La guerra de la Independencia 6

Los generales franceses confiaban en que ningĆŗn obstĆ”culo los detendrĆ­a, al ver que los zaragozanos andaban por todas partes sin orden ni concierto alguno, llegando a pensar que en la ciudad reinaba la indisciplina y la confusiĆ³n, hasta que un tiroteo los obligĆ³ a hacer parada y proceder precavidamente. Este comportamiento de algunos paisanos y soldados desbandados, no solo hizo que los franceses se lo pensaran con mĆ”s cautela a la hora de proceder, sino que envalentonĆ³ y dio aĆŗn mĆ”s alas a todos los que estaban dispuestos a dejar su sangre defendiendo Zaragoza. 
Asalto a Zaragoza - January Suchodolsky

La virgen del Pilar no quiere ser francesa 

Era el 21 de diciembre de 1808. Los franceses sabĆ­an de la importancia estratĆ©gica de la ciudad y se habĆ­an propuesto hacerse con ella. Si en el primer intento les habĆ­a sido imposible, en esta ocasiĆ³n, despuĆ©s del descalabro sufrido por los espaƱoles en Tudela, la cosa tenĆ­a que ser fĆ”cil. Zaragoza se habĆ­a convertido tambiĆ©n en el sĆ­mbolo de la resistencia espaƱola, con lo que, acabar con ese sĆ­mbolo era de vital importancia. Sin embargo, tanto la ciudad como sus gentes estaban esta vez mejor preparados, aunque la reconstrucciĆ³n de sus fortificaciones no habĆ­an sido acabadas. En el primer sitio se les habĆ­a capturado a los franceses bastantes caƱones, por lo que, en esta ocasiĆ³n disponĆ­an de 160. Se habĆ­an recolectado las cosechas apresuradamente y dentro de la ciudad se contaban un total de 30.000 soldados, aparte de los voluntarios zaragozanos, hombres y mujeres que podĆ­an contarse tambiĆ©n por miles. 

Contaban los franceses con 35.000 soldados de infanterĆ­a y 2.000 de caballerĆ­a comandados por el mariscal Lannes. A Palafox se le enviĆ³ un mensaje en el que se le informĆ³ de que Madrid ya estaba en manos francesas y se le invitĆ³ a negociar una rendiciĆ³n sin violencia. ¡DespuĆ©s de muerto hablaremos! ―Fue su respuesta. Lannes ordenĆ³ atacar. Los franceses fueron fieramente rechazados. Luego vino el siguiente ataque, y en la ciudad se batieron tan valientemente que los volvieron a rechazar, y asĆ­ una vez y otra, un dĆ­a tras otro. Los caƱonazos abrieron brechas en sus murallas, intentaron entrar por ellas, pero los que lo conseguĆ­an encontraban la muerte, porque detrĆ”s habĆ­a hombres y mujeres que se batĆ­an con una valentĆ­a y una fiereza sobrenatural. Los dĆ­as pasaban y los franceses no conseguĆ­a conquistar la ciudad, y asĆ­ pasĆ³ un mes. Los oficiales decĆ­an que la ciudad estaba al caer, que sus habitantes estarĆ­an hambrientos y sin fuerzas, y que su rendiciĆ³n era cuestiĆ³n de horas. Pero lo cierto era que, entre tanto, hasta se permitĆ­an hacer alguna escaramuza saliendo de la ciudad y causando bajas entre sus sitiadores. El mariscal Lannes comenzaba a impacientarse y a sentirse incĆ³modo por las explicaciones que le pedĆ­an desde ParĆ­s, que no entendĆ­an cĆ³mo Zaragoza no era todavĆ­a francesa. La respuesta la daban los propios zaragozanos, que entre un ataque y otro se les oĆ­a cantar aquella canciĆ³n: “La virgen del Pilar dice que no quiere ser francesa, que quiere ser capitana de la tropa aragonesa.” 
Baturro de guardia durante los Sitios de Zaragoza - Marcelino de Unceta

Se intensificaron los bombardeos que duraban dĆ­as enteros, pero la ciudad no se rendĆ­a y los ataques eran rechazados una y otra vez. Las bajas francesas comenzaban a ser preocupantes. Por otra parte, no tenĆ­an ni idea de cuĆ”ntos muertos habrĆ­a en la ciudad, aunque se decĆ­a que eran muchos y estaban amontonados por las calles. Pero no lo parecĆ­a a tenor de la defensa que hacĆ­an de ella. Cada vez habĆ­a mĆ”s brechas en las murallas, que desde dentro se intentaban reconstruir como buenamente se podĆ­a. Lannes lanzaba una y otra vez ataques suicidas consistentes en arremeter en avalancha contra aquellos agujeros, saltar sobre sus escombros y entrar por ellos. SabĆ­an que tras las piedras estaban esperĆ”ndolos. Que intentar colarse por allĆ­ para luego avanzar sobre una de sus calles era meterse en un enjambre de abejas que los acribillarĆ­an a picotazos. Pero una de las armas del ejĆ©rcito imperial era la del sacrificio de sus hombres, atacando en gran nĆŗmero a sabiendas de que una cantidad innumerable de ellos morirĆ”n sin remedio; pero si se conseguĆ­a el fin perseguido se darĆ­an por bien empleadas sus vidas. Era una tĆ”ctica muy empleada por el emperador, en la que normalmente utilizaba regimientos de otros paĆ­ses y no a los propios franceses. En el acoso a Zaragoza, despuĆ©s de tantos y fallidos ataques, no quedaba mĆ”s remedio que repetir una y otra vez esta tĆ”ctica, en la que ya daba igual si en ella participaban franceses, polacos, suizos o desertores espaƱoles. 

