inteligente y perseverante, pero a la vez solitario y retraĆ­do que es. Sabe cĆ³mo manipularlo y lo harĆ”. TorturarĆ” y envenenarĆ” su mente hasta que abandone su propĆ³sito de embarcarse en aquella expediciĆ³n.
Alvares se asoma por el puerto, mira cĆ³mo se revisan y reparan los barcos reciĆ©n comprados, habla con los marineros y los capitanes, y finalmente, se va a las tabernas a difamar y a provocar, haciĆ©ndose el indignado e intentando indignar a la gente por permitirse que dos extranjeros que jamĆ”s han prestado un solo servicio a EspaƱa, ahora sean los favoritos del rey y se les haya asignado una misiĆ³n tan importante. TambiĆ©n se indigna y da la voz de que el Trinidad, un barco comprado con dinero espaƱol, lleva como pabellĆ³n la bandera portuguesa. El alboroto que se provocĆ³ fue tal, que tuvo que acudir el alcalde a intentar controlar a la chusma. Hubo quien quiso trepar por el mĆ”stil a arrancar la bandera y fue el mismo Magallanes quien lo impidiĆ³ para luego dar explicaciones al alcalde. La bandera que ondeaba no era la portuguesa, sino la suya propia que lo representaba como almirante, y estaba colgada en aquel momento porque el barco no estaba de servicio, sino en estado de reparaciĆ³n.
Las explicaciones de Magallanes no convencen a nadie y hasta el propio alcalde se pone de parte de los revoltosos, haciendo llamar al capitĆ”n del puerto, la mĆ”xima autoridad en la zona. CapitĆ”n y alcalde estĆ”n de acuerdo en que izar cualquier bandera portuguesa en territorio espaƱol es una grave ofensa y ordenan a los alguaciles detener a Magallanes. En esto llega el doctor Matienzo, el mĆ”s alto cargo de la Casa de Indias, y pone sobre aviso al capitĆ”n del puerto de la gravedad de detener a Magallanes, algo que no serĆ” del agrado del rey. Mientras tanto, los tripulantes del barco y la chusma del puerto han llegado a las manos y ya se dan hostias entre ellos. Magallanes interviene y da orden a sus marineros de detenerse y no responder a las provocaciones. Luego se dirige al alcalde y al capitĆ”n del puerto y les dice que de acuerdo, que arriarĆ” la bandera y retirarĆ” de allĆ­ el barco. El gentĆ­o se retira refunfuƱando, con ellos se va tambiĆ©n SebastiĆ”n Alvares, que sonrĆ­e, pues ha conseguido su propĆ³sito de alborotar a la gente y ponerlos en contra del portuguĆ©s.
Magallanes escribe al rey contĆ”ndole lo sucedido y no tarda en recibir respuesta. Los preparativos deben seguir su curso normal y a la reparaciĆ³n y preparaciĆ³n de los barcos no pueden ni deben oponerse nadie, por lo que, los empleados del puerto que intervinieron en el alboroto recibirĆ­an su castigo. En principio, el plan del espĆ­a Alvares, habĆ­a fracasado, pero lo cierto es que habĆ­a hecho su efecto y aĆŗn podrĆ­a hacer mĆ”s daƱo del esperado. En la Casa de la ContrataciĆ³n se han puesto en contra de Magallanes y le anuncian que se han agotado los fondos previstos para la expediciĆ³n y Ć©sta debe aplazarse por tiempo indefinido. Pero una vez mĆ”s Magallanes sale airoso de este contratiempo, pues habĆ­an olvidado que CristĆ³bal de Haro ya habĆ­a anunciado su intenciĆ³n de financiar la empresa, y en esta ocasiĆ³n se harĆ” cargo de la cantidad no disponible en la Casa de la ContrataciĆ³n, dos millones de maravedĆ­es, del los ocho que costarĆ­a el total de la operaciĆ³n.
Magallanes envĆ­a pregoneros por todas las calles de Sevilla anunciando que necesita marineros para alistarse a la gran aventura, envĆ­a tambiĆ©n hombres a CĆ”diz y a Palos con el encargo de reclutar, pero por mĆ”s empeƱo que ponen, les estĆ” siendo imposible alistar a los 250 marineros necesarios para los cinco galeones que ya estĆ”n listos en el Guadalquivir. SebastiĆ”n Alvares habĆ­a corrido la voz de que los galeones eran viejos y destartalados y que no se embarcarĆ­a en ellos aunque le pagaran todo el oro del mundo. AdemĆ”s, por muy nuevos que fueran, pocos estaban dispuestos a embarcarse en una aventura a la que solo un loco o un desesperado estarĆ­a dispuesto a alistarse. ¡Provisiones para dos aƱos! ¿Pero, hasta dĆ³nde piensan ir estos descerebrados? Y para colmo de males, la Casa de la ContrataciĆ³n pone un nuevo impedimento: no ven con buenos ojos que Magallanes haya reclutado a tantos portugueses.
Durante unos meses previos a la partida de la flota, Magallanes y el rey de EspaƱa van a intercambiar una serie de cartas donde uno protesta o pone sus condiciones y el otro niega o concede. Magallanes escribe al rey protestando por el nuevo tropiezo con la casa de la contrataciĆ³n y le hace saber que en las capitulaciones no hay ninguna clĆ”usula que especifique cuĆ”ntos marinos puede o no reclutar en cada paĆ­s. El rey lo entiende y sabe que eso es cierto, pero contesta dĆ”ndole la razĆ³n a la Casa de la ContrataciĆ³n, excusĆ”ndose en no querer molestar demasiado a su tĆ­o Manuel. Lo cierto es que Ć©l, o tal vez sus consejeros, tampoco ven con buenos ojos que se alisten tantos portugueses, recelosos de que Magallanes llegue a hacer “piƱa” con ellos. Al final resuelve no admitir a mĆ”s de cinco portugueses. Aquello fue un doble revĆ©s contra Magallanes, pues no solo se sintiĆ³ molesto por descriminar a los portugueses, sino por la gran dificultad que estaba teniendo para reunir a 250 hombres.
EstƔn ya preparados los siguientes galeones, que fueron comprados en no demasiado buen estado y que ahora lucen como nuevos tras arduas jornadas de trabajo. Por orden de tonelaje, estos son los galeones y sus capitanes:

San Antonio, 120 toneladas CapitĆ”n: Juan de Cartagena (EspaƱa). 
Trinidad, nave capitana, 110 toneladas CapitƔn general: Fernando de Magallanes (Portugal).
ConcepciĆ³n, 90 toneladas CapitĆ”n: Gaspar de Quesada (EspaƱa). 
Victoria, 85 toneladas CapitĆ”n: Luis de Mendoza (EspaƱa). 
Santiago, 75 toneladas CapitƔn y piloto: Joao Serrao (Portugal).

Magallanes no escogiĆ³ la nave mĆ”s grande como nave capitana, por razones personales, tal vez le gustĆ³ mĆ”s el camarote destinado al capitĆ”n, escogiĆ³ el Trinidad. ¿En quĆ© barco viajarĆ­a Faleiro? En ninguno. Faleiro se habĆ­a convertido en una autĆ©ntica pesadilla para Magallanes. Siempre irritado, siempre protestando y nunca ayudando. No era cosa de un gran cosmĆ³grafo encargarse del reclutamiento de marinos, ni de calafatear el casco de los barcos, ni de dar brillo a la cubierta, ni de probar arcabuces o limpiar caƱones, ni tampoco acomodar los sacos de vĆ­veres o hacer recuentos de las mil y una cosas necesarias. Dicen las malas lenguas, que Ć©l mismo hizo su horĆ³scopo, y al ver que el resultado fue que no volverĆ­a vivo de la aventura, renunciĆ³ al viaje. Pero la versiĆ³n mĆ”s creĆ­ble cuenta que fue Magallanes, harto de aguantarlo un dĆ­a tras otro, quien escribiĆ³ al rey suplicĆ”ndole que le librara de aquel carcamal. El rey tuvo en cuenta su peticiĆ³n y Faleiro se perdiĆ³ del mapa para siempre.


Un tripulante de Ćŗltima hora

Cuentan que Juan SebastiĆ”n Elcano, cuando se enterĆ³ de que en Sevilla se estaban reclutando marineros para iniciar una gran aventura, corriĆ³ hasta encontrar a Magallanes y suplicarle que le hiciera un hueco y lo admitiera en alguno de sus barcos. A todas luces esto es un cuento absurdo, y es del todo improbable que hubiera corrido o suplicado nada. No tuvo que correr en absoluto, puesto que desde el primer momento se hizo pĆŗblico el proyecto, y Elcano, que en aquellos momentos vivĆ­a en Sevilla, tuvo que enterarse de inmediato. Y no tuvo que suplicarle, por dos razones, porque Magallanes no lo estaba teniendo fĆ”cil para encontrar marineros cualificados y porque Elcano le vino de perlas, ya que no solo tenĆ­a una gran experiencia, sino que llevaba el mar en la mĆ©dula. Fue contratado como maestre o segundo de a bordo en una de las cinco naves. En cualquier caso, sĆ­ que es cierto que Elcano buscaba desesperadamente enrolarse donde fuera para desaparecer de EspaƱa, sus buenas razones tenĆ­a.

Era un cabra loca, un mujeriego, un poco bribĆ³n y un aventurero sin remedio, eso dicen quienes estudian la poca informaciĆ³n que nos ha llegado sobre su vida. Juan SebastiĆ”n naciĆ³ en Guetaria (donde hacen esas anchoas tan buenas), provincia de GuipĆŗzcoa (territorio de Castilla en aquella Ć©poca), pero nadie estĆ” seguro de su aƱo de nacimiento. Muchas son las fuentes que hablan de 1476, por lo tanto, en el momento de embarcarse tendrĆ­a 43 aƱos. Sin embargo, a raĆ­z de los Ćŗltimos documentos encontrados, y segĆŗn nos cuenta la Real Academia de la Historia, en 1519, cuando partiĆ³ la expediciĆ³n, tenĆ­a 32 aƱos, por lo que, su aƱo de nacimiento serĆ­a 1487. Tampoco hay acuerdo en si Juanito era un niƱo pijo, de familia acomodada, o por el contrario en su casa los niƱos se comĆ­an los mocos del hambre que pasaban. Lo Ćŗnico cierto es que su familia se ganaba la vida pescando y por lo visto tenĆ­an barco propio. Juan SebastiĆ”n era el mayor de nueve hermanos. No es raro que siendo muy joven quisiera salir de casa, huyendo de tanto cafre y tanto guirigay, y se enrolara de vez en cuando, primero en barcos de pesca o comerciales, luego en barcos militares. Fue asĆ­ como llegĆ³ a adquirir gran experiencia marinera.
En 1509 participĆ³ en la toma de OrĆ”n. ¿Que quĆ© es la toma de OrĆ”n? Bueno, ya se sabe que en aquellos aƱos, los moros en EspaƱa ya eran historia, no obstante, todavĆ­a andaban dando por culo por los alrededores. La ciudad argelina de OrĆ”n era un punto estratĆ©gico en el MediterrĆ”neo y Fernando el CatĆ³lico no vio con malos ojos su conquista cuando se lo propuso Francisco JimĆ©nez Cisneros, que ademĆ”s le ofreciĆ³ financiar la expediciĆ³n Ć©l mismo si a cambio el rey le concedĆ­a que la plaza quedara bajo la jurisdicciĆ³n de la ArchidiĆ³cesis de Toledo. No sĆ© por quĆ© tenĆ­a interĆ©s este hombre en darle la ciudad a los curas, pero eso poco nos importa ahora. Fernando el CatĆ³lico accediĆ³ a la peticiĆ³n y le facilitĆ³ una flota de 80 barcos, nombrando a Cisneros capitĆ”n general. Partieron el 16 de mayo de 1509. A bordo de una de esas naves iba Juanito, que si hacemos caso a la fecha de nacimiento de la Real Academia, tenĆ­a entonces solo 22 aƱos. El dĆ­a 18 por la maƱana llegaban y desembarcaban en Mazalquivir. Hay una sierra que separa ambas ciudades. Los espaƱoles avanzaron a travĆ©s de ella y pronto se encontraron con que los defensores de OrĆ”n los estaban esperando. Pero despuĆ©s de un primer enfrentamiento, los de OrĆ”n se retiraron tras las murallas y la ciudad fue sitiada. Y por mucho que los de OrĆ”n oraron, las murallas fueron asaltadas, los espaƱoles entraron e hicieron numerosos prisioneros, ademĆ”s de liberar a mĆ”s de trescientos cautivos cristianos.
Poco despuĆ©s, no se sabe el aƱo exacto, pues no hay detalles que lo aclaren, Elcano se embarcĆ³ hacia Italia a las Ć³rdenes de Gonzalo FernĆ”ndez de CĆ³rdoba, aquel montillano al que apodaron Gran CapitĆ”n. Sin embargo, este dato es errĆ³neo y luego veremos porquĆ©. Elcano se enrolĆ³ en calidad de capitĆ”n de su propio navĆ­o, el cual alquilĆ³ a la armada para ponerse al servicio del rey. ¿QuĆ© iban a hacer ahora en Italia? Sabido es que AragĆ³n se hizo dueƱa y seƱora del MediterrĆ”neo. HabĆ­a costado muchos siglos expulsar a los musulmanes de EspaƱa. Gracias a la resistencia espaƱola el islĆ”m no se llegĆ³ a extender en Europa. El peligro llegaba ahora por la que los romanos llamaron Asia Menor, o sea, TurquĆ­a. Si desde allĆ­ se colaban en Europa, EspaƱa podĆ­a ser nuevamente invadida, y como potencia militar y naval que era, le correspondĆ­a defender los lugares santos como Roma, y por supuesto, controlar el MediterrĆ”neo.
Pero, claro, no todos opinaban que EspaƱa actuaba asĆ­ por amor al prĆ³jimo. Controlar el mar y media Italia despertaba las envidias de los vecinos. Por eso, en aquellos tiempos, EspaƱa y Francia se daban de tortas un dĆ­a sĆ­ y al otro tambiĆ©n. Los franceses no paraban de conspirar y de conchabarse con venecianos, napolitanos y hasta con el propio papa, que unas veces veĆ­a bien la protecciĆ³n espaƱola y otras se ponĆ­a de parte de los franceses, segĆŗn lo que cada cual echara en el cepillo del templo. El caso es que, por aquellos entonces, la corona de AragĆ³n tenĆ­a unas tropas de Ć©lite (de Ć©lite o mĆ”s, porque eran unos verdaderos trogloditas). Les llamaban los almogĆ”vares y dicen que en lo de pisar y no crecer mĆ”s la yerba, a su lado, Atila era un principiante, y que daba susto verlos luchar. Vamos que, los franceses se llevaban hostias hasta debajo la lengua. Pero no escarmentaban. Entonces llegĆ³ un gran capitĆ”n, un hombre que era grande en todos los sentidos, que llegĆ³ a ser amigo del Ćŗltimo rey moro de Granada y que por eso Fernando el CatĆ³lico lo mandĆ³ a negociar con Ć©l, para convencerlo de que era inĆŗtil su resistencia y se diera por vencido. Gonzalo FernĆ”ndez de CĆ³rdoba cumpliĆ³ bien su misiĆ³n, y desde entonces se convirtiĆ³ en la mano derecha del rey. Ahora, su nueva misiĆ³n era expulsar a los franceses de Italia, trabajo que tambiĆ©n cumpliĆ³, a pesar de padecer mil y una penurias, estando en inferioridad numĆ©rica, dependiendo solo de sus dotes como combatiente para vencer al enemigo. No en balde le llamaron Gran CapitĆ”n.
Las penurias las sufriĆ³ bien sufridas Juan SebastiĆ”n Elcano. El barco que transportaba parte de las tropas espaƱolas era propio. PodĆ­an pasarse meses o aƱos en campaƱa, fuera de casa. Las tropas necesitaban de vez en cuando ser reforzadas, unos refuerzos que a veces no llegaban y se las tenĆ­an que ingeniar para no perecer frente al enemigo. Necesitaban tambiĆ©n vĆ­veres, y por supuesto, su paga. Elcano se encontrĆ³ con que sus hombres amenazaban con amotinarse si la paga no llegaba. Ɖl les aseguraba que sĆ­, que el rey cumplirĆ­a y la paga llegarĆ­a, pero los soldados se negaron a obedecer y a Elcano no se le ocurriĆ³ nada mĆ”s y nada menos que empeƱar su barco para pagarles sus sueldos. Pero la paga nunca llegĆ³ y Elcano perdiĆ³ su barco. Y eso no fue lo peor. HabĆ­a una ley vigente que prohibĆ­a vender material militar a extranjeros, y su barco, por muy suyo que fuera, en aquel momento estaba al servicio de la Corona aragonesa y no como barco pesquero, precisamente.
Pero, en todo esto, como se apunta mĆ”s arriba, hay un error de bulto que comete hasta la propia Real Academia: Elcano no pudo embarcarse en la expediciĆ³n a Italia a las Ć³rdenes del Gran CapitĆ”n. ¿Por quĆ©? Pues porque en esas fechas, Gonzalo FernĆ”ndez de CĆ³rdoba estaba en Loja, era alcalde de este pueblo. ¿QuĆ© habĆ­a ocurrido? Pues que el Gran CapitĆ”n fue nombrado virrey de NĆ”poles despuĆ©s de unas muy exitosas campaƱas contra los franceses. Pero todo se torciĆ³ y Gonzalo fue acusado de malversaciĆ³n de fondos y de planear hacerse independiente. Y, aunque mĆ”s tarde Gonzalo pudo demostrar que las acusaciones eran falsas, Fernando el CatĆ³lico, que tanta confianza habĆ­a depositado en este hombre hasta ahora, lo destituyĆ³ de su cargo y lo mandĆ³ para Montilla. Despedido. A partir de ese momento todo comenzĆ³ a ir mal por Italia. Cuando el rey quiso echar mano de sus servicios de nuevo, para que regresara, ya que todos coincidĆ­an en que era el Ćŗnico capacitado para restituir el orden, ya era tarde, porque Gonzalo habĆ­a enfermado gravemente y morĆ­a en 1515.
El Gran CapitƔn, pintura de Marƭa JosƩ Ruƭz

La destituciĆ³n del Gran CapitĆ”n fue en el aƱo 1507, por eso es imposible que Elcano estuviera a sus Ć³rdenes el aƱo que perdiĆ³ el barco, que fue despuĆ©s de haber participado en la conquista de OrĆ”n, en 1509. La explicaciĆ³n puede ser la siguiente: Elcano habrĆ­a participado con anterioridad en otras expediciones a Italia a las Ć³rdenes del Gran CapitĆ”n. Las guerras italianas, como son conocidas, duraron muchos aƱos (1494-1559). Si, como estĆ” documentado, Elcano volviĆ³ a Italia con su barco alquilado a la Corona, estĆ” claro que no fue a las Ć³rdenes de otro comandante. En cualquier caso, Elcano se habĆ­a convertido de repente en un traidor, un prĆ³fugo de la justicia. No es casualidad que en el momento en que Magallanes preparaba su expediciĆ³n, Elcano se encontrara en Sevilla, pues fue precisamente la ciudad elegida para refugiarse, ya que, de allĆ­ partĆ­an multitud de expediciones hacia cualquier lugar. Lo hacĆ­an muchĆ­simos prĆ³fugos; alistarse en cualquier expediciĆ³n que los llevara lejos de quienes les acosaban por haber cometido alguna falta o delito. Con algo de suerte, volverĆ­an ricos o con el dinero suficiente para saldar sus deudas, si las tenĆ­an, o habiendo realizado una hazaƱa tan importante que fuera merecedora de que su delito fuera perdonado. O quiĆ©n sabe si no regresarĆ­an jamĆ”s. Elcano estaba a punto de embarcarse en una de esas en las que, lo mĆ”s probable era que no regresaras jamĆ”s.

El hombre que no sabĆ­a hacerse querer

Son palabras de un autor que ya se ha mencionado en otros capĆ­tulos: “Magallanes era solitario y retraĆ­do, y no sabĆ­a hacerse querer”. SebastiĆ”n Alvares iba a aprovecharse de aquella forma de ser de Magallanes, en la que Ć©l seguramente vio una persona recelosa y poco segura de sĆ­ misma. Alvares no habĆ­a lanzado todavĆ­a su Ćŗltimo dardo (envenenado) contra Magallanes y se dispuso a hacerlo antes de la partida de la flota. Su visita fue la de un amigo que viene a advertirle. Sin amenazas. Solo el consejo de alguien que lo quiere bien. ¿QuĆ© venĆ­a a decirle el espĆ­a de su majestad lusa? Todo lo sabemos por la carta que escribiĆ³ Alvares al rey Manuel. Las conclusiones, despuĆ©s de leerla, son que Alvares puso en marcha todo su potencial psicolĆ³gico para desequilibrar a Magallanes, y si no conseguĆ­a que abandonara -cosa poco probable con los barcos a punto de zarpar- al menos hacerle todo el daƱo posible para que la empresa fracasara.
Alvares encuentra a Magallanes en su casa y se presenta ante Ć©l diciĆ©ndole que viene a prevenirle contra obispos y cardenales que le dedicarĆ”n dulces palabras el dĆ­a de su partida, cuando celebren una gran misa para bendecirlos. Le previene tambiĆ©n contra el rey de EspaƱa, que tanta confianza dice haber depositado en Ć©l nombrandolo almirante de la flota. Aparentemente, Magallanes tiene todo el mando, pero, ¿estĆ” seguro de que el rey no ha nombrado a otros para controlarlo? ¿Se fĆ­a el rey de EspaƱa de Ć©l? ¿Por quĆ© entonces ha limitado el nĆŗmero de portugueses? Nadie -continĆŗa Alvares-, va a comunicarte que son ellos los que verdaderamente estĆ”n al mando y que te controlarĆ”n dĆ­a y noche. Para ellos eres un desertor, que si ha traicionado a su propio rey, no dudarĆ” en traicionar a otros mĆ”s, allĆ” donde vaya. Te estĆ”n utilizando, no te han dejado leer las clĆ”usulas secretas. JamĆ”s dejarĆ”n que un extranjero se lleve la gloria. Vuelve a tu patria, ponte bajo la protecciĆ³n de tu rey. ¿Acaso no ves cĆ³mo todos los sevillanos hablan mal de ti y te menosprecian y te tratan de traidor? Existen esas clĆ”usulas secretas, no lo dudes, y solo te dejarĆ”n leerlas cuando sea demasiado tarde para tu honor.
Magallanes se derrumba, no sabe cĆ³mo reaccionar, no se fĆ­a de Alvares, pero, ¿cĆ³mo sabe tantas cosas? El veneno de Alvares comienza a hacer efecto. Es cierto que los sevillanos lo miran mal. TambiĆ©n es cierto que el rey, en sus Ćŗltimas cartas ponĆ­a de manifiesto que no confiaba plenamente en Ć©l. Unas clĆ”usulas secretas que le comunicarĆ­an cuando fuera demasiado tarde para su honor. Aquello calĆ³ hondo en el hombre solitario y reservado que no sabĆ­a hacerse querer. Alvares habĆ­a estado genial. De sobra sabĆ­a el espĆ­a que en empresas de aquella embergadura, donde se ponĆ­a en riesgo tanto dinero, el rey escogĆ­a a gente de confianza para que hicieran de veedores y controlaran a quienes, teĆ³ricamente, habĆ­an recibido el mando supremo. Ya lo hiceron los reyes CatĆ³licos con ColĆ³n, Magallanes no se iba a librar de este control. Alvares lo sabĆ­a y utilizĆ³ el argumento de que no confiaban en Ć©l para intimidarlo.
Nuevamente cito a Stefan Zweig, que borda este episodio haciendo menciĆ³n de la tragedia escrita por Shakespeare sobre Coriolano, un soldado que desertĆ³ de su patria por ofensas a su honor, despuĆ©s de servirla fielmente por largos aƱos. Coriolano se pone al servicio del enemigo, al cual estĆ” dispuesto a servir con valor. Pero una sombra de duda seguirĆ” siempre a quien un dĆ­a desertĆ³. Si has sido infiel a tu rey, tarde o temprano puedes ser infiel al otro. Siempre, tanto si fracasas como si triunfas, estarĆ”s perdido. Fue el trĆ”gico destino de Coriolano y parecĆ­a ser el trĆ”gico destino de Magallanes.
Pero Magallanes estĆ” dispuesto a resistir y no abandona. Alvares se retira con palabras amables, lamentando que haya decidido no aceptar su consejo de volver a su patria. Ya cuando vino a visitarlo no esperaba que se diera por vencido, pero saliĆ³ satisfecho al ver que sus palabras envenenadas habĆ­an hecho efecto en aquel hombre solitario y retraĆ­do que no sabĆ­a hacerse querer.

Antonio Pigafetta

«Yo, Antonio Pigafetta, nacido en la ciudad italiana de Vicenza, fui uno de los [...] hombres que hizo el primer viaje alrededor del Globo junto al valeroso capitĆ”n Magallanes. HabĆ­a leĆ­do en los libros las cosas maravillosas que se ven navegando por los ocĆ©anos y querĆ­a comprobar con mis propios ojos si eran ciertas. La expediciĆ³n alrededor del Globo fue muy larga y llena de peligros, pues durĆ³ tres aƱos, [...] Durante el viaje dibujĆ© mapas y anotĆ© en varios cuadernos las maravillas que veĆ­a y las calamidades que sufrĆ­amos. Os ofrezco hoy ese diario con el deseo de honrar al capitĆ”n Magallanes, de entreteneros, de ser Ćŗtil y de lograr que mi nombre no caiga en el olvido»
Era italiano, o veneciano, porque Venecia era entonces una repĆŗblica. Vino a EspaƱa en 1518, a los 28 aƱos, y no se sabe muy bien cĆ³mo, llegĆ³ a enrolarse en la expediciĆ³n que preparaba Magallanes. La palabras del pĆ”rrafo anterior estĆ”n extraĆ­das de su narraciĆ³n sobre el viaje. Seguramente llegĆ³ a sus oĆ­dos, a travĆ©s de algĆŗn viajante, que en Sevilla se estaba preparando una expediciĆ³n sin precedentes, y Ć”vido de aventuras como estaba, viajĆ³ a MĆ”laga con una carta de recomendaciĆ³n, y de allĆ­ a Sevilla. Pigafetta era de familia noble, aficionado a la astronomĆ­a y la cartografĆ­a. Esto seguramente supo apreciarlo Magallanes a la hora de admitirlo a bordo. Pero el principal cometido de Pigafetta iba a ser la de reportero, pues tomarĆ­a nota de todo cuanto acontecerĆ­a en el viaje.
Lo cierto es que logrĆ³ hacer un buen reportaje del viaje y estos escritos son la principal fuente que hoy tenemos sobre esta hazaƱa, pues el diario de a bordo de Magallanes desapareciĆ³ para siempre. Elcano casi no escribiĆ³ nada, aunque otros capitanes tambiĆ©n recogieron los acontecimientos en sus diarios, pero ninguno tan extenso ni con el lujo de detalles de Pigafetta; quizĆ” demasiados. ¿Por quĆ© demasiados? Porque, segĆŗn muchos historiadores, Pigafetta fue lo que hoy podrĆ­amos definir como un paparachi, mĆ”s que un periodista. Sus escritos son demasiado sensacionalistas, rozando la fantasĆ­a, si es que no la sobrepasa a veces. Exagera los acontecimientos y mezcla la realidad con leyendas. Pero Pigafetta no solo escribe sobre lo que acontece a bordo, sino que se interesa por todo lo que ve y da todo lujo de detalles. Escribe sobre las culturas indĆ­genas que van descubriendo se mezcla con ellas siempre que tiene ocasiĆ³n y, gracias a su don de lenguas, en pocos dĆ­as consigue comunicarse con ellos. Cuentan que incluso llegĆ³ a ser intĆ©rprete de Magallanes, algo que solo es creĆ­ble si la comunicaciĆ³n era muy bĆ”sica. El caso es que hizo una relaciĆ³n sobre el vocabulario de algunas tribus.
Por escribir, escribiĆ³ incluso sobre las costumbres sexuales de algunos pueblos. Pigafetta, a todas luces exagera en todo cuanto escribe, pero es que este hombre perteneciĆ³ a la Ć©poca renacentista, interesada en los grandes descubrimientos, inventos, arte, culturas y demĆ”s. En sus relatos incluye, ademĆ”s, leyendas y mitos y describe animales fantĆ”sticos, hombres gigantes, cĆ­clopes; tal como escribiera Homero sobre el viaje de Ulises. Pero la historiografĆ­a siempre sabrĆ” separar los mitos de la realidad, y al final nos quedarĆ” en limpio todo cuanto ocurriĆ³ en este extraordinario viaje. El problema es que, sabemos mucho sobre Magallanes y muy poco sobre Elcano. Pigafetta no puede ocultar su admiraciĆ³n desmesurada por Magallanes y no hace la menor menciĆ³n sobre Elcano. Mientras Magallanes es el hĆ©roe, el Ulises de esta historia, Elcano queda en el olvido, ignorado por completo. Es cierto que Elcano fue solo un segundo de a bordo sin demasiado protagonismo durante la mayor parte del viaje, pero que Pigafetta lo ignore como si no hubiera existido da que pensar. Volveremos sobre este tema. Pero hoy no. MaƱana.

4

Solo faltaba un detalle por aclarar antes de la partida. El rey querĆ­a que Magallanes le demostrara que la islas Molucas estaban dentro de la jurisdicciĆ³n espaƱola. MĆ”s que nada, para que su tĆ­o Manuel no lo pusiera como un guiƱapo y le llamara mal sobrino; que esas cosas a Ć©l le llegaban muy hondo y luego le costaba dormir. Magallanes se lo habĆ­a prometido y sin embargo, todavĆ­a no le habĆ­a mostrado con mapas y nĆŗmeros lo que Ć©l daba por cierto. No hay problema -dijo Magallanes-, aquĆ­ tiene su majestad la prueba de que las islas de las especias, que le harĆ”n el monarca mĆ”s rico del mundo, caen dentro de sus dominios. Y le mostrĆ³ un mapa del mundo, de aquellos donde Antequera caĆ­a mĆ”s cerca del polo norte que de Sevilla. Y en fin, le hizo cuatro nĆŗmeros y algunas mediciones con un regla mĆ”s torcida que un palo de fregona de aluminio, de esos que no puedes apretar mucho pa estrujar. Carlos I de EspaƱa y V de por ahĆ­ arriba, quedĆ³ aparentemente satisfecho, pero lo cierto es que Magallanes se la habĆ­a colado floja. Siendo muy mal pensados, lo que le contĆ³, probablemente no se lo creyĆ³ ni Ć©l.
¿Y quĆ© le contĆ³? Magallanes, recordĆ©moslo, habĆ­a mantenido correspondencia con Joao Serrao, aquel que se quedĆ³ a vivir en las Molucas. Serrao le habĆ­a enviado coordenadas y mediciones de todas clases, Ć©l mismo le habĆ­a aconsejado irse a vivir allĆ­ con Ć©l, pero que viniera por occidente, que serĆ­a mĆ”s fĆ”cil y rĆ”pido. Con toda esa informaciĆ³n, supuestamente correcta, los mapas que copiĆ³ de la tesorerĆ­a de Lisboa, las aportaciones del loco Faleiro y algunas conversaciones oĆ­das por las tabernas, Magallanes habĆ­a confeccionado su propia ruta. Todo esto puede hacernos pensar que Magallanes actuaba de buena fe, pero hay un detalle que tambiĆ©n nos hace pensar que igual engaĆ±Ć³ al rey en un pequeƱo detalle.

Magallanes hizo unas mediciones y escogiĆ³ como punto de referencia el cabo de Buena Esperanza, en Ɓfrica a 35Āŗ Sur y a 65Āŗ de la lĆ­nea de demarcaciĆ³n . Desde allĆ­ midiĆ³ la distancia hasta la India, de la India a Malaca y de Malaca a las Molucas. SegĆŗn estas mediciones, las Molucas son de EspaƱa. Todo bien claro. Solo habĆ­a un pequeƱo detalle.Las mediciones se hicieron a 35Āŗ Sur, y las Molucas se encuentran en el ecuador. Es evidente que una lĆ­nea trazada en el ecuador es mĆ”s larga que una trazada 35Āŗ mĆ”s abajo, por la sencilla razĆ³n de que la circunferencia terrestre va disminuyendo. Cojamos un balĆ³n y tracemos una lĆ­nea que le dĆ© la vuelta. Luego, tracemos otra paralela, y luego otra, hasta darnos cuenta de que las circunferencias son cada vez mĆ”s cortas. Algo que veremos de forma muy fĆ”cil en un globo terrĆ”queo, pero que puede pasar desapercibido en un mapa plano sobre una mesa.
Google Earth
¿Lo hizo Magallanes intencionadamente? Es difĆ­cil pensar que un experimentado marino que ya sabĆ­a que la tierra era redonda y que habĆ­a presentado un globo terrĆ”queo al propio rey la primera vez que fue recibido, cayera en un error semejante. En cuanto al rey, pues bueno, Ć©l no era marinero, pero como hemos podido comprobar, tampoco era tonto. Es posible que notara que algo no le cuadraba. En cualquiera caso, estaba interesado en descubrir un paso hacia el PacĆ­fico a travĆ©s de AmĆ©rica, tal como ya quiso descubrir su abuelo Fernando el CatĆ³lico. Y si en algo le fallaba Magallanes, para eso iban con Ć©l un veedor y otros capitanes de su confianza. De eso ya se habĆ­a dado cuenta Magallanes, y por eso, el veneno inyectado por Alvares comenzĆ³ a hacer efecto desde el primer momento. Y aquĆ­ surge otra pregunta. indiferentemente de que Alvares le envenenara la mente, ¿por quĆ© Magallanes se sentĆ­a molesto por la presencia de inspectores puestos por el rey? ¿Acaso no sabĆ­a que esa era la costumbre y que ya ColĆ³n tuvo que sufrirlos? ¿No era la costumbre en Portugal y en EspaƱa nadie se lo explico? Sea como fuere, Magallanes estaba de una mala leche que te cagas, y asĆ­ iba a seguir durante todo el viaje. De hocico tieso.
El lunes 10 de agosto de 1519, la escuadra sale de Sevilla con 237 hombres a bordo, segĆŗn Pigafetta. Magallanes habĆ­a redactado su testamento. HabĆ­a dejado dispuesto, que si morĆ­a en la travesĆ­a y era posible el traslado de su cadĆ”ver, fuera enterrado en Sevilla. TambiĆ©n dejĆ³ escrito, que una parte de lo prometido en el contrato, fuera destinada a misas por su alma, limosnas a los pobres, a la Iglesia y a las almas del pulgatorio. Otra parte, unos 10.000 maravedĆ­es para su esclavo Enrique, que en el momento en que se bautizĆ³ cristiano pasaba a ser un hermano y disponĆ­a que fuera libre en el momento en que Ć©l muriera. A su esposa y a su hijo deja todo lo demĆ”s, que son las futuras ganancias que puedan aportarle la expediciĆ³n, y los tĆ­tulos y propiedades sobre las islas por descubrir, si es que consigue descubrir mĆ”s de seis.

Se habĆ­a celebrado una gran misa donde los tripulantes, arrodillados, prestaron juramento de lealtad y fueron bendecidos. HabĆ­a ambiente festivo para dar la despedida a aquellos valientes hombres que partĆ­an hacia lo desconocido. No estaban todos los familiares de los marineros, pues, como ya hemos visto en la relaciĆ³n de tripulantes, habĆ­a griegos, alemanes, ingleses, franceses y holandeses, ademĆ”s de portugueses y espaƱoles. Incluso para los espaƱoles fue imposible tener en Sevilla a los familiares que vivĆ­an en los rincones mĆ”s lejanos del reino. Aun asĆ­, habĆ­a multitud de curiosos viendo partir las naves que se despedĆ­an disparando atronadoras salvas por sus caƱones. Todos hacĆ­an fotos con sus mĆ³viles. Mira cĆ³mo se marchan los barcos, ponĆ­an en los wasaps algunos, enviando fotos. Pero si yo estoy en la otra punta y lo estoy grabando en video, les contestaban los otros.
Tras varios dĆ­as “descendiendo por el rĆ­o Betis” llegaron a SanlĆŗcar de Barrameda, donde, segĆŗn Pigafetta, terminaron de aprovisionarse y esperaron a que se embarcaran los demĆ”s capitanes. Pero el caso es que en SanlĆŗcar estuvieron parados mĆ”s de un mes. Nadie entiende por quĆ© estuvieron atracados allĆ­ tanto tiempo y hay quien sostiene que fue para despistar a la escuadra portuguesa que pretendĆ­an interceptarlos. El 20 de septiembre, tras cuarenta dĆ­as desde que salieron de Sevilla, salen por fin con destino a Canarias, donde llegan sin contratiempos a Tenerife solo seis dĆ­as despuĆ©s.
Veamos quiĆ©nes eran los capitanes que acompaƱaban a Magallanes y que segĆŗn Pigafetta llegaron en chalupas a SanlĆŗcar. La San Antonio va comandada por Juan de Cartagena, sobrino del arzobispo Fonsesa, y gran navegante, sin duda, porque fue nombrado veedor de la expediciĆ³n. Algunos quieren ver en este personaje al sustituto de Faleiro, otros lo ponen al mismo nivel que Magallanes, con el mismo mando. Pero lo cierto es que, el rey hubiera nombrado a un supervisor o inspector igualmente, tanto si hubiera estado Faleiro como si no. Y da igual si tenĆ­a el mismo mando que Magallanes, un veedor estaba allĆ­ para supervisar, y puesto que era nombrado y enviado por el rey, el capitĆ”n general le debĆ­a respeto.
La Trinidad fue elegida como nave capitana y en ella viajaba Magallanes, que habĆ­a sido nombrado capitĆ”n general, almirante y todas esas cosas que dan mucho bombo y quedan muy bien. Pero el mĆ”s honorĆ­fico de los tĆ­tulos que recibiĆ³ del rey fue el de Caballero de la Orden de Santiago, un tĆ­tulo de gran prestigio, reservado solo para los mĆ”s chulos del barrio. Su piloto, Esteban Gomez, tambiĆ©n era portugues. En total viajaban en la Trinidad diez portugueses, ademĆ”s del malayo Enrique, que aunque no era portuguĆ©s, era su esclavo. Por cierto, que en EspaƱa se habĆ­a prohibido esclavizar a los indios, y es de suponer que Magallanes tuvo que presentarlo como amigo o como mucho, como un criado. Pero eso poco importa ahora. Un total de 21 portugueses habĆ­a en la flota (cerca de 30 segĆŗn algunos). ¿Pero no habĆ­a ordenado el rey que solo reclutara a cinco? SegĆŗn Stefan Sweig, Magallanes habĆ­a persuadido al rey para que no le pusiera lĆ­mites, dada la dificultad que estaba teniendo para conseguir reunir los 250 hombres necesarios. SegĆŗn otros, Magallanes desobedeciĆ³ la orden y camuflĆ³ los apellidos para hacerlos pasar por espaƱoles. No es difĆ­cil convertir Rodrigues en RodrĆ­guez, Alvares en Ɓlvarez u otros que son exactamente iguales. Pero de esto Pigafetta no dice nada, absorto como estaba por escribir sobre leyendas y fantasĆ­as, creyĆ©ndose un argonauta homĆ©rico nada mĆ”s pisar la primera isla atlĆ”ntica (Tenerife). Nos cuenta que en aquella isla nunca llueve; sin embargo, crece un gran Ć”rbol, sobre el que de tanto en tanto desciende una bruma. Entonces sus hojas comienzan a destilar agua que va a caer a un foso cavado al pie del mismo. AllĆ­ acuden todos los isleƱos a cargar agua, y todos los animales de la isla a beber. Eso fue lo que le contaron y asĆ­ lo escribiĆ³ Ć©l, sin puntualizar que solo era una leyenda. O puede que ni siquiera se lo contaran los isleƱos, pues esta leyenda ya la refiriĆ³ siglos atrĆ”s Plinio.

Seguimos conociendo a los principales tripulantes de la expediciĆ³n. Al frente de la ConcepciĆ³n tenemos a don Gaspar de Quesada del que poco sabemos, salvo que era andaluz nacido en JaĆ©n. Su segundo de a bordo serĆ­a Juan SebastiĆ”n Elcano. La nao Victoria, que harĆ­a honor a su nombre, iba capitaneada por Luis de Mendoza, de origen incierto; algunos dicen que era portuguĆ©s y otros que era espaƱol aunque no se sabe dĆ³nde naciĆ³. Lo Ćŗnico cierto es que tenĆ­a toda la confianza del rey porque no solo fue nombrado capitĆ”n de una nao, sino tesorero de toda la expediciĆ³n. Y por Ćŗltimo, la nao mĆ”s pequeƱa y por tanto la mĆ”s ligera y que darĆ­a un buen servicio a la hora de explorar aguas poco profundas, la Santiago, comandada por Juan Serrano, portuguĆ©s, cuyo nombre y apellidos son equivalentes a los del amigo de Magallanes que ahora vivĆ­a en las Molucas. ¿PodrĆ­a visitar Magallanes a su amigo Joao Serrao? Es lo que se disponĆ­a a hacer.

