Alejandro 1

Macedonia era un reino situado al norte del monte Olimpo, la morada de los dioses. El origen de la dinastía de sus reyes se remontaba hasta el propio Hércules, hijo de Zeus. Sin embargo, los macedonios no eran considerados helenos por el resto de los griegos.

El hombre de la armadura (Alejandro Magno) Rembrandt



Filipo II

La Grecia antigua o Hélade estaba compuesta por ciudades estado como Atenas, Esparta, Mileto, Corinto, Tebas... Pero los macedonios eran considerados bárbaros: vivían muy al norte, hablaban de forma distinta al resto de los helenos y habían dado apoyo a los persas durante las guerras médicas. En realidad, los macedonios no simpatizaban con los persas, sino que habían estado obligados a darles apoyo por haber sufrido una invasión que los convirtió durante un tiempo en vasallos del gran imperio asiático. En cuanto al idioma, el macedonio era realmente una lengua griega, pero había permanecido al margen de la evolución del griego que se hablaba al sur. Herótodo nos cuenta una anécdota al respecto de la helenidad de los macedonios: Alejandro I, el primer rey de Macedonia (siglo VI a.C.) quiso participar en los Juegos Olímpicos, pero su petición fue rechazada por estar vetada la participación de los bárbaros. Pero Alejandro I no se rindió y demostró su ascendencia griega. Finalmente, los macedonios tuvieron que ser aceptados en la competición.

No obstante, Macedonia siguió estando considerada como un reino bárbaro y no sería hasta el reinado de Filipo II (382-336 a. C.) en que la helenidad de los macedonios tuvo que ser aceptada (por la fuerza). Filipo se propuso expandir su reino y ya de paso unir a todas las ciudades estado griegas y para ello no dudó en usar a su devastador ejército, el más poderoso de toda Grecia. Una empresa de gran envergadura, aunque quizás no le dieron más opción que llevarla a cabo, debido a la política provocadora de Atenas y Esparta, que no hacían más que meter cizaña entre los bárbaros de las fronteras macedonias para que invadiesen y asolasen sus territorios, además de promover conjuras en la casa real. Ya era hora de que toda Grecia fuera una, aunque la empresa de Filipo pretendía ir mucho más allá; una vez consumada la unión, pretendía también recuperar las ciudades griegas bajo dominio persa.

Filipo era el hijo más joven de Amintas III y estuvo como rehén durante tres años en Tebas. Por aquellos entonces era muy habitual que los reyes mandasen como rehenes a sus hijos, como garantía de que cumplirían sus pactos y sus chanchullos. Durante ese tiempo recibió formación política y militar. No perdió su tiempo Filipo, fijándose en cada detalle de las tácticas de los ejércitos griegos e intentando perfeccionarlas. De allí salió convertido en un gran militar y estratega, además de gran diplomático. En definitiva, convertido en un hombre de gran talento. En 359 a.C. Filipo se convirtió en rey a los 22 años, después de la muerte de sus hermanos mayores Alejandro II y Pérdicas III.


Olimpia de Épiro
Olimpia de Épiro

Poxilena, nacida en 375 a.C. era hija del rey Neptolemo I de Épiro. Quedó huérfana de padre y madre siendo muy niña y quedó al cuidado de su tío Arribas. A los 19 años marchó a Macedonia para casarse con Filipo II. A partir de ahora su nombre sería Myrtale y se convertía en la esposa principal del rey, aunque no era la primera ni la única. Filipo llegó a casarse un total de siete veces, la poligamia era habitual en Macedonia, aunque reina solo podía haber una, y esa fue Myrtale desde el día de su matrimonio.

Por lo visto, la belleza de Myrtale dejó alucinado a Filipo, que ya de por sí era un mujeriego empedernido, y por eso no dudó en convertirla en su reina. Pero Myrtale poseía además, otras cualidades que no tardaron en desconcertar al rey. Era aficionada a los rituales místicos, era hipnotizadora y aficionada a encantar y domesticar serpientes. Y además, decía ser descendiente directa del semidiós Aquiles. Filipo llegó a la conclusión de que su nueva esposa no estaba del todo en sus cabales. 

Alejandro vino al mundo a finales de junio de 356, el mismo día que los macedonios obtuvieron grandes victorias en los juegos olímpicos de aquel año. En honor a estas victorias, Myrtale cambió su nombre de nuevo por el de Olimpia. De ser cierto lo que afirmaban sus padres, el niño era descendiente de dos semidioses, Hércules y Aquiles. Pero según su madre, su recién nacido era mucho más que eso; Alejandro había sido engendrado por Zeus; y no tuvo reparo en confesárselo a Filipo. No sabemos hasta qué punto Filipo la tomó en serio. Quizás, por el hecho de creerla un poco loca, no llegó a hacerle mucho caso, aunque hay que apuntar, que en una época en que los dioses que hoy llamamos mitológicos eran tomados muy en serio, una confesión de aquel calibre podía ser del todo creíble. 

