La aventura del Nuevo Mundo - 4


El recibimiento de los reyes
La Pinta fue a parar hasta las costas de Bayona en Galicia, mientras que las primeras islas que avistaron los de la NiƱa fueron las Azores. Con muchos problemas en el casco del barco y ansiosos por pisar tierra despuĆ©s de casi dos meses navegando decidieron hacer un alto allĆ­ antes de llegar a EspaƱa. Los portugueses, al verlos quisieron hacerlos prisioneros asegurando seguir Ć³rdenes del rey de Portugal, quien no podĆ­a perdonar al Almirante el haber favorecido a EspaƱa con su proyecto. Pero cuando ColĆ³n recalĆ³ en Lisboa y avisĆ³ al rey Juan, Ć©ste cambiĆ³ de opiniĆ³n y disimulando su envidia le acogiĆ³ con admiraciĆ³n. Y despuĆ©s de unos dĆ­as, ya repuestos, se hicieron al mar de nuevo con rumbo a Huelva. Casualmente, la NiƱa y la Pinta, despuĆ©s de recalar en Bayona, llegaban el mismo dĆ­a y con pocas horas de diferencia a Palos. Era el 15 de marzo de 1493. MartĆ­n Alonso llegaba muy enfermo y fue inmediatamente trasladado a su casa. SintiĆ©ndose morir pidiĆ³ ser llevado al monasterio de La RĆ”bida, donde expirĆ³ apenas dos semanas despuĆ©s, con 52 aƱos de edad. ¿Primera vĆ­ctima de las enfermedades transmitidas entre los dos continentes?

Muchos fueron los que sintieron la muerte de aquel lobo de mar, pero en aquellos momentos, la noticia del hallazgo lo envolvĆ­a todo en un extraordinario y sensacional revuelo. En Lisboa, nada mĆ”s saberse que llegaban los descubridores del nuevo mundo, todos salieron a celebrarlo. El impacto fue tal, que quizĆ”s por eso el rey Juan tuvo que tragarse su orgullo y agasajar a ColĆ³n, en vez de apresarlo como habĆ­a previsto. En EspaƱa, la noticia llegĆ³ antes que ColĆ³n. Y de EspaƱa pasĆ³ a todas las cortes de Europa, donde la proeza espaƱola causĆ³ un gran impacto. ColĆ³n escribiĆ³ una carta a Luis de SantĆ”ngel, quien habĆ­a financiado el viaje, haciĆ©ndole saber el Ć©xito de la expediciĆ³n.

«Porque sĆ© que habrĆ©is placer de la grande victoria que Nuestro SeƱor me ha dado en mi viaje vos escribo esta, por la cual sabrĆ©is como en setenta y un dĆ­as pasĆ© las Indias con la armada que los ilustrĆ­simos Rey y Reina nuestros SeƱores me dieron, donde yo hallĆ© muy muchas islas pobladas con gente sinnĆŗmero, y dellas todas he tomado posesiĆ³n por Sus Altezas con pregĆ³n y bandera real extendida, y no me fue contradicho».

TambiĆ©n escribiĆ³ a los reyes dĆ”ndoles noticia oficial del Ć©xito del viaje y anunciĆ”ndoles la intenciĆ³n de acudir a la corte para entrevistarse con ellos. No podemos dar detalles del entusiasmo que la noticia despertĆ³ entre los reyes, solo podemos imaginarlo. Una empresa que todos creĆ­an imposible, en la que solo la reina depositĆ³ desde el principio su confianza, finalmente se convirtiĆ³ en la gesta mĆ”s grandiosa jamĆ”s llevada a cabo hasta la fecha. Gran jĆŗbilo, sin duda, el que debieron sentir, pero nada comparado al emotivo encuentro que se vivirĆ­a en el encuentro con ColĆ³n. En ese momento los reyes se encontraban en Barcelona, y hacia allĆ­ se dirigirĆ­a ColĆ³n en unas semanas.

Los reyes, sin perder tiempo, contestaron a la carta de ColĆ³n para hacerle saber que esperaban con entusiasmo su visita; no obstante, antes de ponerse en marcha, debĆ­a dejarlo todo organizado en Sevilla para su pronto regreso a las tierras reciĆ©n descubiertas. Y una vez cumplido este trĆ”mite, se puso en marcha hacia Barcelona, no en barco, sino por tierra. ¿Ganas de patear tierra despuĆ©s de tantas millas marinas recorridas? Puede ser, pero es mĆ”s probable que lo que ColĆ³n buscara fuera disfrutar de la fama que el descubrimiento le habĆ­a dado y que se corrĆ­a como la pĆ³lvora por todas partes. AllĆ” por donde pasaban, la gente salĆ­a al camino a saludar. El almirante viajaba junto a los indios taĆ­nos que despertaban curiosidad y admiraciĆ³n por su piel color bronce y sus cuerpos semidesnudos. TambiĆ©n admiraban los papagayos de mil colores, aves nunca vistas en EspaƱa. Y carros con cofres llenos de oro, a la vista, para que todo el mundo quedara, como de hecho quedĆ³, impresionado. Sobre esta comitiva, fray BartolomĆ© de las Casas escribiĆ³ lo siguiente:

«TomĆ³ comienzo la fama a volar por Castilla que se habĆ­an descubierto tierras que se llamaban las Indias, y gentes tantas y tan diversas, y cosas novĆ­simas, y que por tal camino venĆ­a el que las descubriĆ³, y traĆ­a consigo de aquella gente; no solamente de los pueblos por donde pasaba salĆ­a el mundo a lo ver, sino muchos de los pueblos, del camino por donde venĆ­a, remotos, se vaciaban, y se henchĆ­an los caminos por irlo a ver, y adelantarse a los pueblos a recibirlo».