Tenerife

En Tenerife estuvieron parados tres dĆ­as, durante los cuales, como ya se ha visto, Pigafetta se dedicĆ³ a recopilar leyendas, los tripulantes cargaron agua (en el Ć”rbol milagroso, se supone), algunos vĆ­veres y descansaron tambiĆ©n. Pero Magallanes tambiĆ©n esperaba una visita, la de un barco que llegĆ³ con la excusa de aprovisionarlos de pez suficiente para tapar posibles grietas durante el viaje. Pero a todas luces esa no era la verdadera razĆ³n. SegĆŗn Sweig, aquella nave vino siguiĆ©ndolos con el objetivo de alcanzarlos en Tenerife y hacerle llegar una carta a Magallanes. Aquella carta, enviada por su suegro Barbosa, le advertĆ­a de una conspiraciĆ³n de los capitanes espaƱoles para traicionarle. Pero esta versiĆ³n no es creĆ­ble para otros autores, que no ven lĆ³gico enviar un barco para advertirle de algo que Ć©l ya sospechaba y que posiblemente habrĆ­a comentado con su suegro en Sevilla. AdemĆ”s, se trataba de un encuentro ya planeado, puesto que Magallanes se desplazĆ³ desde el puerto de Santa Cruz hasta Monterroso solo para encontrarse con este barco. Hay otra versiĆ³n mĆ”s verosimil que asegura que lo que en verdad le advirtieron fue de la presencia de barcos portugueses con intenciĆ³n de atacarles. Esto explicarĆ­a tambiĆ©n el motivo de la larga estancia en SanlĆŗcar. Magallanes, temiendo que el rey Manuel enviara una flota para interceptarlos, habrĆ­a enviado delante de ellos un barco que ojeara y le diera parte de la posible presencia de portugueses en la ruta que los espaƱoles solĆ­an utilizar desde Canarias hasta las costas americanas. MĆ”s tarde se encontrarĆ­an en el puerto de Monterroso, y la excusa para la visita serĆ­a el de aprovisionamiento de vĆ­veres y pez. Pero esto solo son suposiciones, puesto que el verdadero motivo de tan misterioso encuentro ni siquiera lo recogiĆ³ Pigafetta, el reportero mĆ”s dicharachero del viaje. Magallanes no se lo contĆ³ a nadie y esta desconfianza iba a crear una tensiĆ³n que acabarĆ­a por explotar.
Magallanes dio la orden de zarpar y enfilaron por fin la ruta que los llevarĆ­a a las costas de Brasil. Todos los capitanes creĆ­an que tomarĆ­an la ruta habitual espaƱola desde Canarias, pero para sorpresa de todos, bajaron costeando Ɓfrica. Las Ć³rdenes eran que la nave capitana irĆ­a la primera y las demĆ”s la seguirĆ­an. QuizĆ” este fue el principal motivo por el que Magallanes escogiĆ³ la Trinidad, por su ligereza y mayor velocidad. TambiĆ©n habĆ­a dado una serie de Ć³rdenes respecto a la disciplina, como prohibir emborracharse o que ninguna mujer subiera a bordo; reglas que tienen su lĆ³gica. No la tienen tanto algunas otras referentes al tipo de seƱales mediante faroles que solo podĆ­a encender la nave capitana, quedando prohibido encenderlos los demĆ”s barcos a los que solo se les permitĆ­an las antorchas. Y luego estaba el saludo al atardecer. Los cuatro barcos que seguĆ­an a la Trinidad debĆ­an acercarse y el capitĆ”n de cada uno de ellos gritar: «SĆ”lveos Dios, seƱor capitĆ”n general, e maestre, e buena compaƱa».
La ruta seguida por Magallanes comenzĆ³ a preocupar a la tripulaciĆ³n, que no entendĆ­an por quĆ© seguĆ­an bordeando Ɓfrica en vez de tomar el suroeste. Harto de que Magallanes no diera explicaciones, el veedor oficial del rey se acercĆ³ a la Trinidad y preguntĆ³ por quĆ© seguĆ­an esa ruta. La respuesta fue tan seca como grosera: «seguidme y no hagĆ”is mĆ”s preguntas». El caso es que, Juan de Cartagena no solo podĆ­a hacer tantas preguntas como le viniera en gana, sino que su obligaciĆ³n era hacerlas. Aquella respuesta humillante dejĆ³ de piedra al veedor del rey, que esperaba tenerlo frente a frente para ponerle las cosas claras. Queda claro desde este momento, que Magallanes veĆ­a en Cartagena a su mĆ”ximo rival y buscaba un choque frontal para quitĆ”rselo de encima cuanto antes. Pero tanto Juan de Cartagena como los demĆ”s capitanes no acababan de entender aquel proceder de Magallanes.
La tripulaciĆ³n, que habĆ­an sido testigos de la groserĆ­a de Magallanes, hizo todo tipo de comentarios que algunos han registrado pero no se sabe hasta quĆ© punto son ciertos: se dice que en el saludo oficial de cada tarde Cartagena omitiĆ³ el tĆ­tulo de “capitĆ”n general”, gritando solo «sĆ”lveos Dios, seƱor capitĆ”n e maestre, e buena compaƱa». TambiĆ©n se cuenta que Magallanes, indignado, contestĆ³ exigiendo que le tratase con el respeto debido, y que la contestaciĆ³n de Cartagena fuĆ© que en adelante el saludo se lo darĆ­a un grumete. Cuesta creer que un hombre culto y curtido en el oficio cayera en semejante diĆ”logo de colegiales; lo mĆ”s seguro es que Cartagena mascullara para sĆ­ tales palabras o que las dijera en voz baja y fueron oĆ­das por los marineros. Lo que sĆ­ parece cierto es que no volviĆ³ a saludarlo. La comunicaciĆ³n entre los dos barcos dejĆ³ de existir desde ese momento. La tensiĆ³n comenzĆ³ a palparse, y habĆ­a comenzado demasiado pronto.

Frente a las costas de Cabo Verde

Los barcos seguĆ­an rumbo sur hasta llegar a Cabo Verde y cruzar entre sus islas. Pero la flota no puso rumbo suroeste, sino que siguiĆ³ hasta Sierra Leona. ParecĆ­a como si quisiera adentrarse en el golfo de Guinea. ¿QuĆ© pretendĆ­a Magallanes? ¿Por quĆ© se negaba a dar explicaciones? Nadie entendĆ­a nada. Nadie sabĆ­a por quĆ© aquel portuguĆ©s que se habĆ­a ganado el favor del rey de EspaƱa, una vez en alta mar, se habĆ­a vuelto arisco y hostil. Y de pronto, ordenĆ³ virar sur suroeste. Estaba claro que quiso despistar a los portugueses que intentaban interceptarlos y los esperaban en la ruta habitual espaƱola. Pero, ¿tanto le habrĆ­a costado explicarle el plan a los capitanes de los demĆ”s barcos? TeĆ³ricamente, la navegaciĆ³n con viento favorable hasta Sierra Leona habĆ­a sido un acierto, pues, ademĆ”s de eso, ahora partĆ­an desde el cabo de Palma en Liberia, el punto mĆ”s cercano a la punta Natal en Brasil. Una ruta que ya habĆ­a probado ColĆ³n en su tercer viaje y no quiso volver a recorrer ni de coƱa. ¿Por quĆ©? Por lo que vamos a ver a continuaciĆ³n.
Las calmas duraron veinte dĆ­as, y cuando por fin volviĆ³ a soplar el viento lo hizo en rachas violentas, segĆŗn nos cuenta un cronista. Otras veces lo hacĆ­a soplando en direcciĆ³n contraria. Lo Ćŗnico que podĆ­an hacer era arriar las velas y dejarse llevar al pairo. Luego, sufrieron una tempestad. Son fenĆ³menos tĆ­picos de la zona. La tripulaciĆ³n comenzĆ³ a desesperarse por el valioso tiempo que se estaba perdiendo, y muchos pensaban que Magallanes era un loco que habĆ­a errado al escoger aquella ruta. Y por si fuera poco, todos pasaron del enfado y el mal humor al alucinamiento. Pigafetta cuenta que observĆ³ espanto antorchas encendidas en lo mĆ”s alto del mĆ”stil. Era el fuego de San Telmo. Muchos marineros ya lo conocĆ­an, otros era la primera vez que lo veĆ­an y se aterrorizaron. Pero ni aĆŗn conociendo este fenĆ³meno deja de inquietarles, pues unos creĆ­an que era una seƱal divina de su santo patrĆ³n que venĆ­a en su ayuda, y otros que era un un mal presagio. El fuego de San Telmo es un fenĆ³meno causado por las tormentas elĆ©ctricas tropicales cuando se produce una fuerte diferencia de tensiĆ³n en el aire ionizado. Los objetos puntiagudos comienzan entonces a desprender una luz azulada, como si antorchas fantasmagĆ³ricas se tratara.
Entre calmas y tormentas, la flota perdiĆ³ dos meses en los que apenas avanzaron en su viaje. Y aprovechando una de aquellas calmas chichas, Magallanes convoca una reuniĆ³n en su barco. El capitĆ”n general, por fin, convoca un consejo que estaba establecido en las ordenanzas reales y que hasta el momento habĆ­a ignorado. Pero Ć©l sabe que al final, si vuelve con vida, deberĆ” rendir cuentas al rey y por eso quiere que conste en acta aquella reuniĆ³n. Aunque su intenciĆ³n va mĆ”s allĆ”. El veneno corroe su mente. Magallanes se ha convertido en un esquizofrĆ©nico que cree que todos van a por Ć©l, y el cabecilla es Juan de Cartagena.
Lo que ocurriĆ³ a bordo de la nave capitana no estĆ” muy claro. Pigafetta no cuenta nada y otros autores solo cuentan muy por encima lo que allĆ­ se discutiĆ³. Solo Sweig nos relata con detalles lo ocurrido, aunque no cita las fuentes y eso ya hace sospechar que el relato no es muy fiable, ya que este autor parece como si a lo largo de su libro fuera cogiendo admiraciĆ³n por Magallanes, al igual que Pigafetta. De todas formas, lo que cuenta quizĆ” no se aleje demasiado de la realidad; y en este caso en concreto, no deja de dar la razĆ³n al capitĆ”n espaƱol, tachando a Magallanes de dictador e insistiendo en que “no sabĆ­a hacerse querer”. Pero veamos quĆ© fue lo que ocurriĆ³, segĆŗn este escritor.
Magallanes llama a consejo a los otros cuatro capitanes. Les hace ver que necesita el consejo de todos para la buena marcha del viaje y que escucharĆ” abiertamente a cada uno de ellos. Entonces Cartagena le vuelve a repetir la pregunta de por quĆ© variĆ³ el rumbo sin comunicĆ”rselo a nadie. Magallanes le responde insistiendo en que es solo a Ć©l a quien corresponde fijar el rumbo. Cartagena le recuerda su condiciĆ³n de “adjunta persona” y de alto oficial del rey. Magallanes se hace de rogar sin perder la calma, intenta sacar de quicio a Cartagena hasta que lo consigue. El veedor del rey se encoleriza hasta declarar abiertamente que no reconoce su autoridad. Era lo que Magallanes estaba esperando, y en ese momento se le acerca, le pone las manos en los hombros y le dice: “¡daos preso! y ordena a su alguacil maestre de armas que lo detenga. De nada sirve que Cartagena pida ayuda a los otros tres capitanes, indicĆ”ndoles que es a Magallanes a quien debĆ­an prender. Todos han quedado de piedra ante lo sucedido y ninguno reacciona.
¿TenĆ­a razĆ³n Magallanes o la tenĆ­a Cartagena? ¿Fue por cobardĆ­a por lo que los demĆ”s capitanes dejaron solo al veedor del rey? No es fĆ”cil dar una opiniĆ³n certera, toda vez que tampoco se conocen los hechos con detalle. Cartagena, como ya se ha dicho, tenĆ­a todo el derecho que le otorgĆ³ el rey, encomendĆ”ndole a “velar en el caso de que se observe alguna negligencia, que falle la perspicacia y la vigilancia de los otros”. Por su parte, Magallanes estaba autorizado, tambiĆ©n por el rey, a aplicar justicia. Pero sabe que por pedirle explicaciones no puede ponerle un dedo encima. La negaciĆ³n del saludo ya era un sĆ­ntoma de rebeldĆ­a, pero no lo suficientemente grave para prenderlo, por eso esperĆ³ y jugĆ³ con la argucia de provocarlo hasta hacerle decir lo que seguramente fue un arrebato en un momento acalorado, que no reconocĆ­a su autoridad. Ahora sĆ­, esto ya era una declaraciĆ³n mucho mĆ”s grave, y todos lo habĆ­an oĆ­do. Ya tenĆ­a el motivo que habĆ­a estado esperando para quitarse de encima a su mĆ”ximo rival. Los demĆ”s no podĆ­an poner ninguna objeciĆ³n, y ponerse de parte del detenido era como declararse tambiĆ©n en rebeldĆ­a. Solo uno de ellos se atreve a pedirle que no lo encadene, por el respeto que merece un hidalgo espaƱol. Basta que con que lo confĆ­e a uno de ellos bajo juramento en calidad de prisionero. Magallanes accede a la peticiĆ³n, pues cree que es suficiente con haber anulado a su rival, y este es llevado a la ConcepciĆ³n, donde le fueron quitados los grilletes. La San Antonio fue entregada a Antonio de Coca, contador y segundo de a bordo de Cartagena. La actuaciĆ³n de Magallanes habĆ­a sido de alto riesgo, pues poner bajo arresto a un supervisor del rey podĆ­a acarrearle consecuencias muy graves. En cualquier caso, Ć©l creĆ­a que la jugada le habĆ­a salido muy bien. Pero poner en tu contra a toda la tripulaciĆ³n -o a la mayor parte de ella- cuando el viaje no habĆ­a hecho nada mĆ”s que empezar, solo lo hace un paranoico. Magallanes no habĆ­a hecho mĆ”s que convertir en realidad sus temores: que todos los espaƱoles se pusieran en su contra. A partir de ese momento solo contarĆ­a con el apoyo de los portugueses, y no de todos. 

5

El paparachi Pigafetta no recoge nada de esto en su diario. Ninguna referencia a la dictatorial conducta de su admirado Magallanes. Solo va centrĆ”ndose en sus fantasiosas observaciones sobre el fuego de San Telmo y cuenta cĆ³mo se apareciĆ³, como si de una hermosa antorcha se tratara, sobre el palo mayor durante el espacio de dos horas. “Un consuelo en medio de la tempestad -cuenta Ć©l,- para desaparecer proyectando una luminaria tan grande, que todos quedamos cegados. Todos se creyeron perdidos, pero el viento cesĆ³ al instante”. Ni que decir tiene que este relato estĆ” escrito por si un dĆ­a le llegaba la oportunidad de presentĆ”rselo a los clĆ©rigos, con los que tan buenas migas hacĆ­a, y poderles dar a entender que fue testigo de un “milagro” obrado por el santo patrĆ³n de los marineros. TambiĆ©n nos cuenta cĆ³mo, asombrados, pudieron observar tiburones, a los que Ć©l llamĆ³ perros marinos. Describe sus terribles hileras de dientes, y advierte que, si un hombre tuviera la desgracia de caer al agua en presencia de estos grandes “peces”, serĆ­an devorados de inmediato. Pescaron algunos con anzuelos de hierro, pero de los grandes dice que no son del todo comestibles y que los pequeƱos no son gran cosa. Y luego habla de unos extraƱos pĆ”jaros. Algunos sin cola, otros sin patas; y debido a esto, no hacen nidos, sino que empolla sus huevos a la espalda del macho en medio del mar. Otros viven de los excrementos de los otros pĆ”jaros. “He visto a uno de estos pĆ”jaros perseguir a otro insistentemente hasta que el otro expeliĆ³ al fin su excremento, sobre el que se arrojĆ³ Ć”vidamente.” En fin. DespuĆ©s de todo, tambiĆ©n nos cuenta algo realista, aunque para Pigafetta fuera en aquel momento algo extraordinario: vio peces voladores. El 29 de noviembre de 1519 la flota avistĆ³ tierra. Era el cabo de San AgustĆ­n, la costa brasileƱa. La gente estaba ansiosa por tomar tierra despuĆ©s de una larga travesĆ­a de mĆ”s de dos meses. Pero Magallanes no atendiĆ³ a los deseos de los marineros alegando que no era prudente pisar tierra en zona portuguesa. Siguieron la costa sin perderla de vista bajando hacia el sur hasta cabo FrĆ­o, lo doblaron y girando al oeste. No era posible que el paso que iban buscando estuviera tan cerca, pero no podĆ­a perderse la ocasiĆ³n de explorarlo, por si acaso. ¿Pero es que Magallanes no sabe dĆ³nde estĆ” el paso? ¿Acaso no lo tiene marcado en sus mapas? AquĆ­ comienza de nuevo la desconfianza. Si busca detrĆ”s de cada cabo y de cada bahĆ­a, es que no sabe dĆ³nde se encuentra. Eso ya lo habĆ­an hecho otros anteriormente. ¿Era Magallanes un farsante?

El mapa de Schƶder que confundiĆ³ a Magallanes

El 13 de diciembre de 1519, tras dos largos meses de travesĆ­a en los que tuvieron que soportar tormentas y calmas chichas, llegaron por fin a una hermosa bahĆ­a: se encontraban en RĆ­o de Janeiro, el mismo lugar donde unos aƱos antes habĆ­a llegado SolĆ­s, e hicieron exactamente lo mismo, disfrutar de un autĆ©ntico paraĆ­so. Joao Lopes Carvalho, piloto de la ConcepciĆ³n, habĆ­a estado anteriormente allĆ­ y habĆ­a pasado cuatro aƱos. Durante este tiempo tuvo como pareja a una indĆ­gena que le dio un hijo. Ahora tuvo la gran oportunidad de reencontrarse con ellos. Y como era bien conocido en la tribu, los marineros fueron recibidos con gran hospitalidad. Aunque, por el buen trato que tambiĆ©n dispensaron a la expediciĆ³n de SolĆ­s, se puede decir que los indĆ­genas de la bahĆ­a brasileƱa eran de naturaleza hospitalaria. AquĆ­, nuestro reportero tampoco deja escapar la ocasiĆ³n de describirnos las vestimentas y las no vestimentas de los indĆ­genas, pues nos cuenta que iban desnudos tanto ellos como ellas. Habla de sus costumbres antropĆ³fagas (esto dice que se lo contĆ³ Carvalho) y de que cualquier artilugio podĆ­an intercambiarlo por comida: un peine por dos gansos, un espejito por pescado suficiente para comer diez personas, o un cascabel por un cesto de patatas, algo que ningĆŗn europeo habĆ­a probado hasta el momento. [caption id="attachment_3293" align="alignnone" width="785"] RecreaciĆ³n de la bahĆ­a de RĆ­o de Janeiro en estado virgen[/caption] AllĆ­ pasaron las navidades los tripulantes de la expediciĆ³n. QuizĆ”s fueron las mejores navidades de su vida, para muchos fueron las Ćŗltimas, aunque sin nieve ni reyes magos. MĆ”s bien soportando un calor asfixiante, pues se encontraban a 23Āŗ sur, durante los dĆ­as del solsticio del verano austral. Pero todo lo bueno se acaba y el capitĆ”n general ordenĆ³ continuar el viaje antes de que alguna flota portuguesa apareciera en el horizonte y les aguara la fiesta. El 27 de diciembre dejaron atrĆ”s RĆ­o de Janeiro. Bordeando la costa, fueron explorando cada una de las bahĆ­as que encontraban, por si acaso se tratara del ansiado estrecho que los llevara al PacĆ­fico. Cada vez se hacĆ­a mĆ”s evidente que Magallanes no sabĆ­a el punto exacto dĆ³nde encontrarlo. Estaba repitiendo lo que ya habĆ­an hecho otros exploradores antes que Ć©l. El aƱo 1519 tocaba a su fin. Carvalho aseguraba que ya habĆ­an dejado atrĆ”s las tierras portuguesas. No tardaron en llegar a una enorme bahĆ­a, el RĆ­o de la Plata, donde SolĆ­s perdiĆ³ la vida a manos de los canĆ­bales. No pasaron de largo, sino que se adentraron en la bahĆ­a navegando sus 300 kilĆ³metros de profundidad, hasta llegar a la desembocadura de los rĆ­os ParanĆ” y Uruguay. Pero ¿eran rĆ­os o canales que se unĆ­an al PacĆ­fico y podrĆ­an llevarlos al otro lado del continente? ¿Acaso Magallanes no estaba al tanto de lo que le habĆ­a ocurrido a SolĆ­s? Seguramente sĆ­. Llegados a este punto, es hora de hablar del proyecto que Magallanes presentĆ³ al rey de EspaƱa. ¿QuĆ© mapas, quĆ© informaciĆ³n y quĆ© planes habĆ­a elaborado junto a Faleiro el aƱo que pasĆ³ desde que fue rechazado por Manuel I hasta abandonar Portugal? ¿QuĆ© era lo que le hacĆ­a estar tan seguro de poder encontrar un estrecho que partiera el sur de AmĆ©rica en dos? Y si estaba tan seguro, ¿por quĆ© buscaba el paso en cada brazo de mar que se adentraba tierra adentro? Nuestro reportero favorito, Antonio de Pigafetta, nos da la respuesta: Magallanes poseĆ­a un mapa de MartĆ­n Behain, el cosmĆ³grafo del rey Manuel I. Recordemos que Magallanes habĆ­a sustraĆ­do informaciĆ³n secreta de la tesorerĆ­a real, donde Behain guardaba toda informaciĆ³n referente a la navegaciĆ³n portuguesa. Sin embargo, el mapa no lo habĆ­a elaborado Bahain, que no habĆ­a viajado nunca a AmĆ©rica. ¿Se habĆ­a basado en informaciĆ³n de algĆŗn navegante portuguĆ©s que habĆ­a descubierto el paso? No, el mapa le habĆ­a llegado de manos de otro gran cartĆ³grafo, el alemĆ”n Johannes Schƶner, astrĆ³nomo, geĆ³grafo, matemĆ”tico, inventor y mĆ”s cosas. TenĆ­a una gran reputaciĆ³n en toda Europa por sus mapas y globos terrestres. Probablemente Faleiro se basĆ³ en sus ellos para elaborar su propio globo, pero lo que parece claro es que Magallanes fue en esos mapas donde encontrĆ³ el estrecho que lo llevarĆ­a hasta las islas de las especias. Pero ¿cĆ³mo de exacto era el mapa mundi elaborado por Schƶner? Veamos: Arriba a la derecha podemos ver Portugal al que todavĆ­a sigue llamando Hispania, de hecho, era como seguĆ­a conociĆ©ndose el conjunto de la penĆ­nsula IbĆ©rica. La anchura del AtlĆ”ntico, al estar ya ampliamente explorado, parece mĆ”s o menos correcta, pero el PacĆ­fico aparece como un ocĆ©ano lleno de grandes islas y su anchura es menor que la del AtlĆ”ntico. NingĆŗn europeo habĆ­a navegado nunca por Ć©l, por lo tanto, sus dimensiones solo podĆ­an imaginarse. Recordemos que el propio ColĆ³n calculĆ³ la circunferencia terrestre en 10.000 kilĆ³metros menos de lo que en realidad tiene. Con lo cual, si encontraban el estrecho, la distancia hasta el extremo este de Asia era supuestamente mĆ”s corta que rodeando Ɓfrica y atravesando el ƍndico. Podemos ver AmĆ©rica del sur, cuya forma todavĆ­a diferĆ­a de la real, aunque ya se dibujaba de forma triangular. AmĆ©rica del norte ni siquiera aparece; solamente vemos Cuba, que en principio se dudĆ³ si era un continente o una gran isla. Y ahora viene lo mĆ”s peculiar: entre Cuba y SudamĆ©rica vemos un estrecho que da acceso al PacĆ­fico. ¿Por quĆ© Magallanes no lo intentĆ³ por ahĆ­? Pues porque era ya sabido por todos los navegantes que los espaƱoles lo habĆ­an buscado palmo a palmo y no habĆ­an dado con Ć©l. Por lo tanto, sabĆ­a que Schƶner se equivocaba en este punto. Pero si nos fijamos ahora en el sur del mapa, vemos la punta de SudamĆ©rica muy cerca del AntĆ”rtico, al cual llama “Brasilia Inferior”, con un estrecho que no difiere demasiado al mapa real, aunque sin el cĆŗmulo de islas donde hoy sabemos que estĆ” el estrecho de Magallanes. Solo hay un fallo; esta punta y este estrecho los situaba Schƶner algo mĆ”s abajo del trĆ³pico de Capricornio, a unos 35Āŗ de latitud sur, mĆ”s o menos a la altura del cabo africano de Buena Esperanza. ¿Y quĆ© hay en realidad a esta altura? El RĆ­o de la Plata. Los europeos no habĆ­an visto nunca rĆ­os con semejante caudal, ni desembocaduras que formaran una masa de agua tan enorme, por lo tanto, no era de extraƱar que fueran confundidas con estrechos. Pero es que, ademĆ”s, habĆ­a la creencia de que alguno de estos enormes rĆ­os podĆ­a unir dos mares: el rĆ­o de la Plata, donde desemboca el rĆ­o Uruguay, bien podĆ­a unir el AtlĆ”ntico y el PacĆ­fico. Pero, Magallanes, que durante sus preparativos en Lisboa anduvo por las tabernas portuarias escuchando cuantas conversaciones hablaban de nuevas exploraciones, tuvo que haber oĆ­do hablar de lo ocurrido con SolĆ­s. ¿Por quĆ© repetĆ­a ahora el mismo error? El mapa de Schƶner era todo cuanto tenĆ­a y confiaba en que la parte sur no fuera errĆ³nea como lo era la parte norte. Es probable que, en vez de hablar del fracaso de SolĆ­s, se hablara de su mala suerte que tuvo al haber caĆ­do presa de los canĆ­bales. Sus hombres, al morir su capitĆ”n, habĆ­an decidido volver abandonando la bĆŗsqueda del paso. En realidad, cuando ocurriĆ³ la desgracia, estaban explorando la multitud de canales que forman los rĆ­os en la espesa selva. A SolĆ­s solo le faltĆ³ tiempo para llegar al PacĆ­fico. Es lo que seguramente pensĆ³ Magallanes. De otra forma, no se entiende que confiara tan firmemente en un mapa que le hubiera costado la vida, de haberse descubierto su sustracciĆ³n. Lo que sĆ­ le iba a costar ahora, cuando fuera del todo evidente que Magallanes no tenĆ­a ni idea de dĆ³nde encontrar el paso, es la rebeliĆ³n de los capitanes espaƱoles.

 

La exploraciĆ³n del RĆ­o de la Plata

DespuĆ©s de sufrir una gran tormenta en la enorme bahĆ­a del RĆ­o de la Plata, Magallanes divide su flota en dos, mandando a los tres barcos mĆ”s ligeros a explorar los rĆ­os mientras los dos mĆ”s grandes se quedaban por la orilla sur de la bahĆ­a. Al cabo de quince dĆ­as regresan los barcos ligeros. Las noticias que traen es que solo se trata de un gran rĆ­o. Agua dulce y poca profundidad. Uno de los barcos encallĆ³ y hubo que reparar una vĆ­a de agua. Era la peor noticia que podĆ­an traerle. Magallanes sufre una grave desilusiĆ³n y no sabe quĆ© explicaciones dar. Por eso no da ninguna, pero sabe que nadie confĆ­a ya en Ć©l. El mapa de Behain era falso, por lo tanto, falsos eran los cĆ”lculos de Faleiro, falsas sus expectativas y falso todo cuanto le prometiĆ³ al rey de EspaƱa. Y ahora, cuantos le rodean, los capitanes espaƱoles, la tripulaciĆ³n entera, saben que ha llegado hasta allĆ­ a ciegas. EstĆ” perdido, todos allĆ­ lo estĆ”n. Solo puede hacer una cosa, seguir adelante, no darse por vencido y seguir buscando mĆ”s hacia el sur. Pero bajar al sur en febrero no es lo mismo que hacerlo hacia el norte, donde el frĆ­o disminuye y comienza el buen tiempo. Febrero y marzo en el sur es el principio del otoƱo y durante el verano del norte, allĆ­ es invierno. Pero Magallanes estĆ” dispuesto a correr el riesgo. No da explicaciones a nadie. Nadie osa hacerle preguntas. Los barcos navegan de nuevo rumbo sur, dejan atrĆ”s el mar del Plata y el perfil del continente comienza a hacer una panza que les permite navegar al oeste. ¿Se acababa allĆ­ AmĆ©rica, por fin? La desilusiĆ³n que iban a sufrir fue la misma que sufrieron los portugueses que rodearon la panza de Ɓfrica, pudiendo comprobar que no acababa en las costas de Sierra Leona, ni en las de Liberia, sino que fueron a toparse contra Guinea Ecuatorial, de la misma forma que ahora iban derecho a BahĆ­a Blanca. No les quedaba mĆ”s remedio que seguir mĆ”s al sur. Nuevo desengaƱo en el actual golfo de San MatĆ­as, que tampoco les ofrecĆ­a salida. Golfo bautizado por Magallanes como “de los Trabajos”, seguramente porque allĆ­ estuvo a punto de perderse la nave capitana y hubo que trabajar duro para repararla. No se dan detalles del accidente, pero allĆ­ son peligrosas las tormentas y pudo encallar por causa de alguna de ellas, o quizĆ”s por las corrientes producidas por las bruscas mareas, que llegan a alcanzar desniveles de hasta siete metros. Tras los trabajos de reparaciĆ³n salieron de nuevo a mar abierto y atrĆ”s dejaron la penĆ­nsula ValdĆ©s, donde acuden con el buen tiempo miles de ballenas, cachalotes y orcas para aparearse. No pudieron ver ninguna, pues de haberlas visto no hubiera dejado de contarlo el curioso reportero Pigafetta, pero el invierno se aproximaba y no era Ć©poca de apareamiento. Se encontraban ya a 40Āŗ sur. El perfil de la costa es bajo, las selvas tropicales ya no llegan hasta las playas, que ahora son de rocas desnudas, pobladas por pingĆ¼inos y leones marinos. Cuenta Pigafetta que las “ocas negras” eran tan abundantes que no se podĆ­an contar; y aunque muy Ć”giles nadando, sus cortas patas les hacĆ­a torpes caminando. Tampoco podĆ­an volar por tener unas alas muy pequeƱas, por eso eran fĆ”ciles de cazar, y en poco tiempo llenaron de ocas (para comer) los tres barcos. Evidentemente no eran ocas, sino pingĆ¼inos, [“de plumas muy finas y difĆ­ciles de despellejar”] y no se sabe si al final pudieron comĆ©rselos, pues su sabor salobre dicen que no es de lo mĆ”s agradable. El cielo es cada vez mĆ”s gris y a parecen grandes nubarrones. La temperatura es cada vez mĆ”s frĆ­a. El viaje se hace lento, pues exploran cada bahĆ­a, cada rincĆ³n de la costa, por si en alguno de ellos se encontrara en ansiado paso. Por la noche ven fuegos encendidos, y un dĆ­a vieron cĆ³mo algunos hombres corrĆ­an por la playa para desaparecer entre el bosque. Resulta significativo que a estas latitudes se hable de sufrir mucho frĆ­o, cuando en latitudes del norte equivalentes se encuentra EspaƱa o Francia, donde el frĆ­o en otoƱo es perfectamente soportable. La explicaciĆ³n la encontramos en las corrientes oceĆ”nicas templadas (Corriente del Golfo) que recibe Europa, que nos permite disfrutar de un clima con algunos grados por encima de las mismas latitudes en el sur que, por el contrario, sufre las corrientes frĆ­as procedente del continente antĆ”rtico. Por eso en la Patagonia se siente una temperatura mucho mĆ”s baja que en Europa, en Ć©pocas equivalentes del aƱo, teniendo en cuenta que nuestros exploradores navegaban ya en marzo, que viene a ser el septiembre de nuestro hemisferio norte. El 30 de marzo, encontrĆ”ndose a 49Āŗ sur hallaron una profunda bahĆ­a (San JuliĆ”n) y decidieron, por supuesto, explorarla; solo descubrieron otra bahĆ­a interior, pero sin salida. El 31 de marzo Magallanes comunica a todos que allĆ­ pasarĆ”n los meses duros del frĆ­o verano que se aproxima. El lugar era seguro, el mejor que podĆ­a encontrar para estar a resguardo de posibles tempestades. Como de costumbre, Magallanes no consultĆ³ a nadie la decisiĆ³n, no buscĆ³ opiniones, y como tambiĆ©n ya era costumbre, nadie pidiĆ³ explicaciones. De haber expuesto la decisiĆ³n ante los demĆ”s capitanes, tal vez alguno de ellos le hubiera sugerido que aĆŗn no habĆ­a llegado el mal tiempo, y que la hibernaciĆ³n era precipitada, que podĆ­an enviarse dos barcos algo mĆ”s al sur, y si no se encontraba el ansiado estrecho, volver e hibernar definitivamente hasta la llegada del buen tiempo. Pero el empecinamiento y la mala leche del portuguĆ©s tenĆ­a acojonado a todo el mundo desde que cargĆ³ de cadenas al mismĆ­simo veedor del rey, por eso mismo, por pedir explicaciones; por eso, nadie osĆ³ sugerir nada. Esto hizo que perdieran un precioso tiempo en aquella bahĆ­a que olĆ­a a muerte desde el momento en que se introdujeron en ella y el capitĆ”n general anunciĆ³ que se quedarĆ­an allĆ­ a pasar el invierno. AllĆ­ consumieron inĆŗtilmente recursos que mĆ”s tarde necesitaron, estando como estaban a escasos 300 kilĆ³metro de distancia del estrecho que buscaban; 13Āŗ mĆ”s abajo, una distancia que hubieran alcanzado antes de un mes, teniendo en cuenta el tiempo empleado en las exploraciones de las bahĆ­as que iban encontrando. Stefan Zweig, al que hace algunos capĆ­tulos que no citamos, (es interesante citar a este autor por ser uno de los mĆ”s famosos e influyentes en la divulgaciĆ³n de esta primera vuelta al mundo) cuenta que Magallanes habĆ­a llegado ya demasiado lejos como para volver atrĆ”s. HabĆ­a engaƱado y se habĆ­a burlado de todo el mundo, desde el mismĆ­simo rey hasta el mĆ”s humilde grumete. A todos les habĆ­a asegurado conocer el camino a las islas de las especias. Demasiado tarde para confesar que estaba perdido, que habĆ­a confiado en unos mapas errĆ³neos y que no tenĆ­a ni puta idea de dĆ³nde se encontraba el puto estrecho que mĆ”s tarde llevarĆ­a su puto nombre. Y encima habĆ­a humillado a todos los capitanes espaƱoles y habĆ­a tratado como a un vulgar delincuente a Juan de Cartagena, el mĆ”s alto empleado del rey; que por cierto, goza de total libertad dentro de la San Antonio, donde se prepara un golpe de efecto contra el que todos consideran un tirano que se ha burlado del rey de EspaƱa.

 

RebeliĆ³n a bordo

La tirantez es cada vez mĆ”s palpable, y Ć©sta aumenta en el momento en que Magallanes impone el racionamiento de los vĆ­veres. Un razonamiento necesario, pues allĆ­, en el sitio mĆ”s recĆ³ndito del mundo, donde habrĆ”n de pasar varios meses, no es fĆ”cil encontrar comida, pues aquellas tierras distan mucho de parecerse a las fructĆ­feras zonas tropicales. ¿Por quĆ© el Almirante los ha llevado a hibernar a un lugar tan remoto y sin comida? ¿No hubiera sido mĆ”s sensato dar media vuelta y esperar mĆ”s al norte para volver cuando pasaran los meses de mal tiempo? Acudamos de nuevo a la opiniĆ³n que tuvo Zweig sobre los acontecimientos que estaban a punto de ocurrir. El mismo Zweig comenta que se ha abusado demasiado al representar a los capitanes espaƱoles como unos envidiosos traidores y no duda en seƱalar directamente a Magallanes como Ćŗnico culpable de la situaciĆ³n: «En aquellos momento crĆ­ticos, no solamente tenĆ­an derecho, sino la obligaciĆ³n de pedirle cuentas de sus propĆ³sitos, porque les va en ello no solo su propia vida, sino tambiĆ©n la de aquellos hombres que el rey puso a su servicio.» Y en efecto, para eso designĆ³ el rey en persona a Cartagena, Mendoza y Coca, con el tĆ­tulo y el sueldo correspondientes, para supervisar el buen discurrir de la empresa. Y en ellos recaĆ­a tal responsabilidad. El problema radicaba en cĆ³mo cumplir con el deber que les habĆ­a encomendado el rey y no ser tratados como insurrectos o acabar cargados de cadenas, como ya lo fue Cartagena. Pero si tenĆ­an que ser tratados como rebeldes, como rebeldes actuarĆ­an. A Magallanes no se le escapaba que algo tramaban. Es muy probable, incluso, que algĆŗn portuguĆ©s se hubiera ido de la lengua, y por eso, Magallanes quiso calmar los Ć”nimos invitando a todos los capitanes a oĆ­r misa el domingo de resurrecciĆ³n. Y al acabar la misa, estaban invitados a comer a bordo de la nave capitana. Todos pusieron excusas y ninguno acudiĆ³; era una seƱal clara del descontento general. Magallanes tenĆ­a ya claro que algo se le venĆ­a encima. El rey Carlos I, bien porque a pesar de su juventud no tenĆ­a un pelo de tonto, bien porque alguien se lo aconsejĆ³, dispuso que los portugueses tuvieran el mando de un solo barco, los otros cuatro estaban bajo el mando de capitanes espaƱoles. Pero la astucia de Magallanes habĆ­a hecho que primero cayese Juan de Cartagena y mĆ”s tarde Antonio de Coca, al cual le habĆ­a quitado el mando del San Antonio (no confiaba en Ć©l) para poner a su primo Ɓlvaro de Mezquita. Ahora los dos barcos mĆ”s grandes estaban comandados por portugueses, y esto le daba cierta tranquilidad a Magallanes. HabĆ­a pues que restablecer el orden, tal como lo habĆ­a dispuesto el rey, habĆ­a que apoderarse de nuevo del San Antonio. Juan de Cartagena, Gaspar de Quesada y Antonio de Coca, se esconden en un bote y se dirigen durante la oscura y frĆ­a noche hacia el San Antonio, van acompaƱados de treinta hombres. No hay centinelas. Nada les impide subir a bordo. Cartagena y Coca van los primeros, pues, como antiguos capitanes de la nave, nadie la conoce mejor que ellos. En la oscuridad, no les es difĆ­cil encontrar el sitio donde duerme el comandante. Ɓlvaro de Mezquita se despierta, y aturdido ve a unos hombres armados que le rodean, le sujetan y le ponen grilletes en los pies. Varios marineros se despiertan. Juan de Elorriaga va hacia donde ha oĆ­do ruido y sospecha lo que ocurre, se acerca y pregunta enojado quĆ© han venido a hacer allĆ­. Juan de Quesada, por toda respuesta, le asesta una, dos, tres... hasta seis puƱaladas. Elorriaga cae al suelo ensangrentado. No morirĆ­a en el acto, lo harĆ­a semanas mĆ”s tarde. Los tripulantes portugueses son hechos prisioneros. El golpe ha sido satisfactorio para los capitanes espaƱoles, pero el apuƱalamiento de Elorriaga convierte aquella acciĆ³n en una rebeliĆ³n con sangre. Nadie sabe el porquĆ© de la agresiĆ³n, si fue innecesaria o por el contrario lo hizo al sentirse amenazado, pero el caso es que Elorriaga pagĆ³ caro el haber sido el primero en descubrir la rebeliĆ³n. El San Antonio estĆ” de nuevo en manos espaƱolas. Ahora son tres barcos contra dos. Magallanes tendrĆ” que negociar. Cartagena y Coca regresan a sus barcos. A Juan SebastiĆ”n Elcano le piden que se una a su causa. Como dice Zweig: «en esta ocasiĆ³n se le llama para impedir que se lleven a cabo las ideas de Magallanes; en una segunda ocasiĆ³n el destino lo elegirĆ” para que la culmine.» A la maƱana siguiente, la bahĆ­a estĆ” en calma, las naves y sus tripulantes tranquilos, como si nada hubiera sucedido. Magallanes no sospecha que su primo y todos los portugueses del San Antonio estĆ”n engrilletados y que el barco ahora estĆ” comandado por los rebeldes. Cuando Magallanes despierta da las Ć³rdenes del dĆ­a para que sean transmitidas a cada barco. No tardĆ³ en saber que en el San Antonio no dejaron subir a bordo a los tripulantes del bote que les llevaban esas Ć³rdenes. Al final habĆ­a sucedido lo que Ć©l ya sospechaba. HabĆ­a que estudiar la situaciĆ³n y ver quĆ© se podĆ­a hacer. La situaciĆ³n era que los tres barcos mĆ”s grandes, San Antonio, ConcepciĆ³n y Victoria, estaban en rebeldĆ­a. Solo la nao Santiago, la mĆ”s pequeƱa de todas, estaba de su parte, en caso de enfrentamiento estaban perdidos. HabĆ­a que negociar. Pero habrĆ­a que esperar a ver quĆ© pedĆ­an los capitanes espaƱoles. Y la peticiĆ³n llegĆ³ en forma de carta; su contenido era, cuando menos, asombroso. Se encontraban en situaciĆ³n favorable y podĆ­an haber abordado el Trinidad, apresando al almirante y haberle exigido que confesara el engaƱo. De haber vuelto a EspaƱa con Magallanes engrilletado y presentado al rey como un farsante, seguramente nadie les hubiera reprochado nada. Es mĆ”s, Magallanes probablemente se hubiera enfrentado a la ira del rey. Y sin embargo, hecho lo mĆ”s difĆ­cil, los espaƱoles no quisieron ir mĆ”s allĆ”, solo querĆ­a conseguir del almirante lo que hasta ahora no habĆ­an obtenido de Ć©l: comunicaciĆ³n y confianza. Los capitanes no exigĆ­an nada, y en la carta se limitaban a hacer una “sĆŗplica” para no seguir recibiendo el mal trato de que eran objeto hasta la fecha, no siendo tenidos en cuenta a la hora de tomar decisiones. No pretendĆ­an con su acto la conculcaciĆ³n del derecho de almirantazgo que su Majestad le habĆ­a confiado, sino la de conseguir que su capitĆ”n general se aviniera a confiar en ellos. De ser asĆ­, estaban dispuestos a prestarle obediencia y a ponerse de nuevo a su servicio “con el mayor respeto”. AsĆ­ decĆ­a la carta. Pobres ilusos, mĆ”s les hubiera valido aprovechar la superioridad en que se encontraban y haber liquidado al portuguĆ©s. Nadie conocĆ­a a Magallanes por dentro. Nadie sabĆ­a que por sus venas corrĆ­a todavĆ­a en veneno que le habĆ­an inyectado en Sevilla justo antes de partir hacia lo desconocido. Un veneno que le habĆ­a convertido en un esquizofrĆ©nico (¿o ya lo era antes de inyectĆ”rselo?) y que le hacĆ­a ver fantasmas por todos los rincones de los cinco barcos. Los capitanes espaƱoles no eran para Ć©l mĆ”s que espĆ­as del rey, envidiosos que acechaban para robarle la gloria que el destino le tenĆ­a guardada; pues Ć©l, Fernando de Magallanes estaba destinado a ser igual o mĆ”s grande que ColĆ³n. -Vamos a contestarles que sĆ­, que estoy dispuesto a ceder, id a su barco y llevadle mi respuesta. Aquella carta no hizo sino revelarle a Magallanes la “debilidad” de los capitanes espaƱoles. Tener superioridad militar y en vez de aprovecharla ponerse a suplicar no hacĆ­a otra cosa que delatar que no estaban dispuestos a correr mĆ”s riesgos de los necesarios. No se atrevĆ­an a apresarlo. Pero Ć©l sĆ­ estaba dispuesto a correr cuantos riesgos fueran necesarios. Ɖl sĆ­ aprovecharĆ­a esta debilidad que precisamente le colocaba con ventaja. El maestre de armas de Magallanes, Gonzalo GĆ³mez de Espinosa serĆ”, junto a otros cuatro hombres, el encargado de llevar la respuesta a Luis de Mendoza, que capitanea el Victoria. Suben a bordo donde ya los esperan, y cuando Mendoza lee el mensaje comienza a sonreĆ­r. Magallanes lo invita a la nave capitana para entrevistarse con Ć©l. Pero Mendoza recuerda la forma en que fue apresado Cartagena y se dice para sĆ­ mismo que no serĆ” tan tonto y no se dejarĆ” coger. Fue lo Ćŗltimo que le dio tiempo a pensar. Una puƱalada certera le segĆ³ la garganta. Espinosa habĆ­a hecho su trabajo a la perfecciĆ³n, y en unos segundos decenas de hombres trepaban e invadĆ­an la cubierta del Victoria. Con rĆ”pidas maniobras y antes de que el San Antonio y el ConcepciĆ³n pudieran reaccionar, el Victoria se situĆ³ al lado del Trinidad y el Santiago, que cerraban la salida de la bahĆ­a. Ahora eran tres contra dos. Las tornas se habĆ­an cambiado en cuestiĆ³n de minutos. La rebeliĆ³n habĆ­a sido neutralizada. Poco mĆ”s tarde, Mesquita es liberado y los capitanes espaƱoles ocupan el puesto de los portugueses, apresado y encadenados, humillados de nuevo. Magallanes se dispone ahora, segĆŗn las leyes de navegaciĆ³n, a impartir justicia. PodĆ­a haber imitado la conducta de los espaƱoles, haciendo alarde de benevolencia: ustedes apuƱalaron a Elorriaga, nosotros hemos degollado a Mendoza, estamos en paz; aquĆ­ el que manda soy yo, y esto es lo que hay. Pero no, Magallanes no podĆ­a dar sĆ­ntomas de debilidad, como hicieron los otros, muy al contrario, demostrarĆ­a que contra Ć©l no podrĆ­an nunca, y se mostrarĆ­a aĆŗn mĆ”s duro de lo que habĆ­a sido hasta ahora. La rebeliĆ³n no podĆ­a quedar sin su correspondiente castigo, debĆ­a dar un escarmiento. Todos fueron condenados a muerte. Capitanes y marineros. MĆ”s de cincuenta hombres. Solo habĆ­a un problema, no podĆ­a ejecutar a tantos marineros, los equivalentes a la tripulaciĆ³n de un barco. Los iba a necesitar para la buena marcha de la larga travesĆ­a que aĆŗn les esperaba. Tampoco quiso desprenderse de todos los capitanes, gente muy bien preparada, necesaria para gobernar los barcos. De haberlos ejecutado, Elcano nunca hubiera cumplido el cometido que le deparaba el destino. Y aun asĆ­, Magallanes iba a sacar lo peor que llevaba dentro de sĆ­. El veneno, que le habĆ­a corroĆ­do durante meses las entraƱas, estaba a punto de hacer el mĆ”s pernicioso de sus efectos. Solo serĆ­a ejecutado aquel que se habĆ­a puesto a la cabeza del motĆ­n haciendo uso del acero: Gaspar de Quesada, que habĆ­a herido mortalmente a su fiel piloto Elorriaga, fue acusado de homicidio y sediciĆ³n y condenado a ser decapitado y descuartizado. De la misma manera es descuartizado el cadĆ”ver de Mendoza, y cada trozo de carne es clavado en estacas, clavadas en las frĆ­as tierras patagĆ³nicas. Eran prĆ”cticas horribles, pero habituales entre los marinos. Necesarias, segĆŗn ellos. No tan necesaria era la monstruosidad que Magallanes tenĆ­a reservada al que Ć©l consideraba su mĆ”ximo rival, al cual tenĆ­a entre ceja y ceja desde el primer momento. Hasta ahora solo habĆ­a podido humillarlo, ahora se le presentaba la oportunidad (Ćŗnica) de acabar con Ć©l. Juan de Cartagena no serĆ­a nunca mĆ”s un incordio para Magallanes. En el arbitrario juicio, donde su primo Mezquita se explayĆ³ de lo lindo contra los acusados (donde no hubo cabida para atenuantes, dado que no habĆ­an hecho uso de la superioridad en que se encontraban), fueron encontrados culpables tanto Cartagena como el sacerdote portuguĆ©s Pedro SĆ”nchez de Reina (embarcado con el nombre de Bernardo Calmette), que los acompaĆ±Ć³ durante la sublevaciĆ³n. Si Quesada fue acusado por asesinar a Elorriaga, Cartagena lo fue por ser el cabecilla principal de la rebeliĆ³n, y el cura por ser su fiel acompaƱante. Pero Magallanes no se atrevĆ­a a ordenar la ejecuciĆ³n de Cartagena, y por primera vez se da cuenta de que el mĆ”s alto empleado del rey en aquella misiĆ³n era precisamente este hombre. Tampoco se atreverĆ­a a ejecutar a un representante de la Iglesia, lo cual nunca le perdonarĆ­a el clero. Tampoco su conciencia de catĆ³lico se lo permitĆ­a. La soluciĆ³n consistĆ­a en abandonarlos al amparo de Dios Todopoderoso. Cuando los barcos zarpen de nuevo, Cartagena y el capellĆ”n Pedro SĆ”nchez serĆ”n abandonados a su suerte en las playas de la bahĆ­a de San JuliĆ”n. Les dejarĆ”n comida y vino para algĆŗn tiempo; es de suponer que muy poco, pues los vĆ­veres estaban racionados. Y si estaban racionados era porque la comida no abundaba en la zona. Probablemente murieron de hambre. Nunca mĆ”s se supo de ellos.