En cualquier caso, Filipo no dio muestras de rechazo alguno hacia Alejandro y se preocupó de darle la mejor educación y preparación durante su niñez; aunque su madre se ocuparía de inculcar al niño que él no era un mortal cualquiera, sino un semidiós, tal como lo fueron sus antepasados Hércules y Aquiles. Alejandro tenía otros dos hermanos mayores de distinta madre, pero él, al ser el hijo de la reina era el príncipe heredero. Filipo y Olimpia también tuvieron una hija a la que llamaron Cleopatra. Habría además otra Cleopatra en la vida de Filipo que vendría a desencadenar su tragedia, de la dinastía de los Ptolomeos, ascendiente pues, de la futura reina de Egipto. Pero no adelantemos acontecimientos. 


Alejandro y Bucéfalo

Olimpia era incapaz de ver en Filipo cualidad alguna, a pesar de que su marido era un gran rey. Solo veía en él defectos como su desmesurada afición al alcohol o las mujeres, cosas que eran muy ciertas, pero muy habituales en su entorno y en su época. El caso es que, Olimpia intentó como pudo que Alejandro no se pareciera lo más mínimo a su padre y que no se sintiera influenciado por él; y por eso  le enseñaba magia y rituales místicos, cosa que irritaba a Filipo. Alejandro se veía atrapado entre los dos, y no podía agradar a uno sin irritar al otro. Quizás se sintió aliviado el día que Leónidas pasó a ser su tutor. Leónidas era un pariente de Olimpia que se tomó muy en serio la enseñanza del joven príncipe instruyéndolo en el manejo de la espada y a ser un excelente jinete.



Leónidas le enseñó bien sin duda, sin embargo, la capacidad de observación era innata en Alejandro desde muy niño. Plutarco nos cuenta una anécdota que tuvo lugar cuando tenía doce años. Filipo andaba de compras cuando quedó prendado de un caballo llamado Bucéfalo, un precioso semental negro. Pero cuando tanteaba comprarlo se dio cuenta de que era muy nervioso e incontrolable. Filipo desistió y pasó a ojear otros caballos, entonces escuchó cómo su hijo comentaba que se estaba perdiendo un excelente caballo por no saber tratarlo adecuadamente. Filipo quedó perplejo ante las palabras de Alejandro, se volvió hacia él y le preguntó si acaso un mocoso pretendía saber de caballos más que sus mayores. Alejandro le respondió que podría manejar el caballo mejor que otros. Su padre se tomó aquello como un reto y decidió entonces ponerlo a prueba animándolo a que intentara montarlo. Alejandro se fue hacia Bucéfalo tranquilamente, cogió la brida muy despacio y dirigió al animal hacia el sol. Había observado que Bucéfalo se asustaba con los movimientos de su propia sombra. De cara al sol, su sombra quedaba detrás y no podía verla, con lo que el animal quedó en calma y Alejandro, muy cuidadosamente logró montarlo, cogió las riendas y lo condujo poco a poco para finalmente lograr que galopara. Su padre y los demás que observaban quedaron atónitos. Plutarco cuenta que su padre se emocionó y «vertiendo lágrimas de alegría, le besó mientras descendía del caballo.» Filipo lo compró y finalmente Alejandro logró domarlo completamente y fue la única persona que lo montó a lo largo de la vida del animal.

Alejandro estaba demostrando que además de fuerte era un chico inteligente; había llegado pues, la hora de inculcarle sabiduría y para eso, Filipo hizo traer al mejor profesor de Grecia. Alejandro tenía trece años cuando llevaron ante él a un tipo pequeño, delgado y con los ojos hundidos; en su día había sido el mejor alumno de Platón. En los próximos tres años el nuevo tutor de Alejandro sería Aristóteles. Con él, Alejandro aprendió a pensar de forma lógica, estimulo su curiosidad por el mundo natural y la geografía desconocida, y su afición por los escritos del gran poeta griego Homero. Lo que no pudo conseguir Aristóteles fue borrar la influencia de Olimpia sobre Alejandro, que continuó siendo testarudo y supersticioso.

