Los vencidos y sus guardianes cogieron camino a CĆ³rdoba, donde hicieron un alto a la distancia acordada. Cerca de 20.000 hombres fueron conducidos hasta CĆ”diz. Porque, aunque los 6.000 soldados de Vedel no quedaron en calidad de prisioneros, sino que, solo se les exigĆa entregar las armas y abandonar AndalucĆa, el camino para hacerlo era el mismo que tomarĆan los de Dupont, e irĆan igualmente escoltados. Por cada 10 de ellos habĆa un espaƱol que los vigilaba. AsĆ, la escolta que llevaban los franceses era de unos 2.000 soldados espaƱoles. Otra parte del ejĆ©rcito marchĆ³ para Madrid llevando consigo a un oficial francĆ©s que tenĆa como misiĆ³n llevar un mensaje a JosĆ© Bonaparte en el que se le informaba del resultado de la batalla y la conveniencia de abandonar la capital. JosĆ© no se lo pensĆ³ dos veces y huyĆ³ hasta la otra orilla del Ebro.
CastaƱos y varios oficiales llegaron a CĆ³rdoba a hacer unas diligencias, concretamente a devolver a la Iglesia sus tesoros robados. SegĆŗn las normas lo demĆ”s era botĆn de guerra y nadie podĆa obligarle a devolverlo, asĆ que, los cordobeses se quedaron definitivamente desvalijados y sin ninguna opciĆ³n a recuperar lo que les habĆan quitado. Continuaron la marcha a esto de las ocho de la tarde, cuando el sol ya no quema ni aplasta los cuerpos contra la ardorosa tierra andaluza.
Tres dĆas despuĆ©s de salir de CĆ³rdoba habĆan dejado atrĆ”s Ćcija, en cuyo tĆ©rmino acamparon. Por cada pueblo por donde pasaban eran increpados por los vecinos, pues eran pocos los lugares que se habĆan librado de los abusos de alguna tropa francesa. El general TomĆ”s Morla, gobernador de CĆ”diz, ya habĆa sido informado, por medio de los comisionados espaƱoles y franceses que precedĆan la marcha de los prisioneros, que Ć©stos ya estaban cercanos a Rota y SanlĆŗcar. «¿Y quĆ© quieren que haga yo con ellos? ―se preguntaba el gobernador.» Inmediatamente se marchĆ³ para Rota, y una vez allĆ, no tuvo que esperar demasiado para ver las columnas de hombres que llegaban a la bahĆa, que fueron acampando donde buenamente pudieron ante el estupor y miedo de la poblaciĆ³n. CastaƱos fue recibido inmediatamente y fue informado de que no habĆa barcos disponibles para embarcar a los prisioneros. Era un contratiempo que no habĆa previsto, por lo que, el general escribiĆ³ inmediatamente a la Junta de Sevilla, haciĆ©ndoles saber su preocupaciĆ³n por el hecho de encontrase sin medios para repatriar al ejĆ©rcito vencido.
Mientras tanto, se negĆ³ a que nadie fuera encarcelado, pues la respuesta deberĆa llegar en pocos dĆas; y efectivamente respuesta llegĆ³: no habĆa barcos suficientes ni sabĆan cuĆ”ndo dispondrĆan de ellos; y CastaƱos abandonĆ³ CĆ”diz dejando todo el marrĆ³n en manos del seƱor gobernador. Solamente los generales y algunos oficiales serĆan repatriados en pocos dĆas; los demĆ”s presos tendrĆan que esperar. Mientras tanto, lo mejor serĆa retenerlos en las fortalezas. El problema era que no habĆa fortalezas suficientes. Se utilizarĆan pontones, barcos viejos desmantelados, como cĆ”rceles. CastaƱos estaba contrariado, pero no podĆa hacer nada mĆ”s.