 

Lo que opinan los “expertos”

Sobre estos hechos, entre los expertos actuales encontramos diversidad de opiniones. Unos justifican la crueldad de Magallanes y consideran a los capitanes espaƱoles unos traidores envidiosos, otros creen que los espaƱoles actuaron con razĆ³n ante un capitĆ”n general que los habĆ­a engaƱado a todos. No falta quien opina que una rebeliĆ³n formaba parte de toda gran aventura, algo inevitable que tuvieron que padecer ColĆ³n, el capitĆ”n Cook y muchos otros grandes almirantes. Y no faltan tampoco los que pasan de puntillas sobre un asunto que consideran espinoso y de mal gusto, sobre todo porque nadie estarĆ” nunca seguro de quĆ© es lo que verdaderamente movĆ­a a los marinos a rebelarse contra sus superiores, aĆŗn a sabiendas de que sus cabezas corrĆ­an grave peligro. Empezando por la opiniĆ³n propia del autor de estas lĆ­neas (he dicho que pondrĆ­a la opiniĆ³n de expertos, la mĆ­a serĆ” la excepciĆ³n), pienso que Magallanes era un resentido que llevaba dentro de sĆ­ una gran rabia contenida. HabĆ­a dedicado su juventud a engrandecer su patria y enriquecer las arcas del monarca que mĆ”s tarde lo humillĆ³ y lo despreciĆ³. LlegĆ³ a Sevilla dispuesto a todo con tal de alcanzar su sueƱo y lograr una gesta tan grande como la de su admirado ColĆ³n. No dudĆ³ en poner en riesgo su vida trasladando a EspaƱa unos documentos robados en la tesorerĆ­a de su paĆ­s. Tampoco dudĆ³ en engaƱar al rey de EspaƱa, asegurĆ”ndole que conocĆ­a el estrecho que partĆ­a en continente americano en dos, solo basĆ”ndose en un mapa que resultĆ³ ser errĆ³neo, y en conversaciones fantasiosas escuchadas en tabernas de puerto. QuizĆ”s podrĆ­amos pensar que, en esto, Magallanes no difiere demasiado de ColĆ³n, pues tambiĆ©n Ć©l errĆ³, creyendo que llegarĆ­a a las Indias. En realidad, todos los grandes aventureros consiguieron sus hazaƱas basĆ”ndose en datos errĆ³neos, si no, no podrĆ­a atribuĆ­rseles el apelativo de exploradores y aventureros. Sin embargo, el carĆ”cter de ColĆ³n era diferente, supo ganarse a la tripulaciĆ³n en momentos difĆ­ciles, y tuvo el temple suficiente para hacer ver que todo discurrĆ­a como estaba previsto, aunque no fuera cierto. No es Ć©ste el caso de Magallanes, que vio en los capitanes espaƱoles, desde el principio, un estorbo en sus propĆ³sitos, y se dedicĆ³ a ir quitĆ”ndoselos de encima uno a uno; algo que puso en grave riesgo la misiĆ³n nada mĆ”s comenzar. La rebeliĆ³n sufrida la provocĆ³ Ć©l y solo Ć©l. Era como si deseara que ocurriera, para eliminar a sus odiados capitanes. El escarmiento dado ejecutando a los capitanes, a pesar de que pueda parecer benĆ©volo al perdonar al resto de los rebeldes, deja entrever el odio acumulado, que por fin consigue sacarse de dentro. Pero esto es solo una opiniĆ³n sobre un tema del pasado visto desde una perspectiva actual, y esto siempre nos lleva a engaƱo. Por lo visto, las rebeliones a bordo eran severamente castigadas, algo normal en la Ć©poca; un capitĆ”n general al mando de un barco, o de una flota, como era el caso, tenĆ­an licencia para matar, expedida alegremente por su rey. Mejor pasamos a ver las opiniones de los expertos de verdad. Gabriel SĆ”nchez, en su libro “Magallanes y Elcano, travesĆ­a al fin del mundo” nos da su particular versiĆ³n sobre Juan de Cartagena. El veedor del rey era un provocador engreĆ­do por ser hijo del cardenal Fonseca, Desde el primer dĆ­a se dedicĆ³ a incordiar a Magallanes pidiĆ©ndole explicaciones por todo y exigiĆ©ndole estar al tanto de las rutas que escogĆ­a. Como venganza por haber sido apresado y engrillonado (por cumplir con lo que el rey le habĆ­a encomendado), Cartagena conjurĆ³ contra Ć©l y se comportĆ³ como un autentico traidor. Tampoco se escapa de esta feroz crĆ­tica Juan SebastiĆ”n Elcano, al que atribuye una relaciĆ³n amor odio tras suplicarle que lo admitiera en la expediciĆ³n para escapar de la justicia. El pago por este favor fue la traiciĆ³n. Y a pesar de eso, el bueno de Magallanes le perdonĆ³ la vida. Lo curioso del caso, es que no aclara de dĆ³nde saca el autor de este libro que Elcano y Magallanes tuvieran ni buenas ni malas relaciones. Elcano no aparece en ninguna fuente (fiable) hasta el momento del motĆ­n en que se registran los nombres de todos los condenados a muerte. JosĆ© Luis Comellas, autor de “La primera vuelta al mundo” es de los que pasa de “puntillas” o intenta hacerlo, por considerarlo un asunto morboso del cual se ha escrito demasiado. En su rĆ”pida reseƱa sobre el tema habla de un parĆ©ntesis triste, nada heroico, en el que se manifestaron algunas de las debilidades humanas, la desconfianza, la traiciĆ³n y la crueldad. En “Magallanes”, Carlos Valenzuela se limita a contar los hechos intentando ser neutral, sin opinar sobre traiciones o crueldades. SĆ­ se moja y mucho Zweig en su “Magallanes, el hombre y su gesta”, ya lo hemos citado varias veces, y no duda en acusar como Ćŗnico culpable de lo sucedido al capitĆ”n general, debido a que “no sabĆ­a hacerse querer”. Cuenta, ademĆ”s, que la Historia da la razĆ³n a Magallanes porque finalmente llevĆ³ a cabo una gran hazaƱa; y en su libro cita al poeta y dramaturgo alemĆ”n Friedrich Hebbel, el cual dijo una magnĆ­fica frase: “A la Historia le es indiferente cĆ³mo suceden las cosas. Se pone al lado del que ejecuta, del ganancioso”. Zweig continĆŗa su crĆ­tica sentenciando: “Si Magallanes no hubiera encontrado el paso, si no hubiera llevado a cabo su empresa, la ejecuciĆ³n de los capitanes espaƱoles se hubiera considerado un asesinato.” ¿Y quĆ© hay del reportero oficial de la expediciĆ³n? ¿Tampoco ahora nos cuenta nada sobre el asunto? Pues sĆ­, el asunto fue demasiado grave como para pasarlo por alto. “Apenas anclamos en este puerto, cuando los capitanes de los otros cuatro navĆ­os tramaron un complot para asesinar al capitĆ”n general.”- Miente Pigafetta. Y sigue contando: “Los traidores eran Juan de Cartagena, veedor de la escuadra; Luis de Mendoza, tesorero; Antonio Coca, contador, y Gaspar de Quesada. El complot fue descubierto: el primero fue descuartizado, y el segundo, apuƱalado. Se perdonĆ³ a Juan de Cartagena, que algunos dĆ­as despuĆ©s meditĆ³ una nueva traiciĆ³n (no se sabe a quĆ© otra traiciĆ³n se refiere). Entonces, el capitĆ”n general, que no se atreviĆ³ a quitarle la vida porque habĆ­a sido nombrado capitĆ”n por el mismo emperador, le expulsĆ³ de la escuadra y le abandonĆ³ en la tierra de los patagones, con un sacerdote, su cĆ³mplice.” Todo son opiniones, puntos de vista que pueden depender de la simpatĆ­a que cada cual sienta por el personaje (Pigafetta estĆ” claro que sentĆ­a admiraciĆ³n por Magallanes). Y a medida que el tiempo nos aleja de los hechos, mĆ”s difĆ­cil serĆ” formarse una opiniĆ³n, puesto que, como ya se ha dicho infinidad de veces, no es demasiado sensato juzgar la Historia pasada con razonamientos del presente.

6

Los gigantes patagones

SegĆŗn Pigafetta, llegaron al Puerto de San JuliĆ”n el 19 de mayo de 1520 y lo abandonaron el 21 de agosto. Durante estos meses, aparte de la rebeliĆ³n de los capitanes ocurrieron otras cosas. Fue aquĆ­, en esta bahĆ­a, donde se perdiĆ³ el primer barco. Fue el Santiago, que embarrancĆ³ mientras reconocĆ­a la costa. Toda la tripulaciĆ³n se salvĆ³ de milagro. El italiano nos cuenta que dos marineros vinieron por tierra para informar del desastre y el capitĆ”n general enviĆ³ de inmediato algunos hombres con sacos de galletas. Durante dos meses, la tripulaciĆ³n del Santiago permaneciĆ³ en el lugar del naufragio para ir recogiendo los restos del navĆ­o y las mercancĆ­as que el mar traĆ­a a la orilla. Pero lo que nos cuenta a continuaciĆ³n supera en curiosidad y originalidad todo lo anterior contado por Pigafetta. Parece ser que durante dos meses no habĆ­an visto ni rastro de vida humana en aquella zona, pero: “Un dĆ­a, cuando menos lo esperĆ”bamos, un hombre de figura gigantesca se presentĆ³ ante nosotros. Estaba sobre la arena casi desnudo, y cantaba y danzaba al mismo tiempo, echĆ”ndose polvo sobre la cabeza. El capitĆ”n enviĆ³ a tierra a uno de nuestros marineros, con orden de hacer los mismos gestos, en seƱal de paz y amistad, lo que fuĆ© muy bien comprendido por el gigante. Este hombre era tan grande que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura.” El gigante estaba extraƱamente maquillado y se vestĆ­a con pieles, aparentando ser un hombre de las cavernas, de la edad de piedra. Las pieles procedĆ­an de un animal muy abundante en aquel lugar, con cabeza de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y cola de caballo, que ademĆ”s relincha. El animal descrito parece ser el guanaco, parecido a la llama. Iba armado con un arco y una flecha de caƱa con punta de pedernal. Magallanes se interesa por el gigante y ordena que se ganen su confianza haciendole regalos. La intenciĆ³n es apresar algunos y llevarlos a Europa. Le dan de comer y de beber. Pigafetta cuenta que comĆ­a como un animal y podĆ­a beber medio cubo de agua de un solo trago. Pronto vienen muchos mĆ”s y se ponen a cantar y a danzar. SeƱalan con el dedo hacia arriba en seƱal de que los consideran venidos del cielo. Las mujeres, siempre segĆŗn Pigafetta, son menos altas pero mĆ”s gordas, bastante feas y con las tetas colgantes de un pie de longitud. Sin embargo, los maridos se muestran muy celosos. Y bien, ¿Es esta historia creĆ­ble? La mayorĆ­a cree que Antonio de Pigafetta se lo inventĆ³ todo, tal como se inventĆ³ lo de los animales extraƱos descritos y por describir, para traer historias sensacionalistas a occidente. Puede que asĆ­ fuera, pero en este caso, hubo muchos otros exploradores despuĆ©s de Ć©l que volvieron hablando de tribus compuestas por seres de una estatura descomunal. ¿Existieron estos gigantes? Si asĆ­ fue, se extinguieron antes de que nadie pudiera confirmarlo a ciencia cierta. Varios dĆ­as despuĆ©s se presentĆ³ otro gigante que Pigafetta describe de la siguiente manera: “Este hombre era mĆ”s grande y estaba mejor formado que los otros; tenĆ­a tambiĆ©n los modales mĆ”s dulces; danzaba y saltaba tan alto y con tanta fuerza, que sus pies se elevaban muchas pulgadas en la arena. PasĆ³ algunos dĆ­as con nosotros. Le enseƱamos a pronunciar el nombre de JesĆŗs, el padrenuestro, etc., y llegĆ³ a recitarlo tan bien como nosotros, pero con voz fortĆ­sima. En fin, le bautizamos, poniĆ©ndole el nombre de Juan.” Pigafetta cuenta que volviĆ³ con los suyos muy contento, pero no lo volvieron a ver y sospecha que lo mataron por haberse vuelto como uno de ellos. No obstante, continuaron llegando gigantes. Dos de ellos son invitados a subir al barco del capitĆ”n y son capturados. Magallanes ordena que vayan a la aldea y capturen tambiĆ©n a sus mujeres. La idea es llevarlos a Europa e introducir allĆ­ esta raza de gigantes. Pero alguno de ellos ya ha dado el aviso y cuenta cĆ³mo las mujeres daban “tan estridentes gritos que las oĆ­mos desde muy lejos.” Los hombres de Magallanes volvieron sin las mujeres, pues no les fue posible capturarlas. Algunos hombres corrieron a socorrerlas y no consiguieron atraparlos porque “no corrĆ­an en lĆ­nea recta, sino zigzagueando, y con la velocidad de un caballo desbocado.” Finalmente, solo consiguen llevarse a uno de los gigantes capturados. Pigafetta hace buena amistad con Ć©l y consigue que le enseƱe muchas palabras, consiguiendo asĆ­ un amplio vocabulario de su lengua. La religiĆ³n de los patagones debĆ­a ser tan primitiva que no les era muy difĆ­cil aceptar el cristianismo. De hecho, mientras celebranan sus misas podĆ­an ver cĆ³mo algunos grupos de ellos se acercaban curiosos e imitaban sus gestos y hasta mostraban respeto. El gigante enfermĆ³ durante la travesĆ­a y en las palabras de Pigafetta se adivina su pesar: “Cuando se sintiĆ³ en las Ćŗltimas en su postrera enfermedad, pidiĆ³ la cruz, la besĆ³, y nos rogĆ³ que le bautizĆ”ramos, lo que hicimos, poniĆ©ndole el nombre de Pablo.”

 

Hasta el grado 75 y mƔs allƔ

El 21 de agosto, por fin, Magallanes ordena abandonar la fatĆ­dica bahĆ­a de San JuliĆ”n. DĆ­as antes se habĆ­a enviado a la Santiago a explorar las costas algo mĆ”s al sur, con tan mala suerte que el barco sufriĆ³ una tempestad y se estrellĆ³ contra las rocas. Ahora solo eran cuatro barcos. Una vez puestos en marcha de nuevo, Magallanes hace alarde de coraje y declara que estĆ” dispuesto a llegar hasta el grado 75 si es preciso. Y si no encuentra el paso hacia el PacĆ­fico, darĆ” marcha atrĆ”s y conducirĆ” la flota a la isla de las especias a travĆ©s del cabo de Buena Esperanza, o sea, a travĆ©s de la ruta que Ć©l mismo habĆ­a hecho tantas veces por el ƍndico. El caso era no volver a EspaƱa con las manos vacĆ­as, pero estaba reconociendo, quizĆ”s inconscientemente, que no conocĆ­a la ruta hacia las Indias por occidente. Pero al cabo de cinco dĆ­as, llegados a la desembocadura del Santa Cruz, sufren una terrible tempestad y todos temen por su vida; Magallanes se detiene de nuevo. AllĆ­ permanecerĆ”n detenidos otros dos meses esperando a que el tiempo mejore. No imaginaban lo cerca que estaban de su objetivo. Y a pesar de la contrariedad de un nuevo retraso, aquel rĆ­o les proporcionĆ³ agua dulce y abundante pesca, aunque no toda la cantidad que hubieran necesitado, segĆŗn Pigafetta. El 18 de octubre, Magallanes ordena ponerse otra vez en marcha despuĆ©s de oĆ­r misa solemne. Avanzan con dificultad, pues el viento no les es favorable. La costa sigue siendo rocosa y no hay ni rastro de vegetaciĆ³n. Y al tercer dĆ­a de navegaciĆ³n, 21 de octubre, sobrepasados los 52Āŗ de latitud, llegan a un cabo que llamaron de las Once Mil VĆ­rgenes; tras Ć©l se habrĆ­a una profunda bahĆ­a de aguas oscuras. En sus orillas pueden verse cerros escarpados, y a lo lejos altas cumbres coronadas de nieve. Un paisaje completamente nuevo, donde solo se oye el viento y apenas se ve un matorral. Una panorĆ”mica inquietante donde todo parece muerto. Se adentran en sus aguas, aunque a todos les parece que serĆ” tiempo perdido, mĆ”s del que han perdido ya. Nadie cree que aquella profunda bahĆ­a les lleve al PacĆ­fico. SerĆ” una de tantas como las que han explorado ya. La desembocadura de otro rĆ­o, seguramente. Pero Magallanes no piensa igual, y no se permite dejar de explorar ni una sola bahĆ­a, ni siquiera un arroyo que sea navegable y se adentre en tierra. ContinuarĆ”n hasta que la tierra les corte el paso. La ConcepciĆ³n y el San Antonio explorarĆ”n el interior y las otras dos se quedarĆ”n explorando el exterior. En cinco dĆ­as deben encontrarse de nuevo y dar parte de lo que encuentren. Un fuerte viento comienza a zarandear las naves que navegan por el exterior de la bahĆ­a. Magallanes comienza a preocuparse, pues el viento pronto se convierte en un huracĆ”n que durĆ³ dos dĆ­as. Ellos en mar abierto han sobrevivido, pero no estĆ” tan seguro de que en el interior los barcos no hayan sido arrastrados contra las rocas. Magallanes reza para que un milagro los haya salvado. El ConcepciĆ³n y el San Antonio se retrasan, Magallanes se teme lo peor. Si han naufragado, todo estĆ” perdido, pues serĆ­a demasiado arriesgado seguir adelante solo con el Trinidad y el Victoria. Pasados cuatro dĆ­as no hay seƱales de ellos. Pero de pronto se oyen unos caƱonazos. Son salvas provenientes de los dos barcos que empiezan a verse a lo lejos. ¡Por fin regresan! Las salvas solo pueden significar que traen buenas noticias. Magallanes estĆ” impaciente porque lo pongan al corriente. La tormenta estuvo a punto de arrastrarlos contra las rocas, pero consiguieron evitarlo. En vez de eso los empujĆ³ hacia el interior de una bahĆ­a que parecĆ­a no tener fin. MĆ”s que bahĆ­a, se trataba de un canal, que a medida que avanzaban, se estrecha por unas partes y se ensanchaba por otras. Cuando la tormenta cesĆ³ pudieron comprobar varios fenĆ³menos que los hizo estar cada vez mĆ”s seguros de que aquello no era un rĆ­o, como resultĆ³ ser el rĆ­o de la Plata, pues sus aguas seguĆ­an igual de saladas y la profundidad era constante. TambiĆ©n pudieron comprobar que se producĆ­an mareas, por lo que era mĆ”s que probable que aquel canal tuviera una salida al ocĆ©ano que andaban buscando. Todo apuntaba a que estaban muy cerca de encontrar el PacĆ­fico. Magallanes acababa de recibir la mejor noticia que habĆ­a oĆ­do en todo el aƱo que duraba ya el viaje. En el dĆ­a de Todos los Santos, los cuatro barcos surcan de nuevo el canal que bautizaron con ese nombre, aunque mĆ”s tarde llevarĆ­a el nombre del capitĆ”n general de la expediciĆ³n. Eran los primeros europeos que se adentraban en lo que en principio creyeron una profunda bahĆ­a, un fiordo como los que algunos ya habĆ­an visto en las gĆ©lidas aguas del norte europeo. Pero a medida que avanzan bajo el cielo cubierto de espesas nubes, estĆ”n cada vez mĆ”s convencidos de que aquello es el ansiado estrecho que los llevarĆ” al PacĆ­fico. El silencio serĆ­a total, de no ser por el zumbido del viento. Nada que indique seƱales de vida. Pero la vida existĆ­a en aquel lugar. Vida humana, pues de noche se veĆ­an fuegos encendidos. Magallanes bautizĆ³ a aquel lugar Tierra del Fuego, y asĆ­ se le sigue conociendo. Con la esperanza de encontrar a los moradores de aquellas tierras, desembarca un bote con varios hombres en una playa y exploran el lugar. Pero no hallan nada, ni poblados, ni chabolas, ni rastro de vida humana. Se desvanece la idea de intercambiar baratijas por comida. Tampoco ven un solo animal. Solo encuentran el cadĆ”ver putrefacto de una ballena que las olas han arrastrado hasta la orilla. Se embarcan de nuevo, comienza a caer la noche y el viento frĆ­o se vuelve helado castigando el rostro de quienes osan permaneces en cubierta. A la maƱana siguiente vuelven a sondear el fondo; la profundidad no disminuye, es una seƱal excelente. Pero aquel canal parece no tener fin. Se estrecha, se ensancha, revueltas, bahĆ­as, calas y fiordos que aparecen aquĆ­ y allĆ”. Pronto se encuentran en un laberinto con infinidad de canales e islas. Sopla de nuevo el viento, cada vez con mĆ”s fuerza y aparecen bancos de arena que hay que evitar. Llega un momento en que hay que decidir quĆ© canal tomar. Se divide de nuevo la flota para explorar rutas diferentes y al cabo de cinco dĆ­as volverse encontrar. La San Antonio y la ConcepciĆ³n se ocuparĆ”n de explorar los recodos del sudeste; el Trinidad y el Victoria los del sudoeste. El punto de encuentro al cabo de cinco dĆ­as serĆ” en la desembocadura de un pequeƱo rĆ­o que llamaron de las Sardina, donde pudieron pescar en abundancia. Y cuando cada barco ya estaba preparado para izar velas sucediĆ³ algo inesperado, sorprendente. El seƱor capitĆ”n general, almirante y caballero de Santiago, don Fernando de Magallanes, convoca una reuniĆ³n de capitanes y pilotos para tratar algunos asuntos y oĆ­r opiniones. ¿Se habĆ­a puesto enfermo el capitĆ”n general debido a las bajas temperaturas? ¿TendrĆ­a fiebre? Zweig se preguntaba lo mismo: «¿A santo de quĆ© el dictador de acero, que hasta entonces no habĆ­a reconocido a ninguno de sus capitanes el derecho a hacer una pregunta o criticar una orden, eleva ahora a camaradas a oficiales que eran sus subordinados, con ocasiĆ³n de una maniobra insignificante?» Y enseguida pasa a dar una explicaciĆ³n lĆ³gica: «Los dictadores, despuĆ©s del triunfo, estĆ”n siempre mĆ”s propensos a reconocer derechos y permiten mĆ”s generosamente la libre emisiĆ³n de la palabra, una vez asegurado su poder.» Los capitanes de la flota son ahora todos portugueses, gente de confianza, y hasta familiares de Magallanes. El San Antonio estĆ” comandado por su primo Mesquita; el ConcepciĆ³n por Serrao y el Victoria por su cuƱado Duarte Barbosa, hijo de Diego Barbosa, aquel portuguĆ©s residente en Sevilla, que lo acogiĆ³ en su casa y lo puso en contacto con toda la gente influyente que le ayudĆ³ a poner en marcha su proyecto. No obstante, la imagen del descuartizamiento de sus colegas espaƱoles estĆ” todavĆ­a muy fresca en sus mentes y se muestran reservados. No se fĆ­an del capitĆ”n general y hablan lo necesario. Magallanes pregunta cĆ³mo andan de vĆ­veres; el informe no es demasiado satisfactorio. Cada barco tiene provisiones para unos tres meses. En realidad, a Magallanes lo Ćŗnico que le interesa es saber cĆ³mo andan de vĆ­veres, aun asĆ­ pide opiniĆ³n de si deben seguir adelante (estĆ” convencido de que aquellos canales tienen salida al PacĆ­fico) o deben volver a EspaƱa. Esteban GĆ³mez, el piloto de la San Antonio opina que deben volver. DespuĆ©s de todo, el rey habĆ­a dado instrucciones de que nada mĆ”s tener buenas nuevas sobre algĆŗn descubrimiento importante debĆ­an enviar algĆŗn barco a EspaƱa para comunicarlo: «Cuando a Dios pluguiere que tengĆ”is descubiertas algunas islas o tierras que a vos parecieren cosa de que se debe hacer mucho caso...» Ahora ya conocen el camino, volver, reabastecerse y reparar los barcos para mĆ”s tarde reemprender el viaje serĆ­a lo mĆ”s sensato. Con comida para solo tres meses y los barcos en no muy buenas condiciones es una insensatez aventurarse a cruzar un ocĆ©ano desconocido. Y ahora es cuando Magallanes vuelve a dejar claro que la opiniĆ³n de sus subordinados no le importa gran cosa: «aunque tuviera que comer los cueros de los mĆ”stiles, habĆ­a de pasar adelante y descubrir lo que habĆ­a prometido al Rey»- fue la respuesta. Estaba dispuesto a seguir adelante y nada ni nadie podrĆ­a hacerle cambiar de opiniĆ³n.

 

BahĆ­a InĆŗtil

Nuevamente encontramos la San Antonio y la ConcepciĆ³n explorando por un lado, y la Trinidad y la Victoria por otro. Magallanes, que estaba convencido de haber encontrado el ansiado estrecho, se adentrĆ³ por el paso que hoy llaman Froward, entre la penĆ­nsula de Brunschwig y la isla Aracena. Es un paso amplio, hacia el sur se veĆ­an montaƱas nevadas y profundo fiordos. La ConcepciĆ³n y la San Antonio exploraban mientras tanto la otra zona y pronto descubrieron que el canal por el que navegaban se dividĆ­a en dos. La ConcepciĆ³n se introdujo por la izquierda y la San Antonio por la derecha. El canal elegido por la ConcepciĆ³n es mĆ”s ancho, pero tras recorrer unos cien kilĆ³metros descubrieron que no habĆ­a salida y dieron marcha atrĆ”s. Era una bahĆ­a en la que habĆ­an perdido el tiempo, por eso hasta el dĆ­a de hoy se la sigue conociendo como BahĆ­a InĆŗtil. Los tripulantes de la ConcepciĆ³n regresaron al punto de encuentro bastante decepcionados con el resultado de su exploraciĆ³n, esperando que los demĆ”s trajeran mejores noticias. Pero nadie habĆ­a regresado todavĆ­a. Mientras tanto, la San Antonio continuaba explorando su ruta, un canal que al principio era estrecho y que a medida que avanzaban se iba ensanchando. Era el conocido hoy como estrecho de Whiteside, con altas montaƱas nevadas a los lados. Pero aquel canal los llevĆ³ a otro llamado del Almirante, que los conducĆ­a hacia el este, Ć³sea, de nuevo hacia el AtlĆ”ntico, de haber tenido salida, que no la tenĆ­a. La San Antonio regresĆ³, al igual que la ConcepciĆ³n, con sus tripulantes desalentados. Aquel laberinto de canales e islotes era para volverse locos. Tampoco los del San Antonio encontraron a nadie, pues la ConcepciĆ³n habĆ­a salido de nuevo a encontrarse con la nave almiranta. El canal que explora Magallanes es de aguas tranquilas y no ofrece ningĆŗn peligro, por eso confĆ­a la exploraciĆ³n a un bote con varios hombres a bordo, mientras los barcos echan el ancla frente a la desembocadura del rĆ­o de las Sardinas y gozan de un esplĆ©ndido paisaje. El tiempo ha cambiado en el transcurso de aquellos dĆ­as y el clima ahora es mĆ”s templado. La vegetaciĆ³n es abundante y los hombres se dedican a recolectar frutas y a reabastecer los toneles de agua fresca, mientras otros pescan sardinas, que aquel rĆ­o ofrece en abundancia. Pigafetta cuenta no haber visto nunca en el mundo lugar mĆ”s bello que aquel. Una lĆ”stima, que todo lo que acumulan sea perecedero. Al tercer dĆ­a de haber enviado el bote, Ć©ste regresa. A lo lejos puede verse cĆ³mo los marineros hacen seƱales de jĆŗbilo: traen buenas noticias; han descubierto una salida al PacĆ­fico, al que llamaban Mar del Sur. Lo han visto con sus propios ojos, el canal por el que han navegado desemboca en el gran ocĆ©ano. Es el momento cumbre de Magallanes, que no cabe en sĆ­ mismo de alegrĆ­a: ha cumplido la promesa dada al rey de EspaƱa de encontrar un paso hacia las islas de las especias. No puede contenerse, y el hombre que hasta ahora parecĆ­a de acero, llora. Y Pigafetta entonces, gozoso tambiĆ©n por el hallazgo, escribe: “Il Capitano Generale lacrimĆ³ per allegrezza.” Al fin, el estrecho fue descubierto. Un descubrimiento que Pigafetta describĆ­a en su relato desde el momento en que rodearon el cabo de las Once Mil VĆ­rgenes, como un acontecimiento previsto por su admirado “Capitano Generale.” “Toda la tripulaciĆ³n creĆ­a firmemente que el estrecho no tenĆ­a salida al oeste, y que no serĆ­a prudente el buscarla sin tener los grandes conocimientos del capitĆ”n general, el cual, tan hĆ”bil como valiente, sabĆ­a que era preciso pasar por un estrecho muy escondido, pero que habĆ­a visto representado en un mapa hecho por el excelente cosmĆ³grafo MartĆ­n de Bohemia y que el rey de Portugal guardaba en su tesorerĆ­a.” Tal vez Pigafetta ignorara que aquellos mapas extraĆ­dos de la tesorerĆ­a marcaban el estrecho en el lugar equivocado, pero es imposible que a estas alturas no supiera que Magallanes ignoraba rotundamente dĆ³nde se encontraba el paso hacia el PacĆ­fico y que estaba mĆ”s perdido que el barco el arroz. Ya desde que salieron de RĆ­o de Janeiro no dejĆ³ de explorar cada una de las bahĆ­as que iba encontrando, lo cual significa que ni el mismo Magallanes confiaba en el mapa que tan celosamente guardaba. Pero el italiano, no obstante, intenta tapar las miserias de su capitĆ”n haciĆ©ndonos creer que todo estaba controlado. En cualquier caso, no hay que quitar mĆ©ritos, sino todo lo contrario, al gran hallazgo de Magallanes, que gracias a su perseverancia (manĆ­as y mala leche aparte) logrĆ³ encontrar lo que muchos otros anduvieron buscando y no lo consiguieron. LlegĆ³, ademĆ”s, hasta donde nunca antes habĆ­a llegado europeo alguno. Y todo eso, la posteridad se lo habrĆ­a de agradecer, perdonĆ”ndole incluso la parte negativa de esta historia. Porque tal como dijo Hebbel: “La Historia siempre se pone de parte del ganador.” Aunque sea un hijo de la gran puta (eso lo he aƱadido yo). Y a todo esto, aunque hoy nos resulte muy fĆ”cil decirlo, la travesĆ­a del estrecho no vino sino a retrasar mĆ”s aĆŗn el viaje, pues solo unas millas mĆ”s abajo se acababa el continente. Hubiera sido mucho mĆ”s rĆ”pido rodearlo, con una navegaciĆ³n mucho mĆ”s fĆ”cil que a travĆ©s de una maraƱa de canales, que ademĆ”s son peligrosos si al cruzarlos te sorprende una tormenta. Pero esto Magallanes, ni ninguno de los que viajaban con Ć©l, podĆ­an saberlo. El complejo sistema de canales e islas que forman el final de SudamĆ©rica fue el seƱuelo perfecto para que el explorador que se adentraba por primera vez en aquella remota zona del mundo, desesperado por encontrar una salida al PacĆ­fico, se adentrara en Ć©l, sin pararse a pensar si estaban al final del camino, o aquel camino era infinito. Magallanes no se lo pensĆ³, nadie en su lugar lo hubiera hecho. Y los que pasaron de largo en viajes posteriores lo harĆ­an por accidente, descubriendo por casualidad que AmĆ©rica se acababa poco mĆ”s abajo, siendo mĆ”s fĆ”cil rodearla que que atravesarla por un laberinto que, a veces, se volvĆ­a mortal y engullĆ­a a quienes tenĆ­an la osadĆ­a de emular la hazaƱa de aquellos que fueron pioneros.

 

¿DĆ³nde estĆ” la nao San Antonio?

Ha pasado el plazo acordado para que todos los barcos se reĆŗnan, pero el San Antonio y el ConcepciĆ³n no aparecen. Magallanes pasa de la felicidad por la noticia recibida, a la preocupaciĆ³n, pues si alguno de los barcos se perdiera, todo se complicarĆ­a. Al segundo dĆ­a de espera aparece a lo lejos uno de ellos. Se trata del ConcepciĆ³n. Pero, ¿dĆ³nde estĆ” el San Antonio? Cuando llega el ConcepciĆ³n, la Ćŗnica explicaciĆ³n que puede dar su capitĆ”n, Serrao, es que despuĆ©s de separarse para explorar cada uno por su lado diferentes canales, nunca mĆ”s volvieron a ver el otro barco. Es verdaderamente un nuevo contratiempo, pero hay que salir a buscarlos, el verdadero contratiempo serĆ­a perder el barco mĆ”s grande, y el que lleva mĆ”s vĆ­veres a bordo. Salieron los tres barcos, cada uno hacia un punto distinto, acordando una vez mĆ”s reunirse en el mismo lugar pasados unos dĆ­as. Se encienden fuegos y se clavan las orillas estacas con cartas, dando instrucciones por si el barco hubiera perdido la orientaciĆ³n. Pero el San Antonio no aparece. Nadie cree que hubiera podido naufragar, pues el buen tiempo reinaba aquellos dĆ­as. Sin embargo, pudiera haberse perdido, o quizĆ”s haber embarrancado en algĆŗn banco de arena. Algunos ya apuntaban otra posibilidad que no se atrevĆ­an a exponer en voz alta, pero que Magallanes ya sospechaba y la temĆ­a: la San Antonio podĆ­a haber desertado y poner rumbo a EspaƱa, tal como abogaba Esteban Gomes. Pero nadie puede asegurar que hayan desertado, porque nadie ha sido testigo de lo ocurrido. Bien pudieran estar malpensando de unos compaƱeros que quizĆ”s yacieran en el fondo de algĆŗn canal. Entonces Magallanes, que al igual que muchos de sus contemporĆ”neos, creĆ­an en las ciencias astrolĆ³gicas y adivinatorias, acude a AndrĆ©s de San MartĆ­n, astrĆ³logo oficial de la expediciĆ³n que ocupĆ³ la vacante dejada por el loco Faleiro. San MartĆ­n saca el horĆ³scopo y, ¿quĆ© dice Ć©ste? que Esteban Gomes, piloto de la San Antonio se ha declarado en rebeldĆ­a, ha mandado apresar a su capitĆ”n y estĆ”n de camino a EspaƱa. Se han perdido otros seis dĆ­as para nada, y si ponerse a cruzar el PacĆ­fico era antes una temeridad, ahora con la pĆ©rdida de la San Antonio que lleva a bordo buena parte de los vĆ­veres, es casi un suicidio. y aĆŗn asĆ­, Magallanes estĆ” dispuesto a inmolarse, sacrificando con Ć©l a toda la tripulaciĆ³n, si es necesario. Pigafetta se despacha a gusto, poniendo de vuelta y media a Gomes: “Odiaba a Magallanes por la Ćŗnica razĆ³n de que cuando Ć©ste vino a EspaƱa para proponer al emperador ir a las islas Molucas por el oeste, Gomes habĆ­a pedido, y estaba a punto de conseguir, el mando de unas carabelas para una expediciĆ³n. La llegada de Magallanes dio lugar a que se rehusara su peticiĆ³n y que no pudiese conseguir mĆ”s que una plaza subalterna de piloto; pero lo que mĆ”s le irritaba era estar a las Ć³rdenes de un portuguĆ©s. Pigafetta olvida aquĆ­ que Gomes tambiĆ©n era portuguĆ©s; nacido, como Magallanes, en Oporto; y segĆŗn algunas fuentes, posible pariente suyo. Gomes era uno mĆ”s de tantos portugueses puestos al servicio de la corona espaƱola. Nada raro en aquellos aƱos que ahora se conocen como la Era de los Descubrimientos. Sevilla era el epicentro de la navegaciĆ³n europea y un hervidero de marineros que acudĆ­an en busca de una oportunidad, o de realizar sus sueƱos de descubrir un “mundo nuevo” o ampliar el camino abierto por ColĆ³n. Gomes, es cierto, vino a Sevilla queriendo llevar a cabo sus sueƱos y estaba en trato con el rey de EspaƱa, habiĆ©ndole propuesto tambiĆ©n llevar a cabo una expediciĆ³n en busca de un paso por AmĆ©rica para llegar a las Molucas. Posiblemente su proyecto no fue tan llamativo como el que presentĆ³ Magallanes, (la puesta en escena de Faleiro y su globo debiĆ³ encandilar al joven emperador) y fue a este a quien adjudicaron la expediciĆ³n, consiguiendo Gomes solo un puesto como piloto. No obstante, Zweig (citĆ©moslo otra vez) cree que Pigafetta es injusto con Gomes: “Por la boca de Gomes habla la razĆ³n (el dĆ­a que Magallanes los reuniĆ³ para pedir opiniĆ³n y Gomes abogĆ³ por volver a EspaƱa) y Pigafetta, que siempre sospecha del que opina diferente de su capitĆ”n, es injusto con Gomes al atribuirle miras mezquinas encubiertas en su opiniĆ³n, porque en la prĆ”ctica, desde el punto de vista lĆ³gico y positivo, la proposiciĆ³n de regresar y salir luego en una segunda expediciĆ³n para llegar al Ćŗltimo objetivo era acertada y hubiera salvado muchas vidas.” La deserciĆ³n de la San Antonio acarrearĆ” graves problemas a Magallanes una vez lleguen a Sevilla. Le acusarĆ”n de las mĆ”s graves fechorĆ­as y de haber asesinado a los capitanes espaƱoles para que la flota quede completamente en manos de portugueses. Esto harĆ” exaltar el sentimiento nacional y pondrĆ” en su contra a los consejeros del rey. Y sobre todo, harĆ” que el arzobispo Fonseca se convierta en su mĆ”s fiero acusador cuando se entere de que su hijo, Juan de Cartagena, ha sido abandonado a su suerte en un islote desierto, en medio de una bahĆ­a perdida en lo mĆ”s recĆ³ndito del mundo. El historiador portuguĆ©s Joao de Barros, basĆ”ndose en los escritos de varios marineros que cayeron prisioneros de los portugueses meses mĆ”s tarde, nos dice que: “QuedĆ³ tan confuso que no sabĆ­a quĆ© determinar”. Y lo que determinĆ³ fue intentar cubrirse las espaldas. RedactĆ³ una orden que pasĆ³ a los otros dos barcos diciendo lo siguiente: “Yo, Fernando de Magallanes, Caballero de la Orden de Santiago y capitĆ”n general de esta armada, he tomado cuenta de que a todos vosotros parece una decisiĆ³n llena de responsabilidad la continuaciĆ³n del viaje porque juzgĆ”is que ha pasado demasiado tiempo [desde que iniciamos el viaje]. Soy hombre que nunca ha desatendido la opiniĆ³n o el consejo de otro, antes bien desea tratar y ejecutar sus asuntos de comĆŗn acuerdo con todos.” No es difĆ­cil de imaginar los pensamientos de los oficiales que leyeron el escrito. El cinismo del capital general habĆ­a superado lo imaginable. Aquel que nunca dio explicaciones a nadie y castigĆ³ duramente a quienes las pidieron o ignorĆ³ por completo a quienes dieron su parecer, ahora se autodefine como un hombre dialogante y dispuesto a escuchar. Ahora, ademĆ”s, exige de forma intimidatoria que opinen. “A nadie ha de intimidar, pues, el recuerdo de los acontecimientos de Puerto de San JuliĆ”n, y cada uno de vosotros tiene el deber de manifestarme sin temor cuĆ”l es su punto de vista referente a la seguridad de nuestra armada. SerĆ­a contrario a vuestro juramento y a vuestro deber el ocultarme vuestra opiniĆ³n. Cada uno de por sĆ­ ha de emitir su opiniĆ³n claramente y por escrito sobre si conviene mĆ”s proseguir la ruta o disponerse el regreso, exponiendo las razones que para ello le asistan.” Su “amabilĆ­sima” peticiĆ³n no tiene otro objeto que obtener por escrito unos documentos que le exculpen de cualquier conducta dictatorial, pudiendo asĆ­ demostrar que todas las decisiones se tomaron de comĆŗn acuerdo con sus subalternos. Pero no se olvida de un dĆ­a para otro cĆ³mo algunos fueron engrillonados por pedir explicaciones, otros fueron descuartizados por “suplicar” ser tenidos en cuenta a la hora de tomar decisiones, u otros simplemente fueron ignorados al sugerir lo que era mejor para la expediciĆ³n. Todos captaron enseguida el motivo de aquella “encuesta” y nadie quiso correr riesgos. Solo se conserva por escrito la opiniĆ³n del astrĆ³nomo San MartĆ­n: “Aunque yo dudo que haya camino a las Molucas por este canal, si seguimos adelante tendremos en nuestras manos el corazĆ³n de la primavera. Pero, por otra parte, no conviene ir demasiado lejos, sino volver mĆ”s bien en enero, pues los hombres estĆ”n debilitados y decaen sus fuerzas. Tal vez es mejor navegar no hacia el oeste, sino hacia el este. Aunque Magallanes puede hacer lo que mejor le parezca y Dios le seƱale el camino.” Vista la respuesta del astrĆ³logo, es probable que todas las respuestas dadas al capitĆ”n general fueran redactadas de forma igualmente ambigua, pues a nadie le hacĆ­a ilusiĆ³n adentrarse en un ocĆ©ano desconocido con unos barcos maltrechos y escasa comida, pero tampoco querĆ­an llevarle la contraria, por lo que pudiera caerles. Magallanes parecĆ­a haber perdido la razĆ³n y su mente ya solo parecĆ­a estar puesta en llevarlos a todos directos a un suicidio colectivo. La idea de seguir adelante fue aprobada por “unanimidad”, como no podĆ­a ser de otra manera. El 22 de diciembre de 1520 los tres barcos a los que se ha reducido la flota abandonan la desembocadura del rĆ­o de las Sardinas y terminan de cruzar el canal de Todos los Santos, que luego serĆ­a rebautizado para siempre como estrecho de Magallanes. La expediciĆ³n entra en una nueva fase adentrĆ”ndose en el Mar del Sur, el ocĆ©ano PacĆ­fico, donde ningĆŗn europeo se habĆ­a adentrado jamĆ”s, y quizĆ”s ningĆŗn humano atravesĆ³ nunca por completo. AtrĆ”s queda el Ćŗltimo cabo del continente, al que llamaron Deseado.