Cuando Alejandro cumplió los dieciséis años, Filipo dio por concluida su educación y quiso que se instruyera en el aprendizaje de la guerra y la administración del reino. Lo mejor era dejarlo solo para ver cómo se las arreglaba, y por eso lo dejó en Pela, la capital, cuando partió para luchar contra los bizantinos. Alejandro no defraudó a su padre e incluso sofocó una revuelta de los tracios. Después de esto pasó a luchar a su lado, incorporándose al ejército como comandante para la batalla de Queronea, que enfrentó a Filipo contra tebanos y atenienses. La batalla formaba parte de la campaña que Filipo llevaba a cabo para unificar a todas las ciudades estado griegas. Los macedonios obtuvieron una gran victoria y Alejandro pudo demostrar que ya era un gran guerrero. No cabía duda que tanto Leónidas como Aristóteles habían hecho bien su trabajo en la educación del muchacho.

Después de la batalla Filipo mandó a Alejandro en misión diplomática a Atenas. Los atenienses habían quedado exhaustos por la guerra y no les quedaba más remedio que someterse a quienes los habían derrotado, por lo que enviaron una delegación de bienvenida y Alejandro fue recibido con todos los honores. Solamente Demóstenes, su líder, seguía refunfuñando y era contrario a humillarse ante los bárbaros macedonios. Demóstenes era un gran orador, pero tenía por costumbre difamar a la gente que se le oponía. De Filipo iba diciendo que no era ningún libertador, sino un esclavista, pero a los atenienses no les quedaban fuerzas ya para seguir con la lucha, por lo que, sus palabras fueron objeto de poca atención. 

Demóstenes
Alejandro llegó a Atenas con una oferta de paz: el rey Filipo debía ser reconocido como general de todos los ejércitos de Grecia en su próxima campaña contra los persas, enemigo común de todos los griegos. No se les exigiría nada más. Los atenienses no podían creer lo que oían. Filipo no pretendía ser un rey opresor y por el contrario, mostraba una gran valentía pretendiendo invadir Persia. La respuesta ateniense fue afirmativa y quedaron tan contentos al no verse privados de su libertad que erigieron un monumento en honor a Filipo, que en aquellos momentos recorría toda Grecia asegurándose de que todos los pueblos le serían fieles. 

Todos lo recibían con halagos y honores, pero a las puertas de Esparta, le quedó claro que no era bien recibido. Filipo entonces les envió un mensaje: “Si invado Laconia no mostraré ninguna clemencia con ustedes.” La respuesta fue simplemente: “Si”. Laconia es la región de la península del Peloponeso donde se encuentra Esparta. Sus habitantes tenían la habilidad de expresarse brevemente, con las palabras justas y de forma concisa. De ahí la respuesta de los espartanos donde se limitaban a repetir el condicional “si” (si es que consigues invadirnos). No es difícil imaginar la gracia que le haría a Filipo semejante impertinencia, sin embargo, no estaba dispuesto a amargar su paseo triunfal y decidió dar media vuelta, ignorando la ofensa; después de todo, los espartanos estaban solos y ya no suponían ningún peligro.

A finales del año 338 a.C. Filipo convocó una asamblea en Corinto para reunir a los representantes de cada ciudad, excepto Esparta. Reunidos todos en una gran federación, Filipo dejó claro que no ejercería el poder absoluto sobre ellos, sino que les permitía mantener a cada uno de los estados su constitución y su autonomía. Los representantes griegos quedaron satisfechos y contentos y Filipo se ganó la fidelidad de todos. Una fidelidad que iba a necesitar tras el anuncio de los planes de la campaña contra Persia. Filipo no pretendía invadir toda Asia, sino liberar las ciudades griegas situadas en la actual Turquía bajo dominio del rey persa Darío III. De esa forma también podrían vengarse de las invasiones sufridas siglo y medio atrás. Entusiasmados, le ofrecieron a Filipo sus tropas y la promesa de que ninguno de ellos se levantaría contra él. Después de la asamblea, Filipo envió diez mil soldados a Persia para que se establecieran y se hicieran fuertes allí.



Filipo, a sus 45 años y tuerto debido a una herida de guerra, se volvió a enamorar. Esta vez de una adolescente llamada Cleopatra, nieta de Atalo, un general suyo. Ni que decir tiene que esto no hizo ni pizca de gracia a Olimpia, y no por el hecho de que Filipo se acostara con otra mucho más joven que ella, sino porque a ella la repudió como reina. La nueva reina sería ahora Cleopatra, y eso significaba que cuando le diera un hijo, éste podría ser el nuevo heredero, quedando Alejandro apartado del trono. En la corte no se hablaba de otra cosa y quizás el propio Filipo, ante la insistencia de Olimpia en que Alejandro era hijo de un dios, llegó a creer que el muchacho realmente no era suyo. No tardaron en surgir las desavenencias entre padre e hijo, la culpable era, obviamente Olimpia, que no paraba de meter cizaña entre ambos. 

