La aventura del Nuevo Mundo - 3


El día 12 de octubre 
Aquella noche, Colón giraba al suroeste creyendo que la isla estaba a unas veinticinco leguas en esa dirección; pero al amanecer se descubre que desgraciadamente todo había sido vana ilusión de Martín Alonso, que tomó por tierra unos oscuros nubarrones. Nuevo nerviosismo e inquietud entre los marineros que, ante la gran decepción se desesperan. La navegación continúa hacia el oeste. ¿Había sido todo una maniobra de Martín Alonso para apaciguar los ánimos de la tripulación? ¿Podía un marino experimentado como él confundir unas simples nubes con una isla? ¿O acaso era que en aquel lugar de la tierra todo parecía diferente?

Al menos, aquella falsa alarma sirvió para que todos durmieran aquella noche ilusionados, y aunque a la mañana siguiente el malestar volvió a los tres barcos, unos pájaros que todos conocían muy bien vinieron a calmar de nuevo los ánimos. Aquellas aves, llamadas rabihorcados o golondrinas de mar, solo vuelan cerca de tierra. Y sin embargo la tierra no la ven por ninguna parte. Solo algas y más algas que frenan la navegación. El propio Colón está muy preocupado viendo cómo sus cálculos habían fallado, pues ya deberían haber llegado a unas islas, que seguramente quedaron atrás sin ser vistas. Era el día 1 de octubre, el piloto de la Santa María le informa de que han recorrido 578 leguas. Colón sabe que en realidad son 707 (3.928 kilómetros), pero se lo calla. Pasan dos días más. Lo único que mantenía a los hombres con algunos ánimos y esperanza de encontrar tierra eran los pájaros. Pero ahora también han desaparecido. ¿Habían pasado cerca de alguna isla sin darse cuenta? En el mar de los Sargazos se encuentran las islas Bermudas. Seguramente las dejaron a su derecha, al norte.

Colón miraba al mar. Algas y más algas. No era extraño que los hombres estuvieran horrorizados. Aquello tenía todo el aspecto de ser un mar de otro mundo. Su nombre se lo dieron los portugueses. Las algas tienen como unas vejigas de gas que las hacen flotar, asemejándolas a una variedad de uvas llamadas salgazo. Y con ese nombre quedaron. Existe hasta un pez que se asemeja a estas algas. No sospechaba el almirante que aquel mar se iba a convertir en la pesadilla de muchos navegantes. Las carabelas de Colón tuvieron suerte de no quedar atrapadas, no por el espesor de las algas, sino por la ausencia de vientos, que es lo más característico en esta zona, rodeada de corrientes que hacen que este mar de algas gire lentamente y tenga una temperatura más elevada, lo cual favorece su crecimiento. En el futuro, muchos serían los que se cruzarían con barcos fantasmas, con toda su tripulación muerta o desaparecida. Un mar que se convertiría en maldito hasta nuestros días y que forma parte del misterioso triángulo de las Bermudas, donde barcos y aviones desaparecen sin explicación alguna.

Colón, al igual que sus hombres, comienza a preocuparse, pues no sabe realmente dónde se encuentra. Pero el almirante debe mostrarse seguro y niega que ninguna isla haya quedado atrás, hay que seguir adelante. Día 6 de octubre. Aquella noche los hombres se amotinan en la Santa María. Los hermanos Pinzón tienen que intervenir y todo queda en nada. Pero en los días sucesivos la tensión se palpa y son los propios Pinzones quienes hablan con Colón. Llevan ya 1.000 leguas de navegación. Cada día hay alguien que cree ver tierra, pero todo son falsas alarmas, la situación es insostenible. Era el día 10 de octubre, tres días más de navegación hacia el oeste, ese fue el plazo que le dieron. Si no hallaban un simple islote donde posarse, darían media vuelta y volverían a España.