 

Las Nubes de Magallanes

Pocos escritos nos han llegado sobre los primeros dĆ­as en que se adentraron en el “mar del Sur” con ruta noroeste, buscando el clima cĆ”lido. Y uno de esos pocos escritos cuenta que la mar era gruesa y oscura, y no podĆ­an ver gran cosa, ya que la bruma lo cubrĆ­a todo. AtrĆ”s iban quedando las Ćŗltimas islas, la isla de la desolaciĆ³n, con sus dramĆ”ticos acantilados, la isla Gamero, la MuƱoz, la RodrĆ­guez... Eran unos ciento cincuenta marineros y hay indicios de que, a pesar de todo lo anteriormente vivido y de que algunos habrĆ­an deseado estar a bordo del San Antonio con rumbo a EspaƱa, habĆ­a jĆŗbilo entre ellos, pues habĆ­an cumplido con el principal objetivo de la misiĆ³n, que era encontrar un paso entre el continente americano que les permitiera llegar hasta las Molucas. Ahora solo habĆ­a que navegar hasta ellas. ¿Por cuĆ”nto tiempo? Un mes quizĆ”, hasta llegar a JapĆ³n, y luego unas semanas mĆ”s, hasta encontrar las islas de las especias. Al cabo de unas tres semanas el tiempo cambiĆ³, las aguas se tornaron tranquilas y los cielos permanecĆ­an claros durante dĆ­a y noche. Entonces todos pudieron ser espectadores privilegiados del espectĆ”culo que el cielo tiene reservado solo para los habitantes del hemisferio sur terrestre. Un cielo limpio plagado de miles de estrellas y objetos celestes solo visibles desde las proximidades del Ɓrtico, donde destacan dos nubes muy parecidas a esas zonas blanquecinas de nuestra VĆ­a LĆ”ctea, quizĆ” partes de sus brazos que en el hemisferio norte no vemos. Pero aquellos objetos luminiscentes no estĆ”n dentro de nuestra galaxia. Pero aquellos objetos luminiscentes eran mĆ”s luminosos y definidos, porque no estĆ”n dentro de nuestra galaxia. Son, de hecho, dos galaxias cercanas a la nuestra y por su proximidad son visibles a simple vista. Magallanes quedĆ³ maravillado al verlas, al igual que Pigafetta, que no deja pasar la ocasiĆ³n para describirlas; y aunque hay registros anteriores y otros europeos ya las habĆ­an observado, fue Pigafetta quien primero dio noticias de ellas en Europa. Estas galaxias son hoy conocidas como Nubes de Magallanes. La mayor es la Gran Nube de Magallanes y la menor la PequeƱa Nube de Magallanes. TambiĆ©n pudo Pigafetta observar y maravillarse con la Cruz del Sur: «Estando en alta mar, descubrimos al Oeste cinco estrellas muy brillantes, colocadas exactamente en forma de cruz». Y justo al lado de aquellas maravillas, como si de un abismo tenebroso se tratara, un espacio oscuro al que llamaron «el Saco de CarbĆ³n» por no poderse ver en Ć©l estrella alguna. No faltarĆ­a quien asociara aquella visiĆ³n con un mal presagio, como el anuncio de que algo terrible iba a ocurrir. Mientras tanto, al otro lado del continente, la San Antonio llegaba de nuevo al Puerto de San JuliĆ”n, la bahĆ­a donde habĆ­an sido abandonados Juan de Cartagena y el cura Pedro SĆ”nchez. Arriaron un bote y se adentraron en la isla que hoy se conoce como isla o banco Justicia, de unas sesenta hectĆ”reas, donde la parte mĆ”s cercana a tierra firme estĆ” a unos setecientos metros. No habĆ­a ni rastro de ellos. AĆŗn se detuvieron a examinar las costas, por si se habĆ­an aventurado a nadar hasta ellas, pero fue imposible encontrarlos. QuizĆ”s se adentraron tierra adentro, o se ahogaron en el intento, o quiĆ©n sabe si fueron capturados por los gigantes patagones, que por cierto, estaban muy enfadados, ya que a bordo de la flota que surcaba el PacĆ­fico, iba secuestrado uno de ellos. La San Antonio abandonĆ³ la bahĆ­a y puso rumbo a Guinea. JerĆ³nimo Guerra habĆ­a tomado el mando de la nave y Esteban GĆ³mez seguĆ­a siendo su piloto. Ɓlvaro Mesquita, tal como habĆ­a “adivinado” San MartĆ­n, iba a bordo como prisionero. Al abandonar el continente americano, se cree que divisaron las islas Malvinas. De ser asĆ­, fueron sus descubridores.

 

La larga travesĆ­a del Mar del Sur

El concepto que se tenĆ­a sobre los mares y ocĆ©anos en el siglo XVI era distinto al que tenemos ahora. Tal como se tenĆ­a un concepto distinto sobre el espacio, los planetas o las estrellas. Todo pensamiento sobre lo desconocido va cambiando a medida que se va descubriendo, y los ocĆ©anos no se habĆ­an descubierto por completo en el momento en que Magallanes iniciĆ³ su expediciĆ³n. La primera gran masa de agua descubierta fue el AtlĆ”ntico, aunque al principio solo se le llamaba AtlĆ”ntico a secas, reservĆ”ndose el tĆ­tulo de ocĆ©ano para la totalidad de los mares que rodean la tierra. Cuando los portugueses rodean el cabo de Buena Esperanza ven que al otro lado de Ɓfrica existe otro gran mar que se comunica con el AtlĆ”ntico y nadie estĆ” seguro de si se trata de dos ocĆ©anos distintos o uno es la continuaciĆ³n del otro. En cualquier caso, todo dependĆ­a de mirarlo de una forma u otra, pues fueron muchos descubrimientos en un lapso de tiempo muy corto y aĆŗn faltaba mucho por conocer. Cuando Magallanes cruzĆ³ el estrecho pensaba que se adentraba en una continuaciĆ³n del ƍndico, por el que muchos aƱos habĆ­a navegado. Y en realidad, asĆ­ es, pues a excepciĆ³n de Australia, no hay una gran barrera que se interponga entre ambos ocĆ©anos como la hay entre el PacĆ­fico y el AtlĆ”ntico. Lo que Magallanes no sospechaba era que esa “extensiĆ³n” del ƍndico ocupa nada menos que un tercio de la circunferencia terrestre. Ɖl pensaba que el Mar del Sur, llamado asĆ­ porque NĆŗƱez de Balboa, al observarlo por primera vez desde PerĆŗ vio que se extendĆ­a hacia el sur, serĆ­a un mar que no le llevarĆ­a mĆ”s que unas cuantas semanas de navegaciĆ³n hasta llegar a Asia. En realidad no tenĆ­a ni idea de la distancia que lo separaba de aquel continente. Recordemos que todo el mundo creĆ­a, incluĆ­do ColĆ³n, que la tierra era mĆ”s pequeƱa de lo que en realidad es. De haber sabido la inmensidad de aquel “mar”, es mĆ”s que probable que Magallanes no se hubiera atrevido a surcarlo. Es mĆ”s, atravesarlo fue todo un milagro debido a una serie de casualidades meteorolĆ³gicas que se dieron justo aquel aƱo. Unos meses antes o unos meses despuĆ©s, los tres barcos que dirigĆ­a Magallanes hubieran acabado en el fondo del mĆ”s enorme de los ocĆ©anos. Pero tuvo suerte. El Mar del Sur dejarĆ­a de llamarse asĆ­ justamente porque la expediciĆ³n tuvo una meteorologĆ­a excelente desde el preciso momento en que abandonaron el estrecho hasta la llegada a Asia. Admirados por este buen tiempo, el mar en calma y los vientos favorables, Magallanes lo llamĆ³ mar PacĆ­fico. Al salir del estrecho y frente a las costas chilenas, es mĆ”s que frecuente encontrarse con huracanes y fuertes tormentas. De haberse desatado una, es probable que se hubieran estrellado contra alguna de las innumerables islas de la zona. Pero tuvieron suerte y hubo buen tiempo, solo brumas y mar picado. A medida que se alejaban de SudamĆ©rica, las corrientes ayudaron a subir hacia el norte fĆ”cilmente. El caso es que, estas corrientes las encontraron muy pronto. Y luego, el buen tiempo y el viento favorable, les proporcionĆ³ una velocidad de crucero mucho mĆ”s elevada de lo normal. Las tĆ­picas tormentas al atravesar la lĆ­nea del trĆ³pico no aparecieron. Ni huracanes, ni nada de nada. Mucha suerte. Mucha casualidad. ¿AyudĆ³ a Magallanes el hecho de rezar y oĆ­r misa a menudo? Puede ser, pero si recibiĆ³ ayuda divina fue a travĆ©s de algo que hoy dĆ­a conocemos muy bien: El NiƱo. Se han hecho estudios para averiguar quĆ© fue lo que propiciĆ³ aquel cĆŗmulo de casualidades que ayudaron a la expediciĆ³n a tener una excelente travesĆ­a (meteorolĆ³gicamente hablando) y por lo visto, El NiƱo, ese fenĆ³meno que tiene la capacidad de desplazar las corrientes marinas y cambiar el clima en determinadas zonas del planeta, fue el causante de que durante aquellos meses en el PacĆ­fico reinaran las condiciones Ć³ptimas para atravesarlo sin problemas. De no haber sido asĆ­, nadie hubiera llegado vivo a Asia, aun en el supuesto caso de que algĆŗn barco hubiera permanecido a flote. Con un tiempo agradable y un viento favorable, el viaje hasta Asia se estaba realizando a pedir de boca. La Ćŗnica incertidumbre era no saber a quĆ© distancia se encontraban las islas Molucas. No muy lejos, pues las cartografĆ­as lo dibujaban mĆ”s pequeƱo que el AtlĆ”ntico. Por eso Magallanes no se habĆ­a preocupado de hacer escala en las costas del actual Chile, cerca de las cuales habĆ­an navegado durante tres semanas. Primero habĆ­a puesto rumbo noroeste, luego zigzaguearon dependiendo del viento, acercĆ”ndose y alejĆ”ndose de la costa, hasta que a la altura de la actual ciudad ConcepciĆ³n pusieron rumbo noroeste definitivamente. AllĆ­ a una altura de 36Āŗ, donde la arboleda era frondosa y los frutos abundaban, deberĆ­an haberse aprovisionado de vĆ­veres y agua fresca, antes de alejarse de la costa para no volver atrĆ”s. Pero Magallanes debĆ­a estar convencido de que llegarĆ­an a Asia en un chiflĆ­o. Se equivocĆ³ una vez mĆ”s. Y esta vez, lo iban a pagar todos muy caro. Para el primer dĆ­a del aƱo 1521 se encontraban a 25Āŗ sur y habĆ­an recorrido mĆ”s de 4.000 kilĆ³metros desde la salida del estrecho, las costas chilenas quedaban ya a unos 1.200 kilĆ³metros. SeguĆ­an navegando al noroeste, subiendo hasta el ecuador, pues Magallanes sabĆ­a que navegando hacia el oeste por el ecuador llegarĆ­a sin pĆ©rdida hasta las Molucas. No deberĆ­an estar muy lejos, era lo que pensaba Magallanes, pero para su sorpresa, aquel mar tan pacĆ­fico estaba resultando ser mĆ”s grande de lo que esperaba. Y todavĆ­a le iba a resultar mucho mĆ”s enorme de lo que hubiera imaginado jamĆ”s; porque los dĆ­as iban pasando y ni siquiera se presentaba en el horizonte ni una insignificante isla, de las miles que existen en el PacĆ­fico. La situaciĆ³n comenzaba a ser alarmante. Los alimentos comenzaban a escasear y a estropearse, y el agua a corromperse y a desprender mal olor. La pregunta que todos nos hacemos es por quĆ© al escasear los alimentos no recurrieron a la pesca. Se sabe que a bordo llevaban varios cientos de anzuelos. Y Pigafetta nos habla de la abundancia de peces, tiburones, mantas rayas, y peces voladores con los que todos alucinaron. ¿Es posible que los anzuelos marcharan todo en la San Antonio? Si pescaban o no, estĆ” claro que no solucionĆ³ el problema del hambre que ya comenzaban a padecer. El 24 de enero pasaron junto a una pequeƱa isla, un atolĆ³n de coral que llamaron San Pablo (probablemente la hoy conocida como isla Pukapuka). El jerezano GinĆ©s de Mafra nos cuenta que se trataba de «una isleta con arboleda encima, y deshabitada». Pero no pudieron desembarcar en ella, pues era «una isla muy pequeƱa, tan cercada de arrecifes que parecĆ­a que la naturaleza la habĆ­a armado para defenderse del mar...» Unos grados mĆ”s abajo se hubieran encontrado con el archipiĆ©lago de Tuamotu, o Islas Bajas, donde hubieran podido desembarcar y abunda la vegetaciĆ³n y el agua. Once dĆ­as mĆ”s tarde, el 4 de febrero, avistaron otra isla mĆ”s grande que llamaron de los Tiburones , pues cerca de sus playas vieron gran cantidad de ellos. Por la descripciĆ³n y las coordenadas que proporcionĆ³ el griego Francisco Albo, es posible que se trate de la isla de Flint, la isla que mĆ”s tarde sirvirĆ­a a Robert Louis Stevenson para inspirarse y escribir “La isla de tesoro”. Maximiliano Transilvano que tambiĆ©n escribiĆ³ sus crĆ³nicas, nos cuenta que «saltaron a tierra, para dar alguna recreaciĆ³n a sus cuerpos y estuvieron allĆ­ dos dĆ­as pescando y recreĆ”ndose, porque habĆ­a muchos y buenos pescados». Y surge de nuevo la pregunta, ¿en alta mar no habĆ­a buenos pescados? Sea como fuere, allĆ­ se dieron un respiro antes de seguir adelante. De nuevo el mar infinito, donde los dĆ­as y las semanas pasan. El hambre aprieta y aparece el temido escorbuto. Pigafetta es consciente de la extrema situaciĆ³n y escribe: «pienso que nadie mĆ”s se atreverĆ” nunca a cruzar este OcĆ©ano».  

7

La principal fuente que tenemos sobre el suplicio que tuvieron que padecer los intrĆ©pidos tripulantes de aquellos tres barcos se la debemos a Pigafetta, que podrĆ” exagerar o contar los hechos de forma un tanto sensacionalista, pero lo cierto es que, aquella travesĆ­a se cobrĆ³ diecinueve vidas y casi toda la tripulaciĆ³n cayĆ³ enferma, treinta de ellos apenas podĆ­an moverse. Gracias a los vientos constantes y al buen tiempo, no tenĆ­an que esforzarse gran cosa en manejar los barcos. Una tormenta en aquel estado en que se encontraban todos hubiera tenido consecuencias fatales. El agua, por lo visto, ya estaba putrefacta apenas abandonaron las costas chilenas, y aquĆ­ nadie se explica por quĆ© Magallanes no se parĆ³ a repostar. Al cabo de dos meses de travesĆ­a, habĆ­a quien mezclaba el agua con orines para no deshidratarse. Los alimentos mĆ”s que escasear es que estaban putrefactos. Las galletas eran atacadas por los gusanos y se habĆ­an vuelto polvo que ellos mismos mezclaban con serrĆ­n para aumentar la raciĆ³n. Muchos alimentos apestaban a orines de rata, que por cierto, era un animal que se cotizaba, segĆŗn Pigafetta, a medio ducado. Aquel que tuviera la suerte de cazar una tenĆ­a como recompensa un exquisito manjar o hacerse con un buen dinerito. Y llegĆ³ el momento en que se cumpliĆ³ la profecĆ­a de Magallanes: “antes me como el cuero de las vergas que renunciar a la travesĆ­a”. No consta que Ć©l se lo comiera, pero Pigafetta sĆ­ nos narra como la tripulaciĆ³n lo hacĆ­a: “Para no morirnos de hambre nos vimos todavĆ­a obligados a comer pedazos de cuero con que se habĆ­a forrado la gran verga para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro, que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco dĆ­as en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo lo ponĆ­amos luego sobre las brasas.” A la deshidrataciĆ³n por falta de agua vino a sumarse la disenterĆ­a o el tifus, probablemente transmitido por las ratas. Pigafetta tambiĆ©n nos habla de una extraƱa enfermedad que provocaba la inflamaciĆ³n de las encĆ­as hasta quedar los dientes enterrados en ellas, provocando un gran dolor que te impedĆ­a comer, era el escorbuto, provocado por falta de vitaminas. No es extraƱo que aquellos dĆ­as muriera el gigante patagĆ³n que viajaba con ellos y del que ya hemos hablado, si como cuentan, era capaz de engullir grandes cantidades de comida y beberse de un trago medio cubo de agua. Y al cabo de cien dĆ­as en que habĆ­an recorrido mĆ”s de 10.000 kilĆ³metros… Hemos dicho que Magallanes iba buscando el ecuador para navegar luego en line recta hasta las Molucas, que sabĆ­a a ciencia cierta que se encontraban en Ć©l. Dicho punto fue alcanzado el 12 de febrero a la altura aproximada del meridiano 165Āŗ oeste. Pero por razones que no estĆ”n claras siguieron navegando hacia el noroeste sobrepasando el ecuador en unos 1.200 kilĆ³metros, quizĆ”s aprovechando los mejores vientos. Comenzaron entonces a navegar por el CinturĆ³n de Fuego del PacĆ­fico, una zona de gran actividad sĆ­smica. De haber sabido la enorme profundidad que habĆ­a bajo el casco de sus barcos, seguramente se hubieran aterrorizado, pues se desplazaban sobre la fosa marina mĆ”s profunda del mundo, mĆ”s de 11.000 metros. Pero a pesar de haber sido los primeros europeos en navegar sobre este gran agujero marino, nunca lo supieron. Ni falta que les hacĆ­a, porque a ellos, lo Ćŗnico que le alegrĆ³ sus maltrechos cuerpos fue el avistamiento de unas montaƱas en la maƱana del 6 de marzo. Durante toda la travesĆ­a, a pesar de la suerte del buen tiempo, tambiĆ©n tuvieron la mala suerte de no encontrar una isla donde abastecerse. Ahora llegaban a las islas que llamaron de los Ladrones, la actual isla de Guam, perteneciente al archipiĆ©lago de las Marianas. La isla de Guam no era una isla de tierras bajas como las anteriores que habĆ­an encontrado, sino de montaƱas considerables y vegetaciĆ³n abundante. Es de forma alargada y tiene unos 45 kilĆ³metros de largo por entre 5 y 10 de ancho. AllĆ­, no solo encontraron alimento, sino personas, Guam era una isla habitada. 6 de marzo de 1521, la flota de Magallanes llega a las Marianas. ¿Y quĆ© habĆ­a sido del San Antonio mientras tanto? Pues, por esos dĆ­as llegaban a las costas africanas y hacĆ­an escala en Guinea. ¿Y por quĆ© razĆ³n la San Antonio habĆ­a recorrido 8.000 kilĆ³metros mientras la flota de Magallanes recorrĆ­a 18.000 en el mismo tiempo? MĆ”s del doble de distancia; pero en realidad no es asĆ­, porque la San Antonio salĆ­a en enero de las costas americanas, concretamente sobre el dĆ­a 17 pasaban junto a las Malvinas, y para esas fechas, Magallanes se encontraba a unos 5.000 kilĆ³metros de las Marianas. ¿Y Por quĆ© Esteban GĆ³mez se entretuvo tres meses por las costas de SudamĆ©rica? Buena pregunta de difĆ­cil respuesta, pues este episodio sobre los que desertaron de la expediciĆ³n estĆ” muy mal documentado, y lo poco que se sabe es bastante confuso y a veces contradictorio. La Ćŗnica respuesta posible es que se entretuvieron a buscar a Juan de Cartagena y al cura Pedro SĆ”nchez. Cuando se habla de que pasaron por San JuliĆ”n a buscar a los abandonados en la isla Justicia, y de que al dirigirse a Ɓfrica descubrieron las Malvinas, hay algo que no cuadra del todo. Si al salir del estrecho pusieron rumbo norte navegando por la costa, las Malvinas serĆ­an difĆ­cilmente visibles, ya que estĆ”n a unos 500 kilĆ³metros de ella (¿se pueden ver unas islas por altas que sean sus montaƱas desde esta distancia? Desde Mallorca puede verse Barcelona que estĆ” a 300 kilĆ³metros, aunque solo sean sus luces en la noche, pero jamĆ”s vi las costas francesas que estĆ”n a 400.) Pero es que, al abandonar la bahĆ­a, tampoco cuadra demasiado que las pudieran ver, pues se supone que pusieron rumbo noreste, suponiendo tambiĆ©n que no les diera por seguir costeando para abastecerse antes de dirigirse definitivamente a Ɓfrica. Pero todo esto es mucho suponer, aunque explicarĆ­a por quĆ© tardaron tanto en abandonar SudamĆ©rica. La otra explicaciĆ³n es, la que ya se ha dicho, que se entretuvieron en buscar, quizĆ”s no tanto a SĆ”nchez, pero sĆ­ a Cartagena que era un pez mucho mĆ”s valioso. Llegar a Sevilla y contar que habĆ­an desertado no iba a sentar nada bien al rey ni a sus consejeros, y entre esos consejeros estaba un hueso duro de roer, el arzobispo Fonseca. Iban a necesitar una explicaciĆ³n muy convincente. Llevar consigo a Cartagena era la coartada perfecta, pues (ya se ha dicho muchas veces) Cartagena era “el niƱo bonito” del arzobispo; las malas lenguas dicen que era hijo suyo. Y si se entretuvieron todo este tiempo, no es descabellado pensar que, aparte de buscar en el islote Justicia, que se puede recorrer de punta a rabo en un chiflio, anduvieran tambiĆ©n tierra adentro, y quiĆ©n sabe si hasta fueron a buscarlo hasta algĆŗn poblado indĆ­gena, entre los gigantes patagones. Haciendo el paripĆ© por las playas como perras escarsas no creo que estuvieran. Por lo tanto, quien esto escribe se decanta por esta opciĆ³n: los de la San Antonio estuvieron todo este tiempo buscando a Cartagena y pienso que los que creen que ni siquiera se acordaron se Ć©l se equivocan. Se trataba de un rescate demasiado valioso para olvidarse de Ć©l y los tres meses de retraso viene a confirmar mi teorĆ­a. Falta solo dar una explicaciĆ³n de cĆ³mo pudieron ver las islas Malvinas (que en aquel momento bautizaron como islas San AntĆ³n). Para poder pasar junto a sus costas tuvieron que bajar 2Āŗ sur en tan solo 500 kilĆ³metros de recorrido. No hay razĆ³n para tal disparate teniendo en cuenta que se disponen a recorres 8.000 kilĆ³metros hacia el noreste. Por lo tanto, se me ocurre que igual solo las vieron a lo lejos, concretamente a unos 200 kilĆ³metros, en el caso de que pusieran rumbo este y se mantuvieran en lĆ­nea recta hasta pasar a su altura. Hay otra explicaciĆ³n mucho mĆ”s sencilla: que salieran del estrecho y se internaran en alta mar pensando en llegar cuanto antes a Guinea, pasaran muy cerca de las Malvinas, y justo entonces a alguien se le ocurre la feliz idea de volver a por Cartagena. Son las Ćŗnicas explicacines se le ocurren a uno que no entiende ni media papa de navegaciĆ³n y que se marea tan solo de ver un barco a lo lejos (un dĆ­a me mareĆ© viendo bajar un palo por el rĆ­o Yeguas desde el puente Triana). Pero si alguien tiene una explicaciĆ³n mejor que hable ahora o calle para siempre.

 

La isla de los ladrones

«A 13Āŗ oeste vimos tierra y fuimos a ella, eran dos islas, las cuales eran no muy grandes, y como fuimos en medio de ellas, tiramos al sudoeste, y dejamos la otra al noroeste y entonces vimos muchas velas pequeƱas que venĆ­an hacia nosotros, y navegaban tan rĆ”pido que parecĆ­a que volasen. TenĆ­an las velas de estera, hechas en triĆ”ngulo, y navegaban hacia ambas partes, haciendo de la popa, proa, y de la proa, popa, cuando querĆ­an. Vinieron muchas veces a nosotros y nos buscaban para hurtarnos cuanto podĆ­an, y asĆ­ nos hurtaron el esquife de la nao capitana, y otro dĆ­a lo recobramos. AllĆ­ tomĆ© el sol.» Francisco Albo. «Los isleƱos venĆ­an a nuestros barcos y robaban tan pronto una cosa como la otra, sin que pudiĆ©ramos impedirlo. Por lo maravillados y sorprendidos que quedaron al vernos, estos ladrones creĆ­an, sin duda, ser los Ćŗnicos habitantes del mundo.» Antonio Pigafetta. DespuĆ©s de leer las crĆ³nicas de Francisco Albo y de Pigafetta, queda claro por quĆ© llamaron a esta isla “de los Ladrones”; y a la vez, parecen querernos transmitir que se trataba de “gente pintoresca y simpĆ”tica”. Pero a Magallanes no le transmitieron las mismas sensaciones y ordenĆ³ una batida para recuperar cuanto habĆ­an robado, en la cual un poblado acabĆ³ hecho cenizas y siete de sus habitantes muertos. Mal empezaba Magallanes el encuentro con los seres del “nuevo mundo” que acababa de descubrir. Porque en ningĆŗn momento se nos cuenta que aquellos isleƱos fueran peligrosos, solo algo molestos y ladronzuelos. Aunque habrĆ­a que matizar lo de ladronzuelos. En realidad, aunque Albo y Pigafetta hablen de robar, hay otros que hablan de intercambio de mercancĆ­as. Los habitantes de la isla de Guam han sido objeto de estudio a partir de lo que escribieron sobre ellos algunos componentes de la expediciĆ³n, pues su forma de organizarse y comportarse enseguida llama la atenciĆ³n. Estamos acostumbrados a que nos cuenten cĆ³mo los indĆ­genas se muestran recelosos ante la llegada de seres que en muchos casos consideran llegados del cielo. Sin embargo, los habitantes de Guam no les temĆ­an en absoluto, no esperaron a que llegaran a tierra ni se pararon a comprobar si venĆ­an en son de paz o eran peligroso; simplemente fueron rĆ”pidamente hasta ellos con comida en sus canoas, y sin mĆ”s bienvenida, subieron a bordo, dejaron los regalos y a cambio cogieron lo que mĆ”s les gustaba y se lo llevaron. Lo que irritĆ³ a Magallanes fue que el intercambio lo hicieran sin pedir permiso, o quizĆ”s ellos en su idioma trataron de explicarse, y al no ser correspondidos actuaron por su cuenta. Todos esto, ante una tripulaciĆ³n enferma y que no se tenĆ­a de pie. Pero no hay que descartar que, en efecto, tal como cuentan Albo y Pigafetta, algĆŗn acto de pillerĆ­a pudo existir y por eso Magallanes montĆ³ en cĆ³lera, sobre todo cuando le robaron el bote salvavidas. En ningĆŗn caso se habla de robo con violencia, solo de cĆ³mo subĆ­an al barco trepando por las cuerdas del ancla, o encaramĆ”ndose de cualquier manera, cogĆ­an lo que estuviera a mano y salĆ­an corriendo para tirarse al agua y huir. Como mucho, se cuenta que a veces tenĆ­a que quitĆ”rselos de encima a empujones. Su forma de organizarse, por lo visto, era la anarquĆ­a, no tenĆ­an jefes, cada cual mandaba solo en su casa y era habitual el intercambio de productos entre ellos, y tal vez por esa razĆ³n pensaron que lo que venĆ­a dentro de aquellos barcos podĆ­an intercambiarlo o apoderarse de lo que les vinieran en gana, sin mĆ”s. Tampoco se cuenta que fueran peligrosos, ni iban armados, solo se dice que despuĆ©s del ataque al poblado, se les vio con una especie de objetos punzantes, o lanzas y que no paraban de observarlos allĆ” donde fueran. Y el dĆ­a que se marcharon, los persiguieron en sus canoas, que habĆ­an llenado de piedras para lanzĆ”rselas. Sin duda, los extranjeros dejaron muy mal recuerdo a los isleƱos. Nunca sabremos si el ataque al poblado y la matanza de los siete “ladrones” estuvo justificada. A mĆ­ me da que a Magallanes se le fue la pinza. Al tercer dĆ­a, tras haber cargado alimentos y agua fresca, abandonaron la isla. El continente ya no podĆ­a estar muy lejos. AtrĆ”s quedaban unos nativos llenos de rabia, que, sin saberlo, acababan de ser designados para formar parte de la Corona EspaƱola. Las marianas pertenecieron a Imperio EspaƱol hasta finales del siglo XIX, y todavĆ­a se habla en algunas islas el chamorro, una mezcla entre el idioma nativo y el espaƱol. Todos notaban ya una gran mejorĆ­a. HabĆ­an descansado, habĆ­an comido y se habĆ­an repuesto. Las encĆ­as ya no estaban tan hinchadas, el escorbuto iba remitiendo gracias al aporte de vitaminas a travĆ©s de la fruta, aunque no todos se han repuesto, todavĆ­a hay muchos enfermos. Navegaban de nuevo con un buen viento, las islas de las especias estaban cerca, quizĆ”s algĆŗn nativo les habĆ­a informado, si es que finalmente pudieron entenderse (de alguna forma) con ellos. Pigafetta en eso era un hacha, y el esclavo de Magallanes, Enrique, seguramente entendĆ­a alguna palabra. Pero serĆ­a mĆ”s adelante cuando Enrique le serĆ­a de verdad Ćŗtil a su amo. Al cabo de una semana, el 17 de marzo, avistan nuevas islas. ante ellos se presentaba un archipiĆ©lago. ¿HabĆ­an llegado a las Molucas? Magallanes y los demĆ”s capitanes y pilotos sabĆ­an que navegaban varios grados al norte del ecuador, luego sabĆ­an perfectamente que aquellas no podĆ­an ser las Molucas. Y tanto que lo sabĆ­an, pues las bautizaron con el nombre de islas de San LĆ”zaro, pues aquellos dĆ­as de cuaresma se recitaba el pasaje bĆ­blico de EpulĆ³n el rico y LĆ”zaro el mendigo. La pregunta es: si Magallanes conocĆ­a perfectamente la posiciĆ³n de las Molucas, ¿por quĆ© viajaba mĆ”s al norte? Nadie se lo explica, aunque hay quien propone algunas teorĆ­as, como que, despuĆ©s de haber recorrido 18.000 kilĆ³metros a travĆ©s del PacĆ­fico, se habĆ­a dado cuenta de que las islas de las especias no podĆ­an estar dentro de la jurisdicciĆ³n espaƱola, sino portuguesa, y ya no le interesaba llegar a ellas. ¿QuĆ© explicaciĆ³n le iba a dar al rey de EspaƱa, despuĆ©s de haberle asegurado que se encontraban en zona espaƱola? Sin embargo, podĆ­a ofrecerle nuevos territorios para aƱadir al ya amplio Imperio. Y no solo eso, sino que el rey le habĆ­a prometido que si descubrĆ­a mĆ”s de seis islas, dos serĆ­an para Ć©l. No era mal negocio seguir buscando islas. Claro que, eso son solo teorĆ­as que nadie podrĆ” demostrar jamĆ”s, porque nadie sabe lo que pensaba Magallanes, lo que sĆ­ sabemos es que llegĆ³ a aquel archipiĆ©lago y no tuvo ninguna prisa por marcharse, pareciendo haberse olvidado por completo de las Molucas. Pero no adelantemos acontecimientos, Llegaron y contemplaron las costas, para ver cuĆ”l de ellas era la mĆ”s propicia para desembarcar. Escogieron la isla de Homanhon, que estaba deshabitada. No les vendrĆ­a mal un buen descanso sin indĆ­genas que vinieran a incordiarles, pues ahora lo que primaba era la total recuperaciĆ³n de la tripulaciĆ³n. ¿Pero adĆ³nde habĆ­an llegado? A las Islas Filipinas; concretamente a la zona mĆ”s fracturada del archipiĆ©lago donde pueden contarse unas mil pequeƱas islas, las hoy llamadas Visayas. El clima era cĆ”lido, agradable, perfecto para descansar y reponerse. La estaciĆ³n de las lluvias no habĆ­a llegado todavĆ­a. ¿HabĆ­amos dicho que no querĆ­an visitas inoportunas? pronto recibieron una, los indĆ­genas de la isla vecina, Samar. TenĆ­an las caras pintadas y los cabellos largos, llegĆ”ndoles hasta la cintura y no iban, como los “ladrones” completamente desnudos. Eran pacĆ­ficos, sociables y hospitalarios, los habĆ­an visto llegar, les llamĆ³ la atenciĆ³n ver aquellas grandes embarcaciones y habĆ­an venido a verlos, solo por curiosidad y para comerciar con ellos. Les asustĆ³ en principio las armas de fuego, aunque luego mostraron curiosidad por conocer su funcionamiento. TambiĆ©n les llamĆ³ la atenciĆ³n la brĆŗjula y otros aparatos de navegaciĆ³n. HabĆ­a llegado el momento de aprovechar el conocimiento lingĆ¼Ć­stico de Enrique el malayo, que aunque no hablaba el idioma de los filipinos, podĆ­a entender perfectamente palabras sueltas, lo suficiente para entender y ser entendido. 25 de marzo de 1521. Aquel lugar fue un autĆ©ntico paraĆ­so para los expedicionarios, que se habĆ­an recuperado por completo. Tan buenos recuerdos les dejĆ³ que lo bautizaron con el nombre de Aguada de las Buenas SeƱales. HabĆ­a llegado el momento de entablar relaciones comerciales con los habitantes de las islas vecinas. Fueron hasta la isla de Leyte, la mĆ”s importantes y poblada de las Visayas. Estaban gobernados por un rey que vivĆ­a en una especie de granero sostenido por gruesas vigas de madera. Era su palacio, o al menos era una vivienda que sobresalĆ­a de las demĆ”s. Sus habitantes mostraban gran curiosidad por los reciĆ©n llegados. Todo en ellos les llamaba la atenciĆ³n, sus vestimentas, sus armaduras metĆ”licas, sus armas de fuego… Por su parte, los europeos mostraban igual interĆ©s en los indĆ­genas, sus vestidos, sus peinados, sus pendientes y brazaletes de oro… Visitaron tambiĆ©n la vecina isla de Masawa. Casi todas las islas estĆ”n muy cerca y son visibles una desde la otra. AllĆ­, en Masawa, iba a tener lugar una escena que Zweig nos narra de forma emotiva, casi imitando el sensacionalismo de Pigafetta: “Antes de desembarcar, Magallanes tiene la precauciĆ³n de enviar a su esclavo Enrique como mensajero de paz, hasta la poblaciĆ³n que se reĆŗne, curiosa y alegre, en espera de los extraƱos. Los isleƱos medio desnudos rodean a Enrique entre charlas y risas, y el esclavo malayo se queda atĆ³nito. Ha oĆ­do palabras sueltas y entiende lo que dicen. El que fue arrebatado de su hogar vuelve al cabo de los aƱos a oĆ­r acentos de su propia lengua. Momento memorable para la historia de la humanidad.” Zweig recalca emocionado cĆ³mo un esclavo, que fue sacado de Sumatra al chasquido de un lĆ”tigo se convierte en el primer hombre que da la vuelta al mundo, aunque le faltaron unos miles de kilĆ³metros para conseguirlo. Los mismos que le faltaron a Magallanes, que tambiĆ©n estuvo en Sumatra. A Magallanes ya no le quedaba ninguna duda, si Enrique podĆ­a entenderlos, es que habĆ­an llegado a Asia, habĆ­an demostrado lo que muchos sospechaban y otros no acababan de creer: que la Tierra era redonda. Me permito puntualizar algo que en principio me choca bastante, cuando leo la obra de este autor. Zweig, que desde que salieron de Sevilla (y desde antes) no ha parado de tildar a Magallanes de “hombre que no sabĆ­a hacerse querer”, dictador y hasta no duda en afirmar que la ejecuciĆ³n de los capitanes espaƱoles fue un asesinato (en lo cual concuerdo), a partir de ahora, una vez llegados a Filipinas, cambiarĆ” su discurso completamente para alabar hasta la exageraciĆ³n a Magallanes, tal como si imitara a Pigafetta. Y al ensalzarlo tanto se olvida por completo (nuevamente igual que Pigafetta) del que estĆ” llamado a completar la gran aventura. Solo llega a mencionarlo cuando no le queda mĆ”s remedio, y no para alabarlo, precisamente. Pero ya llegaremos a ese punto. Lo cierto es que, tal como este autor recalca emocionado, Magallanes ha cumplido con sus aspiraciones de llegar hasta donde quisieron llegar ColĆ³n, Vespucio, PinzĆ³n, Solis y otros navegantes, y habĆ­a descubierto mares e islas que otros europeos ni siquiera imaginaban que pudieran existir, y ese mĆ©rito no se le puede negar a Magallanes, aunque su comportamiento para conseguirlo hubiera sido el de un gran hijo de puta. DespuĆ©s de todo, los mĆ”s grandes marinos y exploradores lo fueron, y para conseguir sus objetivos no dudaban en ahorcar del palo mayor a cuanto marinero de abordo se les pusiera chulito. Y ya que hablamos de Pigafetta, un percance cuando zarpaban para Masawa casi nos deja sin la historia completa, o al menos sin detalles de todo lo que ocurriĆ³ en las islas Filipinas, pues a partir de ahĆ­ casi no nos cuenta nada o nos lo cuenta de mala gana. El caso es que Pigafetta se asomĆ³ por la borda, inclinĆ³ demasiado el cuerpo, y cayĆ³ al agua; por lo visto no sabĆ­a nadar y lo pasĆ³ bastante mal, hasta que le arrojaron las cuerdas que le permitieron subir de nuevo a bordo. Solo fue un pequeƱo susto. DespuĆ©s del rescate, pusieron rumbo a Masawa, donde iban a poder comprobar que tambiĆ©n eran habituales los adornos de oro. Hasta la punta de las lanzas de los mandamases eran de oro. Magallanes alucinaba y pensĆ³ que quizĆ” habĆ­an llegado a un lugar donde aquel precioso metal era abundante. Sin duda encontrarĆ­an mucho mĆ”s. Y puesto que los indĆ­genas no le daban en mismo valor que ellos, podrĆ­an sacar grandes beneficios intercambiando oro por las innumerables baratijas que portaban en los barcos. HabĆ­a que seguir explorando isla por isla, para ver si en todas abundaba el metal amarillo. Los barcos de Magallanes se acercan a visitar la isla de CebĆŗ, una de las islas mĆ”s importantes de la zona, con un puerto comercial muy activo. Saben que van a negociar con el rey mĆ”s importante y poderoso de la zona, por eso la entrada al puerto debe llamar la atenciĆ³n y ser espectacular: disparan salvas atronadoras, haciendo alarde de poderĆ­o. Muchos se sienten intimidados, pero Magallanes no lo iba a tener fĆ”cil ante un rajĆ” ambicioso que se habĆ­a acostumbrado al dinero fĆ”cil, pues hasta allĆ­ habĆ­a llegado ya la influencia de los ricos puertos de Malasia y las islas de Sumatra, Indonesia o Borneo. El enviado serĆ­a Enrique, que era el Ćŗnico capacitado para entenderse con HumabĆ³n, asĆ­ se llamaba el rey, de tez morena amarillenta y cuerpo rechoncho. Enrique, acompaƱado del escribano LeĆ³n de Ezpeleta, actĆŗa como un eficiente diplomĆ”tico y le anuncia a HumabĆ³n que viene de parte de su seƱor Fernando de Magallanes, representante del emperador Carlos I, el mĆ”s poderoso rey del mundo. Acaba de cruzar el mĆ”s grande ocĆ©ano de la tierra y habiendo tenido noticias de que en aquella isla habitaba un hospitalario prĆ­ncipe, no habĆ­a querido dejar pasar la ocasiĆ³n de visitarlo y ofrecerle preciosas mercancĆ­as. Le hace saber que los atronadores caƱones no se han disparado para amenazar, sino en seƱal de respeto, y que sus intenciones son las de entablar relaciones amistosas y comerciales. HumabĆ³n le responde que se siente halagado, pero que antes de entablar ningĆŗn tipo de relaciĆ³n, su seƱor debe pagar la tasa portuaria que todo comerciante paga al entrar al puerto. Magallanes, que ya tenĆ­a pateados todos los puertos asiĆ”ticos importantes y sabĆ­a cĆ³mo abusaban estos reyezuelos e intentaban exprimir al mĆ”ximo este recurso, se habĆ­a adelantado a la exigencia del rajĆ” y le habĆ­a dado instrucciones detalladas a Enrique de cĆ³mo debĆ­a responder: recomendĆ”ndole a HumabĆ³n que renuncia al tributo para no ofender y enemistarse con el emperador del mundo. Pero HumabĆ³n no conoce mĆ”s mundo que el suyo e insiste: si su seƱor quiere negociar con Ć©l debe dignarse pagar, como todos. Y para dejar constancia a Enrique de que lo que dice es cierto, hace pasar a un mercader musulmĆ”n que esperaba ser recibido y le hace declarar si ha pagado su tributo o no. El mercader, extraƱado ante la peticiĆ³n, responde que sĆ­, que Ć©l ya ha pagado su derecho a entrar al puerto. HumabĆ³n manda a Enrique a decirle a su seƱor que aquel mercader venido tambiĆ©n de muy lejos, ha pagado y que no harĆ” excepciones con nadie. Cuando el mercader musulmĆ”n se da cuenta de que aquel emisario que salĆ­a de la sala venĆ­a de uno de los barcos que en sus velas portaban la Cruz de Santiago se echĆ³ a temblar y le palideciĆ³ el rostro. “No sabes bien lo que has hecho - le dijo a HumabĆ³n-. Son cristianos, demonios que no temen a nada. Con sus caƱones, sus arcabuces y sus corazas de acero son mortĆ­feros enemigos de Mahoma. Nadie puede hacerles frente, si se enfurecen estamos todos perdidos.” El mercader que habĆ­a confundido los barcos espaƱoles con portugueses, seguramente se habĆ­a visto envuelto en alguna refriega, o simplemente habĆ­a oĆ­do hablar de ellos y cĆ³mo se las gastaban, cuando se hicieron dueƱos del ƍndico y de todos los puertos importantes de Asia. En cualquier caso, llevaba razĆ³n, pues al mando de aquellos barcos estaba uno de esos portugueses que sabĆ­a muy bien cĆ³mo tratar aquellas situaciones. HumabĆ³n tragĆ³ saliva y tomĆ³ buena nota. Magallanes ya no tenĆ­a la mĆ”s mĆ­nima duda de que habĆ­a llegado a su destino, es decir, estaba a poca distancia de Ć©l, pues, por una parte, habĆ­a visto barcos musulmanes, los cuales conocĆ­a muy bien, y por otra, aquel rajĆ” se comportaba de igual manera a los que habĆ­a visto en otras islas y puertos de la India. HumabĆ³n renunciaba a la tasa portuaria y estaba dispuesto a entablar relaciones diplomĆ”ticas con el rey de EspaƱa. Pigafetta serĆ” esta vez el encargado de hacer las veces de embajador, y baja a tierra a negociar con el rey de CebĆŗ. Lo que Magallanes ofrece es un tratado de paz permanente con el emperador espaƱol y acuerdos mercantiles. ¿Y por quĆ© un acuerdo de paz? EstĆ” claro que Magallanes lo que pretende es ofrecer en bandeja aquellos territorios a Carlos I. No hay necesidad de conquista por la fuerza, basta convertir a HumabĆ³n en vasallo del rey de EspaƱa. Si el rajĆ” firma el acuerdo, aquel archipiĆ©lago se convertirĆ” en un protectorado espaƱol, y claro estĆ”, se somete a la supremacĆ­a espaƱola. HumabĆ³n firmarĆ” encantado, no todos los dĆ­as se tiene la suerte de que te ofrezcan un acuerdo convertirte en el rey mĆ”s poderoso de aquella remota parte del mundo. Da igual si hay que someterse a otro rey, que probablemente jamĆ”s llegarĆ” a conocer; estar bajo la protecciĆ³n de aquellos demonios invencibles es un ofrecimiento que no podĆ­a rechazar. ¿TenĆ­a Magallanes poderes para ofrecer tales acuerdos? Bueno, el rey le habĆ­a encomendado la misiĆ³n, ademĆ”s de encontrar el camino hacia las islas de las especias, de descubrir nuevas tierras y someterlas al Imperio. Someterlas no implicaba necesariamente invadirlas por la fuerza. La modalidad de expansiĆ³n del Imperio no se basaba en la colonizaciĆ³n de las tierras conquistadas, sino en convertirlas en virreinatos dependientes de EspaƱa. ¿Cual es la diferencia? En realidad, no estĆ” tanto en llamarlas de una forma u otra, la diferencia radica en la manera de gobernar estos territorios. Mientras otros paĆ­ses se convirtieron en verdaderos depredadores de sus colonias (caso de BĆ©lgica y Holanda) o a ocupar y convertir en ciudadanos de segunda clase a los indĆ­genas para acabar llegando al borde del exterminio de Ć©stos (caso de Inglaterra y Estados Unidos), EspaƱa aplicaba el modelo romano, que invertĆ­a en infraestructuras y se esforzaba en convertir sus nuevos territorios en una parte mĆ”s de Roma. El Imperio EspaƱol gobernĆ³ sus territorios como provincias, convirtiendo a los indĆ­genas en ciudadanos espaƱoles de pleno derecho; ademĆ”s de invertir en ellas para asegurar su desarrollo. Esto llegĆ³ a ser una realidad tras tenerse conocimiento de los primeros abusos cometidos sobre los indĆ­genas. De poner remedio ya se ocupĆ³ Isabel personalmente. «Y no consientan ni den lugar que los indios reciban agravio alguno en sus personas y sus bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados, y si algĆŗn agravio han recibido, lo remedien» Isabel I de Castilla. Por lo tanto, Magallanes lo que estaba haciendo es someter a HumabĆ³n y hacer que reconociera la superioridad del emperador Carlos I sobre sus islas, estaba ganando nuevos territorios para la corona espaƱola. Lo que no habĆ­a calculado Magallanes es que se estaba metiendo, poco a poco y sin darse cuenta, en camisas de once varas.