Los caƱones de uno y otro lado intercambiaban disparos. Los franceses enviaban balas rasas contra los que esperaban al otro lado de las trincheras, los espaƱoles enviaban balas a los atacantes. Tal como iban acercĆ”ndose, los caƱones franceses cesaban, pero los espaƱoles seguĆ­an acosando y haciendo estragos entre los miles de franceses que iban llegando. Y a cada caƱonazo, a cada descarga de fusil que recibĆ­an, caĆ­an a decenas, quedando el campo sembrado de hombres muertos. Pero por mĆ”s esfuerzo que hacĆ­an por detenerlos, por mĆ”s balas que les venĆ­an encima, y por mĆ”s muertos que iban quedando en el suelo, las compaƱƭas francesas parecĆ­an no tener fin, hasta que se plantaban en la brecha de las fortificaciones, donde los primeros que iban llegando se iban quedando sobre los escombros, haciendo ellos mismo con sus cuerpos que el obstĆ”culo para entrar fuera aĆŗn mayor. AsĆ­, durante un rato, todo el que llegaba perdĆ­a la vida, y aquellos que conseguĆ­an escalar lo que ya no era una montaƱa de escombros, sino de cuerpos, y llegaban al otro lado, un enjambre de bayonetas, cuchillos, o palos, los estaba esperando. Se daba alguna circunstancia en que una vez que atravesaban la barrera y se encontraban dentro de la ciudad, no sabĆ­an quĆ© hacer ni para donde seguir, al verse desamparados, pues apenas recorrĆ­an unos pasos les daban caza o les caĆ­a en la cabeza algĆŗn objeto desde cualquier ventana. Pero los oficiales tenĆ­an Ć³rdenes de penetrar y hacerse con la fortificaciĆ³n a cualquier precio. Por eso continuaban gritando hasta quedar sin aliento, que siguieran. 

―¡Seguid, seguid, malditos! 

Al final, habĆ­a que retirarse, para volver a empezar, quizĆ”s dentro de unas horas, quizĆ”s al dĆ­a siguiente, o dentro de un mes, buscando el momento definitivo de la conquista, si es que habĆ­a suerte. 
Asalto a Santa Engracia - Lejeune

Pero la ciudad estaba siendo asediada, ademĆ”s de por las bombas, por el tifus, y el mismo Palafox cayĆ³ enfermo. El dĆ­a 21 de febrero de 1809 Zaragoza se rindiĆ³. La valentĆ­a y fiereza de los defensores de Zaragoza no se puede explicar con palabras que no superen la admiraciĆ³n, pues hasta el propio enemigo lamentaba haber tenido que ver tanto encarnizamiento en la defensa de aquella plaza y cĆ³mo las mujeres morĆ­an delante de las brechas. Siendo preciso organizar un asalto por cada casa, porque aun ardiendo la ciudad por los cuatro costados y lloviĆ©ndoles bombas a centenares, nada bastaba para intimidar a sus defensores. El sitio de Zaragoza no se parecĆ­a en nada a ninguna de sus anteriores guerras. Y si a las atrocidades de la guerra puede alguien llegarse a acostumbrar, aquella les devolvĆ­a de nuevo la abominaciĆ³n que Ć©sta representa. El propio mariscal Lannes escribirĆ­a en sus diarios: 

“Es una guerra que horroriza. ¡QuĆ© guerra! ¡QuĆ© hombres! Un asedio en cada calle, una mina bajo cada casa. ¡Verse obligado a matar a tantos valientes, o mejor a tantos furiosos! Esto es terrible. La victoria da pena.” 

Entraron en la ciudad y se adentraron por sus calles. Los franceses se sorprendĆ­an y horrorizaban por lo que estaban contemplando. Lo que en otras circunstancias hubiera sido un motivo de celebraciĆ³n y jĆŗbilo por la conquista de una ciudad, en esta ocasiĆ³n se habĆ­a convertido en horror y asombro. Muchos sentĆ­an respeto, otros pena, por aquellos muertos que estaban por todas partes. Estaban por las calles, amontonados, dentro de las zanjas que les habĆ­an servido de trincheras, entre los escombros de las casas derruidas, en los tejados, en los portales de las casas… El paisaje era desolador y el hedor a muerte lo impregnaba todo. Sin lugar a dudas, aquel dĆ­a no era motivo de orgullo para el ejĆ©rcito imperial de NapoleĆ³n. Aquella victoria no habĆ­a sido producto de una heroica batalla, sino de una autentica masacre en una lucha desigual, de un genocidio sin respeto a mujeres, niƱos, ancianos o enfermos, que los hubo a miles a causa de la peste que asolĆ³ la ciudad a la par que las bombas. 

Antes del primer asedio Zaragoza contaba entre 55.000 y 60.000 personas, despuĆ©s del segundo asedio solo quedaban entre 12.000 y 15.000. Cerca de 45.000 ciudadanos habĆ­an muerto allĆ­ dentro, entre las bombas y el tifus, sin contar los soldados que habĆ­an entrado a defenderla. ¡Tantos muertos en solo dos meses! Un exterminio solo comparable al que se producirĆ­a algo menos de siglo y medio despuĆ©s en las cĆ”maras de gas nazis. 