Al día siguiente, los de la Santa María encuentran un junco verde, los de la Pinta una caña y un bastón labrado. Es increíble, ¡un bastón labrado! No solo están cerca de tierra, sino que hay gente. La euforia llega al máximo cuando comienzan a verse enormes bandadas de pájaros, unos pájaros que habían dejado de ver hacía muchos días. Aquel loco extranjero que los había llevado al fin del mundo quizás pudiera estar loco, pero cada vez estaba más cerca de demostrar que llevaba razón cuando decía que Dios estaba con él y encontraría las islas que buscaba. La tarde del día 11 Colón se reúne con la tripulación, y después de rezar, pide que todos hagan guardia. Es evidente que hay tierra cerca y no pueden permitirse un descuido y pasar de largo. Los reyes ya habían prometido una recompensa de 30 escudos para el primero que viera tierra, él, además, añadía un jubón de terciopelo.

Aquella noche sobre las diez, el propio Colón permanece atento al horizonte sobre el castillo de popa, debía ser una noche clara, pero no fue una masa de tierra, sino luces, lo que creyó ver y no queriendo dar crédito a sus ojos, llamó a Pedro Gutiérrez, quien aseguró que también la veía, y a Rodrigo Sánchez de Segovia, aunque este último no pudo ver nada. No obstante, al Almirante ya no le cabían dudas de que estaba cerca de costas habitadas. Y a las dos de la madrugada:

«¡Tierra!».

Era el vigía de la Pinta, Juan Rodríguez Bermejo, Rodrigo de Triana, quien dio el ansiado grito.



El encuentro
Diario de a bordo:
«A las dos horas después de medianoche apareció la tierra, de la cual estarían a dos leguas. Amainaron todas las velas y quedaron con el treo, que es la vela grande, sin bonetas, y pusiéronse a la corda, temporizando hasta el día viernes, que llegaron a una isleta de los Lucayos, que se llamaba en lengua de indios Guanahaní».

«Luego vinieron gente desnuda, y el Almirante salió a tierra en la barca armada, y Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez, su hermano, que era capitán de la Niña. Sacó el Almirante la bandera real y los capitanes con dos banderas de la Cruz Verde, que llevaba el Almirante en todos los navíos por seña, con una F (de Fernando) y una Y (de Ysabel): encima de cada letra su corona, una de un cabo de la cruz y otra de otro». 

Buscando las costas del Japón encontraron una isla paradisiaca: gente desnudas e inofensivas, pintadas de colores, adornadas con oro. ¿Dónde se encontraban? De momento, daba igual, todos estaban rebosantes de júbilo, felices de poner pie en tierra, por fin. En la playa clavaron la bandera blanca con la cruz verde, signo de fidelidad, y las iniciales de los reyes Fernando e Isabel, junto a la propia enseña real. Los escribanos Rodrigo de Escobedo y Rodrigo Sánchez de Segovia levantaron acta del hecho. Colón tomó posesión en nombre de los reyes. Después de esto, los carpinteros cortaran dos troncos de árbol y formaron una gran cruz, y postergándose en tierra todos, pronunció una plegaria, repetida luego en todos los posteriores descubrimientos, por Hernán Cortés, Vasco Núñez de Balboa, Pizarro, etc.:

«¡Señor! ¡Dios eterno y todopoderoso, que por tu Verbo sagrado creaste el firmamento, la tierra y el mar, bendito y glorificado sea tu nombre por todas partes, sea exaltada tu majestad por haberte dignado permitir que por medio de tu humilde siervo sea conocido e invocado tu santo nombre en esta otra parte de la Tierra!»

Colón se deleita describiendo lo que a él se le figuraba un edén, un paraíso:

«Muchos y grandes árboles de intenso follaje, frutos en las ramas, abundantes cursos de agua... Y sobre todo, gente, mucha gente sonriente y pacífica que se acercaba a los hombres blancos como quien recibe la visita de un familiar.»

Fueron precisamente los nativos que salieron a recibirlos, lo que más impresionados dejó a todos. Ningún europeo había visto nunca gente como aquella.

«Me pareció que era gente muy pobre de todo. Andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vi más de una harto moza. Y todos los que yo vi eran todos mancebos, que ninguno vi de edad de más de treinta años: muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras».