Acabando el mes de abril llegĆ³ ColĆ³n a Barcelona, donde los reyes estaban impacientes por recibirle para oĆ­r de su propia boca lo que el almirante tenĆ­a que contarles, y ver con sus propios ojos lo que Ć©ste tenĆ­a que mostrarles. Fernando se recuperaba en aquellos dĆ­as de las heridas recibidas por un perturbado, un tal CaƱamares, que habĆ­a atentado contra su vida. AsĆ­ que las buenas nuevas que ColĆ³n les traĆ­a venĆ­an muy bien para levantar los Ć”nimos. Toda la corte, encabezada por los reyes y el prĆ­ncipe heredero, Juan, recibieron a ColĆ³n, que despuĆ©s de besarles las manos le hicieron sentarse junto a ellos, honor solo dispensado a los grandes del reino. Los reyes no salĆ­an de su asombro al ver a los seis taĆ­nos.

ColĆ³n comenzĆ³ entonces a hablar. Ya hemos dicho en otras ocasiones que era un gran comerciante y por tanto tenĆ­a labia y don de gentes para ganarse a quienes le escuchaban. En su relato puso todo su empeƱo en que los reyes y todos cuantos le oĆ­an se emocionaran. Y a fe que lo consiguiĆ³, pues al acabar, los reyes no pudieron contenerse, y conmovidos, con lĆ”grimas en los ojos, cayeron de rodillas mientras los cantores de la capilla entonaban el tedeum.

«ParecĆ­a que en aquella hora - cuenta fray BartolomĆ© de las Casas- se abrĆ­an y manifestaban y comunicaban con los celestiales deleites». 

Teniendo en cuenta que uno de los mayores objetivos de la expediciĆ³n al nuevo mundo era llevar hasta allĆ­ la fe cristiana, nadie podrĆ” sorprenderse del empeƱo en que los seis indios llevados hasta EspaƱa fueran bautizados. Mucho se ha hablado sobre este tema, e incluso se ha llegado a contar que la conversiĆ³n al catolicismo de los indĆ­genas fue forzada y bajo pena de muerte. No hay constancia de ello. Y sĆ­ la hay de que las creencias de los indios eran tan frĆ”giles que no les fue difĆ­cil aceptar la nueva fe, por llamarlo de alguna manera, pues quizĆ”s su concepto de religiĆ³n era tan arcaico que posiblemente todo cuanto estaban viviendo sobrepasaba lo que sus mentes podĆ­an asimilar. Ellos eran de un remoto mundo, al cual habĆ­an llegado unos seres supuestamente superiores. Esos seres les habĆ­an concedido el enorme privilegio de llevarlos con ellos a visitar otro mundo, posiblemente el cielo, donde habitaban los reyes del universo, a los cuales tenĆ­an allĆ­ delante, haciĆ©ndoles el honor de actuar de padrinos en su bautismo. Porque Isabel y Fernando y el prĆ­ncipe heredero Juan fueron los padrinos de los seis indios. Lo mĆ”s probable es que ni siquiera comprendieran a quĆ© se debĆ­a aquella ceremonia de echarles agua por encima.

El pariente mĆ”s cercano al cacique GuacanagarĆ­ se le bautizĆ³ como don Bernardo de AragĆ³n. Otro de ellos como don Juan de Castilla y fue acogido en la casa del prĆ­ncipe, donde viviĆ³ desde entonces bajo la orden de ser tratado como si fuera hijo de caballero principal. Las piezas de oro traĆ­das fueron donadas por ColĆ³n a la catedral de Barcelona (eso cuenta la tradiciĆ³n). Con ellas, o parte de ellas, fue fabricado un cĆ”liz que desapareciĆ³ en el siglo XIX, cuando la catedral fue saqueada por los soldados de NapoleĆ³n, quienes seguramente lo robaron.

Don Juan II, rey de Portugal, estaba que se lo llevaban los demonios, con las tripas revueltas y carcomidas por la envidia. Ɖl, que habĆ­a tenido la oportunidad delante de sus narices, que le habĆ­an propuesto el descabellado proyecto, y por descabellado lo habĆ­a dejado escapar. Y sin embargo, aquello habĆ­a supuesto la gloria de sus rivales mĆ”s directos, AragĆ³n y Castilla. Pero todavĆ­a no estaba todo perdido, habĆ­a un tratado; sĆ­, el Tratado de Alcobendas, que debĆ­a darle la razĆ³n. SegĆŗn ese tratado firmado entre Portugal y EspaƱa, se marcaba una lĆ­nea imaginaria horizontal en los mares, a la altura de las Canarias, donde se otorgaba todo lo que hubiera al norte de ella a EspaƱa y todo lo que hubiera al sur para Portugal. Lo descubierto por ColĆ³n quedaba al sur, por lo tanto, Portugal lo reclamaba reclamarĆ­a como suyo. Los Reyes CatĆ³licos no podĆ­an creer la pantomima montada por don Juan. En fin, que le enviaron al embajador Lope de Herrera a ver si le hacĆ­a entrar en razĆ³n, explicĆ”ndole, que el citado tratado no habla de que esa lĆ­nea sea infinita hasta dar la vuelta al mundo, sino que se refiera concretamente a las aguas africanas. Pero el portuguĆ©s seguĆ­a en sus trece: las tierras reciĆ©n descubiertas, segĆŗn Ć©l, eran suyas. 