 

El bautismo del rey filipino

Domingo 17 de abril de 1521. Magallanes, que habĆ­a confiado los asuntos diplomĆ”ticos a Enrique y a Pigafetta, no habĆ­a bajado a tierra todavĆ­a. Ahora estaba a punto de hacerlo de forma rimbombante y apoteĆ³sica. En la plaza del mercado se habĆ­a preparado un altar para celebrar una misa solemne. Se habĆ­an bajado de los barcos alfombras y toda clase de adornos para montar un baldaquĆ­n. Centenares de personas acuden curiosas a lo que para ellos era un espectĆ”culo que no habĆ­an visto jamĆ”s. Magallanes aparece rodeado de cuarenta soldados con sus relucientes armaduras y armados con lanzas, todos ellos precedidos por el estandarte del Imperio, la Cruz de BorgoƱa en forma de aspa, formada por dos troncos rojos, mostrando los nudos donde se cortaron las ramas, sobre fondo blanco. Todo muy impresionante. Dos sillones de terciopelo se habĆ­an preparado en un lugar preferente, en uno de ellos se sentarĆ­a HumabĆ³n y en el otro Magallanes. Por fin se conocĆ­an personalmente. Vuelven a retumbar los caƱones a modo de saludo, la gente grita y se dispersa espantada, pero al ver que su rey HumabĆ³n sigue tranquilamente sentado en su sillĆ³n, vuelven a la plaza. Se erige una gran cruz y comienza la misa. Los habitantes del lugar no entienden el lenguaje del religioso, pero estĆ”n cada vez mĆ”s admirados por la ceremonia. Observan cĆ³mo rezan, cĆ³mo se arrodillan y se santiguan, y terminan todos haciendo lo mismo en seƱal de respeto. HumabĆ³n comprende entonces, que unos hombres tan poderosos, sĆŗbditos de un rey poderoso, estan adorando a un dios que forzosamente tienen que ser el mĆ”s poderoso de cuantos dioses existen. HumabĆ³n no puede dejar escapar la ocasiĆ³n y expone a Magallanes su decisiĆ³n de hacerse cristiano. Y con el rey, cientos, miles de habitantes de aquellas islas, se quisieron bautizar y hacerse cristianos. Es lĆ³gico preguntarse, cĆ³mo puede alguien cambiar de religiĆ³n y renunciar a sus costumbres tan fĆ”cilmente. La respuesta intentan darla aquellos que echan mano fĆ”cilmente de los frailes mandados por la inquisiciĆ³n que amenazaban e incluso torturaban a los indĆ­genas para que abrazaran la fe de Cristo. Pero lo cierto es que en los nuevos pueblos que se iban descubriendo, difĆ­cilmente se pudo encontrar una religiĆ³n propiamente dicha, arraigada a fuertes tradiciones culturales, ni a deidades demasiado definidas. MĆ”s bien se trataba de creencias simplistas y cultos a los astros o a la propia naturaleza. Sus dioses podĆ­an manifestarse como animales, plantas o la propia lluvia o estar presentes en el sol u otros astros. La llegada de los europeos, con sus armaduras de hierro, sus enormes barcos y sus caƱones que escupĆ­an rayos y retumbaban como el trueno, era la prueba de que habĆ­a algo mĆ”s poderoso en el universo. Y sobre todo, aquel contraste entre los ritos primitivos que ellos usaban y aquella forma tan refinada de los cristianos para la adoraciĆ³n. ¡¡¡Pos venga, tor mundo aserse cristiano!!! Fueron muchos los bautizados, despuĆ©s de ser aconsejados de que no lo hicieran por temor, sino por fe. Magallanes fue el padrino de HumabĆ³n, al que dio el nuevo nombre cristiano de Carlos, el mismo nombre del rey de EspaƱa; y a su esposa, que tambiĆ©n se bautizĆ³, le dio el nombre de Juana. “La reina, joven y bella, vestĆ­a por completo de tela blanca y negra; se tocaba con un gran sombrero de hojas de palmera en forma de quitasol. Llevaba la boca y las uƱas teƱidas de un rojo muy vivo.” -nos cuenta Pigafetta. Las europeas no se maquillarĆ­an de tal forma hasta cuatrocientos aƱos despuĆ©s.

 

Mil maneras tontas de morir

Cuando pienso en cĆ³mo muriĆ³ Fernando de Magallanes, no puedo evitar que me venga a la cabeza un programa de televisiĆ³n que se llamaba “Mil Maneras [tontas] de Morir” donde en cada capĆ­tulo te mostraban cĆ³mo morĆ­a alguien a causa de las consecuencias mĆ”s absurdas y estĆŗpidas. Magallanes habĆ­a jugado con fuego desde que partiĆ³ de Sevilla, primero provocĆ³ una rebeliĆ³n llevando a los capitanes espaƱoles hasta la exasperaciĆ³n y se librĆ³ de las consecuencias, luego se librĆ³ de las tempestades y el hambre en el PacĆ­fico a pesar de adentrarse en un mar desconocido con barcos averiados y sin comida suficiente. Ahora se disponĆ­a a cometer su Ćŗltima estupidez, de la que no saldrĆ­a con vida. No se enfaden por adelantar el final, al fin y al cabo, todo el mundo sabe que Magallanes muriĆ³ en las Filipinas. El rey HumabĆ³n, llamado ahora Carlos, ya era el mandamĆ”s mĆ”s poderoso de las islas de San LĆ”zaro, ahora contaba con la ayuda del emperador de EspaƱa y la protecciĆ³n del dios de los cristianos. Los demĆ”s reyezuelos debĆ­an someterse a Ć©l, no solo por exigencias propias, sino del mismo Magallanes que querĆ­a la unidad y armonĆ­a del archipiĆ©lago, si aspiraba a entregar una nueva provincia al Imperio. Magallanes parecĆ­a no tener prisa por marcharse de allĆ­; pasaban los dĆ­as tranquilamente, observando cĆ³mo aquella pacĆ­fica gente se bautizaba y se convertĆ­a al cristianismo. Unas dos mil personas pidieron bautizarse en pocos dĆ­as. Elcano declararĆ­a mĆ”s tarde que Magallanes no tenĆ­a prisa por llegar a las Molucas, a pesar de que algunos capitanes le pedĆ­an marcharse. Nunca habĆ­a pedido terceras opiniones para nada, y cuando lo habĆ­a hecho solo habĆ­a servido para enemistarse con los que le llevaron la contraria, ahora no iba a ser una excepciĆ³n. De allĆ­ no se moverĆ­a nadie hasta que Ć©l lo ordenase. Estaba convencido de que antes de salir de aquellas islas podĆ­an llevarse consigo mucho oro. Ya habĆ­an expuesto sus mercancĆ­as al pĆŗbico y habĆ­an conseguido canjear muchas baratijas por pendientes y brazaletes de oro puro. Los espejos, donde las mujeres podĆ­an verse a sĆ­ mismas causaron sensaciĆ³n. Y los objetos metĆ”licos eran solicitados por los hombres, pudiendo comprobar que el hierro era mucho mĆ”s duro que aquel metal amarillo que solo servĆ­a para fabricar adornos. Sin embargo, Magallanes dio orden de no intercambiar mĆ”s mercancĆ­as y no dar muestras de su interĆ©s por el preciado metal. Los indĆ­genas no le daban el mismo valor que ellos, pero no eran tontos, y si se daban cuenta de lo que buscaban, podĆ­an no conformarse con simples baratijas y aumentarĆ­a su valor. No hasta tener un dominio mĆ”s completo sobre las islas. Y entonces surgiĆ³ un inconveniente. El rey de las islas de Mactan no quiso someterse a la superioridad del rey HumabĆ³n, que debĆ­a ser el rey indiscutible del archipiĆ©lago antes de dejarlo en sus manos. Si los isleƱos de Mactan no se sometĆ­an por las buenas, habrĆ­a que darles un escarmiento. Magallanes tenĆ­a la oportunidad de demostrar la superioridad del ejĆ©rcito de su majestad Carlos I de EspaƱa y V del Sacro Imperio. No solo darĆ­an un escarmiento a los rebeldes, sino que asombrarĆ­an a HumabĆ³n, que quedarĆ­a tan impresionado, que jamĆ”s se le ocurrirĆ­a romper el pacto que acababa de firmar. Le bastaba con entrar en la pequeƱa isla con cincuenta hombres bien armados. Los demĆ”s podĆ­an quedarse en los barcos observando. Y entre los observadores no podĆ­a faltar HumabĆ³n. DebĆ­a ser un espectador privilegiado, para que observara de primera mano cĆ³mo actĆŗan los soldados del Imperio, protegidos por Dios. No obstante, a HumabĆ³n no le agradaba la idea de tener un conflicto con las islas vecinas. Si eran sometidos a la fuerza, cuando los espaƱoles se marcharan, Cilapulapu podrĆ­a buscar vengarse y atacarle. Lo mejor serĆ­a exhibir su fuerza Ć©l tambiĆ©n aportando dos mil soldados armados con lanzas y flechas. Pero Magallanes no se lo permitiĆ³, solo podrĆ­a acudir como observador. 27 de abril de 1521. Aquella maƱana los barcos se acercan a la cercana isla de MactĆ”n y en varios botes intentan llegar hasta la orilla Magallanes y 49 hombres armados con arcabuces y espadas y protegidos con corazas de acero. La marea estĆ” baja y es imposible llegar hasta la playa con los botes, pues hay arrecifes por todas partes. Tienen que desembarcar y caminar con torpeza con el agua hasta la cintura, luego hasta las rodillas, y asĆ­ unos centenar de metros, hasta llegar a tierra. Pigafetta, que iba entre ellos nos lo cuenta de primera mano: “Saltamos al agua que nos cubrĆ­a hasta el lomo y tuvimos que chapotear hacia la playa, que estaba a dos buenos tiros de arco, mientras nuestros botes tenĆ­an que quedar atrĆ”s a causa de los arrecifes.” AllĆ­ les esperaban unos 1500 guerreros en medio de un horrible griterĆ­o. Los espaƱoles comenzaron a disparar nada mĆ”s verlos desde dentro del agua. Les lanzaron varias descargas de arcabuces y ballestas, pero los guerreros de Cilapulapu se escondĆ­an entre los Ć”rboles para no ser alcanzados. AdemĆ”s, se movĆ­an de un lado a otro con sorprendente agilidad. Magallanes enviĆ³ entonces, con el fin de intimidarlos, a varios hombres para que incendiaran un poblado. HabĆ­a incendiado el poblado de los gigantes patagones y el de los “ladrones”, ya era un vicio aquello de incendiar chabolas. Aquello no hizo sino que aparecieran mĆ”s indĆ­genas por todas partes, en total se calcula que unos dos mil guerreros atacaron a los cincuenta insensatos soldados de Magallanes. Los arcabuces necesitaban su tiempo para ser recargados tras una descarga. Mientras tanto disparaban las ballestas, pero eran demasiado pocos para hacer retroceder un enjambre de indĆ­genas que disparaban centenares de flechas y lanzas a la vez. Las corazas les salvaron de muchas heridas, pero no de todas. Magallanes dio orden de retirada y mientras unos disparaban otros hacĆ­an lo posible por llegar hasta la playa. Magallanes fue herido en una pierna. Una vez en el suelo, un indĆ­gena le hiriĆ³ con su lanza en la frente, y cuando quiso sacar la espada para defenderse, lo hirieron de nuevo. A duras penas pudo ser rescatado por sus hombres que consiguieron llevarlo hasta la playa. Pero allĆ­ los alcanzaron y no pudieron llegar hasta los botes. Magallanes fue rematado en el agua y su cuerpo se lo llevaron para ser presentado al rey Cilapulapu. Con Magallanes murieron otros siete hombres. Ellos habĆ­an conseguido abatir a veinte indĆ­genas. No fue un gran combate, ni fue una gran derrota, pero aquello dejĆ³ desmoralizados a toda la tripulaciĆ³n. MĆ”s desmoralizado todavĆ­a quedĆ³ HumabĆ³n. He criticado duramente la actuaciĆ³n de Magallanes y quizĆ”s se note demasiado que este hombre no me cae bien, pero incluso autores que no ocultan su admiraciĆ³n por Ć©l son duros a la hora de calificar su acciĆ³n; menos Pigafetta, que se le va el alma al suelo al escribir sobre su muerte. Falta de cautela y visiĆ³n de conjunto, Stefan Zweig (Escritor) Fue una casquetata caprichosa y estĆŗpida, GinĆ©s de Mafra (Miembro de la expediciĆ³n) Un error polĆ­tico grave durante su estadĆ­a en CebĆŗ, Gabriel SĆ”nchez (Escritor) Fue una temeridad excesiva que iba a acabar en tragedia, JosĆ© Luis Comellas (Escritor) AsĆ­ pereciĆ³ nuestro espejo, nuestra luz, nuestro apoyo, nuestra guĆ­a, Antonio de Pigafetta (Miembro de la expediciĆ³n) No falta quien se pregunta por quĆ© los que miraban desde los barcos no hicieron nada para ayudar a Magallanes y sus 49 soldados. No se sabe exactamente a quĆ© distancia estaban, pero si desde los botes ya tuvieron que caminar “dos buenos tiros de arco”, se supone que los barcos estaban aĆŗn mĆ”s lejos. Por calcular, calculemos unos 300 o 400 metros. Desde esa distancia no sabĆ­an muy bien lo que pasaba en el interior de la isla, por poco que se introdujeran en ella, y una vez en la orilla, no les hubiera dado tiempo a coger mĆ”s botes y correr a ayudarlos, teniendo en cuenta que los arrecifes impedĆ­an acercarse. AdemĆ”s, no eran mĆ”s de 100, frente a los 2000 indĆ­genas. Lo Ćŗnico que pudieron hacer es lo que hicieron, mirar impotentes cĆ³mo sus menos de 50 compaƱeros huĆ­an mar adentro y ayudarlos a subir a los barcos. MĆ”s tarde tendrĆ­an la delicadeza de volver a pedir el cuerpo de Magallanes, pero Cilapulapu se negĆ³ a entregarlo. DespuĆ©s del descalabro, los oficiales se reunieron para decidir quĆ© hacer y quĆ© rumbo tomar. Lo primero fue elegir a un nuevo capitĆ”n que siguiera comandando la expediciĆ³n. A falta de uno fueron dos los elegidos : Duarte Barbosa, cuƱado de Magallanes, y Juan Serrao. Entre los oficiales, los portugueses eran mayorĆ­a antes de la muerte de Magallanes y seguĆ­an siĆ©ndolo despuĆ©s. Tras la muerte de su amo, Enrique se considerĆ³ hombre libre y su conducta cambiĆ³ por completo. Se negaba a obedecer Ć³rdenes y en una de esas veces Barbosa lo llamĆ³ perro. Nunca mĆ”s lo volvieron a ver y hay quien sospecha que tuvo algo que ver en los acontecimientos que ocurrieron los dĆ­as siguientes. OcurriĆ³ que los cristianos ya no eran considerados dioses, ni venidos de cielo, ni siquiera protegidos por ese Dios que ellos llamaban omnipotente. El cronista FernĆ”ndez de Oviedo cuenta que los reyezuelos indĆ­genas se reunieron entonces y acordaron llegar a un acuerdo de paz con HumabĆ³n, siempre y cuando Ć©ste se declarara enemigo de los cristianos. Antonio de Herrera cuenta que llegaron incluso a amenazarlo con matarlo y destruir sus tierras. Los espaƱoles, por su parte, ya no confiaban en los indĆ­genas, se habĆ­an dado cuenta de que no los miraban bien. Ya no se acercaban a ellos para hacer trueques y los evitaban siempre que podĆ­an. El 1 de mayo HumabĆ³n invitĆ³ a los oficiales y pilotos a una comida de despedida. Juan Serrao fue el primero en desconfiar y aconsejĆ³ no asistir. Pero Barbosa opinaba que era una descortesĆ­a no presentarse, y hasta una cobardĆ­a. Solo era una forma cortĆ©s de invitarlos a salir de las islas. La decisiĆ³n final fue asistir. Se presentaron los dos jefes, la mayorĆ­a de oficiales entre maestres y pilotos, el astrĆ³nomo San MartĆ­n y algunos clĆ©rigos; 29 en total. Por aquellos dĆ­as habĆ­an muerto de enfermedad dos tripulantes, no se sabe muy bien de quĆ©, pero el caso es que Juan SebastiĆ”n Elcano tambiĆ©n estaba enfermo y por esa causa no pudo acudir, como tampoco lo hizo Antonio Pigafetta, que estaba herido, ademĆ”s de muy afectado por la muerte de su querido capitĆ”n general. HumabĆ³n estuvo muy amable durante toda la comida y al finalizar entregĆ³ a los capitanes un bote lleno de piedras preciosas como regalo para el rey de EspaƱa. Estaba claro, tal como habĆ­a dicho Barbosa, que HumabĆ³n lo que pretendĆ­a era echarlos, a la vez que quedar bien con ellos, y sobre todo con el emperador espaƱol, si tan poderoso decĆ­an que era; y debĆ­a serlo, cuando pudo enviar hasta allĆ­ una expediciĆ³n con tan esplĆ©ndidos barcos. La comida estaba teniendo lugar al aire libre, entre un palmeral. Cuando todos los oficiales admiraban el magnĆ­fico presente que HumabĆ³n habĆ­a hecho a Carlo I, Juan LĆ³pez Carvalho notĆ³ movimientos sospechosos entre las palmeras. No era el Ćŗnico que habĆ­a notado la presencia de indĆ­genas alrededor, pero pensaban que se habĆ­an acercado hasta allĆ­ atraĆ­dos por la curiosidad. Carvalho, sin embargo, le comunica sus sospechas a GĆ³mez Espinosa, y ambos deciden salir de allĆ­ y meterse en un bote para acercarse hasta los barcos y hacer que todos acudan, para que, en casos de traiciĆ³n, pudieran prestar su ayuda. Ya era tarde, los temores de Carvalho se hicieron realidad. A una seƱal de HumabĆ³n, los indĆ­genas se echaron sobre los oficiales que fueron acuchillados en unos segundos, sin ni siquiera darles tiempo a reaccionar. Lo gritos desgarradores pudieron oĆ­rse desde los barcos. Carvalho y Espinosa deciden levar anclas y se acercan cuanto pueden y entonces comienza un bombardeo. Pigafetta nos cuenta una escena escalofriante: “Nos acercamos a la costa disparando muchos bombazos contra las casas. Vimos entonces cĆ³mo conducĆ­an hasta la orilla del mar a Juan Serrao, herido y agarrotado. RogĆ³ que no disparĆ”semos mĆ”s, porque le asesinarĆ­an. Le preguntamos quĆ© les habĆ­a sucedido a sus compaƱeros y al intĆ©rprete, y respondiĆ³ que todos habĆ­an sido degollados, excepto el intĆ©rprete Enrique, que se habĆ­a pasado al bando de los isleƱos”. Si hacemos caso a lo que cuenta Pigafetta (muchos lo ponen en duda) Enrique habĆ­a tomado partido por los isleƱos, los suyos, y habĆ­a sido el instigador de la traiciĆ³n. HabrĆ­a informado con todo detalle de lo que contenĆ­an los barcos y de que no le serĆ­a difĆ­cil hacerse con todas las baratijas y objetos metĆ”licos que ellos tanto apreciaban. Si esa era su intenciĆ³n, no lo planearon del todo bien, porque dejando vivo solo a uno de ellos y pidiendo rescate por Ć©l, la cosa no les iba a dar resultado. “Nos conjurĆ³ a que le rescatĆ”semos por mercancĆ­as; pero Juan Carvalho, su compadre, con algunos mĆ”s, rehusaron intentar siquiera su rescate, porque el mando de la escuadra les correspondĆ­a por la muerte de los dos gobernadores [Barbosa y Serrao]. Juan Serrao siguiĆ³ implorando la compasiĆ³n de su compadre, diciendo que en cuanto nos hiciĆ©semos a la vela le asesinarĆ­an; y viendo, al fin, que sus lamentaciones eran inĆŗtiles, lanzĆ³ terribles imprecaciones, rogando a Dios que el dĆ­a del juicio final hiciera dar cuenta de su alma a Juan Carvahlo.” El mismo Pigafetta nos deja “caer” que Carvalho no estaba interesado en salvar a Serrao para quedarse Ć©l con el mando de la expediciĆ³n. Nunca sabremos los verdaderos sentimientos de este hombre que tuvo que decidir entre poner en riesgo la vida de otros marineros acercĆ”ndose a la orilla o salvar a su “compadre”. Pero en vista de la espantosa traiciĆ³n que habĆ­an sufrido, no era como para fiarse de ellos. Los barcos se alejaban, y a la vez que Serrao lanzaba maldiciones contra sus compaƱeros, los indios lo cosĆ­an a puƱaladas. Haciendo un recuento asĆ­ por encima, la expediciĆ³n se queda con unos 110 o 115 hombres. Unos 6 mueren hasta la llegada al estrecho, otros 20 mueren durante la travesĆ­a del PacĆ­fico, 8 mĆ”s en la escaramuza contra Cilapulapu y uno mĆ”s a causa de las heridas, 2 muertos recientes por enfermedad y ahora los 28 oficiales. Unos 64 muertos mĆ”s los 55 que desertaron, le restan a la expediciĆ³n casi 120 hombres. Y ahora, ademĆ”s, se ven sin un verdadero experto al mando, pues todos los oficiales han muerto, menos Carvalho, que pudo escapar, y Elcano que estaba enfermo. EstĆ” claro que debe ser Carvalho el que coja el mando. HabĆ­a que salir de allĆ­ echando leches, rumbo a las Molucas, por fin. El caso es que, nadie ha quedado ya que sepa dĆ³nde estĆ”n aquellas islas, tan ricas en especias. 2 de mayo de 1521 “Dejamos la isla de CebĆŗ y anclamos en la punta de una isla llamada Bohol, a dieciocho leguas de CebĆŗ. Viendo que las tripulaciones disminuidas por tantas pĆ©rdidas no eran suficientes para los tres navĆ­os, decidimos quemar la ConcepciĆ³n., despuĆ©s de transportar a los otros dos todo lo que podĆ­a ser Ćŗtil.” AsĆ­ nos cuenta Pigafetta la dramĆ”tica salida de la isla gobernada por el rajĆ” HumabĆ³n y cĆ³mo tuvieron que desprenderse de uno de los barcos por falta de tripulantes para ser gobernado. Elcano, maestre de la ConcepciĆ³n, ya habĆ­a informado que su nave se encontraba en malas condiciones para seguir navegando, por tanto, fue Ć©sta la sacrificada y Ć©l pasĆ³ a ser maestre de la Victoria.Ya solo quedaban dos. 6 de mayo de 1621. La San Antonio llega a SanlĆŗcar de Barrameda con sus 55 tripulantes sanos y salvos. Tanto su capitĆ”n JerĆ³nimo Guerra como su piloto Esteban GĆ³mez habĆ­an hecho una impecable travesĆ­a hasta las costas de Guinea, donde se detuvieron a repostar, y de allĆ­ a las Canarias y a SanlĆŗcar sin que ningĆŗn tripulante sufriera ningĆŗn percance de importancia. Lo peor ya habĆ­a pasado. ¿Lo peor? No, lo peor comenzaba ahora, porque tanto el capitĆ”n como los oficiales tenĆ­an mucho que explicar para intentar salir con bien de aquella deserciĆ³n. La Casa de la ContrataciĆ³n, en Sevilla, era la primera interesada en saber quĆ© habĆ­a ocurrido, porque ellos eran los responsables de dar al rey una explicaciĆ³n de los riesgos corridos y por correr del dinero invertido en la aventura. Guerra y GĆ³mez acusaron a Magallanes de saltarse las Ć³rdenes del rey y de conducta dictatorial, contando lo ocurrido en San JuliĆ”n y cĆ³mo fueron ajusticiados los capitanes espaƱoles y abandonados a su suerte Cartagena y el cura SĆ”nchez. Los miembros de la Casa de la ContrataciĆ³n llamaron tambiĆ©n a declarar a cada uno de los marineros de la San Antonio, y como resultado de esa informaciĆ³n, los miembros de la investigaciĆ³n ordenan que: debe ser encarcelado Ɓlvaro de Mesquita, familiar de Fernando de Magallanes y capitĆ”n nombrado por Ć©ste tras la destituciĆ³n de Juan de Cartagena, capitĆ”n y veedor de la exploraciĆ³n nombrado por el rey Carlos I en persona. Deben ser encarcelados, ademĆ”s, de forma preventiva, y hasta el total esclarecimiento de los hechos, JerĆ³nimo Guerra, capitĆ”n accidental de la San Antonio, su piloto Esteban GĆ³mez, y cuatro de sus oficiales. Los demĆ”s miembros de la tripulaciĆ³n fueron absueltos. Sin embargo, hay documentos que demuestran que, al menos GĆ³mez no pisĆ³ la cĆ”rcel. De Sevilla fueron enviados a Valladolid para que allĆ­ se abriera un proceso contra ellos, pero desde allĆ­ fueron devueltos de nuevo a Sevilla, esperando a ver si algĆŗn otro barco regresara y sacar algunas conclusiones mĆ”s sobre el peliagudo caso. Existe una cĆ©dula escrita por el rey, donde podemos sacar la conclusiĆ³n de que el propio rey no estaba interesado en encarcelar a tan excelente marino. Por aquellos dĆ­as se organizaba una flota para combatir contra los piratas franceses que acosaban a los barcos que regresaban de AmĆ©rica. El rey sugiere que GĆ³mez vaya en esa flota, aunque todo indica que al final no se embarcĆ³. Igualmente ordena que se le siga pagando su sueldo de de piloto y que se pongan en depĆ³sito unas pertenencias, que por lo visto habĆ­a dejado guardadas en casa de los Barbosa y que ahora no le querĆ­an devolver, hasta que se determine quĆ© hacer con los que volvieron en la San Antonio. La cĆ©dula, dirigida a la Casa de la ContrataciĆ³n de las Indias dice asĆ­: «Nos habemos mandado Ć” Esteban GĆ³mez, nuestro piloto, que se vuelva Ć” esa Casa, y si conviniere, que vaya en la armada que habemos mandado hacer, de que van por capitanes Rodrigo del Castillo Ć© Rodrigo Bermejo, que lo mandĆ©is, entre tanto que otra cosa le mandamos; por ende, yo vos mando que le hagĆ”is pagar Ć© paguĆ©is su salario que de Nos tiene por piloto con que se pueda sustentar; y porque el dicho Esteban GĆ³mez me ha hecho relaciĆ³n que al tiempo que fuĆ© en la armada de que fuĆ© por capitĆ”n Hernando de Magallanes, dejĆ³ cierta hacienda suya en poder de Diego de Barbosa, teniente de alcaide del AlcĆ”zar desa ciudad, y que agora no lo quiere dar, antes le trae en pleito sobrello; por ende, yo vos mando que luego hagĆ”is traer Ć” esa Casa todos los bienes Ć© hacienda del dicho Esteban GĆ³mez y por inventario Ć© ante escribano pĆŗblico lo tengĆ”is en depĆ³sito, y puesto Ć” buen recaudo entre tanto que se determina sobre las personas que se volvieron en la nao San Antonio lo que se debe facer. Fecha en Burgos Ć” cuatro dias del mes de Octubre de quinientos Ć© veinte Ć© un aƱos.» Volveremos a ver navegar a Esteban GĆ³mez al mando de una expediciĆ³n propia, obteniendo toda la confianza del rey, aunque nunca la habĆ­a perdido. Entre mayo y junio costearon la isla de Mindanao donde anclaron en varios lugares. La llamaron isla de Negros, por el color de la piel de sus habitantes. Luego pusieron rumbo Oestesuroeste hasta topar con la pequeƱa isla de Mapun, donde cuentan que estaba muy poco poblada. EstĆ” claro que navegan sin rumbo fijo, sin saber adĆ³nde van. ¿Es posible que de los que quedan no haya ninguno que sepa dĆ³nde estĆ”n las Molucas? Habiendo visto ya cĆ³mo Magallanes guardaba sus secretos y cĆ³mo ocultaba a los demĆ”s las rutas a seguir, no es de extraƱar que nadie supiera ahora el camino hacia las islas que venĆ­an buscando. esto demuestra, ademĆ”s, que no era solo reservado con los espaƱoles, sino con los portugueses tambiĆ©n. El mal gobierno y el no tener claro quĆ© derrotero tomar, llevĆ³ a la desesperaciĆ³n de algunos de los miembros de la expediciĆ³n: «EstĆ”bamos tan hambrientos y tan mal aprovisionados, -siempre segĆŗn Pigafetta-, que estuvimos muchas veces a punto de abandonar nuestras naves y establecernos en cualquier tierra, para terminar en ella nuestra existencia». De hecho, algunos lo hicieron y desertaron en alguna de las islas donde paraban para aprovisionarse, desapareciendo y mezclĆ”ndose con sus gentes. Paluan serĆ­a la siguiente isla, donde fueron amigablemente recibidos por los indĆ­genas, con los que pudieron intercambiar sus mercancĆ­as por comida. AllĆ­ se informaron que bajando hacia el sur, encontrarĆ­an una gran isla, muy rica, donde habĆ­a de todo. En el mes de julio ya costeaban Borneo, allĆ­ pasarĆ­an desde el dĆ­a 8 al 29. En Borneo, sorprendentemente, fueron recibidos a lo grande: «El rey enviĆ³ una linda piragua, con la popa y la proa doradas. En la proa flotaba un pabellĆ³n blanco y azul, con un penacho de plumas de pavo real en el tope del palo. VenĆ­an en la piragua mĆŗsicos que tocaban cornamusas y tambores, y otras muchas personas.» Borneo, la tercera isla mĆ”s grande del mundo, ofrecĆ­a a los expedicionarios todo cuanto necesitaban y deseaban: selva, grandes rĆ­os, fruta y comida en abundancia, gente hospitalaria, y un rey que los acogiĆ³ amablemente y les dio permiso para hacer tantos negocios como quisieran. Un verdadero paraĆ­so. 