Plutarco nos cuenta que, durante la boda de su padre, Alejandro se mantuvo en silencio mientras que el resto de invitados bebían hasta emborracharse. Al final del banquete, Atalo propuso un brindis por el futuro hijo de Filipo y Cleopatra, el cual sería el “heredero legítimo” del trono. Alejandro enfurecido, se levantó y arrojó su copa de vino contra la cabeza de Atalo. Atalo la esquivó y le arrojó la suya a Alejandro. Ambos se enzarzaron en una pelea hasta que Filipo se levantó, desenvainó la espada y se dirigió hacia ambos, pero borracho como estaba tropezó y cayó al suelo. No se sabe qué intención tenía Filipo al desenvainar la espada, pero a Alejandro no le gustó aquel gesto, se acercó a su padre que aún estaba en el suelo, le señaló con el dedo y le gritó con desdén: ¿Estás preparándote para pasar a Asia cuando ni siquiera puedes pasar de un sillón a otro? Después, salió del salón a toda prisa. Al día siguiente, al amanecer, Alejandro y su madre, acompañados por algunos amigos y criados, abandonaron Pela. Olimpia viajó a Épiro a casa de su hermano, a unos doscientos kilómetros de Pela, mientras que Alejandro se dirigió a Iliria. 

Cuando todo el alboroto pasó, Filipo tuvo la ocasión de hablar con un buen amigo suyo, Demarato de Corinto, al cual le contó lo sucedido. Según Plutarco, Demarato amonestó y dio un buen consejo a Filipo: “Cómo puedes preocuparte de la unión de Grecia cuando tu propia casa estaba llena de tantos desacuerdos y calamidades”. Tras las sabias palabras de su amigo, Filipo quedó convencido de que debía hacer algo para reunificar su familia y mandó buscar a Alejandro y a Olimpia. Ambos volvieron. Olimpia quiso ver en este gesto un cambio de actitud; quizás Alejandro todavía podría seguir siendo el príncipe heredero. Pero Olimpia no se fiaba de la nueva esposa de su marido, ni de su abuelo, un astuto y ambicioso general que haría cuanto estuviera en sus manos para que su bisnieto heredara el trono. Y a todo esto, Filipo ni siquiera se había pronunciado al respecto, y lo único que hacía era intentar aplacar los ánimos de sus dos esposas. 

Pero Olimpia no solo no se aplacaba, sino que se subía por las paredes el día que se enteró de que la jovencísima Cleopatra estaba embarazada. Sus peores pesadillas se estaban haciendo realidad. Plutarco nos sigue contando que Olimpia se enteró de que un joven llamado Pausiano había sido humillado por Filipo y desde entonces le guardaba un gran rencor. Olimpia se puso en contacto con él y quiso saber hasta qué punto odiaba al rey. Cuando estuvo segura de que estaba dispuesto a llegar hasta el final, “animó al enfurecido chico para que se vengara”. Pausiano comenzó a planear de inmediato el asesinato de Filipo. En la actualidad se debate si Alejandro estaba o no al corriente de este complot y hay quien duda de las palabras de Plutarco y de si realmente fue Olimpia quien ordenó asesinar a su marido. 

A finales del verano del 336, la hermana de Alejandro, también llamada Cleopatra, se casó con su tío, el rey de Épiro. Fue en Aegae, la antigua capital de Macedonia. Al día siguiente de la boda, Filipo se dispuso a entrar en el teatro de la ciudad. Pausiano le esperaba en la puerta. Debía tratarse de alguien que ocupaba un puesto de confianza entre los allegados al rey, quizás un soldado de la guardia real, para poder acercársele. Filipo fue apuñalado hasta la muerte. El asesino fue abatido al instante por otro guardia, por lo que, se especula con que Olimpia se habría asegurado que el joven muriera de inmediato para que no fuera capturado con vida y no pudiera delatarla. 

Alejandro no tardó en proclamarse rey a sí mismo y sin tiempo que perder, Olimpia volvió a Pela con un pensamiento macabro. Aquí hay diversas fuentes que difieren en cómo ocurrieron los hechos, pero el caso es que Olimpia acabó con la vida de la joven viuda de Filipo. Unos dice que la obligó a ahorcarse y luego lanzó a su bebé, que ya había nacido y era varón, a una pira de sacrificios. Otros cuentan que el niño no había nacido todavía. Sea como fuera, Olimpia se aseguró de que no hubiera descendientes que le disputaran el trono.