Colón estaba convencido de haber llegado a “las Indias” y por eso llamó a aquellas gentes “Indios”. Los observaba divertido, con sus caras y sus cuerpos pintados de colores, cómo cogían sus canoas y se acercaban hasta los barcos españoles llevando consigo papagayos y otras aves exóticas, y algunos utensilios de madera como presentes a los recién llegados. Regalos que fueron correspondidos por los españoles, que entregaron a cambio cualquiera de las cosas que llevaban con ellos como cascabeles u objetos de vidrio.

«Aquellos nativos no eran blancos ni negros, tampoco asiáticos. Su color se parecía más bien al de los guanches canarios»

Tal fue la teoría propuesta por Colón, a lo cual ayudaba el hecho de encontrarse las islas Canarias en la misma línea que la recién descubierta Guanahaní, que enseguida fue rebautizada como San Salvador. Teoría que más tarde fue desechada. Los nativos pertenecían a unas tribus llamadas lucayas que habían llegado a aquellas islas cien años atrás, y nada tenían que ver con los guanches. A los españoles, aquella gente les pareció, según palabra de Colon, que vivían en «estado de inocencia». Sin embargo, hubo algo que pronto advirtió el almirante y que lo puso en estado de alerta.

«Yo vi algunos que tenían señales de heridas en sus cuerpos, y les hice señas qué era aquello, y ellos me mostraron cómo allí venían gente de otras islas que estaban cerca y les querían tomar y se defendían. Y yo creí y creo que aquí vienen de tierra firme a tomarlos por cautivos».

Por lo visto, aquellos nativos amables y pacíficos no estaban solos. Y quienes quiera que fueran o donde quiera que estuvieran, eran bastante menos amables.

  • 7 años de espera.
  • 70 días desde su partida
  • 7070 kilómetro desde Palos. 
El día 12 de octubre de 1.492, por fin, Cristóbal Colón cumplió su sueño de llegar a las Indias por el oeste. Porque eso era lo que él creía y ni siquiera sospechaba lo que acababa de descubrir: un continente que no estaba en los mapas. Realmente, como hemos visto hasta ahora, nadie tiene muy claro dónde quería llegar Colón (en un principio). Él tenía en su poder un mapa que marcaba las islas a las que, casi con toda precisión, llegó, y además, en sus cláusulas del contrato que firmó con los reyes de España declaraba expresamente (fuera cierto o no) que ya había descubierto esas islas. Las islas a las que finalmente llegó fueron las Bahamas. Ahora bien, ¿era ahí donde quiso llegar?

El viaje, en principio, tenía como finalidad descubrir una ruta más corta para llegar desde Europa a Asia, sin tener que dar un gran rodeo por África. Si la tierra era redonda, como él estaba seguro que era, el primer destino era Japón. Es decir, la parte más al este del continente asiático, eso lo tenía bien claro Colón. Pero, ¿era el archipiélago japonés lo que tenía dibujado en su mapa o eran unas islas intermedias en el Atlántico? Lo que está claro es que el Pacífico no sabía que existía. Como tampoco sabía, ni él ni nadie, que en su ruta hasta Asia, de haberla realizado completa, antes que con Japón, se hubiera encontrado nada menos que con dos continentes; el primero de ellos haciendo como barrera, de polo a polo, entre el Atlántico y el Pacífico. El segundo, Oceanía, antes de entrar al Índico.


Sea como fuere, y sin pretender adelantar acontecimientos de lo que veremos más adelante, lo que está claro es que Colón está convencido de haber completado la primera parte de su viaje: ha llegado a las islas, pero sabe que un poco más allá está el continente, es decir, las Indias, Asia. Y sobre todo, lo que Colón demostró es tener un gran conocimiento de geografía, a pesar de haber errado nada menos que 10.000 kilómetros. Ya lo hemos contado, las millas marinas que Colón utilizaba le hicieron creer que la tierra medía 30.000 kilómetros. Así y todo, sabía que por esa parte llegaría a Japón. También quedó demostrado que tanto los cosmógrafos y matemáticos portugueses como los españoles tenían razón, Colón nunca hubiera completado el viaje hasta Asia; la inmensidad del Pacífico se lo hubiera impedido. Colón abrió, no obstante, la ruta hacia un nuevo mundo, un continente inmenso, infinidad de islas y finalmente el descubrimiento del océano más grandioso de la tierra. Simplemente fascinante.