Ante la cabezonerĆ­a del rey portuguĆ©s, Isabel y Fernando tuvieron que mostrarse firmes y advertirle que se abstuviera de hacer cualquier incursiĆ³n marĆ­tima por aquellos mares. El asunto comenzĆ³ a tensarse, pero finalmente se resolviĆ³ por vĆ­a pontificia; esto es, que el papa Alejandro VI hizo de Ć”rbitro dando la razĆ³n a EspaƱa. En realidad, lo que hizo el papa fue dictar una bula en la que repartĆ­a el mundo marcando una nueva lĆ­nea imaginaria de polo a polo, situĆ”ndola a cien leguas de la Azores y Cabo Verde. El rey de Portugal no quedĆ³ muy conforme, pero tratĆ”ndose de una bula papal, tuvo que aguantarse.

SituaciĆ³n del Fuerte Navidad en la isla La EspaƱola, actual HaitĆ­

Abandonados en un mundo desconocido
Mientras ColĆ³n y todos los hombres que habĆ­an regresado a EspaƱa, incluidos los indĆ­genas, gozaban de la mayor gloria que nunca hubieran imaginado, al otro lado del ocĆ©ano, treinta y nueve espaƱoles habĆ­an quedado como los primeros colonizadores europeos del nuevo mundo. Si a dĆ­a de hoy, una exploraciĆ³n espacial llegara a Marte y regresara a la Tierra dejando parte de su tripulaciĆ³n en aquel planeta, las consecuencias podrĆ­an ser inimaginables. Posiblemente la locura acabarĆ­a con ellos en poco tiempo. En 1493 treinta y nueve tripulantes quedaron en un mundo desconocido para ellos, muy lejos del que habĆ­an conocido hasta ahora. QuizĆ”s nunca mĆ”s regresarĆ­an a su tierra, ni verĆ­an a sus familias. Llegar hasta allĆ­ habĆ­a sido puro milagro que probablemente no se volverĆ­a a repetir. QuiĆ©n sabe si hasta los que habĆ­an regresado jamĆ”s llegarĆ­an de nuevo a EspaƱa. Probablemente, lo mejor serĆ­a resignarse y aceptar que habĆ­an quedado allĆ­, abandonados, en un mundo desconocido.

Estaban los nativos, que sĆ­, eran hombres como ellos, pero nada habĆ­a que los uniera, ni las creencias, ni la cultura, ni la fe. El cacique GuacanagarĆ­ era amable con ellos, pero aquel no era su mundo. Era como estar solos en un lugar bello e inhĆ³spito a la vez, ni siquiera tenĆ­an a sus mujeres. ¿Mujeres? ¿Acaso las taĆ­nas no son mujeres? GuacanagarĆ­ habĆ­a pensado en ese detalle. Muchos pueblos tienen por costumbre entregar a sus mujeres como ofrenda o regalo. Los espaƱoles estaban de suerte, los taĆ­nos practicaban esa costumbre. Pero bien fuera porque no hubo mujeres para todos o por el desenfreno y el abuso de los espaƱoles, la cosa acabĆ³ mal. Los taĆ­nos solo entregaban a las solteras. Las casadas debĆ­an ser respetadas y con ese fin iban vestidas con las «naguas». Pero hubo algunos que pasaron ese detalle por alto y forzaron a las mujeres casadas. Los pacĆ­ficos taĆ­nos dejaron de serlo para mostrar su parte menos amable. Solamente la intervenciĆ³n del cacique pudo evitar que los espaƱoles no sufrieran su furia.

Pero la cosa fue a mĆ”s. Olvidadas quedaron las palabras de ColĆ³n, aconsejando las buenas relaciones con aquel pacĆ­fico pueblo, donde no debĆ­an hacer nada que los molestara ni les pareciera ofensivo. Tampoco sirviĆ³ de nada dejar al mando a hombres tan responsables como Diego de Arana, Pedro GutiĆ©rrez o Rodrigo de Escobedo. Ellos solo eran tres, contra 36 energĆŗmenos de variadas calaƱas. Gente que, al fin y al cabo, habĆ­an sido reclutados con prisa y en los peores suburbios de los puertos de Huelva. AllĆ­, alejados de la civilizaciĆ³n, creyĆ©ndose olvidados por el mundo cristiano, habĆ­an perdido el sentido de la humanidad. Su mente se habĆ­a perturbado de tal manera que solo veĆ­an oro y mujeres. Cuando los taĆ­nos se dieron cuenta que el oro les desaparecĆ­a, montaron de nuevo en cĆ³lera. No importa el valor que ellos le dieran. Eran adornos de su propiedad y no estaban dispuestos a dejar que aquellos supuestos seres celestiales se los robaran. Porque los taĆ­nos empezaban a dudar de su supuesta divinidad. ¿Eran acaso demonios y no seres divinos? QuizĆ”s eran demonios y los enviados habĆ­an venido a dejarlos allĆ­ por haber sido expulsados del cielo.

El mĆ”ximo responsable, Diego de Arana trataba como buenamente podĆ­a de contener al cacique, que a su vez tampoco podĆ­a hacer mucho mĆ”s para contener a los suyos. Entonces hubo quien tomĆ³ la decisiĆ³n de abandonar el fuerte. Si los taĆ­nos no les facilitaban ni el oro ni las mujeres que querĆ­an, irĆ­an a buscarlo a la parte de la isla donde los caribes tenĆ­an las minas. Hubo divisiĆ³n de opiniones. Las Ć³rdenes del almirante ColĆ³n eran proteger el fuerte como parte de la corona espaƱola, no salir de Ć©l y exponerse a los peligros de los belicosos caribes. Finalmente quedaron solo diez hombres en el fuerte, los demĆ”s salieron a buscar oro y mujeres. ColĆ³n jamĆ”s volverĆ­a a pedirles cuentas, posiblemente yacĆ­a ahogado en el fondo del mar de los Sargazos, aquel horrible mar que tan malos recuerdos traĆ­a a todos.