Alejandro por su parte, tampoco estuvo de brazos cruzados y se dedicó a quitar de en medio a todo aquel que pudiera significar una amenaza para su reinado. Todo esto que hicieron Olimpia y Alejandro puede parecer de una crueldad extrema (y se mire como se mire lo es), pero en aquellos tiempos era algo natural, tan natural como la vida misma, la lucha por la supervivencia, tal como hacen los leones en la selva con los cachorros que pueden significar una amenaza cuando crezcan. Y la prueba de que ello es que una vez que el rey se consolidaba en su puesto todos lo aceptaban y nadie pedía explicaciones; si acaso, conspiraban. Pero Alejandro fue aceptado por dos generales de mucho peso, Antípatro y Parmenio, y por la gran mayoría de los soldados que ya lo conocían y admiraban por su valentía. Por lo tanto, el hijo de Filipo y Olimpia se consolidaba como Alejandro III de Macedonia. 

La muerte de Filipo causó gran alegría en toda Grecia, pues suponía el fin de la dominación macedonia; cualquier acuerdo firmado con el rey muerto quedaba sin efecto. Casi todo el mundo coincidía en que el joven rey Alejandro, de apenas 20 años, no se atrevería a liderar su ejército y la campaña contra Asia no se llevaría a cabo; y por supuesto, sería incapaz de mantener su corona. No pasaría mucho tiempo en que alguien lo derrocara. Ignoraban que el único que le había plantado cara, el general Atala, abuelo de Cleopatra, ya estaba muerto. 

En Atenas, Demóstenes no cabía en sí mismo de alegría. Su oponente político, Focio, no era tan optimista y le advirtió que, con la muerte de Filipo, el ejército macedonio solo había disminuido en un solo hombre. En cualquier caso, la euforia se desató en Grecia y durante las primeras semanas, la gran federación que había creado Filipo se disolvió rápidamente. En Atenas hubo revueltas, los espartanos se hinchaban de orgullo, Argólida y Élice se declararon independientes y Ambracia expulsó las tropas macedonias y las desplazadas a Tebas resistían como podían. Hasta la propia Macedonia estaba siendo amenazada por los bárbaros de las fronteras del norte. Ante la situación, la invasión de Asia tenía forzosamente que ser aplazada, ya que, Alejandro quería seguir con los planes de su padre. 

Reunidos en consejo con los principales generales, Alejandro anunció que la situación debía ser controlada y marcharían sobre toda Grecia. No todos eran de la misma opinión y aconsejaron a Alejandro no hacerlo. Por el contrario, lo más sensato era reforzar las posiciones en Macedonia ante el peligro de ser invadidos. Alejandro no pudo evitar sentir que lo estaban tratando como a un niño y entonces les hizo saber, que nadie le iba a hacer cambiar de opinión, pues estaba bien seguro de sus actos. De repente, ante la seguridad y carácter a la hora de expresarse, todos los presentes se dieron cuenta de que el niño se había hecho hombre. Aun así, no esperaban que muy pronto les iba a dar muestras de su gran talento como militar a la hora de sorprender al enemigo.

Alejandro y sus treinta mil hombres no se fueron directamente contra Tesalia, sino que bajó por la costa, por caminos montañosos y difíciles de transitar. Fue eso lo que hizo que los tesalios se vieran sorprendidos cuando el ejército macedonio apareció por el suroeste, dándose cuenta de que les habían cortado la posibilidad de recibir ayuda griega. Solo cabía rendirse y someterse a Alejandro.

Rápidamente siguieron hacia el sur, cruzando el paso de las Termópilas, hasta Tebas, donde los destacamentos macedonios estaban teniendo problemas. Allí acamparon delante de las puertas de la ciudad, que no tardó en rendirse. En Atenas, que quedaba apenas a dos días de camino, cundió el pánico ante la proximidad del ejército macedonio. Demóstenes temblaba, y cuando alguien, irónicamente le propuso que liderara la misión de paz que iría a encontrarse con Alejandro, Demóstenes terminó de cagarse las patas abajo, aunque todavía tuvo el temple necesario para decir que sí, que lo haría. 

Y lo hizo, pero antes de llegar a Tebas salió huyendo de vuelta a Atenas. Su adversario político, Focio, tenía razón cuando le dijo que, con la muerte de Filipo, el ejército macedonio solo había disminuido en un solo hombre, ya que se trataba de un ejército profesional, de verdaderos especialistas que solo se dedicaban a eso, y cuando no estaban batallando seguían entrenando sin descanso. Además de la infantería y la caballería armada con arqueros, Filipo había desarrollado lo que en su tiempo ya podría llamarse una verdadera artillería compuesta por catapultas capaces de lanzar grandes piedras o arpones incendiados a modo de bombas que destrozaban muros y edificios. No menos importante era el cuerpo de ingenieros que diseñaban artilugios y señalaban los puntos más vulnerables de cualquier ciudad para preparar su asedio. No era raro, pues, que su proximidad provocara verdadero pánico. Era la máquina de invadir y de matar que había creado Filipo y que ahora estaba siendo utilizada con inteligencia por Alejandro, como había previsto Focio.