Los lucayos
Recién llegados a la isla de Guanahani, rebautizada como San Salvador, en el archipiélago de las Bahamas, Colón nos cuenta cómo nada más desembarcar encuentra gente. Son personas amables que los acogen como si los conocieran desde siempre, no les temen, no huyen, y van desnudos. En un entorno de vegetación y arboleda como no habían visto jamás, aquello se les antoja a los españoles el paraíso. Pero pronto se dan cuenta de un dato alarmante. Muchos de aquellos seres amables y sonrientes tienen marcas y cicatrices en su cuerpo desnudo. Colón les pregunta y por señas le hacen saber que hay otras islas desde las que son atacados por otros seres no tan amables y pacíficos. Si esto es así, ¿cómo es que estos nativos recibieron a los recién llegados con los brazos abiertos?

¿Tan confiados eran los habitantes de Guanahani? Posiblemente Colón nos lo cuenta todo de forma algo acelerada y resumida. Por muy pacíficos que fueran, si eran atacados desde el exterior, lo normal es que desconfiaran. Seguramente los tres barcos ya habían sido avistados. No sabían qué intenciones traían. Venían además en unas naves como no habían visto jamás. Colón cuenta cómo nada más pisar la playa estaban allí, sonrientes. Pero seguramente hubo un acercamiento y un contacto paulatino hasta que los nativos tuvieron la certeza de que venían en son de paz. De igual forma, no es creíble que los españoles se pusieran a plantar sus banderas, nada más llegar y con los indios mirando tan plácidamente. Seguramente ya habían tenido el contacto suficiente como para confiar en que no eran salvajes que los acribillarían con flechas al menor descuido.

Los lucayos vivían como hacía miles de años atrás en Europa. Iban desnudos, tanto ellos como ellas, salvo las mujeres casadas, que usaban una especie de falda corta, más bien un delantal, a la que llamaban «naguas» (y de ahí nuestras «enaguas»). Eran agricultores y utilizaban arados, pero éstos apenas eran otra cosa que un palo puntiagudo. Vivían en pequeñas chozas circulares con tejado de hojas de palma. No conocían el metal, por lo tanto no sabían ni lo que era una espada. Sus únicas armas eran unos dardos de madera rematada con un colmillo o diente de pez.

Colón habla con mucha sorpresa sobre el aspecto de las cabezas de los lucayos: 

«La frente y cabeza muy ancha más que otra generación que hasta aquí haya visto»

Los lucayos deformaban la cabeza de los recién nacidos con tablas y vendas, una práctica común en muchos pueblos primitivos. (recordemos cómo todos quedaban asombrados al ver las cabezas de los hunos, que también practicaban estos ritos.) En cuanto a las creencias de los lucayos, estaban basadas en una religión (si es que se podía llamar así) tan primitiva, que los españoles pronto descubrieron que no sería difícil convertirlos al cristianismo. Básicamente, los nativos adoraban la naturaleza: la jungla, el mar, el trueno…

Los lucayos estaban encantados con los trueques que les proponían los españoles. Cualquier chorrada barata la cambiaban por sus adornos, a los cuales no quitaban el ojo de encima, por ser todos de oro. Un metal al que ellos no daban más valor que el ser de un color bonito y llamativo, pero nada más. ¿De dónde sacaba aquella gente tanto oro? Colón debía descubrirlo, pues ese era precisamente el motivo de su viaje, volver con muchas riquezas. De nada serviría haber descubierto nuevas tierras si volvía contando que en ellas solo había hallado gente primitiva y muy amable. Además, debía compensar el gasto de la empresa.

El almirante decide entonces preguntar de dónde lo obtienen. La respuesta que obtuvo lo dejó perplejo: había una isla cercana donde había oro y piedras preciosas. Pero allí también había otra gente, la misma que venía, los atacaba y se los llevaban como esclavos.



La tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto
Colón pidió a algunos lucayos que subieran a uno de sus barcos y salieron a explorar. Primero lo llevaron a la isla donde, según los guías de Guanahaní, se encontraba el oro.