Cuenta una leyenda urbana, que un joven soldado habĆ­a estado observando con curiosidad, durante los meses de asedio, la Torre Nueva de Zaragoza, una torre de vigilancia que se habĆ­a inclinado con el tiempo al ceder sus cimientos. Al entrar en la ciudad, pudo observarla de cerca y se acercĆ³ a preguntarle a un hombre mayor: “Perdone, caballero, ¿por quĆ© esta bella torre estĆ” inclinada? A lo que el zaragozano le respondiĆ³: por quĆ© va a ser; porque estĆ” afligida de ver tantos muertos a sus pies.” Aquella respuesta hizo reflexionar al soldado, que en aquel momento le hizo sentir vergĆ¼enza de pertenecer al ejĆ©rcito imperial de NapoleĆ³n.


Wellesley entra en EspaƱa

DespuĆ©s de cuatro aƱos, la guerra iba a experimentar una serie de acontecimientos que le harĆ­an dar un giro radical. NapoleĆ³n andaba ya enredado en la guerra contra Rusia, y no le quedĆ³ otro remedio que echar mano de parte de las tropas que tenĆ­a destinadas en EspaƱa. QuizĆ”s porque pensaba que la cosa aquĆ­ ya estaba controlada, porque le interesaba mĆ”s la guerra contra aquel paĆ­s, porque habĆ­a ya dejado de importarle EspaƱa, o bien porque estaba cansado del azote al que estaban siendo acosadas sus tropas por parte de las guerrillas. El caso es que, el momento fue aprovechado por Wellesley para entrar con sus tropas en Castilla la Vieja, como ya venĆ­a pensando hacer hacĆ­a tiempo. Estos movimientos ya habĆ­an sido previstos tanto por el mayor general Jourdan como por JosĆ© Bonaparte, que dio orden de que subieran parte de los ejĆ©rcitos de AndalucĆ­a para apoyar a Marmont, que ocupada en aquel momento Salamanca. Pero el duque de Dalmacia, al mando de los ejĆ©rcitos de AndalucĆ­a, hizo oĆ­dos sordos a la peticiĆ³n de JosĆ©, al que por lo visto no tenĆ­a en demasiada simpatĆ­a; dicen las malas lenguas que por resentimiento, al no haber sido nombrado mayor general en esta regiĆ³n. No fue el Ćŗnico general en desobedecer las Ć³rdenes, cada uno aludiendo razones y excusas propias. El general Jourdan escribiĆ³ al ministro de la guerra una carta poniĆ©ndole al corriente de la situaciĆ³n y haciĆ©ndole ver lo delicado del asunto: 

“PodrĆ” no ser fundada [mi opiniĆ³n], pero al menos mi conducta es dictada por el celo del servicio de S.M.I y por la gloria de sus armas.” 

Pero la opiniĆ³n de Jourdan era mĆ”s que fundada, ya que, al estar todos al tanto de los planes de Wellesley, el duque de Dalmacia no hizo nada, el duque de la Albufera se negĆ³ a enviar una divisiĆ³n hacia Madrid, el conde de Cafarelli contestĆ³ que no podĆ­a enviar socorro alguno sin exponer las provincias del norte a un peligro inminente, cuando el peligro ya era inminente en Salamanca. Todos parecĆ­an no darse por enterados del peligro que corrĆ­a Marmont y nadie parecĆ­a querer obedecer las Ć³rdenes de JosĆ© Bonaparte. Por lo tanto, a Jourdan le preocupaba, y con razĆ³n, que Wellesley llegara con todas sus fuerzas de Portugal y Marmont tuviera que arreglĆ”rselas por sĆ­ solo. 

“Es posible que ellos se basten para abatir al enemigo ―decĆ­a en su carta―; pero si sucediera lo contrario, podrĆ­a haber resultados muy fatales, y todo por no haber sido ejecutadas las Ć³rdenes del rey."

Si estas Ć³rdenes hubieran sido cumplidas, se hubieran concentrado las fuerzas suficientes para aproximarse al Tajo y arremeter contra el flanco del ejĆ©rcito inglĆ©s, lo que ciertamente podrĆ­a haber asegurado el Ć©xito francĆ©s. No habiendo sido asĆ­, Jourdan estaba firmemente convencido del peligro que corrĆ­an sus ejĆ©rcitos, si quedaban asĆ­ aislados, sin punto de apoyo en el centro. 

ViĆ©ndose en peligro Marmont, decidiĆ³ Ć©ste abandonar Salamanca y retirarse hasta la poblaciĆ³n de Toro, a unos 60 kilĆ³metros al norte. Ochocientos hombres quedaron en Salamanca atrincherados en tres conventos convertidos en fuertes, desde donde se divisaba el puente sobre el Tormes, con la misiĆ³n de resistir hasta la vuelta de Marmont con refuerzos. El 17 de junio de 1812, una divisiĆ³n inglesa cruzaba el Tormes y entraba en Salamanca sin ninguna oposiciĆ³n y ante la alegrĆ­a y gran recibimiento de sus habitantes, que llevaban tres aƱos soportando la ocupaciĆ³n francesa. 

El dĆ­a 20 de junio vuelve Marmont con sus hombres y se sitĆŗa muy cerca de la ciudad. Wellesley ya habĆ­a ordenado atacar los fuertes y el francĆ©s intenta prestar ayuda a sus defensores. Pero las avanzadillas que manda son interceptadas por los ingleses. Marmont estudia la situaciĆ³n y decide que no es buena idea atacar, puesto que el ejĆ©rcito aliado se encuentra en San CristĆ³bal de la Cuesta, una excelente posiciĆ³n. 