No menos contrariado quedĆ³ el jerezano don TomĆ”s Morla, que tendrĆa que ingeniĆ”rselas para sacar de CĆ”diz aquel regalo que le habĆan hecho. Nada menos que casi 20.000 franceses. Unos franceses que habĆan sido la causa de la humillaciĆ³n sufrida dos meses atrĆ”s ante el pueblo gaditano. Cinco dĆas despuĆ©s de los desgraciados acontecimientos en Madrid, Morla saliĆ³ a expresar su confianza sobre los que creĆa que seguĆan siendo aliados y amigos, se negaba a creer que habĆan sido traicionados. PediĆ³ al pueblo que siguiera recibiendo y dando hospitalidad a cuanto francĆ©s entrara por las calles de CĆ”diz. Tres semanas despuĆ©s se vio obligado a salir de nuevo y explicar a los gaditanos que habĆan sido vĆctimas del engaƱo del tirano NapoleĆ³n y su infame cuƱado Murat.
Desde Sevilla no quisieron desentenderse del problema y no tardaron en pedir ayuda a los britĆ”nicos, que enviaron a Arthur Wellesley y al almirante Collingwood, como representantes, para entrevistarse con el gobernador gaditano. El caso es que, los britĆ”nicos no tenĆan ninguna intenciĆ³n de ayudar en el tema de los prisioneros franceses; su intenciĆ³n no era otra que intervenir en el conflicto, pero Morla no tenĆa autoridad para permitir desembarcar tropas extranjeras y, por otra parte, nadie en EspaƱa se fiaba de ellos. La entrevista, cuya finalidad no era otra que merear a Morla, no fue satisfactoria para ninguna de las partes. Y asĆ fue pasando el mes de julio, y llegĆ³ agosto, y la gente se preguntaba en CĆ”diz si los polĆticos se habĆan olvidado de los franceses o por el contrario habĆan decidido dejarlos allĆ para siempre.
Pannetier fue el general que debĆa permanecer, por peticiĆ³n de Dupont, junto a sus hombres hasta que por fin fueran trasladados a su paĆs. Mientras tanto, mantenĆa contacto con Dupont, que querĆa estar al tanto de cuanto ocurrĆa. Porque, a pesar de que la mayorĆa del correo era interceptado, siempre habĆa quien se las ingeniaba para hacerlo llegar o recibirlo. En uno de esos mensajes recibidos, la moral de Pannetier se vino abajo, al saber que su emperador, NapoleĆ³n, habĆa mandado juzgar y degradar a Dupont y a los demĆ”s generales que fueron repatriados desde EspaƱa. Cobardes, les habĆa llamado. Ante tal humillaciĆ³n, estos generales posiblemente habĆan deseado haber corrido la misma suerte que los soldados que habĆan quedado en SanlĆŗcar, Rota o CĆ”diz.
AsĆ fue cĆ³mo Pierre Antoine Dupont de l'Ćtang, reciĆ©n nombrado conde, que entrĆ³ en EspaƱa con uno de los mejores historiales que un comandante de divisiĆ³n pudiera tener, con la misiĆ³n de someter AndalucĆa, saliĆ³ de ella derrotado para ser mĆ”s tarde degradado y humillado por su emperador y amigo NapoleĆ³n Bonaparte. Aquel que se engrandeciĆ³ en la conquista de Europa, con una reputaciĆ³n sin igual, perdiĆ³ la gloria estrellĆ”ndose contra el coraje y la furia de un improvisado ejercito formado en gran parte por bandoleros y paisanos.
Pannetier se preguntaba, si a los generales les han hecho esto, ¿quĆ© les espera a los demĆ”s? Para colmo, los hombres enfermaban, algunos muerĆan y no habĆa comida suficiente para todos. Y NapoleĆ³n no atiendĆa las peticiones de intercambio de prisioneros. En CĆ³rdoba el general habĆa escuchado cĆ³mo la gente los maldecĆa. Le pedĆan a Dios que los castigara. Por eso, pensaba, que Dios debĆa haber escuchado aquellas sĆŗplicas, e iban a pagar caro todo el mal que habĆan hecho. Pannetier estaba en lo cierto, porque lo peor estaba por llegar.