«Aquí nace el oro que traen colgado a la nariz; mas por no perder tiempo quiero ir a ver si puedo topar a la isla de Cipango». (Cipango era como se le llamaba a Japón en aquellos entonces)

Luego siguieron navegando y descubrió gran cantidad de islas. Colón estaba seguro que, de seguir navegando llegaría a Japón, que no debía estar muy lejos. No imaginaba que aquel “Japón” tan cercano era un enorme continente y que para llegar al verdadero Japón hubiera debido atravesar el océano más grande de la tierra, de cuya existencia él nada sabía.

«Yo miré todo aquel puerto y después me volví a la nao y di a la vela, y vi tantas islas que yo no sabía determinarme a cuál iría primero. Y aquellos hombres que yo tenía tomados me decían por señas que eran tantas y tantas que no había número, y nombraron por su nombre más de ciento. Por ende yo miré por la más grande, y a aquella determiné andar».

Los lucayos parecían conocer muy bien aquel laberinto de islas: aquello eran las Bahamas Y finalmente llegaron a Colba (Cuba) y Bohío (La Española), las llamaban. Colón, debido a las grandes dimensiones de aquellas islas pensó que tal vez aquello fuera el continente asiático. Habían estado navegando en todas direcciones para terminar en las dos islas mayores del Caribe, de haber navegado algo más al norte hubieran tocado la tierra del continente: la península de Florida.

Hernando, hijo de Colón escribiría sobre esta exploración y de cómo bautizaban las islas principales que iban descubriendo:
«El viernes 19 de octubre pasaron a otras islas. A la primera, denominada por los indios Guanahani, la llamó San Salvador, para gloria de Dios que se la había manifestado y lo había salvado de muchos peligros; a la segunda, por la devoción que tenía la concepción de la Virgen, y porque su favor es el principal que tienen los cristianos, la llamó Santa María de la Concepción; a la tercera la bautizó como Fernandina en honor del rey don Fernando; y a la cuarta como Isabela por respeto a su majestad la reina doña Isabel. A la siguiente que encontró, es decir, Cuba, la llamó Juana, en honor del príncipe don Juan, heredero de Castilla...»
Hernando Colón, Historia del Almirante

Lo que los españoles iban encontrando en todas y cada una de las islas era siempre lo mismo: paisajes de exuberante vegetación poblados por tribus muy primitivas que, en general, los recibían con gran amabilidad y hasta los creían enviados del cielo.

«Los unos nos traían agua; otros, otras cosas de comer; otros, cuando veían que íbamosd a tierra, se echaban a la mar nadando y venían, y entendíamos que nos preguntaban si éramos venidos del cielo. Y vino uno viejo en el batel dentro, y otros a voces grandes llamaban todos, hombres y mujeres: “Venid a ver los hombres que vinieron del cielo; traedles de comer y de beber”. Vinieron muchos y muchas mujeres, cada uno con algo, dando gracias a Dios, echándose al suelo, y levantaban las manos al cielo, y después nos llamaban que fuésemos a tierra».

Los nativos eran guerreros que luchaban unos contra otros. Sin embargo, ninguno se mostró hostil con ellos. Aquellas islas eran un verdadero paraíso donde el peligro no existía para los recién llegados, teniendo en cuenta sus rudimentarias armas que nada podían contra las espadas de acero. El 28 de octubre entran por el río Bariay: están en la isla de Cuba. Allí pasaron semanas y poco a poco, van siendo conscientes de lo que han descubierto, un Nuevo Mundo. 

«Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto»



Venidos del cielo
Los lucayos que acompañan a Colón comienzan a tener miedo, están demasiado lejos de su isla. Colón toma la decisión abandonar Cuba y navegar hacia el sureste haciéndoles ver que toman el rumbo de vuelta a casa, solo les pide una última parada en la siguiente gran isla de la que ellos mismo le han hablado. La isla del oro.

