La Pinta fue a parar hasta las costas de Bayona en Galicia, mientras que las primeras islas que avistaron los de la NiƱa fueron las Azores. Con muchos problemas en el casco del barco y ansiosos por pisar tierra despuĆ©s de casi dos meses navegando decidieron hacer un alto allĆ antes de llegar a EspaƱa. Los portugueses, al verlos quisieron hacerlos prisioneros asegurando seguir Ć³rdenes del rey de Portugal, quien no podĆa perdonar al Almirante el haber favorecido a EspaƱa con su proyecto. Pero cuando ColĆ³n recalĆ³ en Lisboa y avisĆ³ al rey Juan, Ć©ste cambiĆ³ de opiniĆ³n y disimulando su envidia le acogiĆ³ con admiraciĆ³n. Y despuĆ©s de unos dĆas, ya repuestos, se hicieron al mar de nuevo con rumbo a Huelva. Casualmente, la NiƱa y la Pinta, despuĆ©s de recalar en Bayona, llegaban el mismo dĆa y con pocas horas de diferencia a Palos. Era el 15 de marzo de 1493. MartĆn Alonso llegaba muy enfermo y fue inmediatamente trasladado a su casa. SintiĆ©ndose morir pidiĆ³ ser llevado al monasterio de La RĆ”bida, donde expirĆ³ apenas dos semanas despuĆ©s, con 52 aƱos de edad. ¿Primera vĆctima de las enfermedades transmitidas entre los dos continentes?
Muchos fueron los que sintieron la muerte de aquel lobo de mar, pero en aquellos momentos, la noticia del hallazgo lo envolvĆa todo en un extraordinario y sensacional revuelo. En Lisboa, nada mĆ”s saberse que llegaban los descubridores del nuevo mundo, todos salieron a celebrarlo. El impacto fue tal, que quizĆ”s por eso el rey Juan tuvo que tragarse su orgullo y agasajar a ColĆ³n, en vez de apresarlo como habĆa previsto. En EspaƱa, la noticia llegĆ³ antes que ColĆ³n. Y de EspaƱa pasĆ³ a todas las cortes de Europa, donde la proeza espaƱola causĆ³ un gran impacto. ColĆ³n escribiĆ³ una carta a Luis de SantĆ”ngel, quien habĆa financiado el viaje, haciĆ©ndole saber el Ć©xito de la expediciĆ³n.
«Porque sĆ© que habrĆ©is placer de la grande victoria que Nuestro SeƱor me ha dado en mi viaje vos escribo esta, por la cual sabrĆ©is como en setenta y un dĆas pasĆ© las Indias con la armada que los ilustrĆsimos Rey y Reina nuestros SeƱores me dieron, donde yo hallĆ© muy muchas islas pobladas con gente sinnĆŗmero, y dellas todas he tomado posesiĆ³n por Sus Altezas con pregĆ³n y bandera real extendida, y no me fue contradicho».
TambiĆ©n escribiĆ³ a los reyes dĆ”ndoles noticia oficial del Ć©xito del viaje y anunciĆ”ndoles la intenciĆ³n de acudir a la corte para entrevistarse con ellos. No podemos dar detalles del entusiasmo que la noticia despertĆ³ entre los reyes, solo podemos imaginarlo. Una empresa que todos creĆan imposible, en la que solo la reina depositĆ³ desde el principio su confianza, finalmente se convirtiĆ³ en la gesta mĆ”s grandiosa jamĆ”s llevada a cabo hasta la fecha. Gran jĆŗbilo, sin duda, el que debieron sentir, pero nada comparado al emotivo encuentro que se vivirĆa en el encuentro con ColĆ³n. En ese momento los reyes se encontraban en Barcelona, y hacia allĆ se dirigirĆa ColĆ³n en unas semanas.
Los reyes, sin perder tiempo, contestaron a la carta de ColĆ³n para hacerle saber que esperaban con entusiasmo su visita; no obstante, antes de ponerse en marcha, debĆa dejarlo todo organizado en Sevilla para su pronto regreso a las tierras reciĆ©n descubiertas. Y una vez cumplido este trĆ”mite, se puso en marcha hacia Barcelona, no en barco, sino por tierra. ¿Ganas de patear tierra despuĆ©s de tantas millas marinas recorridas? Puede ser, pero es mĆ”s probable que lo que ColĆ³n buscara fuera disfrutar de la fama que el descubrimiento le habĆa dado y que se corrĆa como la pĆ³lvora por todas partes. AllĆ” por donde pasaban, la gente salĆa al camino a saludar. El almirante viajaba junto a los indios taĆnos que despertaban curiosidad y admiraciĆ³n por su piel color bronce y sus cuerpos semidesnudos. TambiĆ©n admiraban los papagayos de mil colores, aves nunca vistas en EspaƱa. Y carros con cofres llenos de oro, a la vista, para que todo el mundo quedara, como de hecho quedĆ³, impresionado. Sobre esta comitiva, fray BartolomĆ© de las Casas escribiĆ³ lo siguiente:
«TomĆ³ comienzo la fama a volar por Castilla que se habĆan descubierto tierras que se llamaban las Indias, y gentes tantas y tan diversas, y cosas novĆsimas, y que por tal camino venĆa el que las descubriĆ³, y traĆa consigo de aquella gente; no solamente de los pueblos por donde pasaba salĆa el mundo a lo ver, sino muchos de los pueblos, del camino por donde venĆa, remotos, se vaciaban, y se henchĆan los caminos por irlo a ver, y adelantarse a los pueblos a recibirlo».