Se retiran y comienzan a maniobrar por las orillas del Tormes. Wellesley se limita a observar, pero no abandona su posiciĆ³n. El dĆ­a 28 se disponĆ­an los ingleses a dar el asalto definitivo a los conventos fortificados de san Cayetano y la Merced, cuando sus defensores pidieron capitular, a lo cual accediĆ³ el general, que los hizo a todos prisioneros. Gran jĆŗbilo hubo entre los habitantes de Salamanca ese dĆ­a, que aclamaban a Wellesley como hĆ©roe. Ante el lamentable espectĆ”culo que Marmont tuvo que presenciar, decidiĆ³ retirarse nuevamente hacia el norte, cogiendo el camino de Toro. A su paso, descargando su rabia por lo ocurrido, fue arrasando campos y pueblos, y despuĆ©s de cruzar el rĆ­o Duero, fue hasta Tordesillas, donde se reunirĆ­a con los 10.000 hombres que el general Cafarelli le habĆ­a prometido y que debĆ­an llegar desde Asturias. SiguiĆ©ndole los pasos muy de cerca venĆ­a Wellesley, hasta llegar al Duero, que estimĆ³ prudente no cruzar. 

De momento, se limitarĆ­an a molestar los flancos derecho e izquierdo y tambiĆ©n la retaguardia. Los vĆ­veres procedentes de los pueblos cercanos dirigidos a abastecer a los franceses tambiĆ©n serĆ­an interceptados. Entraban en acciĆ³n los guerrilleros espaƱoles que en esos menesteres eran expertos. Marmont no perdĆ­a el tiempo mientras tanto, y se dedicĆ³ a requisar cuanto caballo encontraba, temiendo la superioridad numĆ©rica en la caballerĆ­a enemiga. 

LlegĆ³ por fin el general Bonnet con los refuerzos y no tardaron los franceses en comenzar a hacer maniobras. Era el 13 de julio, y durante una semana estuvieron ambos ejĆ©rcitos tomĆ”ndose las medidas, observĆ”ndose mutuamente mientras marchaban a orillas del Duero, cada uno en un margen opuesto al otro. Marchaban desde Tordesillas en direcciĆ³n a Toro y viceversa. HabĆ­a veces en que marchaban a tan solo 500 metros de distancia. Buscaban el lugar mĆ”s ventajoso o el mĆ­nimo descuido del enemigo para batirse. De vez en cuando habĆ­a algĆŗn tiroteo, con escaramuzas donde intentaban mutuamente molestarse. 

El dĆ­a 16, Marmont hizo un amago de cruzar el rĆ­o en las inmediaciones de Toro y no tardaron los ingleses en correr a formar para hacerles frente. La maniobra estaba perfectamente calculada y solo era una treta para volverse, marchar a toda velocidad hasta Tordesillas, y llegar allĆ­ con ventaja para cruzar el rĆ­o y dirigirse al sur. El dĆ­a 20 se encontraban ambos ejĆ©rcitos todavĆ­a observĆ”ndose, pero marchando ahora paralelos a orillas del pequeƱo rĆ­o GuareƱa. SeguĆ­an las escaramuzas y los tiroteos, pero nada serio. Nuevamente fueron los franceses quienes dieron el primer paso cruzando el rĆ­o, pero Wellesley esta vez quiso ignorarlos, limitĆ”ndose a seguirlos hasta las orillas del Tormes, donde los franceses se establecieron en una llanura cerca de Alba, y los ingleses fueron a situarse en su antigua posiciĆ³n en san CristĆ³bal, llegando la derecha del frente hasta el cercano pueblo de Arapiles. AllĆ­ pasarĆ­an la noche del 21 al 22 de julio. 

AdemĆ”s de soldados, habĆ­a gente por todas partes, los salmantinos estaban como locos por la alegrĆ­a de verse liberados. QuizĆ”s no estaban al tanto todavĆ­a de la suerte que muchos pueblos liberados por los ingleses habĆ­an corrido inmediatamente despuĆ©s. De haber sabido de lo ocurrido en Badajoz, por ejemplo, estarĆ­an cuando menos recelosos de la conducta inglesa. Por suerte, los acontecimientos en aquella ciudad se desarrollaron de forma muy distinta, no hubo asedio, a excepciĆ³n del asalto a los fuertes, y sobre todo, no hubo tiempo para entretenerse, sino que en todo momento se estuvo pendiente del enemigo y de perseguirlo. A esto, cabe ademĆ”s aƱadir la presencia espaƱola de Carlos de EspaƱa y JuliĆ”n SĆ”nchez, salmantino de MuƱoz, este Ćŗltimo.


La batalla de los Arapiles

El ejĆ©rcito francĆ©s se componĆ­a de un total de 47.000 hombres, mientras los aliados les superaban ligeramente, llegando aproximadamente a los 50.000 entre ingleses, portugueses, alemanes y espaƱoles. Antes del amanecer del dĆ­a 22 de julio, tanto franceses como aliados estaban alerta y con las armas a punto, aunque nadie habĆ­a hecho el menor movimiento de ataque. Esto dio cierta tranquilidad en ambos bandos, que aprovecharon para encender fuego, desayunar y calentarse despuĆ©s de una noche de tormenta donde acabaron todos empapados. SegĆŗn los expertos en batallas, el terreno donde se en contraban era idĆ³neo para los movimientos de tropas y para batirse.

Batalla de Salamanca, J. Clarke, coloreada por M. Dubourg

Lo cierto es que, en un terreno ondulado como el de las inmediaciones de Salamanca, podĆ­an moverse las tropas con la ventaja de no ser advertidas por el enemigo, pero al mismo tiempo, el enemigo podĆ­a estar mĆ”s cerca de lo esperado. Los aliados se encontraban al amanecer desplegados desde las orillas del Tormes en Santa Marta, hasta el Arapil Chico; mientras los franceses formaban un frente que iba desde MachacĆ³n hasta Calvarrasa de Arriba. Desde los altos de esta poblaciĆ³n pudo observar el general francĆ©s algo a lo que no daba crĆ©dito. Un regimiento de dragones portugueses escoltaba el bagaje pesado del ejĆ©rcito por el camino de Ciudad Rodrigo. Los aliados se retiraban. Marmont no se fiaba, podĆ­a ser una trampa. Abandonar ahora sabiendo que los franceses eran inferiores en nĆŗmero, y despuĆ©s de estar Salamanca en su poder, no parecĆ­a muy lĆ³gico, como hicieron saber a Wellesley sus oficiales. 