Pero ColĆ³n no yacĆ­a ahogado, sino que vivĆ­a momentos de euforia por la gran flota de 17 barcos que se disponĆ­a a partir de nuevo hacia el nuevo mundo, ajeno a las correrĆ­as de aquellos enajenados que se habĆ­an internado en el peligroso territorio de los terribles caribes, o para ser mĆ”s precisos, de la tribu de los ciguayos. Entre los que habĆ­an abandonado el fuerte se encontraban dos de los jefes, Pedro GutiĆ©rrez y Rodrigo de Escobedo. Estaban en territorio del cacique ciguayo Caonabo. Se habĆ­an encontrado con un indĆ­gena al que dieron muerte. Seguramente no estaba solo, pues Caonabo los tuvo localizados enseguida. Aquella isla podĆ­a ser un paraĆ­so, pero la selva podĆ­a convertirse en un mundo inhĆ³spito o en el mismĆ­simo infierno y allĆ­ el rey era el diablo Caonabo. Los espaƱoles estaban a punto de caer en una trampa mortal.

En el verano de 1493 ColĆ³n volvĆ­a de nuevo a Sevilla. Y lo hacĆ­a con sus cargos confirmados, almirante, virrey y gobernador de las tierras descubiertas. Todo lo que se habĆ­a previsto en las capitulaciones. AdemĆ”s, era el capitĆ”n general de la nueva expediciĆ³n. Tal y como le habĆ­an pedido los reyes, antes de viajar a Barcelona habĆ­a hecho las gestiones necesarias para que lo prepararan todo para un segundo viaje. Juan RodrĆ­guez de Fontseca, clĆ©rigo, zamorano de Toro, fue quien lo organizĆ³ todo creando en Sevilla el Consejo de Indias. Una vez mĆ”s, como no podĆ­a ser de otra manera, la iglesia era la impulsora para que la aventura continuara. Sin embargo, Fontseca no fue elegido por el rey Fernando solo para que organizara el siguiente viaje, sino para marcar de cerca a ColĆ³n. Tal como ya hiciera en el primer viaje, que enviĆ³ a Juan de la Cosa, ahora la tarea de vigilar a ColĆ³n en la puesta en marcha del viaje le correspondĆ­a al clĆ©rigo. Pero Fontseca no era el Ćŗnico encargado de vigilarlo; los reyes, en especial Fernando, no querĆ­a que a ColĆ³n se le subieran demasiado los humos. AsĆ­ lo cuenta J. J. Esparza en su Cruzada del ocĆ©ano:

«Fernando conocĆ­a bien la condiciĆ³n humana y temĆ­a que la sed de gloria pudiera llevar a ColĆ³n a actuar al margen de la corona. Por eso resolviĆ³ llenar esta segunda expediciĆ³n de hombres cuya lealtad a los reyes estaba fuera de toda duda.»

He aquĆ­ una lista de los hombres de confianza de los reyes que tomaron parte en la segunda expediciĆ³n al nuevo mundo:
  • Bernardo de Boil, franciscano catalĆ”n
  • RamĆ³n PanĆ©, asistente del primero
  • Pedro de Margarit, jefe militar de la armada
  • Alonso de Ojeda, hombre de confianza de Fonseca
  • Juan Ponce de LeĆ³n, hidalgo vallisoletano
  • Diego Alvar Chanca, mĆ©dico de la corte
  • Y nuevamente Juan de la Cosa, espĆ­a de Isabel
Por su parte, ColĆ³n tambiĆ©n llevarĆ­a gente de su propia confianza:
  • Su hermano Diego
  • Su hermano BartolomĆ©
  • Miguel de Cuneo
  • El mercader catalĆ”n Miguel Ballester (primero en fabricar azĆŗcar de caƱa)
  • El piloto marino Antonio Torres
  • El comerciante Pedro de las Casas (Padre de fray BartolomĆ© de las Casas)
En principio todo parece bien organizado. Mucho mejor organizado que en el primer viaje. MĆ”s barcos, mucha mĆ”s gente. Gente de confianza de la corona y gente de confianza de ColĆ³n. Sin embargo, esto va a dar lugar a la creaciĆ³n de bandos que marcarĆ” la presencia espaƱola en el nuevo mundo. Ya lo veremos mĆ”s adelante. Ahora estamos en CĆ”diz, donde Fontseca habĆ­a organizado la flota: cinco naos y doce carabelas y 1.500 hombres. Labradores dispuestos a trabajar el terreno, albaƱiles para construir casas a los que estuvieran dispuestos a quedarse y hasta veinte caballeros con sus caballos incluidos. La intenciĆ³n de colonizar las tierras descubiertas era clara. La euforia desbordaba la bahĆ­a de CĆ”diz.

La flota se hace a la mar el 25 de septiembre de 1493. La nave capitana, en la que navega ColĆ³n, vuelve a ser bautizada como Santa MarĆ­a, en honor a su predecesora. Solamente la NiƱa repite viaje. Consigo llevan la orden del Papa de evangelizar a los indios indĆ­genas de cuantas tierras conquisten. Una misiĆ³n cuya responsabilidad recaĆ­a sobre fray Bernardo de Boil. No en vano el papa lo habĆ­a nombrado primer vicario apostĆ³lico de las Indias. Por su parte, ColĆ³n, convencido como estaba de haber descubierto la ruta occidental para llegar a Asia, va con la idea de explorar hasta encontrar la India y Catay, que es como se conocĆ­a China.