8

Ante tan grata acogida, los espaƱoles no podĆ­an por menos que corresponder con otros presentes y aprovechar para provisionarse de vĆ­veres y agua fresca. Prepararon como regalos para el rey una tĆŗnica turca de terciopelo verde y varios objetos mĆ”s, todos muy llamativos para aquellas gentes. No faltaron tampoco regalos para el ministro del rey y para la reina. Cuando todo estuvo preparado subieron a las piraguas que se acercaron a buscarlos. En la ciudad los estaban esperando para ser transportados en elefantes hasta la casa del gobernador o ministro del rey, donde fueron atendidos esplĆ©ndidamente. Se les sirviĆ³ una suculenta cena y fueron invitados para quedarse a dormir sobre colchones de seda rellenos de algodĆ³n. Al dĆ­a siguiente, sobre el mediodĆ­a, los llevaron al palacio real a lomos de los elefantes que los habĆ­an llevado hasta la casa del gobernador. DespuĆ©s de echar pie a tierra, subieron unos escalones y enseguida entraron a un gran salĆ³n lleno de cortesanos. «Al fondo habĆ­a una gran puerta oculta con una cortina, que alzaron y entonces vimos al rey sentado ante una mesa, con un niƱo. DetrĆ”s de Ć©l no habĆ­a mĆ”s que mujeres.» Pigafetta describe el curioso modo en que debĆ­an dirigirse al rey: “Uno de los cortesanos nos advirtiĆ³ que no se permitĆ­a hablar al rey; pero que si querĆ­amos decir algo podĆ­amos dirigirnos a Ć©l, quien lo dirĆ­a a un cortesano de categorĆ­a superior, quien lo dirĆ­a al hermano del gobernador, que estaba en la salita, el cual, por medio de una cerbatana colocada en un agujero del muro, expondrĆ­a nuestras peticiones a uno de los oficiales principales cerca del rey, el que se las dirĆ­a.” AsĆ­, de esta manera, hicieron saber al rey que venĆ­an de parte del rey de EspaƱa, venĆ­an en son de paz y deseaban hacer negocios en la isla. La respuesta, que llegĆ³ a travĆ©s del mismo sistema, decĆ­a que el rey de Borneo estaba muy contento de ser amigo del rey de EspaƱa y que podĆ­an traficar libremente en la isla. DespuĆ©s de intercambiar regalos con el rey, les fue ofrecida una cena, donde se sirvieron multitud de platos a base de carne de diferentes animales y muchas clases de pescados. Todos tenĆ­an en mente la reciente invitaciĆ³n del rajĆ” HumabĆ³n, pero, aunque recelosos, aceptaron la invitaciĆ³n. Cenaron sentados en el suelo, y cuentan que a cada bocado que daban bebĆ­an licor de arroz, servido en una taza del tamaƱo de un huevo. El licor de arroz, que los nativos llamaban orach, era «claro como el agua, pero tan fuerte, que muchos se emborracharon.» Y aquella noche fueron invitados a quedarse a dormir allĆ­ mismo. Algunos hombres hicieron guardia toda la noche y muy pocos durmieron tranquilos. Pero la noche transcurriĆ³ tranquila y no ocurriĆ³ nada. Al dĆ­a siguiente, 17 de julio de 1521, todos fueron conducidos a sus barcos en dos piraguas. Pigafetta aprovecha para tomar nota de todo cuanto se presenta ante su vista: «La ciudad estĆ” construida en el mar mismo, excepto la casa del rey y las de algunos jefes. Se compone de veinticinco mil hogares o familias. Las casas son de madera, sobre gruesas vigas para aislarlas del agua. Cuando sube la marea, las mujeres que venden mercancĆ­as atraviesan la ciudad en barcas.» Y aprovecha para darnos algunos detalles sobre el rey que acaba de conocer: «El rey, que es moro, se llama rajĆ” Siripada. Es muy gordo, y tendrĆ” unos cuarenta aƱos. Le sirven solamente mujeres, hijas de los principales habitantes de la isla. No sale nunca de palacio, salvo para ir de caza.» Cuenta, ademĆ”s, que posee dos grandes perlas, las mĆ”s grandes que nadie haya visto jamĆ”s (ellos no las vieron) del tamaƱo de un huevo cada una, y que le robĆ³ a su suegro, el rey de la isla de LuzĆ³n, la mĆ”s grande de las Filipinas. La buena vida en el paraĆ­so se prolongarĆ­a doce dĆ­as mĆ”s. Pero el 29 de julio de buena maƱana, el sosiego, la paz y las buenas relaciones entabladas con aquellas gentes, se irĆ­an al traste en un santiamĆ©n. «Vimos venir hacia nosotros mĆ”s de cien piraguas, divididas en tres escuadras, y otros tantos tungulis, que son sus barcos pequeƱos.» El recuerdo reciente y la mala experiencia vivida en la isla de Cebu vino enseguida a la mente de todos. No les cabĆ­a duda de que habĆ­an caĆ­do de nuevo en una trampa. El rey de Borneo les habĆ­a hecho creer que contaban con su amistad y ahora intentaba cogerlos desprevenidos para asesinarlos. A lo lejos podĆ­an verse tambiĆ©n unas embarcaciones de mayor tamaƱo, unos juncos que el dĆ­a anterior habĆ­an estado anclados cerca de las naos. HabrĆ­an estado estudiando los barcos para planear la manera de abordarlos. Inmediatamente se pusieron en guardia. El principal objetivo era deshacerse de los juncos. Prepararon los caƱones y dispararon contra ellos. No se sabe cuĆ”ntos indĆ­genas murieron, Pigafetta solo dice que “murieron muchos de ellos” y que apresaron cuatro de estas embarcaciones. ¡Y, sorpresa! En una de ellas venĆ­a el hijo del rey de la isla de LuzĆ³n, cuƱado y capitĆ”n general de Siripada, el rey de Borneo. Interrogado Ć©ste, declarĆ³ que venĆ­a de conquistar una ciudad llamada LaoĆ©, al otro extremo de la isla, porque sus habitantes eran partidarios del rey de Java y no querĆ­an obedecer a Siripada. Y ya que hablamos de interrogar, surge la pregunta: una vez desaparecido Enrique, ¿quiĆ©n hacĆ­a de traductor en aquellas islas? Hay quien cree que Pigafetta era una eminencia en el tema de las lenguas; sabemos que hizo una recopilaciĆ³n de muchas palabras desde su contacto con los gigantes patagones, y que siguiĆ³ tomando apuntes en cuanto llegĆ³ a las Filipinas, donde estuvieron diez meses; pero no se sabe hasta quĆ© punto podĆ­a ya comunicarse con sus habitantes. A esto habrĆ­a que aƱadir que, en cada isla tenĆ­an sus variantes, aunque el lenguaje fuera parecido. Es mĆ”s sensato pensar que con ellos llevaran algĆŗn indĆ­gena que supiera portuguĆ©s, ya que los portugueses llevaban muchos aƱos navegando por aquellos mares. Sea como fuere, el caso es que, comunicarse, se comunicaban. Aunque quiĆ©n sabe si, el lĆ­o que se formĆ³ aquel dĆ­a no fue por un mal entendimiento. Sobre lo que sucediĆ³ a continuaciĆ³n, hay algo que Pigafetta nos descubre y que casi ningĆŗn autor menciona. Posiblemente porque nadie cree que sea demasiado relevante en esta historia de la vuelta al mundo. Se trata del hijo de Juan Carvalho, que viajaba a bordo con su padre desde que la expediciĆ³n llegĆ³ a RĆ­o de Janeiro. Ya contamos en su momento que Carvalho, al llegar a las costas brasileƱas, se reencontrĆ³ con una indĆ­gena, con la cual habĆ­a tenido un hijo aƱos atrĆ”s. Por lo visto el hijo tenĆ­a ya la edad suficiente para viajar como expedicionario. Pero de este niƱo nadie habĆ­a hablado hasta ahora. Lo hace Pigafetta, de forma brusca; y te quedas asĆ­, descolocado y pensando: ¿y esto? ¿quĆ© pasa aquĆ­, de dĆ³nde sale este crĆ­o? Hasta que caes en la cuenta. Carvalho, sin contar con nadie, pidiĆ³ un rescate. Una fuerte suma de oro que recibiĆ³, por lo visto, para Ć©l solo. No tenemos detalles de cĆ³mo se llevĆ³ a cabo la operaciĆ³n de la liberaciĆ³n del capitĆ”n general de Siripada. Pero al final, toda la tripulaciĆ³n se enterĆ³ del chanchullo y Carvalho pagĆ³ las consecuencias: fue destituido como jefe de la expediciĆ³n. Pero todavĆ­a recibirĆ­a un castigo mĆ”s severo. Enterado el rey Siripada del desastre ocurrido, se apresurĆ³ a mandar a uno de los espaƱoles que habĆ­a en tierra con el mensaje de que sus embarcaciones no iban contra ellos, sino que se disponĆ­an a pasar por allĆ­ celebrando el triunfo de la ciudad conquistada. En vista del malentendido, desde los barcos le hicieron saber lo mucho que lo sentĆ­an y pidieron a Siripada que permitiera el regreso de los hombres que habĆ­a en tierra en el momento del incidente, entre los que se encontraba su hijo. Y aquĆ­ viene cuando Pigafetta menciona por primera y Ćŗnica vez, al hijo de Juan Carvalho: «El rey no quiso acceder. AsĆ­ fue castigado Carvalho con la pĆ©rdida de su hijo (que naciĆ³ durante su estancia en el Brasil), que hubiera recobrado sin duda a cambio del capitĆ”n general, al que libertĆ³ por oro.» «Partimos de Borneo y volvimos por el camino mismo por donde vinimos, y asĆ­ embarcamos por el cabo de la isla de Borneo y Palawan; luego fuimos al oeste y fuimos a dar a la isla de Quajayan, y fuimos del mismo derrotero a buscar la isla de Quipit de la parte del sur; y de este camino entre Quipit y Quajagan vimos la parte sur de la isla que se llama JolĆ³, y andando por este camino topamos con dos islas pequeƱas y luego en medio por entre otras trece islas.» Francisco Albo. La crĆ³nica del marino griego nos da una idea del rumbo perdido que llevaban los expedicionarios, que eran incapaces de encontrar el objetivo que habĆ­an venido a buscar, si es que, en verdad, las islas Molucas seguĆ­an siendo su objetivo. Juan Carvalho parecĆ­a tener en mente cosas mĆ”s importantes que hacer, como ocuparse de las tres cortesanas que se habĆ­a traĆ­do de Borneo. Y mientras tanto, para ir sobreviviendo, interceptaban cuanta embarcaciĆ³n se les cruzaba, se apoderaban de cuanto llevaban o pedĆ­an rescate. Para vergĆ¼enza de la corona espaƱola, la expediciĆ³n que llevaba como misiĆ³n dar gloria al Imperio, se habĆ­a convertido en una banda de piratas. A comienzos de agosto, a las diez de la noche, un gran estruendo sorprendiĆ³ a todos los que iban en el Trinidad, el cronista Herrera nos lo describe asĆ­; «encallĆ³ la Trinidad en un arrecife, y dio tantos golpes que pareciĆ³ que se hacĆ­a pedazos». Al subir la marea, la Trinidad pudo seguir navegando, pero necesitaba urgentemente una reparaciĆ³n. DĆ­as mĆ”s tarde encontraron una isla con una playa que les permitiĆ³ arrastrar las naves hasta tierra para ser reparadas. La Victoria, que tampoco estaba ya en muy buenas condiciones, tambiĆ©n fue puesta a punto. Los trabajos duraron 37 dĆ­as. Por fortuna para ellos, los jabalĆ­es y las tortugas eran abundantes y les sirvieron de alimento. Y ya que los tripulantes de los dos barcos estaban en tierra firme y todos reunidos, ¿por quĆ© no celebrar un consejo de oficiales? AsĆ­ se hizo. En aquella reuniĆ³n todos expusieron sus puntos de vista, y parece ser que el desacuerdo con el mal gobierno de Juan Carvalho era generalizado, y por tal motivo fue destituido por unanimidad como capitĆ”n y jefe de la expediciĆ³n. A partir de este momento, tres serĆ­an los que comandarĆ­an la expediciĆ³n: Gonzalo MartĆ­n MĆ©ndez se encargarĆ­a de las funciones administrativas, Gonzalo GĆ³mez de Espinosa fue nombrado capitĆ”n de la Trinidad, y Juan SebastiĆ”n Elcano cogerĆ­a el mando de la Victoria. Fue Ć©ste, el que desde el primer momento en que tomĆ³ el mando de un barco aportĆ³ a la expediciĆ³n lo que le faltaba, experiencia y sentido comĆŗn. Todos lo notaron enseguida y se dejaron guiar. A partir de ahora, se acabĆ³ en sinsentido de ir navegando a ciegas de isla en isla. Ya era hora de tomar el rumbo adecuado. Para el mes de octubre se encontraban de nuevo en la isla de Mindanao, habĆ­an deshecho todo el camino para volver al mismo sitio. Parece descabellado, pero despuĆ©s de meses vagando de un lado a otro por las costas de Borneo, lo mĆ”s sensato era dar marcha atrĆ”s y plantearse una nueva ruta, pero esta vez sabiendo a dĆ³nde dirigirse. Nada mĆ”s sencillo que hacerlo de la forma tradicional, la que todos conocemos: parĆ”ndose a preguntar. Fue lo que hizo Elcano, pararse en el sur de Mindanao y buscar a alguien que supiera por dĆ³nde se iba a las islas Molucas. Y fue al sur porque debĆ­a saber que las Molucas se encontraban en el Ecuador, como tambiĆ©n sabĆ­a que Magallanes, por razones que nadie conoce, se fue varios grados hacia el norte, donde encontrĆ³ las Filipinas. Los capitanes que, a su muerte habĆ­an tomado el mando, hasta ahora, se habĆ­an limitado a navegar, desde donde se encontraban hacia el oeste; y por ahĆ­, como ya se habĆ­a demostrado, no las iban a encontrar. Y fue de esta manera cuando para noviembre, guiados por unos nativos de Mindanao (unos cronistas cuentan que fueron llevados a la fuerza, otros que se lo pidieron por favor), y dejando atrĆ”s algunas islas, navegando siempre hacia el sur, avistaron, por fin, las islas Molucas. El dĆ­a 8 fondearon frente a la isla de Tidore. Si hacemos caso a Pigafetta, la bienvenida que les dieron en esta isla no desmerece en nada a la que les dieron en Borneo; menos espectacular, pero mĆ”s calurosa y acogedora, sobre todo, porque los recibiĆ³ el rey en persona, y prescindiendo de un medio de comunicaciĆ³n tan complicado como el del boca a boca y la cerbatana. Y encima, este rey era adivino y habĆ­a profetizado la venida de los espaƱoles. «9 de noviembre de 1521. Vino el rey en una piragua, un hijo suyo llevaba el cetro real; dos hombres con sendos vasos de oro llenos de agua para lavarse las manos, y otros dos con dos cofrecillos dorados llenos de betel (hojas estimulantes para masticar). Nos dio la bienvenida, diciĆ©ndonos que desde hacĆ­a mucho tiempo habĆ­a soƱado que algunos navĆ­os debĆ­an venir de paĆ­ses lejanos, y que para asegurarse de si el sueƱo era verdadero habĆ­a examinado la Luna, en la cual habĆ­a notado que, efectivamente, arribarĆ­an, y que era a nosotros a quien esperaba.» El archipiĆ©lago de las Molucas, compuesto por unas 30 islas (sin contar los numerosos islotes) es de origen volcĆ”nico, y casi todas ellas estĆ”n coronadas por una o varias montaƱas cĆ³nicas (volcanes), que Pigafetta llama “pirĆ”mides”. Su clima es nuboso y lluvioso, y por eso el italiano cuenta que estas montaƱas estĆ”n casi siempre cubiertas de nubes. Aunque en los meses de noviembre y diciembre son mĆ”s frecuentes los dĆ­as soleados. La tierra de estas islas, debido a su origen, es de color oscuro y muy porosa, los cultivos no son fĆ”ciles, y quizĆ”s por eso, a Maximiliano de Transilvania le pareciĆ³ que aquella gente era paupĆ©rrima, «porque carecen de casi todas las cosas necesarias para la sustentaciĆ³n de la vida humana...». QuerĆ­a decir con esto, que sus habitantes son gente pobre, y sus condiciones de vida para subsistir no son nada fĆ”ciles, nada que ver con lo visto en Borneo. Y sin embargo, aquellas empobrecidas tierras y sus condiciones climĆ”ticas hacen posible el crecimiento de las codiciadas especias que en Europa alcanzaban el valor del oro. Pero las especias solo sirven para condimentar, y su valor alimenticio es escaso, y por eso los habitantes de las islas no les daban valor alguno. Almansur, asĆ­ se llamaba el rey, al que llamaron Almanzor, era musulmĆ”n, y solo les hizo una pequeƱa “exigencia”, que mataran los cerdos que llevaban a bordo, que a cambio Ć©l les proporcionarĆ­a algunas cabras. AdemĆ”s de estos animales, Almansur les hizo otros regalos, entre los que habĆ­a varias aves del paraĆ­so, que hizo las delicias de los marineros y levantĆ³ las fantasĆ­as de Transilvano, que cuenta que lo siguiente, despuĆ©s de que Elcano le regalara una. «Se tienen por cosa celestial, y aunque estĆ©n muertas jamĆ”s se corrompen ni huelen mal, y son en el plumaje de diversos colores y muy hermosos y tienen la cola harto larga, y si les pelan una pluma, les nace otra, aun cuando estĆ©n muertas». Pero si el rey de Borneo los recibiĆ³ amistosamente para hacer alarde de su poder, este pequeƱo reyezuelo de la isla de Tidore, lo que le interesaba era hacer amigos que lo defendieran del azote de los piratas turcos y los abusos de los portugueses, que ya rondaban por allĆ­. Y fue Ć©l mismo quien se declarĆ³ abiertamente amigo del rey de EspaƱa. Lo cierto es que, a los espaƱoles lo que les interesaba era cargar los barcos cuanto antes y salir de allĆ­, apenas supieron que habĆ­a portugueses cerca. El clavo es abundante en la isla de Tidore. Es el capullo de la flor de un Ć”rbol que puede alcanzar los 20 metros de altura. Pigafetta dice que solo crecen entre la bruma de las montaƱas de la isla. Nuevamente recurre a la fantasĆ­a, tal como ya contĆ³ que en las islas Canarias habĆ­a un Ć”rbol envuelto en una perpetua nube que destilaba agua por sus hojas. Es cierto, como ya se ha dicho, que las montaƱas estĆ”n casi constantemente envueltas en nubes, pero no es indispensable para el crecimiento del clavo. La recolecciĆ³n del clavo fue encargada a los indĆ­genas, que eran los que verdaderamente sabĆ­an cĆ³mo hacer esta faena. A cambio, los espaƱoles ofrecieron las mercancĆ­as de costumbre, tan preciadas entre aquellas gentes. Solo habĆ­a un problema: por mucha prisa que tuvieran por cargar y marcharse, la cosecha no estarĆ­a lista para la recolecciĆ³n hasta el prĆ³ximo mes. Sin embargo, en una isla, a no muchas millas de allĆ­, sĆ­ que ya estaba el clavo maduro, y hasta allĆ­ se desplazaron, y comenzaron a recolectar, no solo clavo, sino tambiĆ©n nueces moscadas y otras especias, igualmente valiosas Un dĆ­a llegĆ³ hasta los espaƱoles un personaje que vivĆ­a en la vecina isla de Ternate, se llamaba Pedro Alfonso de Lorosa, un portuguĆ©s que, al igual que Francisco Serrao, el amigo de Magallanes, se habĆ­a quedado a vivir allĆ­. Las noticias que traĆ­a no eran buenas. Por una parte, Francisco Serrao habĆ­a muerto. De haber conseguido Magallanes llegar a las islas, no habrĆ­a podido encontrarse con su amigo. Por otra, en Ternate existĆ­a un almacĆ©n de especias construido por los portugueses, que de vez en cuando venĆ­an por allĆ­. Si se presentaban en aquellos precisos momentos habrĆ­a problemas. Daba igual si aquel hemisferio pertenecĆ­a a una u otra naciĆ³n. HabrĆ­a problemas y gordos. Por suerte para ellos, los portugueses andaban vigilantes en Malaca, temerosos de un asalto de los piratas turcos, y no tenĆ­an demasiado tiempo de ir y venir por aquellas islas, aunque solo era cuestiĆ³n de tiempo que se enteraran de la presencia espaƱola, y entonces sĆ­ que vendrĆ­an. Por eso habĆ­a que darse prisa en cargar los barcos y partir cuanto antes. Y mientras tanto, Almansur, el rey de Tidore, les pedĆ­a calma y que estuvieran en la isla cuanto mĆ”s tiempo mejor, necesitado como estaba de su protecciĆ³n. Se ofreciĆ³ a ser vasallo del rey de EspaƱa y anunciĆ³ que cambiarĆ­a el nombre de su isla por el de Castilla. Elcano, casi enternecido por la peticiĆ³n de aquel reyezuelo, tuvo que buscar una buena excusa para no darle una seca negativa a quedarse allĆ­. Le dijo que era necesario partir cuanto antes, para que, el rey de EspaƱa, pudiera enviar mĆ”s barcos, mĆ”s soldados, que pudieran garantizar la defensa de Tidore, pues ellos eran pocos para enfrentarse a turcos y portugueses. Repasando las obras de algunos autores podemos observar que poco o nada se detienen a contar demasiadas cosas sobre la estancia de los espaƱoles en las Molucas. Esto se debe principalmente a que, una vez muerto Magallanes, parece como si el resto de la aventura careciera de importancia, cuando no es asĆ­ en absoluto. Elcano completĆ³ la misiĆ³n encomendada por Carlos I, que era ni mĆ”s ni menos que llegar a las Molucas y traer a EspaƱa las preciadas especias; un objetivo final que Magallanes no le dio la gana de completar, pues pesĆ³ mĆ”s la promesa del rey de adjudicarle dos islas, si descubrĆ­a mĆ”s de seis. Aparte de incumplir el mandato de no detenerse innecesariamente en ningĆŗn lugar, su avaricia personal le llevĆ³ a la muerte. Pigafetta cuenta abundantes detalles sobre la estancia en las islas de Tidore y Ternate; y lo cuenta todo de una forma confusa y embarullada, se enrolla demasiado, y quizĆ”s este sea otro de los motivos por el que nadie se detenga demasiado en “descifrar” lo que cuenta el italiano. AquĆ­ solo vamos a hacer un breve resumen, pero al menos tendremos una idea generalizada de lo que vivieron en las islas, el poco mĆ”s de un mes que pasaron allĆ­. «Cuando supo quiĆ©nes Ć©ramos y el objeto de nuestro viaje, nos dijo que Ć©l y todos sus pueblos tendrĆ­an gran alegrĆ­a siendo amigos y vasallos del rey de EspaƱa; que nos recibirĆ­a en su isla como a sus propios hijos; que podĆ­amos bajar a tierra y estar en ella como en nuestras casas; y que, por amor a nuestro soberano, era su voluntad que desde aquel dĆ­a en adelante su isla dejase el nombre de Tadore y tomase el de Castilla.» AsĆ­ nos cuenta Pigafetta la calurosa acogida por parte del rey de Tidore, y el humilde sometimiento de Ć©ste al rey de EspaƱa. Parece exagerado, pero sus buenas razones tenĆ­a. No se sabe si por allĆ­ se conocĆ­a algo sobre EspaƱa y sobre su rey, que por aquellas fechas estaba ya reciĆ©n nombrado emperador del Sacro Imperio como Carlo V, pero el caso es que los recibieron como a Ć”ngeles salvadores. Incluso habĆ­an predicho su llegada. Tidore era una pequeƱa isla, que como todas islas tenĆ­a su rey, y como todo rey tenĆ­a sus mĆ”s y sus menos con los otros reyes de las otras islas. Y todas estas islas tenĆ­an un problema en comĆŗn, la extorsiĆ³n por parte de todo aquel que llegaba desde tierras lejanas buscando algo a lo que ellos no le daban el mĆ­nimo valor. Almansur, (no estĆ” claro que de verdad se llamara asĆ­) estaba harto del poco respeto que mostraban los portugueses, que habĆ­an convertido su isla en una colonia donde sus habitantes debĆ­an estar a su entero servicio. Sus mujeres, ademĆ”s eran constantemente acosadas. No les importaba si su fĆ­sico era o no agradable, porque segĆŗn Pigafetta, a Ć©l, al menos, no le gustaban: «Las mujeres de este paĆ­s son feas; van desnudas como las de las otras islas, cubriendo sus partes sexuales con un paƱo hecho de corteza de Ć”rbol; los hombres van igualmente desnudos, y a pesar de la fealdad de sus mujeres, son muy celosos.» Luego estaban lo piratas turcos, que se aproximaban a las islas buscando atracar a los portugueses, y ya de paso dar algĆŗn que otro golpe a las islas. Por Ćŗltimo, estaban los problemas con las islas vecinas, donde ocurrĆ­a algo parecido a lo de Europa, donde todos los reyes son familia, y ya se sabe lo que a veces ocurre en las mejores familias. Por lo tanto, el rey de Tidore vio en los espaƱoles su salvaciĆ³n. Y no debiĆ³ ser la conducta de los reciĆ©n llegados muy agresiva con ellos cuando al cabo de un mes, cuando decidieron marcharse, Almansur vino a suplicarles que no lo hicieran. «Vino el rey el mismo dĆ­a y subiĆ³ a bordo sin mostrar la menor desconfianza, diciendo que entre nosotros se hallaba como en su propia casa, asegurĆ”ndonos que le era muy sensible una partida tan repentina y tan poco corriente, porque todos los navĆ­os empleaban ordinariamente treinta dĆ­as en completar su carga, y nosotros lo hicimos en mucho menos tiempo.» Les dijo tambiĆ©n que, si se habĆ­a prestado ayudarlos, no habĆ­a sido para acelerar su marcha. IntentĆ³ disuadirlos advirtiĆ©ndoles que no era la estaciĆ³n mĆ”s apropiada para navegar por aquellos mares. Y viendo que tanto sus sĆŗplicas como sus advertencias no servĆ­an de nada, hizo un Ćŗltimo intento a la desesperada: «¡EstĆ” bien! Os devolverĆ© lo que me habĆ©is dado en nombre del rey de EspaƱa, porque si partĆ­s sin darme tiempo para preparar a vuestro rey otros regalos dignos de Ć©l, todos los reyes vecinos dirĆ”n que el rey de Tadore es un ingrato, por recibir beneficios de un rey tan grande como el de Castilla sin enviarle nada a su vez. DirĆ”n tambiĆ©n que partĆ­s tan precipitadamente por miedo a una traiciĆ³n mĆ­a, y toda mi vida llevarĆ© la afrenta de traidor.» Y despuĆ©s, jurĆ³ entre lĆ”grimas sobre el CorĆ”n y por AlĆ”, que siempre serĆ­a fiel amigo del rey de EspaƱa. Ante tan dramĆ”tica situaciĆ³n tales muestras de afecto que parecĆ­a sincero, Elcano le prometiĆ³ que se quedarĆ­an quince dĆ­as mĆ”s. Y como muestra de reciprocidad le regalaron un estandarte real. Poco despuĆ©s, alguien les contĆ³ lo acontecido entre el rey y los principales personajes de la isla. Ante la inminente marcha de los espaƱoles, los isleƱos se sentĆ­an de nuevo indefensos, y como algunos ya se hacĆ­an a la idea de que nada podrĆ­a detenerlos, pensaron que lo mejor serĆ­a asesinarlos a todos; asĆ­ se lo aconsejaron a su rey. De esta manera, al menos, podrĆ­an ganarse la simpatĆ­a y benevolencia de los portugueses. Almansur, horrorizado por tan descabellada propuesta, contestĆ³ de forma contindente que, habiendo prometido lealtad y fidelidad al rey de EspaƱa y con el cual habĆ­a jurado la paz, «nada le inducirĆ­a a tal perfidia.» Se habĆ­a recogido tanta cantidad de clavo y otras especias, que no podrĆ­an cargarlo todo en los dos barcos. El 25 de noviembre comenzaron a cargar y el 8 de diciembre estaban listos para partir. Espinosa y Elcano no estaban muy de acuerdo con la ruta a seguir. Volver por el PacĆ­fico y cruzar de nuevo el estrecho no era del agrado de muchos. Para cuando llegaran allĆ­, la Patagonia estarĆ­a en pleno otoƱo, mal tiempo para bajar tan al sur. Finalmente, Elcano partiĆ³ con la Victoria y Espinosa le siguiĆ³ con la Trinidad. Almansur lloraba a lĆ”grima viva viĆ©ndolos cĆ³mo se alejaban, seguidos de numerosas piraguas, que habĆ­an salido a despedirlos. Elcano puso rumbo sur, aprovechando los vientos que soplaban en esa direcciĆ³n. Su idea era buscar una ruta al sur del ƍndico, lejos de las rutas portuguesas, hasta llegar a Ɓfrica y rodear el cabo de Buena Esperanza. Era un largo camino, a travĆ©s de mares desconocidos, pero lo prefirieron antes que volver por un enorme ocĆ©ano, del que tan mal recuerdo guardaban todos. No habĆ­an navegado mucho trecho cuando se dieron cuenta de que la Trinidad se iba quedando atrĆ”s. Algo no iba bien. Elcano ordenĆ³ dar media vuelta para comprobar quĆ© sucedĆ­a. La Trinidad se inundaba. HabĆ­a que volver atrĆ”s.

 

La Trinidad y la Victoria se separan

Por mĆ”s que la revisaron, no encontraron la vĆ­a de agua en la Trinidad. No habĆ­a agujeros, el problema era mucho mĆ”s grave, las cuadernas se habĆ­an desencajado y el agua se filtraba por las juntas. La quilla, ademĆ”s, estaba en muy mal estado y habĆ­a que renovarla por completo. Son muchos los que achacan esta grave averĆ­a a la avaricia de querer cargar mĆ”s de lo que el barco admitĆ­a. Puede ser que sobrepasaran el peso que la maltrecha Trinidad podĆ­a soportar, pero habrĆ­a que tener en cuenta que, el problema de seguro ya venĆ­a del reciente accidente sufrido, cuando encallĆ³ en unos arrecifes. La reparaciĆ³n no fue del todo satisfactoria, debido a las condiciones del lugar. Es una circunstancia que casi todos pasan por alto, y siempre se suele echar la culpa a la sobrecarga. En cualquier caso, ellos mismos decidieron reducir el peso antes de partir de nuevo, por si acaso. Entonces se tomĆ³ una decisiĆ³n. Elcano emprenderĆ­a el camino de regreso de inmediato y Espinosa, despuĆ©s de reparada la Trinidad, harĆ­a lo mismo, pero por el PacĆ­fico, ya que por lo visto, este capitĆ”n era mĆ”s de la idea de regresar por ese ocĆ©ano. Al enterarse Almansur del contratiempo ofreciĆ³ a su gente para ayudar en la reparaciĆ³n, que llevarĆ­a su tiempo. Mientras tanto -dijo- los que marchen pueden hacerlo tranquilos, porque los que se quedaran en la isla mientras durara la reparaciĆ³n serĆ­an tratados como a sus propios hijos. Pigafetta cuenta que, al oĆ­r aquellas emotivas palabras, muchos derramaron lĆ”grimas. SĆ”bado 21 de diciembre de 1521. El Victoria estĆ” listo para partir, el tiempo es excelente para navegar. Algunos prefirieron quedarse en la isla, pues estaban ya cansados, y tenĆ­an miedo de aventurarse en un nuevo viaje, con otro medio mundo por recorrer, a travĆ©s de una ruta desconocida. Sus puestos fueron ocupados por otros tantos, que sĆ­ estaban ansiosos por regresar. Y aquellos que quedaron por obligaciĆ³n, se apresuraron a escribir cartas, para que, si el Victoria conseguĆ­a llegar a EspaƱa, se las entregaran a sus seres queridos. Hacia el mediodĆ­a, el Victoria leva anclas y despliega las velas. Los nativos acuden con canoas para acompaƱarlos un buen trecho, como hicieron antes. Los dos barcos disparan salvas al despedirse, y en ambos corren lĆ”grimas por las mejillas de cada marinero. AtrĆ”s quedan cincuenta y tres marineros. La Victoria emprende el viaje con cuarenta y siete. Unos y otros jamĆ”s se volverĆ­an a ver. O quizĆ” alguno de ellos si. Hay quien dice que entre Magallanes y Elcano hubo disputas y rencillas, que no se entendĆ­an, y cosas por el estilo. QuizĆ”s por aquello de que uno iniciĆ³ la aventura y otro la acabĆ³, piensan que entre ambos hubo algĆŗn tipo de vĆ­nculo. No hay pruebas de que asĆ­ fuera. Ni siquiera hay ningĆŗn cronista que cuente si hubo una sola conversaciĆ³n entre ellos, nada que haga referencia a contacto alguno. Elcano era maestre de la ConcepciĆ³n y luego viajĆ³ en otros barcos para acabar en el Victoria, pero nunca viajĆ³ junto a Magallanes. Si se habla de disputas entre ellos es debido al trato que Pigafetta le da en sus escritos, es decir: ningĆŗn trato, porque no lo menciona jamĆ”s. Y por eso se piensa que le tiene ojeriza. Pigafetta adoraba a Magallanes, eso lo deja bien claro, y si Elcano hubiera estado en contra de Magallanes en algĆŗn momento, no hubiera dudado en ponerlo de vuelta y media, tal como hace con todo aquel que, de alguna manera, le llevĆ³ la contraria. Y, el hecho de no criticarlo, nos deja medianamente claro que Elcano ni siquiera tuvo un papel destacado en la rebeliĆ³n de los capitanes en la bahĆ­a de San JuliĆ”n. Simplemente estuvo allĆ­ y fue uno mĆ”s, de los tantos que pensaban que a Magallanes se le estaba yendo la pinza. Pigafetta simplemente se comportĆ³ como un niƱo enrabietado al ver, tristemente, cĆ³mo otro obtenĆ­a un premio que debĆ­a haberle correspondido a su amado “capitano generale”. Evitando mencionar el nombre de aquel que al tomar las riendas de la expediciĆ³n consiguiĆ³ enderezar el rumbo que habĆ­an perdido (Magallanes ya se habĆ­a desviado de Ć©l), no demuestra, sino que nunca asumiĆ³ que a la muerte de su Ć­dolo otro ocupara su lugar. No dice quiĆ©n va al mando de la Victoria cuando sale de la isla de Ternate, sĆ³lo da detalles del nĆŗmero de tripulantes, y que con ellos van algunos isleƱos que los acompaƱan para guiarlos entre la infinidad de islas que van encontrando, para que no encallen en los arrecifes. Luego se centra en ir describiendo a los habitantes que encuentra en esas islas, pigmeos muy bajitos, antropĆ³fagos que se ponen adornos muy raros en pelos y barba, y animales a cuĆ”l mĆ”s raro. TendrĆ­amos un gran relato de la arriesgada travesĆ­a que hicieron, recorriendo mĆ”s de 20.000 kilĆ³metros, por mares desconocidos y sin tocar tierra, si en vez de contarnos fĆ”bulas sobre seres extraƱos, muchas veces sacadas de libros ya existentes, nos hubiera escrito algo mĆ”s sobre la travesĆ­a. De esta manera, quiso quitarle importancia a un viaje que fue tanto o mĆ”s arriesgado que el que hicieron por el PacĆ­fico. Los demĆ”s, o no pudieron o no tuvieron tiempo de ir escribiendo cuanto ocurrĆ­a, pero algo nos ha llegado, y por ese algo, sabemos cuĆ”nto sufrieron en un ocĆ©ano que estaba destinado a convertirse en la tumba de la mayorĆ­a de aquellos intrĆ©pidos marineros. 

9

Una semana mĆ”s tarde habĆ­an recorrido 500 kilĆ³metros hacia el sur y llegado a la isla de BurĆŗ, la cual bordearon. Luego pasaron entre esta isla y la mĆ”s pequeƱa llamada AmbĆ³n. Navegaban de dĆ­a y paraban de noche, por consejo de los que los guiaban, para no encallar entre los arrecifes o no chocar con los innumerables islotes de la zona. La nochevieja del aƱo 1521 ya navegaban por el mar de Banda con rumbo suroeste, y el aƱo nuevo lo recibieron de la misma manera. El 8 de enero sufrieron una gran tormenta, que segĆŗn Pigafetta, los golpeĆ³ tan fuerte que todos hicieron voto de ir a visitar a la Virgen de GuĆ­a si salĆ­an con vida. Y tuvo que ser verdad que fue muy fuerte porque los hizo chocar contra los temidos arrecifes y daƱaron la nave. Una vez amainada la tormenta, vararon en una playa de la isla de Nusa, una de las mĆ”s de 40 islas e islotes que forman una gran barrera que comienza en Borneo y la isla de Java, para continuar con las islas menores de Sonda: Bali, Sumbawa, Sumba, Flores, Nusa, Timor… y acaba en Babar, aunque continĆŗa con otras islas hasta Nueva Guinea, una barrera que hay que cruzar para abandonar el mar de Banda. Pero de momento tendrĆ­an que pasar mĆ”s de dos semanas en Nusa reparando los daƱos causados por la tormenta. Habiendo oĆ­do hablar de una isla algo mĆ”s grande que las demĆ”s (Timor) que los portugueses no habĆ­an descubierto aĆŗn, Elcano decidiĆ³ dirigirse allĆ­, una vez reparada la nao. No pudieron hacer demasiados negocios, pues apenas si les quedaban baratijas. Se puede decir que allĆ­ agotaron los miles de espejitos y objetos metĆ”licos que tanto gustaban a los indĆ­genas. Y aun asĆ­, consiguieron abastecerse de animales y fruta para la travesĆ­a que iban a comenzar. No lo sabĆ­an, pero estarĆ­an cinco meses sin pisar tierra. El 8 de febrero de 1522 partieron desde la isla de Timor. AtrĆ”s quedaron dos desertores que prefirieron quedarse entre los indĆ­genas antes de enfrentarse a un duro castigo, por haber participado en una reyerta. Y posiblemente, por allĆ­ quedaron tambiĆ©n los isleƱos que les habĆ­an guiado desde las Molucas. HabĆ­a pasado ya un mes y diez dĆ­as desde que salieron de Tidore. Con rumbo suroeste navegaron a una distancia de unos 400 kilĆ³metros de las costas australianas, hasta adentrarse definitivamente en el ƍndico sur, en unos mares de los que no se tenĆ­a noticia de que nadie hubiera surcado jamĆ”s.

La ruta ortodrĆ³mica creada por Elcano

Fue casualidad, suerte, o es que Elcano sabĆ­a mĆ”s que los ratones coloraos. El caso es que trazĆ³ una ruta perfecta, la mĆ”s corta entre dos puntos del globo. Es lo que en navegaciĆ³n, tanto naval como aĆ©rea, se llama ruta ortodrĆ³mica. Para entenderlo podemos coger un mapa, buscar dos puntos lejanos y trazamos una lĆ­nea recta. Sobre el mapa extendido sobre una mesa, esa es la distancia mĆ”s corta, aparentemente. Pero si tenemos a mano un globo terrestre y trazamos la lĆ­nea con una cuerda, nos daremos cuenta enseguida de que no es asĆ­ (o muy pocas veces coinciden las dos). La tierra es esfĆ©rica, y un mapa no es otra cosa que una esfera que, al extenderla, necesariamente hay que deformarla. Motivo por el cual la isla de Groenlandia se ve mĆ”s grande que Australia, o el continente AntĆ”rtico ocupa toda la parte sur de los mapas, como si fuera el continente mĆ”s grande del mundo. Las distancias entre uno y otro lugar cambian y no son lo cortas que parecĆ­an ser. FijĆ©monos en el ejemplo de la ilustraciĆ³n. La ruta azul claro es la que siguiĆ³ Magallanes desde el estrecho que descubriĆ³ hasta las Filipinas. La ruta roja es la que, aparentemente, es mĆ”s corta. Sin embargo, la verde, es la ruta ortodrĆ³mica, Ć³sea, la mĆ”s corta. Choca bastante comprobar que, en vez de subir, hay que bajar. Pero es solo porque lo vemos en un mapa plano, Si cogemos un globo terrĆ”queo nuestra perspectiva cambia. Evidentemente, esto hubiera significado que, de querer seguirla, hubieran tenido que bajar y cruzar el cĆ­rculo polar antĆ”rtico; algo que, por supuesto, nunca se les hubiera ocurrido hacer. Porque las rutas ortodrĆ³micas no eran casi nunca, en aquellos tiempos de navegaciĆ³n a vela, las mĆ”s adecuadas. Y no solo por tener que bajar demasiado al sur o subir al norte, sino por los vientos y las corrientes marinas. Los marinos que hacĆ­an viajes a lugares ya descubiertos seguĆ­an rutas conocidas, tal como por tierra se siguen caminos y carreteras que, si bien no podĆ­an marcarse sobre el agua, estaban marcadas en las cartas de navegaciĆ³n. Esas rutas habĆ­an sido descubiertas previamente por expedicionarios que se aventuraron por primera vez por aguas desconocidas, teniendo que padecer tormentas o avanzar contra corrientes marinas caprichosas y vientos que, unas veces les eran favorables y otras los dejaban tirados a la deriva durante dĆ­as o semanas. Y de todas estas desventuras en alta mar, los marinos iban tomando notas y sacando sus conclusiones sobre cuĆ”l era la mejor ruta a seguir. El ƍndico era un ocĆ©ano ampliamente explorado por los portugueses, que seguĆ­an las rutas mĆ”s favorables y conocidas. Por eso, se tiende a pensar que la travesĆ­a que hizo Elcano no tiene mĆ©rito, mĆ”s allĆ” de haberlo hecho en solitario y en una nave desvencijada. Sin embargo, lo que estaba a punto de hacer Elcano es, quizĆ”s, lo mĆ”s aventurado y peligroso de todo el viaje, sin quitar ningĆŗn mĆ©rito a la travesĆ­a del PacĆ­fico. Porque, la nao Victoria ademĆ”s de viajar sola, se disponĆ­a a hacerlo por unos mares por los que nadie habĆ­a marcado aĆŗn ninguna ruta. Elcano no tenĆ­a ni idea de quĆ© corrientes, quĆ© vientos ni quĆ© meteorologĆ­a se iban a encontrar. Solo tenĆ­a claro que debĆ­a alejarse de las rutas portuguesas: al sur, cuanto mĆ”s al sur mejor. Cuando los portugueses, que salieron en su busca, supieron hacia dĆ³nde se dirigĆ­an, y sabiendo que nunca lo encontrarĆ­an, tuvieron que mandar una carta de disculpa a su rey que decĆ­a: «serĆ” un gran milagro si consiguen ir de las Molucas a Castilla, tal como fueron de Castilla a las Molucas.» QuizĆ”s los portugueses no se habĆ­an enterado todavĆ­a de que los milagros existen. El PacĆ­fico cuenta con numerosas islas donde poder hacer escala, y si Magallanes no encontrĆ³ ninguna hasta pasados unos meses fue por pura mala suerte. La misma suerte que le sonriĆ³ con el buen tiempo no lo hizo a la hora de ponerle delante una isla. Sin embargo, en el ƍndico escasean tanto que, si nos situamos en el centro, la isla mĆ”s cercana la encontrarĆ­amos a miles de kilĆ³metros.  Este es el principal motivo por el que los mares del sur, por donde surcarĆ­a la nao Victoria, eran los mares mĆ”s desolados y solitarios del planeta. Nadie en su sano juicio se adentrarĆ­a en ellos, porque nadie tenĆ­a la necesidad de ir a ninguna parte por allĆ­. Elcano sĆ­. Ɖl tenĆ­a claro que era la Ćŗnica manera de esquivar a los portugueses. SabĆ­a que los buscaban, porque se lo habĆ­a contado Lorosa, el mismo que les notificĆ³ la muerte de Serrao. Preparaban una flotilla para salir y apresarlos. Meses mĆ”s tarde Lorosa serĆ­a asesinado por sus paisanos portugueses por haber puesto sobre aviso a los espaƱoles. Elcano siguiĆ³ con su ruta oestesuroeste, bajando hasta los 40 grados sur y luego navegaron al oeste. Magallanes habĆ­a descubierto que el PacĆ­fico, visto por primera vez por Vasco NĆŗƱez de Balboa desde PanamĆ”, era el ocĆ©ano mĆ”s grande del planeta. Elcano estaba descubriendo, en aquellos momentos, nuevos mares al sur del ƍndico, algo que poco o nada se le ha reconocido. Elcano estaba siguiendo, como se ha explicado antes, el camino mĆ”s corto, la lĆ­nea mĆ”s recta entre Timor y el cabo de Buena Esperanza, quizĆ”s sin saberlo, pues pasaron muchos dĆ­as con cielos cubiertos sin poder usar los instrumentos de navegaciĆ³n, orientĆ”ndose solo con una brĆŗjula imprecisa.  Durante los dĆ­as que viajaron paralelos a las costas australianas, las corrientes les fueron favorables. Una vez que las dejaron atrĆ”s, ocurriĆ³ lo contrario, las corrientes les venĆ­an en contra. Los vientos provenientes del sur tampoco ayudaban gran cosa. MĆ”s arriba, los portugueses tienen unas rutas que aprovechan las corrientes que van desde Australia hasta Ɓfrica, pero allĆ­ abajo, las corrientes van en sentido contrario, y cuando el viento es favorable, da la sensaciĆ³n de que se viajas a buena velocidad, porque sin puntos de referencia, no puedes ver que la corriente te arrastra hacia atrĆ”s una parte de lo que el viento te hace avanzar. Por esa razĆ³n, la velocidad que Francisco Albo calculaba por dĆ­a, unas 45 leguas, probablemente era equivocada y no pasaba de las 35 (unos 150 kilĆ³metros diarios). El 18 de febrero ya se notaba en descenso de la temperatura y los dĆ­as cubiertos de espesas nubes se sucedĆ­an. Albo no podĆ­a calcular la latitud del sol. El dĆ­a 25 por fin amaneciĆ³ despejado y pudo medirla. Se encontraban a 21Āŗ sur, a unos 900 kilĆ³metros de Australia. Al finalizar febrero se habĆ­an alejado unos 1.200 kilĆ³metro de Australia y se encontraban a 26Āŗ sur, a unos 4.000 kilĆ³metros de la India. Los marineros iban teniendo, cada vez mĆ”s, una sensaciĆ³n de soledad que les daba seguridad; su preciada carga y sus vidas estaban a salvo; pero al mismo tiempo estaban en el desamparo mĆ”s absoluto, en caso de necesidad. LlegĆ³ el mes de marzo, el otoƱo austral se aproximaba, y con Ć©l las grandes tormentas. DebĆ­an alcanzar el cabo de Buena Esperanza cuanto antes, pero los vientos no ayudaban y se veĆ­a obligado a bajar mĆ”s al sur. A partir de los 40Āŗ sur existe una franja por la que se puede dar la vuelta al mundo sin encontrar mĆ”s tierra que la punta de SudamĆ©rica, y es por este motivo por el que siempre soplan fuertes vientos y se forman grandes huracanes. Elcano encontrĆ³ viento, pero no le sonriĆ³ la suerte, pues soplaba en direcciĆ³n contraria. Estos vientos, descubiertos por Elcano, serĆ­an luego utilizados por los veleros que navegaban desde Gran BretaƱa a Australia. El 18 de marzo avistaron tierra. Se trataba de una isla solitaria de origen volcĆ”nico, que hoy se conoce como isla de Amsterdam, bautizada asĆ­ por un navegante holandĆ©s que la encontrĆ³ de nuevo 100 aƱos mĆ”s tarde. Albo nos cuenta que era una isla muy alta, deshabitada y sin Ć”rbol alguno, de forma ovalada y sin puertos de abrigo. Llevaban cinco semanas navegando, ansiosos por tocar tierra, pero les fue imposible hacerlo, pues toda la costa es agreste y con grandes acantilados. Tal como ocurriĆ³ con las primeras islas descubiertas en el PacĆ­fico, no pudieron desembarcar en ellas. En cualquier caso, nada hubieran encontrado en su interior. La punta suroeste de esta isla es la Ćŗnica parte que alguien bautizĆ³ como Punta de Elcano, pues Ć©l fue su verdadero descubridor. No pudieron reabastecerse, los alimentos comenzaban a escasear y a estropearse. El escorbuto amenazaba con aparecer. La Victoria acusaba el deterioro despuĆ©s de ser duramente maltratada por vientos y tormentas. Vieron ballenas y focas, pero no tenĆ­an los medios para cazarlas. Las unas por ser demasiado grandes, las otras por ser muy esquivas. Elcano volviĆ³ a intentar encontrar vientos favorables cruzando de nuevo los 40Āŗ sur, con idĆ©ntico resultado, viento fuerte del oeste y una gran tormenta. Avanzaban a duras penas y la tripulaciĆ³n comenzaba a enfermar y tuvieron las primeras bajas. Ante tan desesperada situaciĆ³n, algunos comentaron que era preferible entregarse a los portugueses antes que morir. Elcano no era Magallanes y convocĆ³ una reuniĆ³ para decidir quĆ© hacer. Madagascar era el punto donde hacĆ­an escala todos los barcos que transitaban entre el AtlĆ”ntico y el ƍndico. AllĆ­ podrĆ­an abastecerse, aun corriendo el peligro de caer presos de los portugueses. SabĆ­an que eran pocos y no podrĆ­an enfrentarse a ellos. La decisiĆ³n tomada por maestres y pilotos fue que no estaban dispuestos a perder todo por lo que habĆ­an luchado durante tantos meses, aƱos desde que salieron de EspaƱa. No se dejarĆ­an atrapar por unos envidiosos resentidos, cuyo rey tuvo en sus manos financiar aquella gran aventura y la dejĆ³ escapar, tal como habĆ­an dejado escapar el descubrimiento del Nuevo Mundo. Se enfrentarĆ­an a cuantos peligros fuera menester, incluidos el hambre y las enfermedades, pero no se dejarĆ­an atrapar. No irĆ­an a Madagascar. Aquella valiente decisiĆ³n no hizo sino inyectar Ć”nimos y fuerza en la tripulaciĆ³n para seguir adelante.