Pero finalmente el bagaje saliĆ³ hacia Ciudad Rodrigo. Nadie sabe muy bien si aquel movimiento fue una estrategia para engaƱar al enemigo o si realmente Wellesley quiso retirarse por alguna causa, pero mientras esto sucedĆ­a, las avanzadillas francesas ya tuvieron su primer enfrentamiento con los alemanes cerca de PelagarcĆ­a. Se trata de un valle entre Calvarrasa y PelagarcĆ­a por donde discurre un arroyo, y no muy lejos de allĆ­, en una ladera, se encuentra la ermita de Nuestra SeƱora de la PeƱa. Wellesley enviĆ³ refuerzos y asĆ­ pasaron toda la maƱana, en unas escaramuzas sin demasiadas incidencias, tratĆ”ndose mĆ”s de amenazas con disparos desde larga distancia que de un combate real. 

En Salamanca habĆ­an visto salir para Ciudad Rodrigo el bagaje inglĆ©s y se temĆ­an lo peor. Si los franceses volvĆ­an a entrar en la ciudad, puede que Ć©stos les hicieran pagar el entusiasmo con que habĆ­an recibido a los aliados. TambiĆ©n habĆ­a quienes preferĆ­an que los ingleses se alejasen ahora, antes de llegar a acomodarse en la ciudad, pues se extendĆ­a la noticia de que los ingleses, una vez expulsados los franceses, arrasaban las ciudades y se comportaban exactamente igual que ellos. Era la forma que el lord inglĆ©s tenĆ­a de cobrarse los favores prestados desde que recibiĆ³ permiso para entrar en EspaƱa y actuar.

A lo largo de la maƱana, Wellesley habĆ­a ido estirando su flanco derecho hasta el Arapil Chico. Marmont ya se ha­bĆ­a dado cuenta, aunque seguĆ­a sin saber la cantidad de tro­pas que se ocultaban tras el cerro. De igual manera, Wellesley habĆ­a visto cĆ³mo los franceses estiraban su flanco izquierdo hasta apoderarse del Arapil Grande, pero no podĆ­a ver que las tropas de Marmont seguĆ­an avanzando entre este cerro y el bosque que hay detrĆ”s, alargando y cerrando asĆ­ un arco que pretendĆ­a rodear por completo el flanco derecho aliado. El plan francĆ©s era bueno y su posiciĆ³n inmejorable. El fren­te aliado se encontraba en esos momentos desplegado casi de norte a sur, siendo el extremo sur el Arapil Chico. Con su posiciĆ³n encima del Arapil Grande, Marmont controla­ba desde allĆ­ perfectamente todas las operaciones. Wellesley fue consciente enseguida de este hecho y reaccionĆ³ enviando tropas portuguesas desde el Arapil Chico, que fueron fĆ”cil­mente rechazadas por los franceses desde una situaciĆ³n tan privilegiada.


DecidiĆ³ Wellesley reforzar su posiciĆ³n sobre el Arapil Chico con una brigada mĆ”s y varios caƱones. Igual hizo Mar­mĆ³nt, subiendo los caƱones al Arapil Grande a hombros de sus hombres una vez desmontados, ante la imposibilidad de ser arrastradas las cureƱas por los caballos hasta arriba. We­llesley ademĆ”s, hizo ocupar otra colina cercana al pueblo de Arapiles. Ahora el flanco derecho de los aliados formaba un Ć”ngulo recto, una L al revĆ©s que los franceses seguĆ­an inten­tando envolver. 

Sobre las 12 del mediodĆ­a, Wellesley, bajo la atenta mi­rada de Marmont, manda avanzar una brigada hasta el pueblo de Arapiles; su intenciĆ³n es clara, atacar el Arapil Grande, pero recibe a tiempo un informe que le hace desistir: detrĆ”s de este cerro, y ocultas entre el bosque de encinas, hay demasia­das tropas. El ataque queda cancelado. Marmont, estaba cada vez mĆ”s envalentonado al ver la actitud de Wellesley y hasta creyĆ³ que esta vez se retiraban de verdad, asĆ­ que, sobre la una de la tarde, decidiĆ³ alargar su ala izquierda hasta el monte de AzĆ”n, al sur de Arapiles, rodeando e incomunicando cada vez mĆ”s al frente aliado. De esta maniobra se encargan Maucune y la caballerĆ­a ligera de Curto, apoyados por las divisiones de Clausel, Taupin y Thomeieres. Y he aquĆ­, que Maucune decide atacar con la infanterĆ­a el pueblo que ya se encontra­ba ocupado por los aliados. Marmont no entendĆ­a muy bien el porquĆ© de este ataque precipitado y arriesgado, pues sin tener el apoyo adecuado, pocas posibilidades tenĆ­a Maucune de hacerse con el pueblo, ademĆ”s de dejar vacĆ­a una franja de mĆ”s de kilĆ³metro y medio entre el Arapil Grande y el monte de AzĆ”n. Y en efecto, Maucune hubo de retirarse, pues a la fiera defensa de la primera divisiĆ³n de la guardia britĆ”nica, se le uniĆ³ la quinta divisiĆ³n de Leith, que apareciĆ³ por el norte del pueblo. Pero en vez de volver a cubrir el hueco que iban dejando, Maucune prefiriĆ³ ir avanzando hacia el oeste. 