Para entender mejor el hecho de que no hubiera barcos disponibles para el traslado de los prisioneros de la batalla de BailĆ©n a Francia, quizĆ”s deberĆamos dar un repaso a un triste episodio que entrarĆa en la Historia como una de las batallas navales mĆ”s duras y sangrientas que se recuerdan: la Batalla de Trafalgar.
Los prisioneros se van
Los britĆ”nicos marean a Morla…
El general britĆ”nico Arthur Wellesley estaba en CĆ”diz de nuevo entrevistĆ”ndose con el gobernador Morla. Las noticias que le traĆa desde Londres no eran muy diferentes desde la Ćŗltima vez, aunque el general las maquillarĆa lo suficiente como para no llevar al gobernador hasta la desesperaciĆ³n. El caso era que, en Londres no estaban por la labor de ayudar a liberar franceses, y menos despuĆ©s de lo acontecido en Portugal.
Durante el mes de agosto, Wellesley habĆa derrotado en Sintra a las tropas francesas del general Jean Andoche Junot. Wellesley fue repentinamente relevado por otro general, sir Harry Burrard, que inexplicablemente tambiĆ©n fue relevado al dĆa siguiente por sir Hew Dalrymple. Los franceses estaban derrotados y bloqueados sin posibilidad alguna de poder retirarse. Sin embargo, en vez de aprovechar la ventaja, decidieron negociar, y mĆ”s de 20.000 franceses fueron embarcados por la flota britĆ”nica y conducidos a su paĆs.
Wellesley tuvo que dar explicaciones a los polĆticos britĆ”nicos que consideraron la acciĆ³n como una insensatez, pero este general nada tuvo que ver, y ni siquiera firmĆ³ el acuerdo. Por eso, Wellesley sabĆa de sobra que su paĆs nunca colaborarĆa para que los franceses fueran liberados, mĆ”s bien harĆan lo posible para que eso nunca ocurriera, y una forma de evitarlo era mareando a los polĆticos espaƱoles y ofreciendo una ayuda que no llegaba.
Los prisioneros se van
SeguĆan pasando los meses y los gaditanos creĆan que los prisioneros franceses se quedarĆan allĆ para siempre, o hasta que no quedara ninguno con vida, pues eran muchos los que iban muriendo a diario debido a la escasez de comida, la falta de higiene que provocaba enfermedades o heridas mal curadas. En EspaƱa se habĆan librado otras batallas y algunos miles de espaƱoles habĆan caĆdo prisioneros, por lo que hubo intentos de intercambio por parte espaƱola. Pero muy herido estaba NapoleĆ³n en su orgullo y ninguno de los intentos prosperĆ³. Definitivamente, NapoleĆ³n no querĆa saber nada de aquellos soldados que Ć©l tachaba de cobardes.
TomĆ”s Morla ya no era el gobernador de la ciudad y no se encontraba en ella. HabĆa sido sustituido a principios de febrero del aƱo 1809 por el general FĆ©lix Jones, uno de los participantes en la batalla de BailĆ©n, y Morla fue destinado a Madrid, donde las cosas no pintaban demasiado bien.
TomĆ”s Morla ya no era el gobernador de la ciudad y no se encontraba en ella. HabĆa sido sustituido a principios de febrero del aƱo 1809 por el general FĆ©lix Jones, uno de los participantes en la batalla de BailĆ©n, y Morla fue destinado a Madrid, donde las cosas no pintaban demasiado bien.
El dĆa 29 de marzo de 1809 los pontones, campamentos, y otros lugares de reclusiĆ³n, comenzaron a desalojarse, se llevaban a los prisioneros En la bahĆa de CĆ”diz se habĆan dispuesto unos 15 navĆos capaces de transportar hasta 7.000 prisioneros. Unos 4.000 de ellos fueron conducidos las Islas Canarias, donde al parecer se integraron entre sus habitantes. Poco se sabe de ellos, salvo que fueron los mĆ”s afortunados, el resto no tendrĆa tanta suerte.