No hubo demasiados contratiempos, salvo alguna pasajera borrasca. Desde Canarias, siguieron rumbo Suroeste y despuĆ©s de mes y medio de navegaciĆ³n, el dĆ­a 3 de noviembre avistaron tierra. Eran las pequeƱas Antillas, a las cuales irĆ­an bautizando: La Deseada, Marigalante, Guadalupe, San Juan Bautista (Puerto Rico). Fray Bernardo Boil celebra sus primeras misas en estas islas. En la isla Guadalupe hallaron pequeƱos poblados, cuyos habitantes huĆ­an a la vista de los espaƱoles, y grande fue el asombro y el terror al hallar en las chozas huesos y crĆ”neos humanos, que al parecer les servĆ­an de vasos y utensilios domĆ©sticos, asĆ­ como brazos y piernas a medio devorar. Esto, unido a las explicaciones de algunas mujeres que hallaron atemorizadas, les confirmĆ³ que se encontraban en una isla de canĆ­bales, los cuales emprendĆ­an expediciones con sus canoas contra los habitantes de otras islas, a quienes hacĆ­an prisioneros y les servĆ­an para preparar el menĆŗ de sus festines. Las mujeres que encontraron no eran sino cautivas de los canĆ­bales que rĆ”pidamente acudieron a los espaƱoles a pedirles amparo y protecciĆ³n.

Era necesaria mucha prudencia para recorrer aquellos lugares, prudencia que no tuvo Diego MĆ”rquez, capitĆ”n de una de las carabelas, que con ocho hombres se internĆ³ en la isla, y llegado el momento de ponerse de nuevo en marcha no aparecĆ­an, por mĆ”s que sus compaƱeros organizaron partidas de bĆŗsqueda poniendo en peligro sus propias vidas. ¿QuĆ© les habrĆ­a sucedido a Diego MĆ”rquez y a sus ocho hombres? Todos se pusieron en lo peor, que habĆ­an caĆ­do en manos de los antropĆ³fagos. El intrĆ©pido Alonso de Ojeda, acompaƱado de algunos de los mĆ”s resueltos, recorriĆ³ profundos valles y empinados montes, volviendo con el desconsuelo de no haber hallado huellas de MĆ”rquez y sus compaƱeros, a quienes, a excepciĆ³n del ColĆ³n, acostumbrado a esperar contra toda esperanza, creĆ­an muertos y devorados por los feroces canĆ­bales. Ya ColĆ³n habĆ­a dado orden de partida, pues sĆ³lo por ellos habĆ­a aguardado la flota muchos dĆ­as, cuando, con regocijo de todos, se los vio aparecer, extenuados y en lastimoso estado. Se habĆ­an extraviado en aquellos frondosos bosques y llegaban acompaƱados de algunos niƱos y mujeres que encontraron en el camino, huyendo de sus perseguidores canĆ­bales. ColĆ³n, aunque regocijado interiormente por la vuelta de los extraviados, se mostrĆ³ severo, arrestando a MĆ”rquez y a sus compaƱeros por su temeridad. Era necesario mantener la disciplina.

Deseoso el almirante de abordar de nuevo en la EspaƱola y conocer los progresos hechos por la colonia del fuerte de Navidad que allĆ­ dejara en su primer viaje, navegĆ³ costeando por el noroeste de la Guadalupe, tomando posesiĆ³n, de paso, de varias islas, a las que puso por nombres Montserrat, Santa MarĆ­a la Redonda, Santa MarĆ­a de la Antigua, San MartĆ­n, Santa Cruz y otras, algunas de las cuales encontraron desiertas, seguramente por haber huido sus habitantes ante el acoso de los caribes. AquĆ­ tuvieron los espaƱoles un encuentro con una canoa de feroces caribes, que iban armados de arcos y flechas envenenadas. Contaban que su aspecto era feroz y siniestro, al ir pintadas sus caras de colores y el cĆ­rculo de sus ojos de negro.

Y por fin, el 27 de noviembre comienzan a bordear el litoral de La EspaƱola. ColĆ³n estĆ” impaciente por encontrarse de nuevo con los hombres que dejĆ³ en el fuerte Navidad. ¿Por quĆ© no contestaba esa fortaleza a los caƱonazos de la escuadra anunciando su vuelta? ¿Por quĆ© no se veĆ­a luz en la costa, ni se percibĆ­a ruido, ni se advertĆ­a seƱal alguna de vida, permaneciendo todo en silencio y en la obscuridad?


QuĆ© ocurriĆ³ en el fuerte Navidad
ColĆ³n, temiĆ©ndose lo peor envĆ­a una barca a tierra. Cuando los marinos llegaron encontraron el fuerte quemado y destruido, luego un cadĆ”ver, cuyo estado de putrefacciĆ³n no permitĆ­a distinguir la raza, atado a dos troncos de Ć”rbol. Luego encontraron otro y otro; eran espaƱoles. 

«Sepulcral silencio reinaba en torno de aquellos cadĆ”veres» -nos cuenta Pons FĆ”bregues.


El almirante quedĆ³ aterrado, cuando al regresar la barca le contaban lo que habĆ­an encontrado.

«Incendiado el fuerte y muertos sus moradores.»

Bien sea por seƱas, bien por las pocas palabras que entre espaƱoles e indios ya comprendĆ­an, los taĆ­nos pudieron explicar lo ocurrido. 

«Las gentes que dejara allĆ­ ColĆ³n, habĆ­an irritado con su tiranĆ­a y sus desĆ³rdenes a los pacĆ­ficos sĆŗbditos de Guacanagari, despreciando las Ć³rdenes y desconociendo la autoridad de Diego de Arana, a quien ColĆ³n nombrara su lugarteniente.»

Pedro GutiĆ©rrez y Rodrigo de Escobedo, despuĆ©s de matar a un indĆ­gena, pasaron a territorio del cacique Caonabo, donde se hallaban las minas de oro. Caonabo fue avisado de la presencia de los extranjeros y mandĆ³ que los capturaran. Una vez en su presencia los condenĆ³ a muerte y todos terminaron muertos. 