Wellesley observĆ³ el ataque y la retirada, y vio cĆ³mo avanzaban al oeste desde el sur del pueblo, asĆ­ que ellos lo harĆ­an en la misma direcciĆ³n, pero desde el norte. Para ello hubo que transferir fuerzas desde el ala izquierda aliada. Va­rias compaƱƭas fueron transferidas, entre las que se encontraban la brigada portuguesa de Bradford y la divisiĆ³n espaƱola de Carlos EspaƱa y JuliĆ”n SĆ”nchez. 
Batalla de Salamanca, ilustraciĆ³n de Richard Caton Woodville

Mientras tanto, Maucune, desde el monte AzĆ”n abriĆ³ fuego caƱoneando las lĆ­neas aliadas que iban apareciendo por detrĆ”s del pueblo. Y desde el Arapil Chico y el Grande, el intercambio de fuego se iba haciendo cada vez mĆ”s inten­so. Marmont se dio cuenta del peligro que corrĆ­an con una brecha que se habĆ­a agrandado casi hasta los dos kilĆ³metros, pues inexplicablemente, Maucune se habĆ­a adelantado hasta el extremo del monte AzĆ”n. MandĆ³ Ć©ste a un mensajero para advertirle del peligro y hacerle retroceder, mientras Ć©l mismo se dispuso a acudir personalmente para dirigir y poner orden en el ala izquierda, pero justamente al intentar subirse a su ca­ballo, un proyectil procedente del Arapil Chico casi le arranca el brazo derecho. 

La metralla le habĆ­a dejado el brazo destrozado y lo mĆ”s conveniente era amputarlo, pero el general se negĆ³ rotundamente y advirtiĆ³ que nadie se atreviera a to­carle el brazo si no es para curĆ”rselo, asĆ­ que, respetando su voluntad se lo compusieron mĆ”s mal que bien, aunque Marmont no estaba ya para estar al mando. Clausel fue quien se puso al frente. CreĆ­a Ć©ste que, dado que cuatro horas antes, Wellesley habĆ­a cancelado un ataque, mucho menos se atreverĆ­a a lan­zar uno nuevo ahora que las tropas francesas envolvĆ­an por todas partes el flanco derecho aliado. Muy equivocado estaba Clausel, pues fue entonces cuando el general britĆ”nico vio una buena oportunidad de ataque, dada la excelente posiciĆ³n de cada una de sus tropas, fruto de la paciencia y la buena observaciĆ³n durante toda la maƱana y parte de la tarde. 

El propio Wellesley en persona cogiĆ³ su caballo y saliĆ³ a galope para dar Ć©l mismo las Ć³rdenes de ataque. La infan­terĆ­a y caballerĆ­a aliadas, aprovechando las ondulaciones del terreno, comenzaron la aproximaciĆ³n al monte AzĆ”n, y no tardaron en lanzar un ataque al centro. Al mismo tiempo, los portugueses y las tropas espaƱolas al mando de JuliĆ”n SĆ”n­chez, se encargaron de envolver el ala izquierda francesa y se fueron llevando por delante al primer batallĆ³n de los tres que componĆ­an la divisiĆ³n de Thomeieres, a lo largo de toda la meseta del monte. Cuando peor lo estaba pasando Thomeie­res, apareciĆ³ la caballerĆ­a aliada de Marchant que avanzaban por el centro, cogiendo asĆ­ a los franceses entre dos fuegos. Tras este arrollador ataque, los franceses pudieron por fin re­plegarse y reorganizarse. El comandante Thomeieres mandĆ³ traer 20 caƱones. Los aliados comenzaron a sufrir la metralla en cuanto iniciaron el nuevo ataque, al tiempo que chocaron contra la caballerĆ­a francesa. Pero ni el fuego de los caƱones hicieron retroceder a la divisiĆ³n aliada mĆ”s temida entre los imperiales, que tuvieron que replegarse nuevamente. 
Batalla de Salamanca, Richard Knƶtel

Entre los aliados se corriĆ³ la voz de que el comandante Murphy, muy querido entre los soldados, fue herido y muerto minutos mĆ”s tarde. Esto encendiĆ³ los Ć”nimos de la divisiĆ³n 88 a la que pertenecĆ­a el comandante, y esta furia fue contagia­da entre todas las tropas, que avanzaron nuevamente. Muchas vidas costaron entre los aliados este nuevo ataque, que concluyĆ³ finalmente destruyendo por completo los tres batallones de Thomeieres, incluido Ć©l mismo, que muriĆ³ al ser alcanzado por una bala de fusil. Mientras lo que quedaba de esta divisiĆ³n huĆ­a, todos los caƱones franceses fueron capturados. Ahora tocaba el turno de la divisiĆ³n de Maucune. 

HacĆ­a 45 minutos que Pakenham habĆ­a comenzado su incursiĆ³n por monte AzĆ”n. La divisiĆ³n de Leith, junto a las brigadas portuguesas, comenzĆ³ el avance bajo el incesante fuego de la artillerĆ­a francesa. Hizo entonces Leith que se adelantaran unos escaramuzadores delante de ellos y lograron que unas avanzadillas francesas se retiraran. Maucune vio que la cosa no pintaba bien e hizo retirar sus tropas hacia la ladera sur del monte. Justo lo necesario para no ser vistos por los aliados que avanzaban implacables. Y en cuanto estuvieron a tiro, los franceses abrieron fuego. El intercambio de disparos fue brutal, llevĆ”ndose la peor parte los aliados que caĆ­an por decenas, por estar mejor resguardados los franceses. El pro­pio Leith fue herido. 