Aquel dĆa salieron de CĆ”diz 8 fragatas, 1 goleta y 1 polacra. Muy pronto estuvieron fuera de la bahĆa. Entre los franceses, que no sabĆan hacia donde los conducĆan, hubo gran confusiĆ³n; unos afirmaban que los llevaban a Francia, otros que los abandonarĆan en medio del mar a su suerte, otros que incluso los tirarĆan al agua hasta que se ahogaran. Los habĆa tambiĆ©n que creĆan que se los llevaban a AmĆ©rica para hacerlos trabajar como esclavos. Pero los navĆos no pusieron rumbo oeste, sino rumbo sur, y pronto enfilaron el estrecho de Gibraltar, hacia el MediterrĆ”neo.
Las autoridades gaditanas se vieron por fin aliviadas de la presiĆ³n a la que habĆan estado sometidas por la poblaciĆ³n, que ya desde el principio no vieron con buenos ojos a los franceses. Tenerlos allĆ por nueve meses habĆa sido desesperante para sus habitantes, y desastroso para los prisioneros, que enfermaron y murieron a cientos.
Viajaban hacinados en las bodegas y pronto perdieron la nociĆ³n del tiempo. DespuĆ©s de muchas horas llegaron a la bahĆa de Palma, donde fue desembarcado el general Pannetier que mĆ”s tarde serĆa llevado a Francia. Muy bien sabĆa Ć©l lo que le esperaba en cuanto su emperador lo tuviera delante, y hubiera deseado correr la misma suerte que sus soldados, que en breve serĆan trasladados a la isla mayor del archipiĆ©lago del mismo nombre, Cabrera. Los prisioneros emprendieron nuevamente viaje sin saber dĆ³nde y cuĆ”ndo acabarĆa por fin la pesadilla, hasta que las compuertas se abrieron y comenzaron a salir. Muchos de ellos habĆan muerto durante el viaje y serĆan enterrados en la isla donde acababan de llegar.
El paraĆso de Cabrera
El archipiĆ©lago de Cabrera estĆ” formado por unas 20 islas e islotes, donde solo dos de ellas son de reseƱable tamaƱo. La serenidad que transmite la navegaciĆ³n por estas aguas, entre pequeƱas islas, en dĆas de calma, es indescriptible. Cuando te vas acercando a la primera de ellas, segĆŗn avanzas desde la costa mallorquina, te va causando una gran curiosidad la peculiaridad de este peƱasco de paredes verticales que se alza sobre el agua unos 30 metros. No debe tener mĆ”s de 100 metros por su parte mĆ”s larga. Se trata de una gran piedra caliza, formada por varias capas, tan castigada por el viento, que presenta gran cantidad de aristas y agujeros; como si de los ventanales de una gran casa se tratara, con una gran terraza completamente plana y ligeramente inclinada como techo. Seguramente, su interior estĆ” compuesto por infinidad de cavernas comunicadas entre sĆ.
A medida que nos acercamos a la isla mayor, nos vamos encontrando con otros islotes, con paredes igualmente erosionadas, y grandes cavernas en las que podemos adentrarnos con una pequeƱa embarcaciĆ³n. La mĆ”s cercana a Cabrera es Conejera, y ya es una isla de tamaƱo considerable, con un kilĆ³metro de anchura por dos de largo. Cabrera tiene un diĆ”metro de al menos 5 kilĆ³metros, estando su costa repleta de calas; tres de ellas tienen tamaƱo suficiente para considerarlas bahĆas, como en la que estamos a punto de entrar. Como si de una entrada con dos colosales columnas se tratara, la bahĆa estĆ” custodiada por dos montaƱas que abrazan el agua de su interior. Lo primero que llama la atenciĆ³n es su castillo en la parte mĆ”s alta de la montaƱa izquierda.