El miedo al letal ejército que Filipo había creado fue lo que hizo que los estados griegos volvieran de nuevo a la federación. Tal como había hecho su padre, Alejandro convocó un pleno al que todos, excepto Esparta, enviaron representantes. El joven rey fue nombrado capitán general de todos los ejércitos griegos y le prometieron lealtad. Filipo fue benévolo en la reunión de Corinto, Alejandro, en esta ocasión, tampoco tomó represalias contra nadie, por lo que todos salieron aliviados nuevamente.

Antes de abandonar Atenas, Alejandro quiso hacer una visita al famoso Oráculo de Delfos. Tanto griegos como romanos tenían como costumbre ofrecer sacrificios a los dioses antes de acometer empresas. Alejandro, además, había heredado de su madre muchas supersticiones, y ahora que Grecia volvía a estar en calma estaba decidido a llevar adelante la invasión de Asia, por lo que, quería saber qué le deparaba el futuro. La pitonisa, una mujer anciana, no estaba en el templo, donde fue informado de que esos días no se realizaban profecías. Ni corto ni perezoso, Alejandro mandó a buscar a la pitonisa, y a pesar de que los sacerdotes le advirtieron que para poder ser atendido adecuadamente hacían falta varios días de preparativos, se empeñó en que debían hacerle la profecía ese mismo día, pues no podía perder más tiempo en Atenas. La pobre mujer hizo lo que pudo, entró en trance y comenzó a hablar con palabras ininteligibles que solo los sacerdotes podían traducir. Entonces Alejandro le preguntó qué pasaría cuando invadiera Persia. La pitonisa contestó que esa pregunta era de difícil respuesta; nadie podía predecir qué pasaría. Sin embargo, a continuación le dijo precisamente lo que quería oír: “hijo mío, tú eres invencible.” 



La campaña del Danubio 

Alejandro volvió encantado a Pela. Es posible que la pitonisa le dijera aquello con tal de que la dejara tranquila. En cualquier caso, todo el mundo en Atenas sabía que los ejércitos macedonios eran invencibles. Tampoco sabemos hasta qué punto Alejandro se lo creyó, pero a medida que fue consiguiendo objetivos, es posible que lo creyera de verdad, e incluso que se fuera creyendo lo que su madre siempre le había inculcado, que él era un semidiós. Pero la campaña persa tendría que esperar, una vez más. Todo parecía ser contratiempos, quizás pruebas que los dioses ponían en su camino y él debía superar. Ahora eran los bárbaros del norte del Danubio quienes atacaban las fronteras de Macedonia y no podía marchar a Asia dejándola desprotegida. Para la primavera del 335 a.C Alejandro y unos diez mil hombres se encontraban en los Balcanes. Había dejado atrás a sus principales generales con el fin de que protegieran Macedonia ante cualquier ataque, ya fuera bárbaro o de cualquier estado griego que se sublevara en su ausencia. Pero quizás el principal motivo de que los generales no le acompañaran era querer demostrar a sus hombres que él, por sí mismo, también podía ser un gran general. 

En aquella campaña tuvieron que enfrentarse contra tracios, ilirios o trívalos, entre otros pueblos. Eran los primeros combates a campo abierto de Alejandro como rey y capitán general de todos los ejércitos griegos. Para ganarse el liderato y la confianza de sus hombres, Alejandro se quitaba el yelmo para dejar su cara y su cabeza al descubierto cada vez pasaba revista a sus tropas, que agradecían el gesto y se sentían más cerca de su rey y general. Aquella inoportuna campaña le sirvió, no solo para consolidarse al frente de sus hombres, sino para ponerlos a prueba en situaciones adversas en terrenos escarpados donde las tácticas habían tenido que ser irregulares. Habían cruzado ríos y cordilleras y realizar labores de asedio y habían entrado en acción arqueros, honderos, caballería y falange; incluso habían tenido que realizar desembarcos. Había sido el ensayo perfecto antes de emprender la campaña asiática. Pero, sobre todo, Alejandro había demostrado una astucia y una habilidad como estratega fuera de lo común; si sus hombres le admiraban, a partir de ahora lo adoraban y lo seguirían hasta el fin del mundo, como estaban a punto de hacer. 