El 5 de diciembre pisaron la isla de Santo Domingo, a la que Colón llamó La Española. Esta isla, llamada por los nativos Bohío o Quisqueya, era la tierra que los lucayos habían señalado: una gran tierra al sureste. Allí estaba el oro. Algunos decían que no estaba enteramente circundada por el mar, por lo que Colón pensó que quizás se tratara de una península y por fin se encontraran en el continente asiático. Había numerosas tribus, todas pacíficas. Sin embargo, había quienes señalaban que también había tribus que atacaban, los capturaban y se los llevaban como esclavos. Y peor todavía, se los comían. Algunos de ellos, para que entendieran lo que les contaba, enseñaban las marcas de los dientes que sus enemigos les habían producido en su propio cuerpo. Los nativos los llamaban «canibas» (caníbales). Colón dedujo de inmediato que se trataban de tribus de Kan, el emperador de los mongoles. «Kan - Kaniba». Estaba convencido de estar en Asia. 

Los indios se acercan a los españoles. Algunos con cautela, otros con admiración. A veces huyen, para, cuando cogen confianza, dejar que se les acerquen. Colón habla con sus hombres para que nada hagan que los pueda espantar. Solo gestos de amistad. Lograron hacerse con la confianza de una mujer, a la cual vistieron con vistosos y ricos ropajes, le colgaron collares de vidrio y sortijas de latón, para después dejarla marchar. 

«Alguna de estas mujeres, -cuenta el diario de abordo-, viéndose así tratada, prefería permanecer en los barcos españoles antes que volver a su casa.»

Bueno, quizás Colón exageraba, pero queda claro que querían establecer buenas relaciones con los indios, es lo que más les convenía si querían llevar a cabo su plan de conseguir oro en aquel lugar. Pero no bastaba con tratar bien a los habitantes de aquel paraíso, sino que además, había que honrar a sus caciques. Cacique es la forma cómo llaman a sus reyes; cada tribu tiene el suyo. Pronto uno de aquellos reyes iba a verse más que honrado, tras la invitación que le hizo a sentarse a su mesa, nada menos que un enviado del cielo.

Colón y sus hombres eran enviados del cielo. La inocencia de los indios era tal, que para ellos, los recién llegados con apariencia de hombres, como ellos, pero con rasgos faciales y color de piel clara, no podían ser simples mortales. Se habían aparecido a ellos con alguna misión celestial; salvarlos de la esclavitud a que los sometían las tribus violentas. Por eso, Colón contaba así en su diario, cómo aquel rey, sentado a su mesa, no creyó en ningún momento verse ante los embajadores de un rey terrenal.

«El Almirante le hizo la honra que debía y le contó cómo eran los Reyes de Castilla, los cuales eran los mayores Príncipes del mundo. Mas ni los indios que el Almirante traía, que eran los intérpretes, creían nada, ni el rey tampoco, sino creían que venían del cielo y que los reinos de los reyes de Castilla eran en el cielo y no en este mundo».



El naufragio
Los habitantes de La Española eran los Taínos. Procedían de la parte sur del continente, de la desembocadura del Orinoco, y se habían extendido por la Bahamas, las Antillas y Santo Domingo. Esta última isla estaba dividida en cinco áreas llamadas cacicazgos, cada una de ellas gobernada por un jefe o rey llamado cacique. Como ya se ha dicho, era gente pacífica que vivía de la agricultura. Por sus palabras, parece que a Colón le gustaba esta isla.
«Estas tierras son en tanta cantidad buenas y fértiles yen especial estas de esta isla Española, que no hay persona que lo sepa decir, y nadie lo puede creer si no lo viese.»

Allí se instalaría los españoles y allí permanecerían durante los próximos años, haciendo de la isla su base principal. Llevaban ya más de dos meses de isla en isla. En cuanto a los indios, a los cuales van conociendo poco a poco, todos están asombrados de lo pacíficos que son. Aún no se han topado con los violentos ni con los caníbales de que les habían hablado.