Una vez en la playa, si nos situamos a nuestra izquierda y miramos al interior de la bahĆa, mĆ”s nos puede parecer un lago de aguas cristalinas rodeado de montaƱas. Es increĆble la paz y el silencio que se respiraba en aquel lugar paradisiaco, como increĆble parece que allĆ, en un lugar tan hermoso, alguna vez pudiera haber ocurrido nada que no hubiera sido igualmente hermoso. Sin embargo, todavĆa se pueden encontrar indicios de que, hace apenas dos siglos, las condiciones de vida que llevaron los que tuvieron la desdicha de habitar en aquel bello lugar, no fueron precisamente paradisiacas. Si bordeamos la costa entre rocas y matorrales, descubrimos varias calas mĆ”s; todas ellas de aguas transparentes, que invitaban a quedarse en ellas a darse un chapuzĆ³n en dĆas calurosos o simplemente a sentarse en sus orillas para relajarse. Existe todavĆa un cementerio y unas cuevas con signos evidentes de presencia humana; con dibujos e inscripciones, muchas de ellas ilegibles, pero que ponen de manifiesto el descontento de sus moradores. Cabrera es a los ojos humanos todo belleza, pero solo eso. AllĆ no hay nada que pueda hacer la vida fĆ”cil. No hay animales que cazar, ni Ć”rboles frutales que recolectar, ni siquiera hay agua para beber. Solo habĆa lagartijas.
El castillo tiene una impresionante silueta, integrado perfectamente en la montaƱa, parece nacer de ella misma; y fue testigo silencioso de todo lo que allĆ ocurriĆ³, no solo en aƱos recientes, sino desde su construcciĆ³n allĆ” por el siglo XIV. Si decidimos subir, toda la isla, y el pequeƱo archipiĆ©lago entero estarĆ” ante nuestros ojos y volveremos a respirar una paz y un silencio no apto para ser descrito por palabras, ya que, solo puede apreciarse y entenderse estando allĆ mismo. Podemos mirar entonces y pensar cuĆ”n irĆ³nica es la vida, reservĆ”ndonos trozos de paraĆso que alguna vez puedan servirnos como infierno.
Una vez desembarcados, los prisioneros sintieron el alivio de verse por fin en tierra firme; y cuando los barcos se alejaron, hasta creyeron verse en libertad. Nadie sabĆa a ciencia cierta dĆ³nde los habĆan dejado. PasarĆa algĆŗn tiempo hasta que llegaran a darse cuenta de la verdadera situaciĆ³n. Cada cuatro dĆas fue apareciendo un barco de pescadores que les traĆa vĆveres; tan escasos y justos, que si el envĆo se retrasaba por alguna circunstancia, como el mal tiempo que les impidiera acercarse a la isla, el resultado podĆa ser fatal para su supervivencia. En Cabrera no hay caza, solo hay lagartijas y ratas. AlgĆŗn cronista escribiĆ³ que encontraron dos cabras, que al verse acorraladas se tiraron al mar desde un precipicio. Y algunos conejos que desaparecieron rĆ”pidamente ante los 7.000 soldados que les dieron caza. Pero lo cierto es que Cabrera ofrece pocas posibilidades de supervivencia a lo largo de sus 7 kilĆ³metros de longitud en su parte mĆ”s ancha por 5 en la parte mĆ”s estrecha. Por no haber, no hay ni agua donde beber; aunque el mismo cronista habla de un manantial que no daba abasto para que todos saciaran su sed. EstĆ” llena de arboleda y monte bajo que la embellecen, pero Cabrera solo ofrece eso, una belleza inhĆ³spita para el ser humano.
Los franceses se pusieron de inmediato a explorar la isla y se cuenta que un soldado preguntĆ³ a un oficial:
―OĆ¹ sommes nous capitaine? ¿DĆ³nde estamos, capitĆ”n?
A lo que Ć©ste le contestĆ³:
―Nous sommes en enfer, oĆ¹ nous allons payer pour nos pĆ©chĆ©s. En el infierno, donde pagaremos nuestros pecados.
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