Acabando el mes de abril llegĆ³ ColĆ³n a Barcelona, donde los reyes estaban impacientes por recibirle para oĆr de su propia boca lo que el almirante tenĆa que contarles, y ver con sus propios ojos lo que Ć©ste tenĆa que mostrarles. Fernando se recuperaba en aquellos dĆas de las heridas recibidas por un perturbado, un tal CaƱamares, que habĆa atentado contra su vida. AsĆ que las buenas nuevas que ColĆ³n les traĆa venĆan muy bien para levantar los Ć”nimos. Toda la corte, encabezada por los reyes y el prĆncipe heredero, Juan, recibieron a ColĆ³n, que despuĆ©s de besarles las manos le hicieron sentarse junto a ellos, honor solo dispensado a los grandes del reino. Los reyes no salĆan de su asombro al ver a los seis taĆnos.
ColĆ³n comenzĆ³ entonces a hablar. Ya hemos dicho en otras ocasiones que era un gran comerciante y por tanto tenĆa labia y don de gentes para ganarse a quienes le escuchaban. En su relato puso todo su empeƱo en que los reyes y todos cuantos le oĆan se emocionaran. Y a fe que lo consiguiĆ³, pues al acabar, los reyes no pudieron contenerse, y conmovidos, con lĆ”grimas en los ojos, cayeron de rodillas mientras los cantores de la capilla entonaban el tedeum.
«ParecĆa que en aquella hora - cuenta fray BartolomĆ© de las Casas- se abrĆan y manifestaban y comunicaban con los celestiales deleites».
Teniendo en cuenta que uno de los mayores objetivos de la expediciĆ³n al nuevo mundo era llevar hasta allĆ la fe cristiana, nadie podrĆ” sorprenderse del empeƱo en que los seis indios llevados hasta EspaƱa fueran bautizados. Mucho se ha hablado sobre este tema, e incluso se ha llegado a contar que la conversiĆ³n al catolicismo de los indĆgenas fue forzada y bajo pena de muerte. No hay constancia de ello. Y sĆ la hay de que las creencias de los indios eran tan frĆ”giles que no les fue difĆcil aceptar la nueva fe, por llamarlo de alguna manera, pues quizĆ”s su concepto de religiĆ³n era tan arcaico que posiblemente todo cuanto estaban viviendo sobrepasaba lo que sus mentes podĆan asimilar. Ellos eran de un remoto mundo, al cual habĆan llegado unos seres supuestamente superiores. Esos seres les habĆan concedido el enorme privilegio de llevarlos con ellos a visitar otro mundo, posiblemente el cielo, donde habitaban los reyes del universo, a los cuales tenĆan allĆ delante, haciĆ©ndoles el honor de actuar de padrinos en su bautismo. Porque Isabel y Fernando y el prĆncipe heredero Juan fueron los padrinos de los seis indios. Lo mĆ”s probable es que ni siquiera comprendieran a quĆ© se debĆa aquella ceremonia de echarles agua por encima.
El pariente mĆ”s cercano al cacique GuacanagarĆ se le bautizĆ³ como don Bernardo de AragĆ³n. Otro de ellos como don Juan de Castilla y fue acogido en la casa del prĆncipe, donde viviĆ³ desde entonces bajo la orden de ser tratado como si fuera hijo de caballero principal. Las piezas de oro traĆdas fueron donadas por ColĆ³n a la catedral de Barcelona (eso cuenta la tradiciĆ³n). Con ellas, o parte de ellas, fue fabricado un cĆ”liz que desapareciĆ³ en el siglo XIX, cuando la catedral fue saqueada por los soldados de NapoleĆ³n, quienes seguramente lo robaron.