Fue en el paso de Shipka, donde Alejandro tuvo que pensar rápidamente cómo salir de una situación muy peligrosa que amenazaba con aniquilar sus tropas. Los tracios habían dispuesto carros en una colina con la intención de crear un cerco alrededor de los macedonios. Alejandro se dio cuenta enseguida de que no era solo un cerco lo que planeaban hacer los tracios, sino lanzar los carros colina abajo contra ellos para aniquilarlos. Entonces ordenó a sus hombres que estuvieran preparados y se tumbaran en el suelo colocando los escudos de tal forma que los carros pudieran pasar sobre ellos causando el menor daño posible. La idea dio resultado y cuando los carros bajaron la colina causando gran estruendo, muy pocos hombres murieron. Cuando los macedonios se levantaron y emprendieron ataque colina arriba, los tracios quedaron estupefactos y se dispersaron, de modo que Alejandro se hizo con el control del paso. 

En otra ocasión, a medida que avanzaban hacia el Danubio, los tribalios quisieron tenderles una emboscada ocultos en una cañada. Pero las avanzadillas macedonias los descubrieron. Entonces Alejandro ocultó a su caballería y envió un pequeño destacamento de arqueros que comenzó a incordiar a los tribalios lanzando flechas hacia la cañada donde se escondían. Cuando los tribalios salieron a perseguir a los arqueros, la caballería, con la que no contaban que estuviera tan cerca, dio buena cuenta de ellos. El historiador Arriano cuenta que ese día los macedonios dieron muerte a tres mil tribalios y solo murieron cincuenta macedonios. Capturaron, además, muchos prisioneros que fueron vendidos como esclavos, siendo repartido entre las tropas en beneficio obtenido con la venta. Quizá Arriano exagera, pero es un buen ejemplo de la buena estrategia empleada por Alejandro. 

Al llegar al Danubio, Alejandro contaba con una pequeña flota de galeras que había ordenado traer desde Bizancio. Pero a las corrientes del Danubio se sumaban los ataques de flechas que lanzaban las tribus desde la otra orilla, por lo que abandonaron el intento. La solución era cruzar de noche, pero las corrientes y la oscuridad no permitían maniobrar adecuadamente. La solución la encontró Alejandro ordenando fabricar una especie de balsas empleando maderas y bolsas de cuero rellenas de paja. Con aquellos artilugios consiguieron cruzar el río en una sola noche, sin que nadie los viera, incluida la caballería. Según sigue contando Arriano, en la otra parte del río había unos altos maizales donde las tropas se fueron escondiendo, para más tarde sorprender y masacrar a las tribus que intentaban bloquearles el paso. Todas las tribus de la zona tuvieron noticia de la hazaña y creyeron que Alejandro era una especie de dios que había conseguido cruzar el río sin ayuda de puentes o barcos, por lo cual, se apresuraron a suplicar su amistad. 

Poco después tuvieron que marchar hacia Iliria, donde se había desatado una revuelta en el valle del río Devoll, en la Albania actual. Alejandro se dirigía con su ejército hacia el fuerte Pelión cuando de repente se dieron cuenta de que estaban completamente rodeados. Los enemigos le doblaban en número. Todo parecía estar perdido. Si se lanzaban contra ellos, la masacre sería completa. Alejandro, lejos de dejarse llevar por el pánico, ordenó hacer unas complicadas maniobras, donde las tropas iban y venían y la caballería parecía haberse vuelto loca haciendo cabriolas. Los ilirios no daban crédito a lo que veían y un grupo de ellos se acercó para ver más de cerca el espectáculo, creyendo que se trataba de un ritual, donde los mecedonios se entregaban a los dioses antes de morir. Era lo que Alejandro estaba esperando, porque aquel grupo que se había adelantado había dejado un hueco que les permitiría escapar del cerco. Los macedonios se abalanzaron por sorpresa contra ellos y los aniquilaron de inmediato, a continuación salieron todos en estampida por el hueco. Cuando el resto intentó reaccionar ya era tarde, los macedonios había huido. Sin embargo, no se había ido muy lejos y no tardaron en volver tres días más tarde, al atardecer, para atacar por sorpresa el fuerte ilirio para destruirlo por completo. Muchos ilirios salieron huyendo hacia las montañas, y en su persecución, Alejandro sufrió una caída del caballo y a punto estuvo de romperse el cuello. 