«Y temeroso por sus riquezas, resolviĆ³ exterminar a todos los extranjeros.»

Caonabo reuniĆ³ a sus hombres se presentĆ³ ante el mismo fuerte donde habĆ­an quedado el resto de espaƱoles, Diego de Arana y no mĆ”s de diez que estaban de su parte, es decir, los que no habĆ­an querido seguir a los demĆ”s en su locura de conseguir oro y mujeres. Poco pudieron resistir ante el ataque de los caribes. 

«Caonabo y los suyos dieron el asalto, despedazando horriblemente a los defensores del fortĆ­n e incendiĆ”ndolo despuĆ©s.» 

El fuerte pronto prendiĆ³ en llamas. Los taĆ­nos, con el cacique GuacanagarĆ­ al frente se presentaron a prestarles ayuda. Muchos de ellos murieron en su enfrentamiento con los caribes y el propio cacique GuacanagarĆ­ resultĆ³ herido en una pierna. De los espaƱoles no quedĆ³ ninguno.

ColĆ³n dudaba. QuizĆ”s no habĆ­an entendido todo lo que los taĆ­nos le habĆ­an contado. Algunos ya le aconsejaban que prendiera y castigara a aquellos indios. No, no lo harĆ­a. En vez de eso, irĆ­a personalmente a ver a GuacanagarĆ­. Desde el principio se habĆ­a mostrado un buen hombre, no habĆ­a motivo para dudar de Ć©l. Cuando ColĆ³n se presentĆ³ en su poblado, fue recibido con amabilidad, acompaƱƔndolo hasta el mismo cacique que ya sabĆ­a que estaban de vuelta. Efectivamente, GuacanagarĆ­ estaba en cama y herido en la pierna y llorĆ³ al ver al almirante. Todo cuanto le habĆ­an contado se lo confirmĆ³ de nuevo el cacique. Pero el padre Boil no se fiaba e intentĆ³ poner a ColĆ³n en contra de los taĆ­nos culpando a GuacanagarĆ­, si no de todo, de buena parte del desastre, pensando que no les contaban toda la verdad.

ColĆ³n no actuarĆ­a en contra de los taĆ­nos, no habĆ­a pruebas de que ellos fueran los culpables de la matanza; el cacique parecĆ­a realmente apesadumbrado y siempre habĆ­a recibido de Ć©l muestras de amistad. DejarĆ­a las cosas como estaban y seguirĆ­an teniĆ©ndolos como amigos. AllĆ­, en aquellas tierras alejadas de EspaƱa, era lo que necesitaban. AsĆ­ pensaba ColĆ³n y asĆ­ ordenĆ³ que se hiciera.

Aun con su pierna herida GuacanagarĆ­ accediĆ³ a acompaƱar a ColĆ³n hasta su barco. No se sabe para quĆ© fue invitado hasta allĆ­; quizĆ”s como muestra de amistad, para que el cacique supiera que ColĆ³n todavĆ­a creĆ­a en Ć©l, o quizĆ”s para que todos escucharan el relato del desastre de sus propios labios, y de sus propias seƱas. Y estando a bordo, pudo contemplar toda la flota fondeando en la costa. TambiĆ©n pudo ver las mujeres indias que llevaban a bordo; las que habĆ­an rescatado en las islas de los canĆ­bales. ¿QuĆ© pasarĆ­a por la mente del cacique en aquellos momentos? No es difĆ­cil de adivinar, en vista de lo que acontecerĆ­a al dĆ­a siguiente. A GuacanagarĆ­ debieron pasarle por la cabeza muchas cosas. Aquellos seres supuestamente celestiales habĆ­an vuelto en cantidad muy numerosa. PodĆ­an ser del cielo o de cualquier otro lugar, pero habĆ­an demostrado que eran capaces de actuar como el mĆ”s vil de sus enemigos. Y sobre todo, habĆ­an demostrado que tenĆ­an las mismas necesidades carnales que ellos. ¿Por quĆ© si no llevaban a aquellas mujeres indias a bordo? ¿Las habĆ­an capturado y llevado hasta allĆ­ a la fuerza? Ɖl creĆ­a en la amistad de ColĆ³n igual que ColĆ³n creĆ­a en la suya, pero aquel espectĆ”culo, con la costa llena de barcos y tanta gente por todas partes, si el cacique tenĆ­a algĆŗn concepto de lo que era una invasiĆ³n, aquello lo era, no tenĆ­a ninguna duda. No auguraba nada bueno para su pueblo. Algo tenĆ­a que hacer

Al dĆ­a siguiente, las mujeres habĆ­an desaparecido del barco. Durante la noche se habĆ­an lanzado al agua llegando a nado a la costa. Cuando salieron en su busca no encontraron a nadie en el poblado taĆ­no. Todos habĆ­an desaparecido. En algĆŗn momento en que nadie pudo advertir, el cacique, mientras estaba en el barco, hizo indicaciones hizo seƱas a las mujeres para que escaparan durante la noche. Luego, para evitar represalias, huyo con su pueblo hacia cualquier otro lugar de la isla. Para aquellos que ya habĆ­an advertido a ColĆ³n estaba claro: los taĆ­nos eran los culpables de lo que habĆ­a ocurrido con el fuerte. Sin embargo, el almirante hizo oĆ­dos sordos y no saliĆ³ en busca de los taĆ­nos, no habrĆ­a represalias.