Las tropas portuguesas del general Bradford habĆ­an ido avanzando por la parte derecha de las britĆ”nicas de Leith, asĆ­ que entraron en acciĆ³n contra el flanco izquierdo de los franceses de Maucune. El combate se habĆ­a hecho ya cuerpo a cuerpo y los portugueses no tardaron en destrozar el ala izquierda francesa. Las tropas de Maucune terminaron hu­yendo aterradas. Bajaban por las laderas perseguidos por la caballerĆ­a pesada, que habĆ­a tenido un papel fundamental en el combate. En las demĆ”s laderas, el panorama era aĆŗn peor para los franceses, que se veĆ­an acosados por todas partes, y los que no consiguieron esconderse entre los bosques, fueron hechos prisioneros. El ala izquierda francesa, estaba comple­tamente destrozada, y esto ponĆ­an en muy buena posiciĆ³n a los aliados, pero en el centro, las cosas no iban tan bien. 

La posiciĆ³n de los franceses sobre el Arapil Grande se­guĆ­a siendo un tanto a favor, y Clausel se estaba benefician­do de esa ventaja. Y por eso, los continuos ataques al centro resultaban infructuosos. Las tropas portuguesas, sufrieron la mĆ”s cruel y sangrienta de las consecuencias de esta privilegiada situaciĆ³n, al querer Wellesley hacer un intento de desalojo, enviando una envestida pendiente arriba. No se habĆ­a tenido en cuenta que, antes de coronar el monte hay una cornisa de metro y medio. Y fue aquĆ­, al intentar sortearla, cuando los franceses, que esperaban el momento de que el enemigo topara con este obstĆ”culo, se ensaƱaron con ellos disparando a bocajarro. MĆ”s de 300 portugueses perdieron la vida en me­nos de 10 minutos. Y en vista de que no volvieron a intentarlo, fue el pro­pio Clausel, que envalentonado, decidiĆ³ atacar a las fuerzas del general Cole. El valle entre los dos Arapiles pronto fue una masa de franceses y aliados luchando cuerpo a cuerpo. Fueron los aliados quienes se estaban llevando la peor parte y terminaron retirĆ”ndose hasta el Arapil Chico. 

Eran las 5:30 de la tarde y las fuerzas estaban agotadas entre los aliados, asĆ­ que Wellesley decidiĆ³ que entrara en ac­ciĆ³n la sexta divisiĆ³n que estaba intacta, al no haber entrado en combate todavĆ­a. A esta divisiĆ³n le apoyarĆ­a el regimiento portuguĆ©s. Las divisiones de Clausel bajaban y los aliados se desplegaron en un largo frente que muy pronto sobrepasĆ³ al de los franceses. El ala derecha francesa, con Bonnet al mando, se vio muy pronto diezmada debido a la superioridad aliada. Bonnet mando retirarse, y al hacerlo, dejĆ³ una enorme brecha en el frente francĆ©s. Era la oportunidad que Wellesley esperaba. La primera divisiĆ³n aliada al mando de Campbell saliĆ³ de detrĆ”s del Arapil Chico. Eran las 6 de la tarde. La tierra temblaba con mĆ”s fuerza de lo que habĆ­a temblado en todo el dĆ­a. Se lanzaron en cuƱa, como una flecha, dispuestos a herir de muerte a las fuerzas enemigas, clavĆ”ndose en aquella herida que habĆ­an dejado abierta entre las fuerzas del general Foy y el Arapil Grande. SalĆ­an batallones de detrĆ”s del Arapil Grande, del bosque, y de todas partes. MĆ”s y mĆ”s batallones, que intentaban detener la flecha que iba destrozĆ”ndolo todo por allĆ­ por donde se hundĆ­a. Y cuando aquella flecha, termi­nĆ³ de hundirse en el corazĆ³n del ejĆ©rcito imperial, todo se acabĆ³. La batalla estaba perdida para los franceses. 

Foy, refugiado en el Arapil Grande, se apresurĆ³ a aban­donarlo antes de que el cerro que les habĆ­a servido como castillo, les sirviera ahora de tumba, pues pronto se conver­tirĆ­a en una isla rodeada de enemigos por todas partes. Se retiraban en desbandada, sin que los aliados les dieran tregua, persiguiĆ©ndoles, haciĆ©ndoles prisioneros o matando sin pie­dad al que osaba resistirse. 

Unos 5.000 fueron los prisioneros franceses captura­dos, los demĆ”s consiguieron retirarse. Wellesley tuvo com­pasiĆ³n de sus soldados al no ordenar la persecuciĆ³n de los que huĆ­an. DespuĆ©s de un largo dĆ­a de batalla todos estaban exhaustos como para ponerse a perseguir franceses. En cual­quier caso, la Ćŗnica vĆ­a de escape era el puente de Alba de Tormes. Por allĆ­ tendrĆ­an que cruzar el rĆ­o, y allĆ­ precisamente deberĆ­a encontrarse Carlos EspaƱa con sus hombres. Welles­ley lo habĆ­a calculado todo con precisiĆ³n britĆ”nica, hasta el punto en que debĆ­a ser interceptado el enemigo en caso de huida. Pero el victorioso general estaba a punto de sufrir un ataque de histeria. Don Carlos EspaƱa hacĆ­a horas que habĆ­a abandonado el lugar. Se dice que quizĆ”s tuvo miedo de verse aislado lejos del grueso de las tropas aliadas; otros dicen que se desplazĆ³ hasta otro lugar donde se sentĆ­a mĆ”s Ćŗtil. El caso es que Wellesley, que no lo tenĆ­a destinado allĆ­ por capricho, pillĆ³ un monumental berrinche. Con episodios como Ć©ste, quizĆ”s puedan entenderse sus palabras, cuando en su diario escribiĆ³ acerca de la indisciplina de los espaƱoles, y que es­taba harto de ellos porque nunca hacĆ­an nada bien. Una in­disciplina que aquella vez le privĆ³ de hacer algunos miles de prisioneros, pero que le venĆ­a de perlas cuando necesitaba que las guerrillas le allanaran el camino para ponerle mĆ”s fĆ”cil sus grandiosas victorias.