La Ćŗltima aventura de la nao Trinidad

El 6 de abril de 1522 la Victoria se encontraba a unos 1.200 kilĆ³metros de la isla de Madagascar, a la cual habĆ­an decidido no dirigirse, y a casi 3.000 del cabo de Buena Esperanza, el cual querĆ­an rodear a una distancia prudente que evitase el encuentro con barcos portugueses. Y mientras tanto, la Trinidad ya habĆ­a sido reparada. Cuatro meses habĆ­a durado un arreglo que habĆ­a exigido desmontar y volver a montar gran parte del casco y otras partes de su estructura. Sabemos por los cronistas que Espinosa y Elcano se habĆ­an despedido abrazados y llorando. No era para menos, pues despuĆ©s de mĆ”s de 2 aƱos compartiendo aventura, tenĆ­an forzosamente que separarse, para que, al menos uno de los dos completara la misiĆ³n con Ć©xito. Espinosa y sus hombres se habĆ­an quedado en Tidore expuestos a que en cualquier momento se presentaran los portugueses y los apresaran. Pero habĆ­an tenido suerte y habĆ­an podido completar la reparaciĆ³n sin ser que eso ocurriera. Ahora estaban listos para zarpar, la carga, que habĆ­a tenido que ser sacada del barco, ya estaba colocada en sus bodegas de nuevo. Pero no seguirĆ­an los pasos de la Victoria, sino que se disponĆ­an a volver por el PacĆ­fico, aunque no por la misma ruta que habĆ­an venido. El 6 de abril abandonaban la isla ante las sĆŗplicas de Almansur que se volvĆ­a a quedar solo ante las posibles represalias portuguesas, cuando supieran que habĆ­a ayudado a los espaƱoles. Por eso, Espinosa dejĆ³ en la isla a cinco espaƱoles y toda la artillerĆ­a para que construyeran un fuerte y asĆ­ poder defenderse. NavegarĆ­an hacia PanamĆ” por los mares del norte, la ruta mĆ”s corta, aparentemente. Si llegaban a tierras espaƱolas podrĆ­an poner a salvo la carga y reabastecerse. HabrĆ­a tiempo de pensar cĆ³mo llegar a EspaƱa y de reparar el barco si llegaba maltrecho. Lo que se disponĆ­a a hacer Espinosa no carece de mĆ©rito, pues habĆ­a intuido de forma magistral cuĆ”l era la ruta correcta para volver a AmĆ©rica. Magallanes habĆ­a tenido una suerte asombrosa al encontrar vientos favorables y una impecable meteorologĆ­a, a travĆ©s de un ocĆ©ano desconocido. Sin embargo, las rutas de ida no servĆ­an como rutas de vuelta, y a Espinosa le tocaba descubrir una nueva. La ruta de Poniente, asĆ­ se llamarĆ­a, fue usada por un tal AndrĆ©s de Urdaneta, y a Ć©l se le atribuye su descubrimiento. Pero fue Espinosa quien intuyĆ³ que por allĆ­ llegarĆ­a con toda facilidad a AmĆ©rica. Y lo hubiera conseguido. Pero el PacĆ­fico iba a demostrar que no hace honor a su nombre, porque nada tiene de pacĆ­fico. Hubieran llegado a PanamĆ” antes que Elcano a EspaƱa. Llevaban cuatro meses navegando. HabĆ­an recorrido 6.000 kilĆ³metros. A casi 5.000 kilĆ³metros de la costa mĆ”s cercana a NorteamĆ©rica y a casi a 10.000 de PanamĆ”. HabĆ­an subido hasta los 40Āŗ norte buscando los mejores vientos y en su camino habĆ­an descubierto varias islas. Y a finales de agosto… se desatĆ³ una gran tormenta. Cuentan los que la sufrieron que fue espantosa y que pasaron mucho frio. Los vientos soplaron con una fuerza inusual y las velas se rompieron antes de poder arriarlas. Las imponentes olas destrozaron el castillo de proa y los mĆ”stiles se partieron. Cinco dĆ­as durĆ³ el temporal, durante el cual lucharon por sobrevivir, y temiendo que en cualquier momento la nave se fuera a pique. La tripulaciĆ³n, exhausta y a punto de desfallecer, pudo comprobar, desolada, el lamentable estado en que quedĆ³ su embarcaciĆ³n, pareciendo un milagro que se mantuviera a flote. Era imposible seguir adelante. Las velas se remendaron como pudieron y los mĆ”stiles no estaban completos, por lo que, la navegaciĆ³n se tornĆ³ demasiado lenta. Lo mĆ”s sensato era regresar a Tidore. Una vez allĆ­ se decidirĆ­a si reparaban de nuevo el barco y lo volvĆ­an a intentar, o se quedaban defendiendo la isla a la espera de que llegaran nuevas expediciones espaƱolas. Iba a ser un viaje de regreso lento y agotador, donde pasarĆ­an hambre y frĆ­o. GinĆ©s Mafra escribiĆ³: «FaltĆ³les pan, vino, aceite, no tenĆ­an que comer salvo arroz, sufriendo un frĆ­o grande. ComenzĆ³ la gente a morir». Llegaron a la isla de los Ladrones, donde pudieron reabastecerse y descansar, pero ya habĆ­an muerto mĆ”s de la mitad. Desde allĆ­ intentaron volver a las Molucas. A finales de octubre, muy cerca ya de llegar, con 21 supervivientes a bordo, enfermos y sin fuerzas, son interceptados por los portugueses. AllĆ­ acabĆ³ todo. La carga fue requisada y todos fueron hechos prisioneros. No hubo trato preferente para los enfermos, que eran la mayorĆ­a y fueron maltratados igual que sus compaƱeros. La Trinidad estaba en tan mal estado que milagrosamente flotaba. Los portugueses, dĆ”ndose cuenta de que podĆ­an perder la preciada carga, se apresuraron a sacarla del barco, pero no les dio tiempo, la Trinidad se hundiĆ³ en el mismo puerto, nada mĆ”s llegar a Ć©l. El trato que sufrieron los espaƱoles fue inhumano. Fueron utilizados a trabajar como esclavos y la mayorĆ­a muriĆ³. Espinosa, GinĆ©s de Mafra, el piloto genovĆ©s LeĆ³n Pancaldo, y probablemente otro mĆ”s, fueron enviados a Portugal como muestra de que en oriente cumplĆ­an con su deber y habĆ­an apresado a los espaƱoles. El rey de EspaƱa, al enterarse de su situaciĆ³n, negociĆ³ con el rey de Portugal su libertad, por fin pudieron regresar y allĆ­ fueron debidamente recompensados. Pero del resto nunca mĆ”s se supo. Llegar al cabo de Buena Esperanza, rodearlo y poner rumbo norte estaba ya casi a punto de conseguirse. Francisco Albo hizo las mediciones pertinentes y concluyĆ³ que ya lo habĆ­an sobrepasado. Pero las corrientes en contra y los dĆ­as nublados habĆ­an conseguido despistarlo. Cuando se dieron cuenta, se encontraron con una gran barrera que les cortaba el paso, era Ɓfrica, el cabo de Buena Esperanza que aĆŗn no habĆ­an sobrepasado. Un error que casi les cuesta el naufragio. Esta punta de Ɓfrica fue bautizada por los portugueses como cabo de las Tormentas. Nombre que le venĆ­a muy bien, ya que se trata de un punto donde se encuentran dos ocĆ©anos y las corrientes de uno y otro luchan por abrirse paso, azuzados, ademĆ”s, por las corrientes frĆ­as que vienen del Ɓrtico. Los intrĆ©pidos marinos que osan navegar por sus aguas se arriesgan a soportar las embestidas de las gigantescas olas que allĆ­ se alzan. Los temporales pueden ser terribles, como el que sufriĆ³ BartolomeuDias, que se vio obligado a volver a Portugal ante la amenaza de sus hombres que a punto estuvieron de amotinarse. El rey de Portugal, para animar a sus hombres y quitarles el miedo, ordenĆ³ que le cambiaran el nombre, y en vez de cabo de las Tormentas le pusieron el de Buena Esperanza. Pero el cambio de nombre no hizo cambiar el comportamiento de aquellas aguas, y ahora, atrapada en ellas, la nao Victoria iba a poder comprobar en su desvencijada estructura lo que era un temporal como nunca sus tripulantes habĆ­an visto jamĆ”s. Pigafetta una vez que se cansĆ³ de escribir sobre sultanes indios y chinos que vivĆ­an en palacios rodeados de inmensas murallas, cuenta la terrible experiencia de esta manera: «Para doblar el Cabo de Buena Esperanza nos elevamos hasta los 42Āŗ de latitud Sur, y tuvimos que permanecer nueve semanas enfrente de este Cabo, con las velas recogidas, a causa de los vientos del Oeste y del Noroeste que tuvimos constantemente y que acabaron en una horrible tempestad. El Cabo de Buena Esperanza estĆ” a 34Āŗ 31’ de latitud meridional, a mil seiscientas leguas del cabo de Malaca. Es el mĆ”s grande y peligroso cabo conocido de la tierra.» Pigafetta no exagera, durante el tiempo que durĆ³ el temporal creyeron morir, y de hecho muchos de ellos, ya enfermos, murieron. Las fuertes corrientes eran semejantes a enormes rĆ­os, que los arrastraban de un lado a otro sin control. Cuando las corrientes se entrecruzan, forman un remolino que amenaza engullirlos en su interior. Las olas, cuya altitud nunca habĆ­an visto ninguno de ellos, superaban los veinte metros, levantaban el barco hacia arriba para dejarlo caer y quedar rodeado de montaƱas de agua por todas partes, luego subĆ­a de nuevo, y volvĆ­a a bajar. Se rompiĆ³ un mastelero y perdieron la poca movilidad que tenĆ­an. Sin poder avanzar, estuvieron allĆ­ atrapados hasta que la tormenta por fin remitiĆ³ y pudieron salir de la zona, para poner rumbo norte. 
Solo entonces pudieron reparar, como buenamente pudieron, el mastelero roto, aunque el barco no volviĆ³ a ser tan maniobrable. En realidad, ninguno de ellos podĆ­a creer cĆ³mo el Victoria habĆ­a resistido. Era un milagro. Y este milagro debĆ­a prolongarse unos meses mĆ”s, si querĆ­an llegar a casa. AtrĆ”s quedaba por fin un cabo que se comporta como un monstruo asesino, que esquivan los que lo conocen y pueden calcular la estaciĆ³n y los meses del aƱo en que duerme. Porque si intentas rodearlo despierto, sus fauces te pueden destrozar. Elcano y su tripulaciĆ³n, que no pudieron escoger el momento oportuno, y ademĆ”s se acercaron por error, pagaron las consecuencias. En sus aguas quedaron algunos compaƱeros, entre ellos tres de los siete indĆ­genas que les habĆ­an servido de guĆ­as al salir de las Molucas, y continuaron viaje con ellos hasta EspaƱa, como embajadores de Almansur. Pero lo peor ya habĆ­a pasado, ahora solo habĆ­a que pensar en que por fin estaban en el Ćŗltimo tramo del camino a casa. No lo tendrĆ­an tampoco nada fĆ”cil. 

10

Pigafetta nos cuenta que, una vez rodeado el cabo de Buena Esperanza navegaron al noroeste durante dos meses enteros, sin descanso. Elcano, por su parte, escribiĆ³, de lo poco que se conserva escrito de su propia mano, que: «apenas tenĆ­amos para mantenernos mĆ”s que arroz, ni para beber mĆ”s que agua». Sorprende que diga que para beber “solo tenĆ­an agua”. Pero se entiende su preocupaciĆ³n teniendo en cuenta que el agua se corrompĆ­a y el vino almacenado en los barriles se conservaba tal cual durante meses o aƱos. Beber agua corrompida les provocaba infecciones, mientras que el vino no. El vino era indispensable en toda travesĆ­a por mar, y no solo por alegrar sus penas y sus aƱoranzas por verse lejos del hogar. Pigafetta nos lo confirma: «no tenĆ­amos mĆ”s alimento que arroz ni mĆ”s bebida que agua, pues toda la carne, por no tener sal con quĆ© salarla, se pudriĆ³.» Elcano concluye con las siguiente palabras: «Pasamos penalidades que solo Dios sabe». Entre el 9 y el 26 de junio murieron siete tripulantes, entre ellos, cuatro grumetes muy jĆ³venes. En total, entre el cabo de Buena Esperanza y las islas de Cabo Verde, Elcano cuenta que «se nos murieron de hambre veintidĆ³s hombres». A bordo ya solo quedaba la mitad de los que habĆ­an salido de las Molucas. Y muy debilitados. Como curiosidad, veamos una anĆ©cdota que nos cuenta Pigafetta:«Hicimos una observaciĆ³n curiosa al arrojarlos al mar: los cadĆ”veres de los cristianos quedaban siempre cara al cielo, y los de los indios, boca abajo, cara al mar.» Se trata de una simple casualidad, pero aquĆ­, Pigafetta nos demuestra que era un hombre culto y seguramente habĆ­a leĆ­do a Plinio, cuando hace referencia a los cadĆ”veres de romanos y bĆ”rbaros. La pĆ©rdida de tantos hombres multiplicaba el trabajo de los sobrevivientes, que no daban abasto para manejar velas, conducir el timĆ³n, subir hasta las cofas para mantener la vigilancia, reparando averĆ­as o achicando agua, estando enfermos, faltos de comida, y al borde del desvanecimiento la mayorĆ­a. Entre tanta desesperaciĆ³n solo habĆ­a algo positivo, y es que no tenĆ­an corrientes en contra y el viento les era favorable, ademĆ”s de reinar el buen tiempo, por lo que, iban mĆ”s deprisa de lo que habĆ­an ido en todo el trayecto desde las Molucas. El dĆ­a 31 de mayo estaba a 12Āŗ sur. HabĆ­an recorrido 3.000 kilĆ³metros en 10 dĆ­as. El ecuador estaba cerca. Ya no sentĆ­an frĆ­o. No era una ruta por la que navegaran nunca los barcos espaƱoles, pero los portugueses sĆ­ sabĆ­an de aquellas corrientes y aquel viento del sur que les ayudaba a remontarse por las costas africanas. De momento se aprovechaban de aquellas condiciones favorables; de mantenerse, para antes de acabar el mes de junio podrĆ­an estar en casa, pero sabĆ­an, como todo marinero experimentado sabe, que las buenas condiciones no suelen durar demasiado tiempo. Y asĆ­ fue; para el 8 de junio las corrientes ya no les eran favorables y el viento pasĆ³ a ser flojo. Ya no avanzaban con tanta velocidad. Tuvieron suerte de no padecer ninguna tormenta como la que sufrieron por aquella parte tres aƱos antes. Pero el calor asfixiante del ecuador agravĆ³ el problema de la sed que ya venĆ­an padeciendo. Era el 13 de junio; se hallaban frente a las costas de Sierra Leona. HabĆ­an sobrepasado el ecuador y sobre los 8Āŗ norte cruzaron la ruta que habĆ­an hecho de ida hacia AmĆ©rica. Acababan de completar una vuelta completa a la Tierra. Nadie lo celebrĆ³, porque nadie lo menciona, y porque nadie estaba para celebraciones. Probablemente, ni se dieron cuenta de ello. Solo pensaban en que era urgente tomar tierra. Ya no quedaban alimentos, ni agua. La situaciĆ³n era desesperada.

Un respiro en las islas de Cabo Verde

«CarecĆ­amos completamente de vĆ­veres, y si el cielo no nos hubiera concedido un tiempo favorable, hubiĆ©semos muerto todos de hambre. El miĆ©rcoles 9 de julio descubrimos las islas de Cabo Verde, y anclamos en la que llaman Santiago.» Pigafetta nos relata que llegaron a las islas de Cabo Verde, pero omite que antes habĆ­an pasado un mes inĆŗtilmente y a la desesperada, anclar en las costas de Sierra Leona. Y es muy raro que el italiano, siempre atento a todo lo extraƱo y curioso que se presenta ante su vista, omita algo como los manglares que muy pocos europeos habĆ­an visto. Son Ć”rboles resistentes a la salinidad del mar, que forman bosques sobre las playas y parecen crecer en medio del ocĆ©ano, ocultando la tierra que hay tras ellos. Estos espesos bosques, que ocupaban cientos de kilĆ³metros de costa, fueron los que impidieron a los espaƱoles desembarcar y buscar agua y alimentos, por lo que, decidieron dirigirse a las islas mĆ”s prĆ³ximas, en las cuales conocĆ­an sus puertos. Antes de llegar al cabo de Buena Esperanza habĆ­an decidido no pisar tierra para no ser apresados, pero al borde de la muerte, como todos estaban, ya todo daba igual, y aun asĆ­, no iban dispuesto a entregarse. Las islas de Cabo Verde son de origen volcĆ”nico y no abunda la vegetaciĆ³n, por lo que, encontrar fruta y animales para cazar, no era lo que iban buscando, sino ir directamente a pedĆ­rsela a sus habitantes. Fondearon frente a la isla Santiago y enviaron un bote con algunos hombres. Al mando iba el contador MartĆ­n MĆ©ndez. Desembarcaron y se dirigieron directamente hasta donde estaban los portugueses. Necesitaban desesperadamente comida para sobrevivir y asĆ­ se lo hicieron saber. Los portugueses no dudaron en prestarles la ayuda necesaria, pero querĆ­an saber quiĆ©nes eran y de dĆ³nde venĆ­an. Hay que aclarar, que, aunque no se cayeran demasiado bien entre ellos, no habĆ­a ninguna guerra declarada entre espaƱoles y portugueses. Simplemente cada cual defendĆ­a la parte del mundo que el mismĆ­simo papa les habĆ­a asignado. Los portugueses sabĆ­an que los espaƱoles iban detrĆ”s de hacerse con las Molucas y ellos las defenderĆ­an con uƱas y dientes, aun sin saber exactamente si caĆ­an de una u otra parte. Por lo tanto, si aquellos que acudĆ­an a pedirles ayuda eran unos simples marineros que pasaban por allĆ­, se la prestarĆ­an sin dudarlo. “Tuvimos que mentir e inventarnos una historia para que no nos descubrieran”, dice Pigafetta. Y asĆ­ fue, la historia que habĆ­an acordado contarles era que formaban parte de una flotilla espaƱola que volvĆ­a de AmĆ©rica y fueron sorprendidos por una gran tormenta. Todos los barcos fueron dispersados, y el resultado estaba a la vista: allĆ­ estaba su barco, todo destartalado y con una vĆ­a de agua. La treta dio resultado y volvieron con abundante comida y fruta. Pero necesitaban mĆ”s y volvieron. No se marcharon de inmediato, quizĆ”s para que los enfermos se recuperaran un poco. Todos necesitaban descansar. Al dĆ­a siguiente volvieron a por mĆ”s vĆ­veres y agua. Pero al tercer dĆ­a en que repitieron la operaciĆ³n, el bote no volviĆ³. Hay que preguntarse por quĆ© tanto ir y venir. Por quĆ© arriesgarse a ser descubiertos. La explicaciĆ³n puede ser que estaban demasiado cansados y por eso habĆ­an saltado a tierra un tercio de sus hombres, trece en total de los poco mĆ”s de treinta que quedaban vivos. Y aquellos trece no volvĆ­an. Algo habĆ­a ido mal y asĆ­ pudieron comprobarlo cuando una embarcaciĆ³n se acercĆ³ a ellos pidiĆ©ndoles que se rindieran. Elcano dio la voz de alarma y un momento las velas estuvieron desplegadas. La Victoria saliĆ³ del puerto de Santiago a toda leche, ya que el viento les favorecĆ­a (Los que quedaron atrĆ”s serĆ­an rescatados por el rey Carlos). Los portugueses no pudieron alcanzarles. ¿QuĆ© habĆ­a ocurrido y por quĆ© fueron descubiertos? Nadie lo sabe. Todo lo que se cuenta son suposiciones. Hay quien dice que alguien se fue de la lengua. QuizĆ”s, despuĆ©s de tanto tiempo sin probar el vino, alguien hablĆ³ demasiado tomando copas con los portugueses y mencionĆ³ a Magallanes, lo cual dio una pista acerca de dĆ³nde venĆ­an. Otros cuentan que hablaron del cargamento tan valioso que llevaban, y por Ćŗltimo se dice que hubo traiciĆ³n, y acusan a un portuguĆ©s, de los que se alistaron con nombre espaƱol para ser admitidos, de chivarse a sus compatriotas. Pero parece que son acusaciones falsas, porque poco despuĆ©s fue defendido por los mismos espaƱoles que estaban con Ć©l. Sea como fuere, fueron descubiertos y Elcano tuvo que huir dejando a los trece compaƱeros prisioneros de los portugueses. No se podĆ­a hacer nada por ellos, pues en el interior de la Victoria, aunque ya habĆ­an repuesto fuerzas, solo quedaban veinte, y enfermos todavĆ­a. La Victoria no era ya mĆ”s que una nave desvencijada, averiada y con los masteleros rotos, y aun asĆ­, era la mĆ”s rĆ”pida. Cuatro naves portuguesas salieron en su busca, y ninguna la alcanzĆ³, y por mĆ”s que la buscaron, no lograron encontrarla, a lo cual ayudĆ³ que la noche estaba prĆ³xima a caer. DespuĆ©s se puso de manifiesto la experiencia, la astucia y la pillerĆ­a de muchos aƱos en la armada, de Juan SebastiĆ”n Elcano, porque supo jugar al despiste, navegando hacia donde nunca pensaban que pudiera dirigirse: hacia el sur. ¿Por quĆ© una nao averiada se iba a querer alejar del punto de destino que era EspaƱa? Lo mĆ”s lĆ³gico serĆ­a pensar que huirĆ­a hacia el norte, y por allĆ­, por el norte, lo persiguieron, para no dar nunca con ellos. El marino griego Francisco Albo, piloto de la Victoria, medĆ­a diariamente las coordenadas y las iba anotando. Gracias a estas anotaciones sabemos hoy dĆ³nde se encontraban exactamente cada dĆ­a: 16 de julio de 1522 - TomĆ© el Sol en 84Āŗ ½, tenĆ­a de declinaciĆ³n 19Āŗ 44’, vino a ser la altura 14Āŗ 14’. El camino fue al Sur, al Sursudoeste, al sudoeste y al Oeste, hasta la dicha altura y el dĆ­a fue miĆ©rcoles.» De esta forma, Albo nos tiene al corriente incluso de si hizo sol o estuvo nublado, cada dĆ­a. «18 de julio de 1522 - "No tomĆ© el Sol, mĆ”s me hizo la nao de camino 8 leguas al Oesnoroeste y estoy en altura de 14Āŗ ¼, el dĆ­a fue viernes". Es decir, cuando creyeron que se habĆ­an alejado lo suficiente y habĆ­an despistado a los portugueses, volvieron a subir hacia el norte. Para el 4 de agosto estaban a 32Āŗ norte, la misma altura de las islas Canarias, pero a 1500 kilĆ³metros de ellas. La intenciĆ³n era seguir subiendo hasta llegar a las Azores. ¿Por quĆ© no ir a las Canarias, donde hubieran llegado mĆ”s pronto, y una vez allĆ­ reparar la Victoria, cuya vĆ­a de agua era cada vez mĆ”s grande? La decisiĆ³n de Elcano tenĆ­a su lĆ³gica. Si en algĆŗn lugar habĆ­an pensado los portugueses buscarlos, era precisamente en los alrededores de las Canarias. Por otra parte, ir hacia las Azores podrĆ­a proporcionarles una ruta mĆ”s rĆ”pida para llegar a EspaƱa. Aquella ruta era la escogida por los barcos espaƱoles para regresar de AmĆ©rica porque les evitaba encontrarse con los vientos elĆ­seos en contra. Y si tenĆ­an que encontrarse con algĆŗn barco, seguramente era espaƱol. Era una ruta que los llevarĆ­a hasta las costas portuguesas. Entonces, ¿no era aquello meterse en la boca del lobo? Pues no. Los portugueses los tomarĆ­an por uno de los tantos barcos espaƱoles que volvĆ­an de AmĆ©rica y, viendo el pabellĆ³n espaƱol, no los molestarĆ­an en absoluto. «15 de agosto de 1522 - TomĆ© el Sol en 61Āŗ 2/3, tenĆ­a de declinaciĆ³n 11Āŗ 8’ el camino fue al Nordeste.  Tengo la isla Flores al noroeste. El dĆ­a fue viernes.» Cruzaban entre la isla de Flores y Faial, y siguieron al nordeste buscando los mejores vientos. No tuvieron demasiada suerte y no fue hasta el dĆ­a 20 estando a 42Āŗ de altura, que encontrarĆ­an los vientos favorables para poner el rumbo definitivo hacia la penĆ­nsula IbĆ©rica. Eran solo 21 hombres. Demasiados pocos. Esto ayudaba en el racionamiento de la comida y el agua, pero multiplicaba el trabajo en el barco. No habĆ­a tiempo casi ni para dormir, pues habĆ­a que turnarse para achicar agua. Murieron estos dĆ­as tres hombres mĆ”s. No por falta de comida, pues, aunque racionada, tuvieron suficiente para llegar, pero estaban enfermos y completamente exhaustos. Demasiado cansados. Pero el destino final estaba cerca. Sus casas, sus familiares, estaban allĆ­, a pocos dĆ­as de navegaciĆ³n. Unos familiares que casi habĆ­an perdido la esperanza de volver a verlos con vida. El dĆ­a 31 de agosto estaban a tan solo 500 kilĆ³metros de las costas de Lisboa. La Victoria se inundaba cada vez a mayor velocidad. HabĆ­a que hacer cada vez mĆ”s esfuerzo por achicar agua.  Cuatro dĆ­as mĆ”s y llegaron al cabo de San Vicente, Albo hace su Ćŗltima anotaciĆ³n: «4 de septiembre de 1522 - En la maƱana vimos tierra y era el Cabo de San Vicente, y nos estaba al Nordeste. AsĆ­, cambiamos la derrota al Estesudeste por apartarnos del mismo cabo. Al dĆ­a siguiente entran en el golfo de CĆ”diz. Y por fin, el dĆ­a 6 llegan a SanlĆŗcar de Barrameda. Para los habitantes de SanlĆŗcar, ver llegar un barco hecho trizas no debĆ­a ser nada extraƱo. Muchos eran los que sufrĆ­an tormentas y llegaban con las velas rotas y desarboladas. Aquel dĆ­a la Victoria entrĆ³ en el puerto y su aspecto era lamentable, como si sobre ella hubieran caĆ­do todas las tempestades del mundo. ¿Alguien se acordaba ya de aquella nao que saliĆ³ de allĆ­ mismo tres aƱos atrĆ”s? Y de acordarse, ¿alguien podrĆ­a reconocerla? Tampoco era extraƱo ver a sus tripulantes salir con mal aspecto y jubilosos besando tierra. Sin embargo, aquellos pocos que salĆ­an ahora del ruinoso barco que acababa de atracar no eran hombres con mal aspecto, mĆ”s bien parecĆ­an muertos vivientes. En seguida fueron atendidos debidamente y les fueron llevados alimentos para que repusieran fuerzas. QuedĆ³ registrado que les subieron a bordo agua, vino, pan, carne y melones. TambiĆ©n se sabe que no tardaron en visitar a Nuestra SeƱora de Barrameda, si bien la prometida visita a la Virgen de GuĆ­a tendrĆ­a que esperar, ya que dicha virgen se encuentra en las islas Canarias, a las cuales no pudieron llegar. Aquel dĆ­a, o quizĆ”s al siguiente, Elcano se puso de inmediato a escribir una carta al rey, para que le llegara cuanto antes a Valladolid, donde su majestad se encontraba. En ella se dirige al emperador como «Su Alta y Real Majestad», lo cual indica que le habĆ­an informado de que el rey ya no solo era Carlos I de EspaƱa, sino V del Sacro Imperio Romano GermĆ”nico. En esta carta, informa al rey de que acaban de dar la vuelta al mundo habiendo salido por occidente y llegado por oriente. La idea inicial nunca fue dar la vuelta al mundo. QuizĆ”s, al elegir volver por oriente, la idea de Elcano tampoco fuera esa, pero una vez lo hubo conseguido y fue consciente de ello, nos muestra su entusiasmo en la carta que escribiĆ³: «Mas sabrĆ” su Alta Majestad lo que en mĆ”s avemos de estimar y tener es que hemos descubierto e redondeado toda la redondeza del mundo, yendo por el occidente e veniendo por el oriente.» Elcano no quiere demorarse en llegar a Sevilla, sabe que la Victoria estĆ” en muy mal estado y le preocupa el valioso cargamento. El dĆ­a 8 llegaron a Sevilla remolcados por otro barco, por lo que, casi con seguridad salieron de SanlĆŗcar el 7. «El lunes 8 de septiembre echamos anclas junto al muelle de Sevilla y disparamos toda la artillerĆ­a. El martes saltamos todos a tierra, en camisa y descalzos, con un cirio en la mano, y fuimos a la iglesia de Nuestra SeƱora de la Victoria y a la de Santa MarĆ­a de la Antigua, como lo habĆ­amos prometido en los momentos de angustia»-, cuenta Pigafetta. La casualidad quiso que la Victoria llegase al puerto de las muelas, desde donde habĆ­a salido 3 aƱos antes, justo el mismo dĆ­a en que se celebra en Triana la fiesta en honor a la virgen de la Victoria. Y allĆ­ se dirigieron, al convento donde estaba la virgen, a rendirle homenaje. Porque, aunque fuera una casualidad, para ellos fue un verdadero milagro.

Los supervivientes:

Juan SebastiĆ”n de Elcano Francisco Albo, piloto Miguel de Rodas, piloto Juan de Acusio, piloto Antonio Pigafetta MartĆ­n de YudĆ­cibus Hernando de Bustamante, barbero NicolĆ”s el Griego Miguel SĆ”nchez de Rodas Antonio HernĆ”ndez Colmenero Francisco RodrĆ­guez, portuguĆ©s de Sevilla Juan RodrĆ­guez de Huelva Diego Carmena, de Bayona Hans de AquisgrĆ”n, artillero Juan de Arana, grumete Vasco GĆ³mez Gallego, grumete Juan de Santander, grumete Juan de Zubieta, paje Estos fueron, efectivamente, los que lograron regresar a bordo de la nao Victoria. Se suele oĆ­r casi siempre aquello de: “salieron 250 y regresaron 18”, llevando al equĆ­voco de que fueron los Ćŗnicos que sobrevivieron a la expediciĆ³n. Pero como ya hemos ido viendo capĆ­tulo a capĆ­tulo, aunque fueron muchos los que murieron, otros hubo tambiĆ©n que regresaron antes de tiempo, caso de la San Antonio que volviĆ³ con 55 hombres sin que ninguno muriera por el camino, o bien fueron desertando quedĆ”ndose a vivir en las paradisiacas islas que iban visitando, o los que fueron hechos prisioneros por los portugueses que fueron rescatados mĆ”s tarde por el rey Carlos. En cualquier caso, la mortandad fue bastante alta y de esos 247 que salieron de Sevilla se salvaron un centenar, quizĆ”s menos.

Viajando siempre al oeste

“Para ver si nuestros diarios eran exactos, preguntamos en tierra quĆ© dĆ­a era de la semana, y nos respondieron que jueves, lo cual nos sorprendiĆ³, porque segĆŗn nuestros diarios estĆ”bamos a miĆ©rcoles. No podĆ­amos persuadirnos de que nos habĆ­amos equivocado en un dĆ­a, y yo menos que ninguno, porque sin interrupciĆ³n y con mucho cuidado marquĆ© en mi diario los dĆ­as de la semana y la data del mes. Supimos pronto que no era errĆ³neo nuestro cĆ”lculo, pues habiendo navegado siempre al Oeste, siguiendo el curso del Sol, al volver al mismo sitio tenĆ­amos que ganar veinticuatro horas sobre los que estuvieron quietos en un lugar; basta con reflexionar para convencerse.” Esta comprobaciĆ³n la hizo Pigafetta ya en las islas de Cabo Verde. Francisco de Albo no podĆ­a creĆ©rselo y lo achacĆ³ a un error de fechas incomprensible, pero todos se dieron cuenta de que habĆ­an llegado un dĆ­a antes de lo que marcaban los calendarios. Para ellos era dĆ­a 7, pero en Sevilla era dĆ­a 8 de septiembre. La explicaciĆ³n es que, viajando siempre a poniente, al completar una vuelta completa a la Tierra, han visto pasar el sol sobre sus cabezas una vez menos. Han vivido un dĆ­a menos, pero en el mismo tiempo que los que han estado quietos en un lugar y han vivido un dĆ­a mĆ”s. En realidad, lo que han hecho es vivir dĆ­as mĆ”s largos, sin darse cuenta. En la novela de Julio Verne, “La vuelta al mundo en 80 dĆ­as”, a los protagonistas les ocurre lo contrario porque van de oeste a este, y Phileas Fogg, al regresar a Londres pensĆ³ que habĆ­a perdido la apuesta. Pero al mirar el calendario se dio cuenta de que habĆ­a llegado un dĆ­a antes. Al ir en direcciĆ³n contraria al sol, sobre su cabeza el astro habĆ­a pasado 80 veces, pero en Londres solo habĆ­an pasado 79 dĆ­as. HabĆ­a vivido dĆ­as mĆ”s cortos, porque le iban ganando terreno a la salida del sol.

Los nuevos mapas del mundo

La vuelta al mundo de Elcano fue la gran noticia en toda Europa. Dar la vuelta completa al planeta no habĆ­a sido una gesta cualquiera, sino la mayor gesta lograda hasta el momento; con el prestigio para la navegaciĆ³n espaƱola que eso significaba, pues esto venĆ­a a aƱadirse a lo ya conseguido por ColĆ³n. Pero al margen del prestigio, en lo prĆ”ctico significĆ³ una revoluciĆ³n en la cartografĆ­a mundial. Los mapas del famoso cartĆ³grafo alemĆ”n Schƶder quedaron de pronto obsoletos, ya nadie volverĆ­a a confundirse en ninguna parte del mundo. A partir de aquel momento, los mapas tuvieron que volver a dibujarse, colocando cada continente en su lugar, con las verdaderas dimensiones de cada ocĆ©ano. ObteniĆ©ndose solo la precisiĆ³n que permitĆ­a la tecnologĆ­a de la Ć©poca, que era lo permitido por los aparatos de navegaciĆ³n y la observaciĆ³n visual, pero mucho mĆ”s precisos que los trazados, la mayorĆ­a de las veces, de forma imaginaria. Faltaba, eso sĆ­, la parte norte de AmĆ©rica; pero todo estaba en marcha ya, para que, de nuevo una expediciĆ³n espaƱola, navegara toda la costa y descubriera la parte del continente que faltaba y que apenas aparecĆ­a en los mapas, o simplemente no aparecĆ­a, y en su lugar ponĆ­an a Cuba. Su promotor fue el rey Carlos, que ahora querĆ­a descubrir un paso por el norte; y al frente de la expediciĆ³n puso nada menos que a Esteban GĆ³mez, el que dejĆ³ plantado a Magallanes en plena Patagonia.


Esteban GĆ³mez, el nuevo navegante de confianza del rey 

El rey de EspaƱa nunca habĆ­a perdido la confianza en aquel marino, tambiĆ©n portuguĆ©s. Seguramente ya se ha dicho, pero en EspaƱa, sobre todo en Sevilla, dabas una patata a una piedra y salĆ­an portugueses. Todos muy buenos navegantes, y por eso eran aceptados para servir en la Armada EspaƱola. Y casi todos resentidos por el trato recibido en su paĆ­s y dispuestos a realizar alguna gesta importante con la que recochinearse y fastidiar a su antiguo rey. Porque, hay que recordar que, ponerse al servicio de otro rey, era como nacionalizarte de aquel paĆ­s. Dicho esto, y volviendo con el tema de los que dejaron a Magallanes, habĆ­amos visto cĆ³mo se habĆ­a abierto un proceso contra los desertores y al final quedĆ³ suspendido a la espera de que alguna de las naves volviera a EspaƱa y poder contrastar lo que ellos habĆ­an declarado. El rey, incluso habĆ­a estado dispuesto a que el principal responsable, Esteban GĆ³mez, se embarcara en una flota destenida a combatir la piraterĆ­a. Ahora, despuĆ©s de la llegada de la Victoria, y oĆ­das las declaraciones de Elcano y sus hombres, dieron la razĆ³n a GĆ³mez y demĆ”s implicados. GĆ³mez era nombrado capitĆ”n general de la expediciĆ³n a NorteamĆ©rica, Elcano y los 18 tripulantes que consiguieron volver, recompensados; y Magallanes cayĆ³ en desgracia, aunque fuera post mortem. 


El triunfo de Magallanes 

Elcano y sus hombres fueron sometidos a intensos interrogatorios para que desvelaran quĆ© fue lo que ocurriĆ³ para que los capitanes espaƱoles fueran ejecutados y Juan de Cartagena, veedor del rey, abandonado a su suerte en una isla desierta. Finalmente, las versiones de los reciĆ©n llegados concordaban con lo declarado por los que llegaron en la San Antonio. La conclusiĆ³n fue que decĆ­an la verdad: Magallanes habĆ­a engaƱado a todos con falsos mapas para mĆ”s tarde desobedecer las instrucciones dadas por el rey. Precisamente una de las cosas que quiso evitar Carlos I fue que hubiera demasiados portugueses en la expediciĆ³n, y mucho menos al mando de ella. Enterarse ahora que todos sus capitanes habĆ­an sido eliminados y al mando solo hubo portugueses no debiĆ³ hacerle ninguna gracia. La decisiĆ³n fue drĆ”stica: Su viuda y demĆ”s familiares de los Barbosa dejaron de percibir dinero de las arcas del estado. Tampoco heredarĆ­an ninguna isla de las descubiertas por su padre. Aunque sus hijos no la hubieran llegado a heredar de ningĆŗn modo, pues de los dos hijos de Magallanes, uno muriĆ³ al nacer y el otro muriĆ³ muy niƱo aquel mismo mes de octubre de 1522. ParecĆ­a que la memoria de Magallanes quedarĆ­a manchada para siempre y su nombre caerĆ­a en el olvido histĆ³rico; que en los libros solo brillarĆ­a el de Juan SebastiĆ”n Elcano. SerĆ­a justo al revĆ©s. El estrecho que descubriĆ³ lleva su nombre y las dos galaxias que vieron por primera vez sobre el cielo del PacĆ­fico, tambiĆ©n. Muy merecidamente, todo hay que decirlo, pues nadie puede restarle sus mĆ©ritos como navegante excelente, y lo que Ć©l logrĆ³ solo estaba al alcance de los mejores y mĆ”s valientes. Lo que ya no es tan justo es que el nombre del que iniciĆ³ la aventura resplandezca y el del que rematĆ³ la mitad del viaje haya quedado olvidado por tanto tiempo. Hay un responsable para que esto haya sido asĆ­, hasta ahora. Pues las mentiras tienen las patas muy cortas, aunque estas hayan caminado demasiados aƱos.

El caballero resentido

Nadie puede asegurar si Antonio Pigafetta tuvo anotado el nombre de Juan SebastiĆ”n Elcano alguna vez en sus cuadernos. Pero, desde luego, si lo escribiĆ³, se preocupĆ³ muy mucho de borrarlo. Y, puesto que nunca apareciĆ³ su nombre, nadie llegĆ³ a conocer nunca quiĆ©n fue el valiente marino que estuvo al mando del Ćŗnico barco que logrĆ³ regresar a Sevilla dando la vuelta completa al mundo. SĆ­, en Sevilla lo supieron todos. En Valladolid tambiĆ©n, y en su tierra natal, Guetaria y alrededores, y en mucho otros lugares. Pero, ¿y en el resto de EspaƱa? ¿Y en el resto de Europa? Las noticias no llegaban a travĆ©s de los telediarios, ni a travĆ©s de las redes sociales, como ahora. Solo se transmitĆ­an por el boca a boca, de puerto en puerto. Luego llegarĆ­a el libro de Pigafetta, y alguien dirĆ­a, sĆ­, este libro habla de cuando los espaƱoles dieron la vuelta al mundo, pero nadie recuerda el nombre de quien lo hizo, y de repente aparece Fernando de Magallanes, en un libro que escribiĆ³ un valeroso hidalgo italiano que viajaba junto a Ć©l. Porque, prĆ”cticamente fue el Ćŗnico diario de a bordo que sobreviviĆ³. El de Magallanes se perdiĆ³ por completo y otros fueron incautados a los que cogieron prisioneros los portugueses. De los demĆ”s se conserva muy poca cosa y Francisco de Albo se limita a dar coordenadas y poco mĆ”s. Por lo tanto, la historia vivida por los supervivientes comandados por Elcano casi no sale de EspaƱa, y fuera de ella sale la versiĆ³n escrita por Pigafetta, que apenas le da importancia al segundo tramo, donde el protagonista ya no es su idolatrado Magallanes. En esta parte del viaje no toma notas casi de nada, y si las tomĆ³ las guardĆ³ solo para sĆ­ mismo y nunca las publicĆ³. El italiano, muy caballeroso, regalĆ³ una copia de su diario al rey Carlos en persona, y asĆ­ lo hace constar en los mismos escritos: “Desde Sevilla fui a Valladolid, donde presentĆ© a la sacra majestad de don Carlos V, no oro ni plata, sino algo mĆ”s grato a sus ojos. Le ofrecĆ­, entre otras cosas, un libro, escrito de mi mano, en el que dĆ­a por dĆ­a seƱalĆ© todo lo que nos sucediĆ³ durante el viaje.” Esto que parece todo un detalle por su parte, no es mĆ”s que una venganza, pues su visita no fue mĆ”s que para contar su propia versiĆ³n sobre el viaje y envenenar al emperador contra Elcano, ya que, sabĆ­a que nada bueno habĆ­a contado sobre su idolatrado Magallanes. Pero ahora viene lo mĆ”s sorprendente: “DejĆ© Valladolid lo mĆ”s pronto que me fuĆ© posible y lleguĆ© a Portugal para relatar al rey Juan lo que habĆ­a visto.” Osea, que se fue a hacer de chivato al rey de Portugal, que ya no era Manuel I, el cual habĆ­a fallecido el 13 de diciembre de 1521, sino Juan III. A cuento de quĆ© se va a contarle lo que habĆ­a visto a quienes han estado a punto de matarlo. Pues ni mĆ”s ni menos que para meter zizaƱa entre los dos reyes vecinos, y a consecuencia de esto el portuguĆ©s se levantĆ³ airado contra el espaƱol, acusĆ”ndolo de haber roto los tratados que entre los dos paĆ­ses habĆ­a firmados. Y encima, Pigafetta lo relata en su libro, ya al final del todo, donde firma orgulloso como: “El caballero Antonio Pigafetta”.