A pesar de todo lo ocurrido, aquella isla era un buen lugar para levantar un asentamiento permanente. No allĆ­, en aquel lugar que ya siempre traerĆ­a malos recuerdos y que ademĆ”s estaba demasiado cerca del que ahora era su enemigo, Caonabo. HabĆ­a que buscar el lugar idĆ³neo, asĆ­ que se pusieron a bordear la costa, hasta que una tormenta les hizo refugiarse en un pequeƱo recodo, que era como un puerto natural. Cuando la tormenta pasĆ³ y bajaron a tierra se dieron cuenta de que aquel era el lugar que estaban buscando. El puerto natural parecĆ­a hecho a propĆ³sito, una llanura de tierras fĆ©rtiles, rĆ­os donde abastecerse de agua; y no estaban demasiado lejos de las minas de oro de Cibao, el territorio de Caonabo. Sin duda, era un buen lugar.

En apenas un mes ya habĆ­a casi todo un pueblo construido con sus calles trazadas, sus plazas, su hospital, su iglesia y unas doscientas casas. Todo ello construido en piedra, tapias de barro y cantos, aunque tambiĆ©n se utilizĆ³ la madera y la paja. TambiĆ©n se distribuyeron las tierras que cada cual se disponĆ­a a cultivar, y ya solo faltaba ponerle nombre a la primera ciudad construida en el nuevo mundo. Toda aquella aventura, aquel descubrimiento, aquel encuentro con una nueva civilizaciĆ³n se lo debĆ­an, mĆ”s que a nadie, a una mujer: Isabel. La nueva ciudad se llamarĆ­a, La Isabela.

Faltaban aĆŗn algunos detalles. HabĆ­a que prevenir otra catĆ”strofe como la ocurrida en el fuerte Navidad. Por tanto, el pueblo deberĆ­a estar bien protegido de los ataques indĆ­genas al tiempo que habĆ­a que controlar a los propios habitantes espaƱoles. El marino amigo de ColĆ³n Antonio Torres fue nombrado alcalde; como asistente, su hermano Diego ColĆ³n; y como autoridad suprema, cuya palabra tuviera valor de ley, Fray Bernardo Boil. Por supuesto.

La vida fuera de sus lugares de origen iba a dar lugar a enfermedades contagiosas. ColĆ³n mismo iba a sufrir unas severas fiebres que lo tendrĆ­an en cama algunas semanas. El ambiente en la colonia comenzaba a ser preocupante y el almirante pensĆ³ que lo mejor serĆ­a enviar algunos barcos en busca de mĆ©dicos, medicinas y provisiones. Pero, ¿cĆ³mo enviar los barcos vacĆ­os? ¿QuĆ© iban a pensar lo reyes y el pueblo? Lo mejor serĆ­a enviar a Ojeda y GorbalĆ”n a explorar la comarca de Cibao, la tierra del terrible Caonabo, donde estĆ”n las minas de oro. Si por lo menos pudieran enviar algo de oro a EspaƱa, la cosa serĆ­a muy distinta. Hallaron cabaƱas desiertas, indios que los recibieron con amabilidad, pero desconfiados; pasaron por desfiladeros y rocas resplandecientes de oro. Al regresar a la Isabela traĆ­an algunas piedras veteadas y oro en polvo, regalo de algunos indios; tambiĆ©n traĆ­an trozos de oro hallados en los cauces y lechos de los torrentes, alguno bastante grandes. Aquellas tierras eran sin duda ricas en ese metal. Los colonos recobraron el Ć”nimo y el almirante estaba satisfecho, ya que al menos, podĆ­a enviar a EspaƱa nuevas muestras de sus prometidas riquezas.

Partieron para EspaƱa nueve de los buques, al mando de Antonio de Torres, el alcalde de la Isabela, al cual entregĆ³ una carta que debĆ­a de entregar en propias manos de los Reyes. Con ellos partĆ­an tambiĆ©n las mujeres y niƱos que habĆ­a encontrado en algunas islas, prisioneros de aquellos indios que practicaban canibalismos, que los retenĆ­an como esclavos, ya que no todas las mujeres escaparon con los taĆ­nos. ColĆ³n los enviaba a EspaƱa para que los instruyesen en la religiĆ³n cristiana y, para que quizĆ”s mĆ”s tarde, pudiesen regresar y servir de intĆ©rpretes y misioneros en su propio paĆ­s. La flota partiĆ³ el 2 de Febrero de 1494.

No se sabe con exactitud adĆ³nde fueron a parar el cacique GuacanagarĆ­ y demĆ”s taĆ­nos, pero sĆ­ se sabe que ColĆ³n siguiĆ³ en contacto con ellos. QuizĆ”s volvieron a su poblado o quizĆ”s los encontraron allĆ” donde finalmente se instalaron. Fray Bernardo Boil y su ayudante fray RamĆ³n PanĆ© se dedicaron a estudiarlos y a intentar predicarles; el problema era que no se entendĆ­an con ellos. Boil se desesperaba, por eso decidiĆ³ que debĆ­a aprender su idioma. Y algo llegarĆ­an a aprender cuando RamĆ³n PanĆ© pudo hacer una descripciĆ³n de los taĆ­nos, sus costumbres y creencias.

«Cada uno, al adorar los Ć­dolos que tienen en casa y les llaman cemĆ­es, guarda un modo particular y supersticiĆ³n. Creen que hay en el Cielo un ser inmortal, que nadie puede verlo y que tiene madre, mas no tiene principio; a este llaman Yocahu Vagua Maorocoti, y a su madre llaman Atabex, Iermaoguacar, Apito y Zuimaco, que son cinco nombres. Estos de los que escribo son de la isla EspaƱola. TambiĆ©n saben de quĆ© parte vinieron, y de dĆ³nde tuvieron su origen el sol y la luna y cĆ³mo se hizo el mar y dĆ³nde van los muertos. Creen que los muertos se aparecen por los caminos cuando alguno va solo, porque cuando van muchos juntos, no se les presentan. Todo esto les han hecho creer sus antepasados, porque ellos no saben leer, ni contar hasta mĆ”s de diez». 