El final de la guerra

JosĆ© Bonaparte acudiĆ³ tarde a apoyar a Marmont, por lo que, antes de que se dieran cuenta de su presencia, prefiriĆ³ dar media vuelta y regresar a Madrid, de donde huyĆ³ el dĆ­a 10 de agosto, antes de que entrase Wellesley y sus ejĆ©rcitos el dĆ­a 12. Las fuerzas que JosĆ© habĆ­a dejado custodiando la ciudad mientras Ć©l se refugiaba en Valencia no resistieron dos dĆ­as, y el general britĆ”nico reconquistĆ³ la capital de EspaƱa. Soul ha­cĆ­a lo propio en CĆ”diz y dejaba de hacer el ridĆ­culo intentando intimidar a los gaditanos con sus bombas, que no consiguiĆ³ sino ser el hazmerreĆ­r de Ć©stos. AsĆ­ que, cogiĆ³ los bĆ”rtulos y se fue para arriba. ParecĆ­a que todo iba a marchar como la seda en la reconquista de la penĆ­nsula IbĆ©rica. Pero todavĆ­a dieron sus Ćŗltimos coletazos los franceses, y muy mal lo pasaron los aliados en la conquista de Burgos, donde recibieron un duro revĆ©s. 

Pero el imperio de NapoleĆ³n no era ya mĆ”s que un barco agujereado que hacĆ­a agua por todas partes. Porque si en EspaƱa las cosas les iba mal, en el resto de Europa ya se le habĆ­a perdido el respeto, de tal manera, que cada vez habĆ­a mĆ”s paĆ­ses que le plantaban cara. Hasta que en Rusia terminaron ahogĆ”ndose en la nieve y el barro, y tal como habĆ­a previsto el emperador Alejandro, allĆ­, NapoleĆ³n no era mĆ”s que una rata y Ć©l era el zorro. En Madrid, JosĆ© iba y volvĆ­a segĆŗn las circunstancias. No acababa de regresar cuando ya tenĆ­a que coger las maletas y salir huyendo de nue­vo; hasta que el 13 de junio de 1913 saliĆ³ definitivamente para no volver jamĆ”s. Buen botĆ­n se habĆ­a llevado esta vez en su equipaje, pero el avispado Wellesley le dio caza antes de aban­donar EspaƱa, sufriendo los franceses una nueva y desastrosa derrota. JosĆ© consiguiĆ³ escapar, sin su botĆ­n, por supuesto, y EspaƱa quedĆ³ libre por fin de la invasiĆ³n francesa. 


La vuelta del deseado

Nuestro deseado rey Fernando VII resultĆ³ ser un verda­dero esperpento. Tanta lealtad, tanta sangre derramada para devolverle el trono, tantas esperanzas puestas en un rey, para nada. Pero no le demos toda la culpa al rey. Porque este hĆ”bil individuo, que ya habĆ­a usurpado el trono a su padre, no hizo mĆ”s que aprovecharse de la “debi­lidad” mostrada por su pueblo. Una debilidad que pusieron de manifiesto nada mĆ”s poner Fernando los pies en Valencia, cuando regresĆ³ de su “cautividad” en Francia (donde estuvo encerrado en jaula de oro). 

Estando Fernando ausente, durante el tiempo que durĆ³ la guerra, se habĆ­a fraguado en CĆ”diz, capital de EspaƱa du­rante buena parte del conflicto, una autĆ©ntica “revoluciĆ³n”, los absolutistas no podĆ­an verlo de otra manera. Cuando Fernando llegĆ³ a Valencia, le fue presentada la ConstituciĆ³n para que le hiciera juramento. Era el Ćŗnico requisito para ser reconocido de nuevo rey de EspaƱa. Pero he aquĆ­ que un diputado absolutista presentaba paralelamente un manifiesto firmado por otros 69 miembros, en el cual se rechazaba la constituciĆ³n y las Cortes liberales, que no eran mĆ”s que, se­gĆŗn ellos, algo equiparable a la revoluciĆ³n francesa. 

Fernando llegĆ³ a Madrid, y lo primero que hizo fue ro­dearse de una camarilla de aduladores que bailaban al son que Ć©l les tocaba. AprovechĆ³ la caĆ­da de NapoleĆ³n y la res­tauraciĆ³n de la monarquĆ­a borbĆ³nica en Francia, e impuso de nuevo el absolutismo mientras perseguĆ­a ferozmente a todos los liberales que habĆ­an osado redactar aquella herejĆ­a durante su ausencia. AsĆ­ pagĆ³ Fernando la lealtad que toda EspaƱa le habĆ­a mostrado, aunque nunca hay que olvidar, que lo hizo con la complicidad de buena parte de ella. Porque una cosa es que, esta naciĆ³n luche junta por un objetivo, en cuyo caso no hay quien la pare; y otra muy diferente, estar en des­acuerdo por algo, en cuyo caso nos liaremos a hostias entre nosotros mismos. AsĆ­ de bestias somos los espaƱoles.

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