«He visto solo tres de estos marineros descender en tierra y haber multitud de estos indios y todos huir, sin que les quisiesen hacer mal. Ellos no tienen armas, y son todos desnudos y de ningún ingenio en las armas, que mil no aguardarían tres, y así son buenos para les mandar y les hacer trabajar, sembrar y hacer todo lo otro que fuere menester, y que hagan villas y se enseñen a andar vestidos y a nuestras costumbres»

De estas palabras se deduce que Colón ya piensa en colonizar aquellas tierras. El mes de diciembre va avanzando y llega la noche buena. Aquella noche ocurrió un desastre. La Santa María exploraba las costas de la Española. Juan de la Cosa era el maestre del barco. El mar estaba en calma y decidió retirarse a dormir dejando el timón a un grumete. No había peligro. Sin embargo, la Santa María encalló, su quilla se clavó en el fondo. El grumete dio la voz de alarma. Colón salió en seguida y ordenó tirar el ancla mientras bajaban las barcas para desalojar a la tripulación. Todos se salvaron, pero nadie pudo hacer nada por evitar que la Santa María se hiciera trizas y terminara hundida. Juan de la Cosa se sintió culpable por dejar el barco en manos de un grumete, pero nadie más que él sintió la pérdida de la nave, que era de su propiedad. Años más tarde los reyes Isabel y Fernando lo compensarían por esta pérdida. El naufragio tuvo lugar en la parte noroeste de la isla, frente a las costas del cacicazgo Marién, y en cuanto su jefe, el cacique Guacanagarí tuvo noticia del desastre mandó que los españoles fueran ayudados a recoger todo lo que se pudiera aprovechar de la carga del barco. A Colón, además, se le ocurrió una idea. ¿Por qué no aprovechar las maderas del barco para construir una especie de poblado? Y así nació el primer asentamiento español en tierras americanas, junto a la desembocadura del río Guarico, en lo que hoy es Haití. Era el 25 de diciembre de 1492.

El poblado, bautizado como Navidad, por las fechas en que fue construido, era a la vez un fortín que serviría como defensa en caso de ataque de los llamados canibas. Porque aquel fuerte iba a ser el lugar donde quedarían cerca de 40 hombres que ahora no podrían volver a España, al menos de momento. La Pinta y la Niña eran barcos donde solo podían navegar entre 20 y 30 hombres, precisamente, la Santa María, era la mayor de las embarcaciones y era la que habían perdido. La Pinta, por cierto, en aquellos momentos se hallaba explorando otras aguas y otras islas, en realidad, ni Colón sabía por dónde navegaba. ¿Qué estaba pasando? Pues, parece ser que las relaciones entre Martín Alonso Pinzón y Colón no eran demasiado buenas. En realidad, se habían vuelto malísimas. No todas las crónicas aclaran el motivo y el mismo Colón, en su diario, no deja demasiada constancia de ello. Pero según el libro de Pons Fábregues, fue:

«Quizá porque el marino andaluz se creía rebajado al ver que un extranjero se atribuía toda la gloria del descubrimiento, y según otros porque Pinzón desaprobó una de las disposiciones del Almirante.»
Las disposiciones a las que Fábregues se refiere fue la de volver a España.
«Al verse Colón con tan poca gente y tan escasos medios para conquistar países tan vastos como los que se descubrían, resolvió regresar.»
La idea de Colón era, en efecto, volver y dar a conocer el gran hallazgo. Una noticia de esta índole no solo le proporcionaría fama, sino los medios necesarios para volver con más barcos y hombres suficientes para llevar a cabo una exploración del calibre que las nuevas tierras exigían. Pero hubo además otros motivos de fuerza mayor que aconsejaban el inmediato regreso a España: Tanto la Niña como la Pinta no se hallaban en buenas condiciones. En el fuerte Navidad quedaron 39 hombres al mando del alguacil Diego de Arana. También quedaban su asistente Pedro Gutiérrez, el escribano Rodrigo Escobedo… El cacique Guacanagarí promete velar por su seguridad y accede a la petición de Colón de llevar a seis de sus hombres a presencia de los reyes de España. Guacanagarí le proporciona a seis parientes suyos, que según ellos, pensaban que viajarían al cielo, junto a aquellos enviados de los dioses. Pero además, el cacique fue muy generoso y obsequió a Colón con «suntuosos regalos, entre ellos oro en coronas, en pepitas, en planchas y en polvo, papagayos y otras aves, así como hierbas aromáticas y medicinales, además de otros objetos.»