Don Juan II, rey de Portugal, estaba que se lo llevaban los demonios, con las tripas revueltas y carcomidas por la envidia. Ćl, que habĆa tenido la oportunidad delante de sus narices, que le habĆan propuesto el descabellado proyecto, y por descabellado lo habĆa dejado escapar. Y sin embargo, aquello habĆa supuesto la gloria de sus rivales mĆ”s directos, AragĆ³n y Castilla. Pero todavĆa no estaba todo perdido, habĆa un tratado; sĆ, el Tratado de Alcobendas, que debĆa darle la razĆ³n. SegĆŗn ese tratado firmado entre Portugal y EspaƱa, se marcaba una lĆnea imaginaria horizontal en los mares, a la altura de las Canarias, donde se otorgaba todo lo que hubiera al norte de ella a EspaƱa y todo lo que hubiera al sur para Portugal. Lo descubierto por ColĆ³n quedaba al sur, por lo tanto, Portugal lo reclamaba reclamarĆa como suyo. Los Reyes CatĆ³licos no podĆan creer la pantomima montada por don Juan. En fin, que le enviaron al embajador Lope de Herrera a ver si le hacĆa entrar en razĆ³n, explicĆ”ndole, que el citado tratado no habla de que esa lĆnea sea infinita hasta dar la vuelta al mundo, sino que se refiera concretamente a las aguas africanas. Pero el portuguĆ©s seguĆa en sus trece: las tierras reciĆ©n descubiertas, segĆŗn Ć©l, eran suyas.
Ante la cabezonerĆa del rey portuguĆ©s, Isabel y Fernando tuvieron que mostrarse firmes y advertirle que se abstuviera de hacer cualquier incursiĆ³n marĆtima por aquellos mares. El asunto comenzĆ³ a tensarse, pero finalmente se resolviĆ³ por vĆa pontificia; esto es, que el papa Alejandro VI hizo de Ć”rbitro dando la razĆ³n a EspaƱa. En realidad, lo que hizo el papa fue dictar una bula en la que repartĆa el mundo marcando una nueva lĆnea imaginaria de polo a polo, situĆ”ndola a cien leguas de la Azores y Cabo Verde. El rey de Portugal no quedĆ³ muy conforme, pero tratĆ”ndose de una bula papal, tuvo que aguantarse.
SituaciĆ³n del Fuerte Navidad en la isla La EspaƱola, actual HaitĆ |
Abandonados en un mundo desconocido
Mientras ColĆ³n y todos los hombres que habĆan regresado a EspaƱa, incluidos los indĆgenas, gozaban de la mayor gloria que nunca hubieran imaginado, al otro lado del ocĆ©ano, treinta y nueve espaƱoles habĆan quedado como los primeros colonizadores europeos del nuevo mundo. Si a dĆa de hoy, una exploraciĆ³n espacial llegara a Marte y regresara a la Tierra dejando parte de su tripulaciĆ³n en aquel planeta, las consecuencias podrĆan ser inimaginables. Posiblemente la locura acabarĆa con ellos en poco tiempo. En 1493 treinta y nueve tripulantes quedaron en un mundo desconocido para ellos, muy lejos del que habĆan conocido hasta ahora. QuizĆ”s nunca mĆ”s regresarĆan a su tierra, ni verĆan a sus familias. Llegar hasta allĆ habĆa sido puro milagro que probablemente no se volverĆa a repetir. QuiĆ©n sabe si hasta los que habĆan regresado jamĆ”s llegarĆan de nuevo a EspaƱa. Probablemente, lo mejor serĆa resignarse y aceptar que habĆan quedado allĆ, abandonados, en un mundo desconocido.
Estaban los nativos, que sĆ, eran hombres como ellos, pero nada habĆa que los uniera, ni las creencias, ni la cultura, ni la fe. El cacique GuacanagarĆ era amable con ellos, pero aquel no era su mundo. Era como estar solos en un lugar bello e inhĆ³spito a la vez, ni siquiera tenĆan a sus mujeres. ¿Mujeres? ¿Acaso las taĆnas no son mujeres? GuacanagarĆ habĆa pensado en ese detalle. Muchos pueblos tienen por costumbre entregar a sus mujeres como ofrenda o regalo. Los espaƱoles estaban de suerte, los taĆnos practicaban esa costumbre. Pero bien fuera porque no hubo mujeres para todos o por el desenfreno y el abuso de los espaƱoles, la cosa acabĆ³ mal. Los taĆnos solo entregaban a las solteras. Las casadas debĆan ser respetadas y con ese fin iban vestidas con las «naguas». Pero hubo algunos que pasaron ese detalle por alto y forzaron a las mujeres casadas. Los pacĆficos taĆnos dejaron de serlo para mostrar su parte menos amable. Solamente la intervenciĆ³n del cacique pudo evitar que los espaƱoles no sufrieran su furia.