Malestar en Portugal

La hazaƱa conseguida por la Armada EspaƱola pronto tuvo como consecuencia las protestas de Portugal. Es mĆ”s que seguro que, aunque Pigafetta no hubiera acudido a calentarle la cabeza a Juan III, Ć©ste hubiera hecho igualmente reclamaciones a Carlos V. Recordemos que cada vez que EspaƱa obtenĆ­a algĆŗn logro, ellos metĆ­an la cuchara en el pastel a ver quĆ© rebaƱaban. En cualquier caso, Pigafetta hizo de instigador al poner al corriente de todo a los portugueses, y poniĆ©ndose a gusto despotricando contra los capitanes espaƱoles y contra el propio Elcano ¿Alguien duda de que los puso de vuelta y media? E incluso se comportĆ³ como un traidor al joven rey Carlos, quien le habĆ­a proporcionado la oportunidad de embarcarse en el viaje de su vida, que tanta ilusiĆ³n le hacĆ­a realizar. La reclamaciĆ³n del nuevo continente descubierto por ColĆ³n, alegando que aquellas aguas eran suyas, provocĆ³ que el papa dividiera el mundo en dos, la mitad para cada paĆ­s. ¿Se puede reclamar algo asĆ­ tan alegremente? La verdad es que Portugal tenĆ­a una pequeƱa base para hacerlo, tan pequeƱa que no se sostenĆ­a por sĆ­ misma, y aun asĆ­, echĆ”ndole algo de morro, como ellos le echaron, consiguieron Brasil. Su reclamaciĆ³n se basaba en un antiguo acuerdo, que venĆ­a de cuando Isabel y la Beltraneja se titaron de los pelos peleando por el trono de Castilla. El panorama estuvo muy agitado por aquel entonces y todo concluyĆ³ con una serie de acuerdos. Uno de ellos fue que las aguas del AtlĆ”ntico y sus islas, excepto las Canarias eran para Portugal. Fernando el CatĆ³lico no tenĆ­a tiempo de ocuparse del AtlĆ”ntico, teniendo tanto trabajo como tenĆ­a en el MediterrĆ”neo. Pero, claro estĆ”, nadie sabĆ­a hasta dĆ³nde llegaba el AtlĆ”ntico, y el papa tuvo que mediar y aclarar que los portugueses no podĆ­an extender sus dominios hasta el infinito. Pero Brasil entrĆ³ en la “buchaca”. Ahora que surgen nuevas disputas es el momento de aclarar cĆ³mo funcionaba aquel asunto de la divisiĆ³n, algo absurdo y hasta “ilegal”, puesto que el papa no era quiĆ©n para adjudicar ninguna parte del mundo a nadie. Pero no hay que reconocer que sirviĆ³, en principio, para poner algo de paz entre los dos paĆ­ses vecinos. Realmente, el mundo no quedaba dividido entre EspaƱa y Portugal. Lo que el papa adjudicaba eran los nuevos descubrimientos. Ninguno de los dos podĆ­a ir e invadir Francia o Inglaterra, por ejemplo, ni ningĆŗn otro paĆ­s civilizado. Lo que sĆ­ podĆ­an hacer era adjudicarse las islas o continentes por descubrir, si en ellos habitaban seres incivilizados, susceptibles de ser cristianizados. La gran potencia cristiana en Europa era Hispania, ahora dividida en dos, pero igualmente cristianas. Juntas habĆ­an combatido al enemigo moro y habĆ­an llevado la fe a nuevos mundos. Por lo tanto, en Roma estaban encantados con que asĆ­ siguieran haciĆ©ndolo. Por eso, fuera o no legal, se les adjudicĆ³ toda la tierra descubierta y por descubrir. Se reunieron representantes de los dos paĆ­ses en Tordesillas (Valladolid) y se trazĆ³ una lĆ­nea imaginaria a 370 leguas al oeste de las islas de Cabo Verde (unos 1.500 kilĆ³metros). MĆ”s allĆ” de esa distancia pertenecĆ­a a EspaƱa. Fue el llamado Tratado de Tordesillas. Aparentemente, asunto resuelto. Pero ahora venĆ­a a demostrarse que habĆ­an quedado muchos cabos sueltos. Por lo visto, al firmar el tratado no se especificĆ³ quĆ© tipo de legua utilizar para medir las distancias. Cada paĆ­s utilizaba su legua, que rara vez coincidĆ­a con la de otro paĆ­s. EspaƱa utilizaba la legua castellana, que mide 4190 metros. Francia utilizaba la suya, Portugal otra distinta, luego estaba la legua terrestre, la marina… Utilizando la legua castellana, la lĆ­nea pasaba pisando una pequeƱa porciĆ³n de SudamĆ©rica, por lo que, a Portugal le pertenecĆ­a un pequeƱo trozo de Brasil. Pero entonces, teniendo en cuenta que la tierra es redonda, ¿hasta dĆ³nde podĆ­a llegar EspaƱa partiendo desde esta lĆ­nea? Estaba claro que el PacĆ­fico era suyo, pero una vez llegados a Asia, ¿dĆ³nde debĆ­an parar? Muy fĆ”cil. Trazando otra lĆ­nea en las antĆ­podas de la que pasaba por AmĆ©rica. La misma lĆ­nea que iba de polo a polo, pero diametralmente opuesta en la otra parte del mundo, y asĆ­, el globo quedaba perfectamente dividido en dos. Pero trazar la otra lĆ­nea no tenĆ­a nada de fĆ”cil. De hecho, nunca se llegĆ³ a un acuerdo de por dĆ³nde debĆ­a trazarse. Hoy sĆ­ nos resulta muy fĆ”cil, pero en aquellos entonces, donde no se sabĆ­a el tamaƱo exacto de la Tierra, era poco menos que imposible, al menos en el momento en que se firmĆ³ el tratado. Pero por reclamar que no quede, y Portugal, experto en reclamaciones, se lanzĆ³ a la protesta y a la denuncia de que EspaƱa habĆ­a incumplido el tratado invadiendo territorios que les pertenecĆ­an. Hubo que convocar otra reuniĆ³n para tratar de aclarar por dĆ³nde pasaba la lĆ­nea opuesta. En 1524 se estuvo debatiendo en Elvas y Badajoz, situadas a 8 kilĆ³metros de distancia, donde se reunĆ­an en dĆ­as alternativos. Fueron convocados a asistir los mejores cosmĆ³grafos y navegantes de ambos paĆ­ses. Por EspaƱa acudieron Hernando ColĆ³n, Juan SebastiĆ”n Elcano y Juan Vespucio, sobrino de AmĆ©rico Vespucio. Mientras EspaƱa trataba de dar unas medidas basadas en el reciente viaje hecho hasta Malasia, Portugal se cerraba en banda asegurando que la zona era suya, a pesar de que, si el PacĆ­fico hubiera sido tan pequeƱo como se creĆ­a, las Molucas hubieran sido espaƱolas. El problema, como hemos visto en otro capĆ­tulo, estaba en que sobre un mapa plano, las distancias no concuerdan con las trazadas sobre una esfera. Hay que dejar claro, que con los medios que existen hoy dĆ­a para medir con exactitud, las Molucas estaban dentro de territorio portuguĆ©s, pero ellos no lo sabĆ­an, no podĆ­an saberlo, como tampoco lo sabĆ­an los espaƱoles. Portugal estaba actuando simplemente como lo hizo con el caso anterior del descubrimiento del Nuevo Mundo, reclamar por vicio para ver quĆ© consiguen. La propuesta de EspaƱa es hacer un nuevo viaje para tratar de hacer nuevas mediciones. En estas reuniones no se consiguiĆ³ llegar a ningĆŗn acuerdo y los vecinos se marcharon protestando por este segundo viaje, que consideraban una nueva intromisiĆ³n en unas islas que les pertenecĆ­a. El cronista Francisco LĆ³pez de GĆ³mara en su "Historia General de las Indias" nos cuenta una anĆ©cdota graciosa ocurrida durante los dĆ­as que duraron estas reuniones. Se ve que en Badajoz, todo el mundo hablaba de que en su ciudad se reunĆ­an unos seƱores portugueses que pretendĆ­an repartirse el mundo con el emperador espaƱol y no se ponĆ­an de acuerdo a la hora de trazar la raya. Paseando un dĆ­a por las orillas del Duero iban Francisco de Melo, Diego LĆ³pez de Sequeira y otros personajes pertenecientes a la delegaciĆ³n portuguesa, cuando se cruzaron con un niƱo que les preguntĆ³ que si eran ellos los que repartĆ­an el mundo con el emperador. Asombrados por la pregunta respondieron que sĆ­. Entonces el niƱo se dio la vuelta, se bajĆ³ los pantalones enseƱƔndoles el culo y dijo: "Pues echad la raya por aquĆ­ en medio". Unos rieron, otros se avergonzaron, y todos comentaron la ocurrencia del niƱo en Badajoz. El segundo viaje llevado a cabo no llegĆ³ a aclarar nada y el resultado fue que las lĆ­neas no se respetaron ni en un lado ni en el otro. EspaƱa no dio su brazo a torcer y defendiĆ³ siempre que, si no estaba claro, las Molucas eran suyas. Al final, llegaron a un acuerdo y Portugal le comprĆ³ las islas a EspaƱa. No fue mal trato para ninguno de los dos paĆ­ses. Para EspaƱa, tener que cruzar el PacĆ­fico no le era rentable y le estaba costando muchas vidas y barcos perdidos. Para Portugal, llegar por el ƍndico le era mucho mĆ”s fĆ”cil. A lo que no renunciĆ³ EspaƱa fue a quedarse con las Filipinas, que tambiĆ©n quedaban en territorio portuguĆ©s, y como compensaciĆ³n, Portugal se fue metiendo poco a poco en SudamĆ©rica hasta agrandar Brasil. ¿Y los demĆ”s paĆ­ses no decĆ­an nada? Por supuesto que dijeron y se pasaron por el forro la bula del papa. Inglaterra pronto metiĆ³ las narices (para desgracia de los indios) en el norte del continente americano, y Francia, y Holanda, en menor medida.

Correspondencia con el rey

Parece ser que Elcano no escribĆ­a bien en castellano, pues su lengua natal era el vasco, y por eso tuteaba al rey en la carta que le enviĆ³ desde SanlĆŗcar, aunque no hubo intenciĆ³n de faltar al respeto; intenciĆ³n, por otra parte, impensable en aquel tiempo (Elcano hubiera incurrido en una falta grave). El rey, que a lo largo de unos meses estuvo enviando cartas a Elcano, no parece ofendido, por lo que, debiĆ³ entender el motivo de su “descaro”. Entretanto, a Elcano, despuĆ©s de haber repuesto fuerzas, le fue encomendada la tarea de revisar algunos barcos de la armada, es lo que se desprende de estas cartas, descubiertas hace poco tiempo. Se trata (entre otros documentos) de la carta escrita por Elcano y enviada desde SanlĆŗcar y de las respuestas dadas por el rey. 
La primera de ellas, la de Elcano, fue devuelta al mismo con anotaciones en los mĆ”rgenes, donde se daba respuestas a cada una de sus peticiones. Las demĆ”s fueron recibidas en meses posteriores. Ojear estas cartas y analizarlas detenidamente nos servirĆ” para descubrir algunas cosas curiosas y sobre todo para saber algo mĆ”s (se sabe por desgracia demasiado poco) sobre el personaje Juan SebastiĆ”n Elcano. Gracias a ellas sabemos que entre la llegada a Sevilla y la partida de la segunda expediciĆ³n, no estuvo descansando y disfrutando de la pequeƱa fortuna que consiguiĆ³ tras adjudicarle el rey el porcentaje del cargamento traĆ­do. TambiĆ©n podemos descubrir que no cayĆ³ en desgracia por haber sospechado el rey que algo ocultaba o habĆ­a hecho mal, como se solĆ­a decir hasta ahora. Nada de esto era cierto, y aunque Pigafetta lo calumniĆ³ y la Casa de la ContrataciĆ³n sospechĆ³ que no habĆ­a entregado la mercancia completa, Elcano pudo demostrar que llevaba razĆ³n y nada ocultaba. 
Empecemos por la carta que escribiĆ³ nada mĆ”s llegar a SanlĆŗcar. No quiso perder tiempo y se puso a escribir al rey el mismo dĆ­a que llegĆ³, nada mĆ”s cumplir con la visita a las vĆ­rgenes, como tenĆ­an por costumbre hacer y, se supone, que comer alguna cosa y reponer fuerzas. QuizĆ”s aquella noche antes de dormir, para continuar hasta Sevilla al dĆ­a siguiente. En la carta se nota el entusiasmo del marino, pues se ha dado cuenta de la gran gesta conseguida: nada mĆ”s y nada menos que ser el primero en dar la vuelta completa al mundo y traer un cargamento de clavo, nuez moscada y canela, que valĆ­an una fortuna. 
Lo primero que cuenta, con palabras que desprenden orgullo y satisfacciĆ³n, despuĆ©s de los formalismos obligados y saludos al rey, es que han vuelto cumpliendo con su mandato de descubrir las Molucas y que han dado la vuelta al mundo: «hemos descubierto e redondeado toda la redondeza del mundo, yendo por el occidente e veniendo por el oriente.» Sin abandonar el entusiasmo, se lanza a una serie de peticiones, que en principio nos pueden llamar la atenciĆ³n por atrevidas, pero veremos que son fruto de la emociĆ³n y de las ganas por volver a una nueva aventura, apenas ha vuelto de la anterior. Le hace saber al rey las muchas: «fatigas» y «hambre» pasadas en su afĆ”n por descubrir las islas. Y acto seguido, como queriendo demostrar que todo cuanto ha sufrido no ha minado sus Ć”nimos de seguir sirviendo a su majestad, le pide que le entregue otra armada para volver: «que V. S. M. me haga merƧed de la Capitania mayor de qualquier Armada o Armadas que V. M. enbiare asi para hazer seguro el viaje como para guardar la costa en las dichas yslas» Aunque algunos ven en su peticiĆ³n descaro y soberbia, lo cierto es que, Elcano le estĆ” haciendo saber al rey que puede contar con Ć©l incondicionalmente, para, ahora que han descubierto dĆ³nde estĆ”n las especias, no perder la oportunidad de volver cuanto antes, con mĆ”s hombres, y asegurar las islas. La respuesta a esta peticiĆ³n fue negativa: «que su magestad tiene proveydo ya este cargo». El viaje que Elcano propone ya estĆ” en proyecto y la capitanĆ­a adjudicada, aunque en esta escueta respuesta no se dan detalles. 
La segunda peticiĆ³n es que le otorgue el hĆ”bito de la orden de Santiago, tal como le fue dado a Magallanes. QuizĆ” aquĆ­ sĆ­ se dejĆ³ llevar demasiado por su euforia. Pero, lo cierto es que, si tenĆ­a que ponerse a la cabeza de una expediciĆ³n tan importante, ¿por quĆ© no recibir esta distinciĆ³n honorĆ­fica? Respuesta negativa: «que no tiene su magestad facultad para lo dar fuera del capitulo.» El rey no podĆ­a otorgar este prestigioso tĆ­tulo a cualquiera que le viniera en gana y debĆ­a dĆ”rsele a personajes importantes y sobresalientes en la sociedad espaƱola. 
Elcano, en aquel momento, ya era un fuera de seria, sin duda, pero hay que tener en cuenta algunas cosas: acababa de llegar y el rey ni siquiera habĆ­a hablado con Ć©l. HabĆ­a muchos y espinosos asuntos pendientes por aclarar, como la ejecuciĆ³n de los capitanes espaƱoles y la deserciĆ³n de la San Antonio. Y, de momento, Elcano solo era un capitĆ”n mĆ”s. De ser nombrado capitĆ”n general de alguna armada, ya se verĆ­a si le concedĆ­an la Cruz de Santiago, pero de momento no era posible, y de ahĆ­ que el secretario del rey le conteste que no pueden dĆ”rselo «fuera de capĆ­tulo», o sea, al margen de unas capitulaciones, o contrato, ya que no se le ha encomendado ningĆŗn viaje ni hay ninguna capitulaciĆ³n que firmar, de momento. Es toda cuanta merced pide para Ć©l. A partir de aquĆ­ todo son peticiones para los hombres que han llegado con Ć©l, y para los que no lo consiguieron por haber sido hechos prisioneros. 
Pide que se les dĆ© el porcentaje acostumbrado en estos casos y que se haga lo posible por rescatar a los que quedaron en Cabo Verde. TambiĆ©n le pide, a modo personal, algunos favores para dos parientes suyos «muy probes», que han ayudado mucho en el viaje. Las contestaciones a esta primera carta fueron dadas a traves del secretario del rey Francisco de los Cobos, que anotĆ³ las respuestas al margen de la misma carta, que fue devuelta a su remitente. Sobre la compensaciĆ³n y liberaciĆ³n de los marineros, serĆ” el mismo rey quien conteste personalmente en las siguientes cartas que irĆ” recibiendo Elcano. 

Valladolid 11 de septiembre de 1522 
En esta primera carta de Carlos I a Juan SebastiĆ”n Elcano se hace acuse de recibo de la enviada desde SanlĆŗcar y comienza asĆ­: «CapitĆ”n Juan Sebastian delcano. Vi vuestra letra que me escribistes de Sant Lucar en que me hazeys saber vuestra llegada en saludamiento con la nao nombrada la Vitoria, […] y le doy por ello ynfinitas graƧias» El rey se muestra aquĆ­ de lo mĆ”s cordial, haciĆ©ndole saber que se alegra de su vuelta, y le pide que vaya a verlo: «porque yo me quiero ynformarme de vos muy particularmente del viaje que aveys hecho y de lo en el sucedido, vos mando que luego que esta veays tomĆ©ys dos personas de las que han venido con vos, las mĆ”s cuerdas y de mejor razĆ³n, y os partays y vengays con ellos donde yo estoviere.» Le hace saber tambiĆ©n que ha escrito a la Casa de la ContrataciĆ³n para que le provea de vestimenta y de todo lo necesario para el viaje; asĆ­ como para que le paguen lo que le pertenece por el porcentaje costumbrado sobre el cargamento de especias. Por Ćŗltimo, le hace saber que: «En los treze honbres que vos fueron tomados en las yslas de cabo verde, yo he mandado probeer en su deliberacion lo que conviene.» Los elegidos para acompaƱarle fueron Francisco de Albo y Hernando de Bustamante, el barbero. Nadie mejor que estos dos hombres para contarle al rey los detalles y las calamidades sufridas durante el viaje. El uno habĆ­a medido dĆ­a tras dĆ­a el itinerario seguido, y el otro, como barbero, cirujano y curandero, habĆ­a curado heridas y cuidado de los enfermos, por ser prĆ”cticamente el mĆ©dico de la Victoria. Hay cronista que afirman que Elcano llevĆ³ con ellos a los indios traĆ­dos de la isla de Ternate y ofrecieron al rey regalos y pĆ”jaros exĆ³ticos. De ser asĆ­, no todos los indios murieron y los que llegaron a en la Victoria fueron mĆ”s de veinte. La entrevista con el jovencĆ­simo rey Carlos, debiĆ³ ser digna de verse, con solo 20 aƱos, curioso y ansioso por saber mĆ”s y mĆ”s detalles sobre la impresionante aventura que los hombres que Ć©l enviĆ³ habĆ­an protagonizado, y preocupado cuando llegara el momento de saber la verdad sobre lo acontecido en San JuliĆ”n. ¿QuĆ© habĆ­a ocurrido para que los capitanes, alguno de los cuales Ć©l mismo nombrĆ³ en persona, hubieran acabado de tan trĆ”gica manera? QuerĆ­a saber la verdad, y la verdad fue lo que le contaron. 

Valladolid 23 enero 1523 
AquĆ­, el rey le anuncia que le adjudica una paga vitalicia de 500 ducados de oro al aƱo: «por ser el primero que descubriĆ³ e traxo la dicha espeƧierĆ­a a estos nuestros reynos, y emienda y ratificaƧiĆ³n dello, nuestra merced y voluntad es que aya e tenga de nos por merced asentados en esa casa para en toda su vida quinientos ducados de oro en cada un aƱo.» Satisfecho; asĆ­ podrĆ­a decirse que quedĆ³ el rey, y por supuesto, sus consejeros, despuĆ©s de la entrevista con Elcano y sus hombres, y no se quedĆ³ corto a la hora de compensar su gran gesta. Nunca llegĆ³ a cobrar esta paga, y no se sabe a ciencia cierta si su familia llegĆ³ a percibir algo. Luego veremos por quĆ©. 

Valladolid 13 febrero 1523 
Algo que sin duda alegrarĆ­a, tanto o mĆ”s de lo que le alegrĆ³ el anuncio de los 500 ducados, fue el de su indulto; quedaba absuelto por la venta del barco en Italia, llegando a reconocer el rey, que fue culpa de su abuelo Fernando el CatĆ³lico, por no hacerle llegar a tiempo la paga: «que vos siendo maestre de una nao de dozientos toneles nos servystes en lebante y en africa, y como no se vos pago el salario que haviades de haver por el dicho servicio, […] vendistes la dicha nao […] en lo qual cometistes crimen e me pedisteis merƧed […] E yo acatando el seƱalado seruiƧio que me haveys hecho […] por la presente vos remito y perdono qualquier pena asĆ­ Ƨebil como criminal en que ayais caydo e incurrido.»

Pamplona 4 diciembre 1523 
El rey le pide que acuda a su encuentro con los mĆ”s que pudiere de los que vinieron con Ć©l en la Victoria: «es menester que […] luego que esta carta veays os partays […] y traygais vos los mas que podieredes de los de dicha carabela. ¿Por quĆ© el rey le pide ahora que acudan todos? ¿QuĆ© habĆ­a ocurrido? Ya lo hemos visto, Pigafetta se las habĆ­a ingeniado para que le concedieran audiencia con el rey. Todo lo que sabemos sobre esta visita se lo debemos a Ć©l mismo, que lo relata en su diario, pero no deja constancia mĆ”s que de lo que le regalĆ³. Nada sabemos de esta misteriosa entrevista. Solo sabemos el resultado: el rey quiere mĆ”s detalles, y quiere oĆ­rlos por boca de cada uno de los supervivientes. Nada bueno pudo contarle el rencoroso “caballero”. Todos acudieron a dar testimonio, incluido Elcano y los dos que fueron con Ć©l en la anterior visita, que tuvieron que declarar de nuevo. A este contratiempo, se aƱadiĆ³ otro mĆ”s. La Casa de la ContrataciĆ³n reclamaba que el peso declarado sobre el cargamento, 600 quintales, no coincidĆ­a con el peso realizado por ellos una vez descargada la mercancĆ­a, 570. Faltaban, pues, 30 quintales. Las declaraciones de los 18 hombres no dejaron lugar a dudas: decĆ­an la verdad. Existen registros de lo que declarĆ³ Elcano, que no serĆ­a muy diferente a lo declarado la primera vez: «Ellos [los amotinados] requirieron a este testigo, como maestre, Juan de Cartagena e Gaspar de Quesada, que obedeciese los mandamientos del rey, como en sus instrucciones lo mandaba. Y este testigo dijo que obedecĆ­a, e que estĆ” presto para facerle cumplir e requerir con ello al dicho Fernando de Magallanes. E que los dichos capitanes dijeron a este testigo e a toda la otra gente de la nao, que con el batel querĆ­an ir a la nao San Antonio, para prender al dicho Ɓlvaro de Mezquita, porque no se revolviese la armada; e que con aquel requerimiento requerirĆ­an sin revuelta ninguna al dicho Fernando de Magallanes». Magallanes se habĆ­a comportado como un tirano y habĆ­a actuado en contra de las instrucciones que se le habĆ­an dado. El hecho de que los declarantes fueran de varias nacionalidades y no solo espaƱoles, debieron influir a la hora de creer las acusaciones contra los portugueses, es decir, contra Magallanes y toda la camarilla portuguesa de que se hizo rodear una vez de deshizo de los espaƱoles que tenĆ­an algĆŗn mando. Elcano podĆ­a estar tranquilo, pues seguĆ­a contando con la confianza del rey, como iba a demostrarle de ahora en adelante. En cuanto al tema de las especias que faltaban, Elcano dio una respuesta tan sencilla como convincente: despuĆ©s de recolectarse, el clavo se va secando y pierde peso. El que habĆ­an traĆ­do llevaba meses secĆ”ndose en las bodegas del barco. No hubo mĆ”s preguntas. 


Real cĆ©dula de Carlos I aprobando licencia de armas 

Burgos 20 mayo 1524 
Licencia de armas solicitada por Elcano, para Ć©l y dos de sus hombres, porque algunas personas “les quieren mal”: «por quanto por parte de vos […] me fue fecha rrelaƧion que a cavsa que algunas personas vos quieren mal, temeys e reƧelays que vos heriran, mataran o lisiaran o haran otro mal o daƱo o desaguisado […] vos doy liƧenƧia e facultad para que vos e los dichos dos hombres que anden con vos podays traer e trayays las dichas armas ofensibas e defensivas. Seguramente los otros dos eran quienes le acompaƱaron en su visita al rey. Pero ¿quiĆ©n los querĆ­a tan mal para que Ć©stos tuvieran la necesidad de portar armas para defenderse? Solo podemos especular. Hay quien sospecha que los perseguĆ­an por asuntos de faldas, ¿a los tres? Pero tambiĆ©n hay razones para pensar que la familia Barbosa tenĆ­a motivos para estar detrĆ”s de este asunto. HabĆ­an declarado contra Magallanes y esto los dejaba en muy mal lugar. Tal vez por esto hay quien piensa que Elcano llevĆ³ durante estos aƱos una vida tranquila y apartada, casi oculto en su casa de Guetaria, sin querer tener demasiado protagonismo, hasta tal extremo que ni el rey se acordĆ³ de Ć©l para nombrarlo capitĆ”n general del nuevo viaje. Pero la cĆ©dula real que leemos a continuaciĆ³n nos dice precisamente lo contrario. 


Real cĆ©dula del Consejo aprobando el plan de Juan SebastiĆ”n de Elcano para llevar la armada a La CoruƱa 
Valladolid 25 octubre 1524 
«En este consejo se vio la carta que escrevistes a su magestad y la rrelaƧion que enbiastes del estado en que estĆ”n esas naos […] y el tiempo en que os pareƧe que las podreys sacar para llevar a la coruƱa y por ello pareƧe el buen cuidado y deligenƧia que haveys puesto en ese negoƧio que llevastes a cargo.» Puede verse aquĆ­ que Elcano no estuvo descansando, precisamente, y que lo tuvieron en cuenta, como Ć©l habĆ­a pedido, aunque no fuese como capitĆ”n general, para hacerse cargo de una armada. Se elogian sus servicios y su diligencia, pues estos barcos estĆ”n destinados nada menos que a emprender la nueva aventura de ir de nuevo a las Molucas, a travĆ©s del estrecho descubierto por Magallanes. 


Los amorĆ­os de Elcano 

Conocemos tan poco sobre su vida privada, como de su vida en general, por eso, nadie se pone de acuerdo en si estuvo casado o no. Lo que sĆ­ se sabe, gracias a su testamento, es que tuvo hijos con dos mujeres diferentes. Durante su juventud, entre idas y venidas por sus constantes viajes marĆ­timos, tuvo amorĆ­os con una chica llamada MarĆ­a Hernialde o HernĆ”ndez, «siendo moza virgen, la hube»- dijo redactando el testamento, y de ella naciĆ³ su hijo Domingo. Se dice que no llegĆ³ a casarse por la oposiciĆ³n de la familia de MarĆ­a, que por lo visto “no lo querĆ­an bien”. Luego, una vez hubo vuelto de las Molucas, conociĆ³ en Valladolis a MarĆ­a Vidaurreta, con quien tuvo una hija.


Primus circumdedisti me 

TodavĆ­a harĆ­a el rey un regalo mĆ”s, uno especial, a Juan SebastiĆ”n Elcano, ya que no le dio el tĆ­tulo honorĆ­fico de Caballero de Santiago, lo honrarĆ­a con algo tambiĆ©n simbĆ³lico y honorĆ­fico que le harĆ­a especial ilusiĆ³n: un escudo de armas donde quedarĆ­a constancia para siempre de la gesta conseguida. El escudo estĆ” dividido en dos cuarteles; en el superior hay un castillo sobre campo rojo; en el inferior dos palos de canela en aspa, tres nueces moscadas y doce clavos de especie, representados sobre campo dorado. Como cimera, un yelmo cerrado y un globo terrĆ”queo con la leyenda en latĆ­n: “Primus circumdedisti me", (Fuiste el primero en darme la vuelta).

Ellos tambiƩn dieron la vuelta al mundo

Fueron los que tuvieron la desgracia de caer en manos de los portugueses y la suerte de haber sobrevivido. Ellos tambiĆ©n acabaron dando la vuelta completa al globo y recibieron su correspondiente recompensa. El rey, como ya se encargĆ³ de comunicar a Elcano, mandĆ³ hacer las diligencias pertinentes para que volvieran a EspaƱa. Los trece primeros fueron hechos prisioneros en Cabo Verde, y tras ser reclamados por el rey Carlos fueron llevados a Lisboa y de allĆ­ a Sevilla. MartĆ­n MĆ©ndez Pedro de Tolosa Richard de NormandĆ­a RoldĆ”n de Argote Mestre Pedro Juan MartĆ­n SimĆ³n de Burgos Felipe Rodas GĆ³mez HernĆ”ndez Bocacio Alonso Pedro de Chindurza Vasquito Y otro de nombre desconocido De los que intentaron volver en la Trinidad y fueron capturados en las Molucas, cinco fueron enviados a Lisboa, los demĆ”s murieron debido al mal trato recibido. Los que sobrevivieron fueron: Gonzalo GĆ³mez de Espinosa Leone Pancaldo Juan RodrĆ­guez GinĆ©s de Mafra Hans Vargue Fueron otros dieciocho, 36 en total, los que consiguieron dar la vuelta al mundo, o mejor dicho, fueron 37, pues todavĆ­a habrĆ­a otro que...

La nueva expediciĆ³n a las Molucas

Sorprende a muchos que la nueva expediciĆ³n organizada a las Molucas no estuviera capitaneada por Juan SebastiĆ”n Elcano, pero ya hemos visto que habĆ­a una buena razĆ³n para esto: «ese cargo ya estaba proveĆ­do», y era cierto, no era ninguna excusa. Elcano debiĆ³ entenderlo y lo encajĆ³ bien. Una potencia naval como EspaƱa no podĆ­a permitirse el lujo de permanecer inactiva, y puesto que los preparativos para una expediciĆ³n podĆ­an durar aƱos, lo lĆ³gico era que para antes de que acabara una, tener ya en proyecto las siguientes. Y asĆ­ era; pues habĆ­a al menos dos expediciones en proyecto nada mĆ”s partir Magallanes y Elcano en la primera. Las capitulaciones de este segundo viaje se firmaron al mes siguiente de llegar Elcano a Sevilla, si bien todo tuvo que aplazarse ante las protestas de Portugal, como ya hemos visto. El proyecto no pudo llevarse a cabo hasta dos aƱos y medio despuĆ©s. El capitĆ”n general serĆ­a esta vez Francisco JosĆ© GarcĆ­a Jofre de Loaysa. Como dato curioso, el loco Faleiro todavĆ­a andaba por Sevilla, al cual se le habĆ­a prometido que irĆ­a en esta nueva expediciĆ³n, despuĆ©s de ser descartado en la primera. No fue mĆ”s que una excusa para quitĆ”rselo de encima, pues tampoco se embarcĆ³ en Ć©sta. El que no podĆ­a faltar, por supuesto, era Juan SebastiĆ”n Elcano, que fue contratado como piloto mayor. Se pensĆ³ que, si tenĆ­a que haber trĆ”fico de especias entre las Molucas y EspaƱa, lo suyo serĆ­a montar una Casa de ContrataciĆ³n de EspecierĆ­a semejante a la que habĆ­a en Sevilla para el trĆ”fico de Indias. El lugar elegido fue La CoruƱa, por ser un lugar favorable a la hora de volver. Se trajeron al puerto coruƱƩs ocho naves, algunas reciĆ©n fabricadas y otras puestas a punto bajo la supervisiĆ³n de Elcano. El 24 de julio de 1525 partĆ­a de La CoruƱa la flamante armada. Siete naves relucientes. He aquĆ­ sus nombres: Sancti Spiritu Santa MarĆ­a de la Anunciada Santa MarĆ­a del Parral San Grabiel San Lesmes Y… repitiendo nombre: Santiago Santa MarĆ­a de la Victoria La tripulaciĆ³n se componĆ­a esta vez de 450 hombres, pues la intenciĆ³n era no solo traer cargamento de especias, sino dejar hombres en las islas y tomar posiciones, y como le habĆ­a pedido Elcano en su carta, barcos que aseguraran sus aguas. Pero aquella armada tuvo mala suerte desde que llegĆ³ a la Patagonia, tal como si Pigafetta la hubiera maldecido y el espĆ­ritu de Magallanes sobrevolara el estrecho al que dio nombre, para impedir que lo cruzaran. Por cierto, fue en esta expediciĆ³n donde Diego Ribero llamĆ³ al estrecho como «de Magallanes». Las tempestades se sucedieron y una galerna empujĆ³ a la Sancti Spiritu lejos de las demĆ”s. La San Lesmes, al mando de Francisco de Hoces, tambiĆ©n obligada por el temporal, sigue hacia el sur poder entra al estrecho llegando hasta la Ćŗltima de las islas que componen el fracturado final del continente y descubriĆ³ el hoy llamado Cabo de Hornos. La Santa MarĆ­a de la Victoria estĆ” daƱada y tiene que refugiarse en el rĆ­o Santa Cruz. Ante tanta calamidad, sin haber cruzado todavĆ­a el estrecho, la San Gabriel deserta, tal como hizo la San Antonio unos aƱos antes. Otra nave, la Anunciada, decide tomar otro rumbo probando suerte por el lado contrario, por el cabo de Buena Esperanza; nunca mĆ”s se supo de ella. Son tres, las que quedan, y todavĆ­a no estĆ”n en el PacĆ­fico. Pero la San Lesmes reaparecerĆ­a mĆ”s tarde, despuĆ©s de rodear el final del continente. 


Cedula de Carlos I a la Casa de la ContrataciĆ³n reiterando los 500 ducados anuales a Juan SebastiĆ”n de Elcano 

15 abril 1525 
Casi cuatro aƱos despuĆ©s de que el rey le concediese la “merced” de 500 ducados de oro anuales, Elcano no habĆ­a visto ni un duro. Por lo visto, aunque el cargamento de clavo, canela y nuez moscada traĆ­do desde oriente habĆ­an cubierto los gastos de la expediciĆ³n despuĆ©s de repartir la cuarta parte entre los supervivientes, los gastos en los preparativos del segundo viaje se habĆ­an disparado y el pago de la renta vitalicia a Elcano se iba retrasando. Eran ya 2.000 ducados lo que se le debĆ­an y Elcano hizo sus reclamaciones oportunas antes de emprender viaje de nuevo. El rey, algo contrariado con este tema, hace saber a la Casa de la ContrataciĆ³n, que es la encargada de realizar los pagos, que Elcano anda reclamando lo que le pertenece: «me ha fecho rrelaƧion que bien sabĆ­amos, como nos le haviamos fecho merƧed de quinientos ducados en cada un aƱo por los dĆ­as de su vida […] dize que no le ha seydo pagado cosa alguna.» Y como el rey era consciente de que las arcas andaban esos dĆ­as con telaraƱas, pensĆ³ que se le podĆ­a pagar cuando regresase (Dios mediante) con las ganancias de la segunda expediciĆ³n. «yo vos mando que despues que con la bendicion de nuestro seƱor sea venyda la dicha armada con la especierĆ­a a estos nuestros reynos del provecho nuestro que della nos viniere pagueys al dicho Juan sebastian delcano.»

Nueva travesĆ­a del estrecho

Entre el 5 de marzo y el 25 de mayo atraviesan el estrecho. Cincuenta dĆ­as luchando contra vientos y tormentas, para no encallar en los bancos de arena o chocar contra las pequeƱas islas, cruzando entre canales estrechos de altas paredes. Y una vez en el PacĆ­fico, nuevas tempestades. Elcano los condujo por la ruta que habĆ­a seguido Magallanes, El NiƱo, esta vez, no estaba de buen humor. Si durante el primer viaje, este fenĆ³meno atmosfĆ©rico favoreciĆ³ la navegaciĆ³n con buen tiempo, esta vez, la maldiciĆ³n que comenzĆ³ nada mĆ”s costear la Patagonia les persiguiĆ³ hasta el PacĆ­fico, pues nada mĆ”s reaparecer la San Lesmes y la Santiago, una nueva tempestad las volviĆ³ a separar. La Santiago y la San Lesmes desaparecieron para siempre. De la San Lesmes se cuenta que se encontraron indicios en alguna isla de la Polinesia francesa y que luego continuaron viaje hacia Australia, donde sus navegantes se quedaron a vivir. La Santa MarĆ­a de la Victoria al igual que su antecesora, estaba destinada a continuar viaje en solitario. A estas alturas comenzaban ya acusar el cansancio y el hambre, y aparecieron el escorbuto y otras enfermedades. El capitĆ”n general, Loaysa, morĆ­a a finales de julio. Elcano, al igual que la Victoria, estaba tambiĆ©n destinado a hacerse cargo de la expediciĆ³n, pero esta vez no podrĆ­a concluirla. Elcano tambiĆ©n estaba enfermo y fue empeorando dĆ­a a dĆ­a. Y cuando notĆ³ que llegaba su hora, sin tener ya fuerzas para levantarse de su cama, pero estando lĆŗcido de mente, llamĆ³ a IƱigo Ortes de Perea, contador de la nave, y redactĆ³ testamento

Testamento cerrado de Juan SebastiƔn de Elcano.

Archivo General de Indias Nao Vitoria 26 de julio de 1526 En la nao Victoria, en el mar PacĆ­fico, a 1Āŗ de la lĆ­nea equinoccial, a 26 de julio del aƱo del SeƱor de 1926, en presencia de mĆ­, IƱigo Ortes de Perea, contador de dicha nao capitana por sus majestades, el capitĆ”n Juan SebastiĆ”n Elcano, vecino de Guetaria, estando en la cama enfermo de su cuerpo y sano de juicio y entendimiento natural, tal cual nuestro SeƱor le pudo dar, temiĆ©ndose de la muerte, que es cosa natural, estando presentes los testigos abajo firmantes, presento esta escritura cerrada y sellada que dijo ser su testamento y Ćŗltima voluntad.

Firmado: Juan Sebastian Elcano 

Los testigos: 
Hernando de Guevara Martin de Uriarte Martin Garcia de CarquiƧano Andres de Gorostiaga Joanes de Ƈabala Andres de Urdaneta Andres de Alethe Primeramente, como buen cristiano, Elcano encomienda su alma a Dios: «Mando mi Ć”nima a Dios que me la criĆ³ y me la redimiĆ³ por su preciosa sangre en la Santa Cruz y ruego y suplico a su bendita madre Santa MarĆ­a, Nuestra SeƱora, que ella sea mi abogada delante su precioso hijo, que perdone mis pecados y me lleve a su gloria santa.» Luego, hace reparto entre sus seres queridos, dispone dinero para que les hagan las misas correspondientes, y deja algĆŗn dinero para fines benĆ©ficos, iglesias, monasterios y un largo etcĆ©tera. El 4 de agosto de 1526, solo una semana mĆ”s tarde de haber sustituido a Loaysa, morĆ­a Juan SebastiĆ”n Elcano, a los 39 aƱos de edad, en pleno ocĆ©ano PacĆ­fico, cercano a las islas Marianas. Su cadĆ”ver fue arrojado al mar con lo honores que merecĆ­a. Esta vez faltĆ³ Pigafetta, para informar si su cuerpo cayĆ³ al agua mirando al cielo o al mar. En cualquier caso, sabemos que allĆ­, probablemente en el fondo de la fosa mĆ”s profunda del mundo, descansa para siempre el navegante que llevĆ³ a cabo la proeza naval mĆ”s grande de todos los tiempos.

EpĆ­logo

Elcano nunca disfrutĆ³ de su paga de 500 ducados. Ni falta que le hizo, pues segĆŗn su testamento, habĆ­a abandonado este mundo en bastante buena posiciĆ³n. Existen documentos donde aƱos mĆ”s tarde sus familiares todavĆ­a reclamaban el dinero que le debĆ­an, pero no estĆ” claro si alguna vez lo recibieron. Alonso de Salazar se hizo cargo de la Santa MarĆ­a de la Victoria. Las Marianas no estaban lejos y no tardaron en llegar a la isla de los “Ladrones”. HabĆ­an oĆ­do hablar de lo sucedido la vez anterior, cuando decenas de canoas se acercaron curiosas, cĆ³mo se encaramaron a los barcos y se llevaban todo lo que encontraban. Pero esta vez fue diferente. Se acercaron a recibirlos, pero ninguno de ellos subiĆ³ a bordo para robarles. Y uno de ellos, con la piel menos oscura que los demĆ”s, les dio una bienvenida muy especial: «Dios salve a vos, capitĆ”n general e buena compaƱa.» No, no era el espĆ­ritu de Magallanes, era Gonzalo de Vigo, superviviente de la Trinidad, que se habĆ­a quedado en la isla cuando volvĆ­a de su intento por llegar a las costas de PanamĆ”. Gracias a que habĆ­a quedado en la isla de los Ladrones no fue capturado por los portugueses. Fue rescatado y llegĆ³ hasta las Molucas en la Santa MarĆ­a de la Victoria, y mĆ”s tarde conseguirĆ­a regresar a EspaƱa. Fue el Ćŗltimo en dar la vuelta al mundo, de los supervivientes de la primera expediciĆ³n.

Publicar un comentario

0 Comentarios