Colón recomendó a los hombres que allí dejaba, tener buenas relaciones con los nativos y no molestarlos en nada en que pudieran sentirse ofendidos; el 4 de enero de 1493 se despidió de ellos y del cacique Guacanagarí prometiéndoles volver pronto y se embarcó en la Niña para partir bordeando la costa norte de La Española. Antes de poner rumbo a España quería comprobar si efectivamente se encontraba en el continente. Al llegar a una bahía de aguas cristalinas quedó el almirante maravillado ante el paisaje y decidió hacer un alto y explorar la zona. Primero envía a tierra a siete de sus hombres y un indio taíno. No se fía. Los taínos ya le habían avisado de que allí habitaban sus enemigos.

Al llegar a la playa no tardaron en darse cuenta de que los observaban entre los árboles. El taíno tenía miedo y quería volver. Pronto se hicieron ver.

«Eran cincuenta y cinco hombres desnudos, los rostros tiznados de carbón, con los cabellos muy largos, así como las mujeres los traen en Castilla. Detrás de la cabeza traían penachos de plumas de papagayos y de otras aves, y cada uno traía su arco».

Además de los arcos y las flechas, venían armados con macanas, una especie de maza de madera con piedras incrustadas en la cabeza. Hasta ahora, los españoles habían sido recibidos en todas partes con amabilidad, curiosidad, recelo e incluso miedo, pero aquella tribu era diferente, eran guerreros y no tardarían en descubrir que además eran agresivos Guiados por el taíno, desembarcaron con precaución y trataron de comerciar con los nativos. Intentan comprarles los arcos y al final parece que va a poderse negociar con ellos, pero de repente los indios cogen sus arcos y sus macanas y se alejan. El guía taíno avisa a los españoles de que la situación es tensa y no le gusta. Y en efecto, de pronto parecen otros con actitud agresiva, con cuerdas en la mano Quieren apresarlos. A los españoles no les queda otra que hacer uso de la espada.

«Dieron a un indio una gran cuchillada en las nalgas y a otro por los pechos hirieron con una saetada», dice el Diario de a bordo. Fue el primer encuentro violento con los nativos, que al ver las heridas que las espadas causaban salieron huyendo despavoridos. Se trataba de los agresivos y peligrosos «caribes», tribus provenientes del norte de las actuales Colombia y Venezuela, las mismas que atacaban y esclavizaban a los taínos e incluso, según ellos, se los comían. En realidad, hoy se cree que pertenecían a otras tribus llamadas ciguayos. De vuelta a la carabela, el almirante es informado de lo sucedido. Colón teme por la vida de los hombres que ha dejado en el fuerte Navidad.

Los caribes heridos indicaron a los españoles el lugar donde podían hallar oro. Siguiendo las indicaciones, Colón puso rumbo al este, pero no halló oro. Sí halló lo que allí llamaban ají y que es una variedad de pimienta, una valiosa especia codiciada por todos los mercaderes del mundo. También encontraron grandes campos de algodón. La expedición había valido la pena, pero no podían permanecer allí más tiempo. El calafeteado de los barcos estaba en pésimas condiciones. Tenían que emprender el viaje a España cuanto antes si no querían quedarse en «las Indias» para siempre. La Pinta y la Niña ponen rumbo a Europa. Hay quien cuenta que la Pinta, cuyo capitán había roto su relación con Colón, ya había partido antes.

No se sabe con qué diferencia de tiempo partieron los barcos, pero sí que a los dos días se unieron de nuevo. Martín Alonso Pinzón pudo hablar con Colón, y por lo visto, hicieron las paces. Martín Alonso le contó que había partido antes que él, pero lo hizo en contra de su voluntad. No se sabe a qué se refería Pinzón exactamente, pero sí se sabe que estaba enfermo. Quizás por eso tenía prisa por llegar a España. Por aproximadamente un mes navegaron juntas las dos naves, hasta que una fuerte tormenta hizo que los barcos se separaran de nuevo, y por separado llegaron a Europa. Los seis indios que viajaban con ellos, acostumbrados a viajar en canoa bordeando las costas, a una temperatura cálida y casi constante, debían temblar de miedo y también de frio.

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