Mientras tanto, los que fueron enviados a territorio Cibao en busca de oro construyen allĆ­ un fuerte como lugar donde protegerse en futuras expediciones y al que bautizaron como Santo TomĆ”s. El cacique Caonabo se pone en pie de guerra. Pero la principal preocupaciĆ³n del almirante ColĆ³n se centra ahora en el mismo pueblo de la Isabela. Muchos colonos estĆ”n enfermos y la mayorĆ­a de ellos no estĆ”n cualificados para trabajar la tierra, eran simples aventureros que habĆ­an declarado estar capacitados para algo que en realidad desconocĆ­an. Y lo peor de todo, muchos de ellos son autĆ©nticos bandidos y comienzan a comportarse como tal. ColĆ³n, todavĆ­a enfermo, decide que hay que poner mano dura y ordena que el jefe militar ponga orden aunque haya que tener mano dura.

De momento, la cosa estĆ” calmada. Su hermano Diego queda ahora como responsable de la Isabela y en cuanto regresen los barcos de EspaƱa con medicinas y otro tipo de necesidades que encargĆ³, todo volverĆ­a a la normalidad. Mientras tanto era necesario seguir explorando. TodavĆ­a no se encontraba recuperado del todo, pero no habĆ­a tiempo que perder. ColĆ³n creĆ­a tenerlo todo controlado, no sabĆ­a que lo peor estaba por llegar. Semanas mĆ”s tarde GuacanagarĆ­ fue a visitarlo y encontrĆ³ al almirante reciĆ©n llegado de su Ćŗltima expediciĆ³n; y no le traĆ­a buenas noticias, precisamente.

ColĆ³n vuelve al cabo de unas semanas, despuĆ©s de haber descubierto tierras nuevas, todo islas, aunque Ć©l sigue creyendo que mĆ”s al este hallarĆ”, tarde o temprano, el continente asiĆ”tico. Llega enfermo, nuevamente sufre ataques de fiebre, y estĆ” deseoso de descansar. Y aĆŗn asĆ­, su hermano Diego tiene que ponerlo al corriente de todo. Las cosas marchan de mal en peor en La Isabela.

«Aquellos hombres, -cuenta FĆ”bregues- Ć”vidos de oro y de placeres, disgustaban a los naturales y acusaban al Almirante de los males que padecĆ­an y de los que causaban, a lo cual instigĆ”balos el padre Boil, que se volviĆ³ mĆ”s adelante a EspaƱa con los descontentos, levantando calumnias contra el Almirante.»

Se repetĆ­an los mismos males que habĆ­an llevado al desastre a los que quedaron en el fuerte Navidad. Esta vez era mucho peor, pues eran muchos mĆ”s los hombre que habĆ­an venido. Y para colmo, el fraile culpaba de todo a ColĆ³n, que era el mĆ”ximo responsable de la expediciĆ³n. 

Es aquĆ­ donde se produce uno de los episodios mĆ”s oscuros de este segundo viaje, pues son muchos los que culpan a ColĆ³n de codicioso, de pensar en enriquecerse y de haber ordenado ejecutar a algunos hombres. Aunque no estĆ” claro cĆ³mo ocurriĆ³ o si el que ordenĆ³ las ejecuciones fue el responsable militar de la expediciĆ³n. Lo Ćŗnico que estĆ” claro es que ColĆ³n pidiĆ³ poner orden, antes de caer desfallecido en la cama.

«Entretanto los infelices isleƱos exacerbĆ”banse cada dĆ­a mĆ”s contra los que en un principio habĆ­an creĆ­do bajados del cielo, y aliĆ”ndose todos bajo las Ć³rdenes de Caonabo, el mĆ”s poderoso entre los caciques de la isla, opusiĆ©ronse con todas sus fuerzas a las tropelĆ­as y ultrajes de los espaƱoles.»

ƚnicamente GuacanagarĆ­ no quiso aliarse con Caonabo, a pesar de que su pueblo tambiĆ©n sufrĆ­a las tropelĆ­as de aquellos desalmados. Pero el cacique seguĆ­a fiel a su amistad con ColĆ³n y sabĆ­a que Ć©l no era partidario de las fechorĆ­as de sus hombres. HabĆ­an pasado semanas desde su vuelta, el almirante estaba algo mejor de sus fiebres. Le anunciaron que GuacanagarĆ­ querĆ­a verle y le hizo pasar. Las noticias que le traĆ­a no eran agradables, nada habĆ­a sido agradable desde su vuelta, a excepciĆ³n de la satisfacciĆ³n de comprobar que el cacique seguĆ­a siendo su amigo. El cacique contĆ³ a ColĆ³n todo lo acontecido. Los espaƱoles se habĆ­an descontrolado estaban causando mucho mal a los indios. Caonabo les habĆ­a declarado la guerra y ya se habĆ­an producido verdaderas matanzas. Y no solo estaba en pie de guerra con los espaƱoles, sino contra los taĆ­nos del territorio de Marien, donde gobernaba GuacanagarĆ­. Ɖl mismo habĆ­a sufrido las consecuencias de haberse mantenido fiel a su amigo ColĆ³n, pues Caonabo secuestrĆ³ y asesinĆ³ a su esposa. Y ahora, los amenazados eran los habitantes de La Isabela, donde Caonabo pensaba atacar. ColĆ³n escuchĆ³ horrorizado cuanto le contĆ³ el cacique y le agradeciĆ³ su visita y su advertencia.

En el otoƱo de 1494 Antonio Torres vuelve de EspaƱa con vĆ­veres y armas para defenderse de lo que era ya una guerra contra los aliados de Caonabo. Pero Torres tambiĆ©n trae un mensaje de los reyes: ColĆ³n debe volver a EspaƱa, los reyes lo necesitan.

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