La destrucción de Tebas y la compasión de Alejandro 

La noticia de la caída no tardó en llegar a Grecia, aunque un poco distorsionada, llegando a decir que Alejandro había muerto en combate. Algunos que creyeron que quedarían libres de su atadura con Macedonia. Sin esperar a comprobar si la noticia era cierta, los tebanos que habían sido expulsados por Filipo tras la batalla de Queronea regresaron a la ciudad y sitiaron a la guarnición macedonia que se habían acantonado en la acrópolis. Una vez más, la unidad griega que Filipo había conseguido en la Liga de Corinto, estaba en peligro. La rebelión tebana corría el riesgo de extenderse, y así fue, porque en Atenas Demóstenes andaba brincando de un lado a otro poniéndolos a todos de rebumba. 

Cuando Alejandro regresó a Macedonia, se encontró con que los dioses le habían puesto una nueva traba antes de iniciar su conquista de Asia: tebanos y atenienses estaban dando por culo una vez más. Pero los dioses iban a poder comprobar que Alejandro no se daba por vencido y se lanzó con su ejército hacia el sur a toda velocidad. Tan rápido, que ningún correo corrió más que ellos y los tebanos no pudieron saber que Alejandro estaba vivo hasta tenerlo prácticamente a las puertas de la ciudad. Lo más sensato hubiera sido aceptar la rendición que Alejandro les ofreció nada más llegar. Pero los tebanos respondieron con gritos y abucheos. Inmediatamente, Alejandro anunció que atacaría la ciudad, y mientras trazaba los planes, una avanzadilla tebana sale a hacerles frente. Los macedonios ven la oportunidad de entrar a la ciudad por la puerta abierta y entran en ciclón arrasándolo todo. No se respetó a nadie, y no se libraron de la violencia ni ancianos, ni mujeres, ni niños; hasta los templos sagrados fueron saqueados. Y una vez acabada la fiesta, los supervivientes fueron vendidos como esclavos, a excepción de aquellos que se habían mantenido fieles a Macedonia. Para rematar la faena, Alejandro hizo desaparecer el estado tebano. Ordenó destruir por completo la ciudad a excepción de los templos y la casa del poeta Píndaro. Los territorios circundantes fueron fragmentados y repartidos entre los demás estados aliados.

Se dice que hasta los cronistas de la época vieron en este acto una crueldad extrema en Alejandro. Pero no hay que llevarse a engaño, a Alejandro no lo llaman cruel por la muerte de seis mil tebanos, incluidos mujeres y niños, sino por hacer desaparecer la histórica ciudad-estado de Tebas. Los enfrentamientos y las masacres eran una forma de vida que estaba más que asumida. La destrucción y desaparición de Tebas dolió mucho más. Pero Alejandro quiso dar un escarmiento ejemplar porque estaba más que harto de las sublevaciones griegas y después de esto, los demás estados se lo pensarían muchas veces antes de otra revuelta. Y así fue, porque Grecia entera tembló ante la noticia, y todos se apresuraron a enviar muestras de sumisión. Atenas fue la primera en responder enviando emisarios. En cualquier caso, y aunque aquellos actos formaran parte de la forma de vida de la época, Alejandro sacó aquel día a la luz su parte más cruel, pero también mostró la parte piadosa. Algo que no estaba tan bien visto. Ser compasivo era como mostrarse débil, poco viril, más propio de poetas y filósofos. Sin embargo, Alejandro no dudó en sacar su parte poética al salvar la casa de Píndaro, ni su parte religiosa al salvar los templos, incluso su parte piadosa, como veremos a continuación. 

Entre los prisioneros había una atractiva mujer, bien vestida y acompañada por sus hijos. Había sido capturada después de matar a un oficial del ejército. Al ser interrogada contestó que el soldado había entrado a su casa por la fuerza obligándola a entregarle cuantas joyas poseyera. Ella lo condujo a un pozo y señaló su interior, diciéndoles que en el fondo guardaba mucho oro. Cuando el oficial se asomó, ella lo empujo y éste cayó al fondo. Ella terminó de matarlo arrojándole piedras. Finalmente, declaró que lo había hecho por salvar a sus hijos y no estaba arrepentida. Cuando Alejandro le preguntó quién era, le contestó que era la hija del hombre que había liderado a los tebanos en la batalla de Queronea, la batalla definitiva que libró Filipo contra los estados griegos. Aquella declaración podía suponer su sentencia de muerte, ella lo sabía, y los presentes era lo que esperaban. Sin embargo, Alejandro la encomió por su valentía y ordenó que la escoltaran a ella y sus hijos hasta un lugar donde estuviera a salvo.

En cuanto a los cabecillas de la revuelta ateniense, Alejandro ordenó su destierro con una excepción, Demóstenes podía quedarse con la condición de que se le prohibiera ejercer la política; porque así -dijo con ironía- su castigo sería el más duro, al obligársele a permanecer callado.

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