Pero la cosa fue a mĆ”s. Olvidadas quedaron las palabras de ColĆ³n, aconsejando las buenas relaciones con aquel pacĆfico pueblo, donde no debĆan hacer nada que los molestara ni les pareciera ofensivo. Tampoco sirviĆ³ de nada dejar al mando a hombres tan responsables como Diego de Arana, Pedro GutiĆ©rrez o Rodrigo de Escobedo. Ellos solo eran tres, contra 36 energĆŗmenos de variadas calaƱas. Gente que, al fin y al cabo, habĆan sido reclutados con prisa y en los peores suburbios de los puertos de Huelva. AllĆ, alejados de la civilizaciĆ³n, creyĆ©ndose olvidados por el mundo cristiano, habĆan perdido el sentido de la humanidad. Su mente se habĆa perturbado de tal manera que solo veĆan oro y mujeres. Cuando los taĆnos se dieron cuenta que el oro les desaparecĆa, montaron de nuevo en cĆ³lera. No importa el valor que ellos le dieran. Eran adornos de su propiedad y no estaban dispuestos a dejar que aquellos supuestos seres celestiales se los robaran. Porque los taĆnos empezaban a dudar de su supuesta divinidad. ¿Eran acaso demonios y no seres divinos? QuizĆ”s eran demonios y los enviados habĆan venido a dejarlos allĆ por haber sido expulsados del cielo.
El mĆ”ximo responsable, Diego de Arana trataba como buenamente podĆa de contener al cacique, que a su vez tampoco podĆa hacer mucho mĆ”s para contener a los suyos. Entonces hubo quien tomĆ³ la decisiĆ³n de abandonar el fuerte. Si los taĆnos no les facilitaban ni el oro ni las mujeres que querĆan, irĆan a buscarlo a la parte de la isla donde los caribes tenĆan las minas. Hubo divisiĆ³n de opiniones. Las Ć³rdenes del almirante ColĆ³n eran proteger el fuerte como parte de la corona espaƱola, no salir de Ć©l y exponerse a los peligros de los belicosos caribes. Finalmente quedaron solo diez hombres en el fuerte, los demĆ”s salieron a buscar oro y mujeres. ColĆ³n jamĆ”s volverĆa a pedirles cuentas, posiblemente yacĆa ahogado en el fondo del mar de los Sargazos, aquel horrible mar que tan malos recuerdos traĆa a todos.
Pero ColĆ³n no yacĆa ahogado, sino que vivĆa momentos de euforia por la gran flota de 17 barcos que se disponĆa a partir de nuevo hacia el nuevo mundo, ajeno a las correrĆas de aquellos enajenados que se habĆan internado en el peligroso territorio de los terribles caribes, o para ser mĆ”s precisos, de la tribu de los ciguayos. Entre los que habĆan abandonado el fuerte se encontraban dos de los jefes, Pedro GutiĆ©rrez y Rodrigo de Escobedo. Estaban en territorio del cacique ciguayo Caonabo. Se habĆan encontrado con un indĆgena al que dieron muerte. Seguramente no estaba solo, pues Caonabo los tuvo localizados enseguida. Aquella isla podĆa ser un paraĆso, pero la selva podĆa convertirse en un mundo inhĆ³spito o en el mismĆsimo infierno y allĆ el rey era el diablo Caonabo. Los espaƱoles estaban a punto de caer en una trampa mortal.
En el verano de 1493 ColĆ³n volvĆa de nuevo a Sevilla. Y lo hacĆa con sus cargos confirmados, almirante, virrey y gobernador de las tierras descubiertas. Todo lo que se habĆa previsto en las capitulaciones. AdemĆ”s, era el capitĆ”n general de la nueva expediciĆ³n. Tal y como le habĆan pedido los reyes, antes de viajar a Barcelona habĆa hecho las gestiones necesarias para que lo prepararan todo para un segundo viaje. Juan RodrĆguez de Fontseca, clĆ©rigo, zamorano de Toro, fue quien lo organizĆ³ todo creando en Sevilla el Consejo de Indias. Una vez mĆ”s, como no podĆa ser de otra manera, la iglesia era la impulsora para que la aventura continuara. Sin embargo, Fontseca no fue elegido por el rey Fernando solo para que organizara el siguiente viaje, sino para marcar de cerca a ColĆ³n. Tal como ya hiciera en el primer viaje, que enviĆ³ a Juan de la Cosa, ahora la tarea de vigilar a ColĆ³n en la puesta en marcha del viaje le correspondĆa al clĆ©rigo. Pero Fontseca no era el Ćŗnico encargado de vigilarlo; los reyes, en especial Fernando, no querĆa que a ColĆ³n se le subieran demasiado los humos. AsĆ lo cuenta J. J. Esparza en su Cruzada del ocĆ©ano:
«Fernando conocĆa bien la condiciĆ³n humana y temĆa que la sed de gloria pudiera llevar a ColĆ³n a actuar al margen de la corona. Por eso resolviĆ³ llenar esta segunda expediciĆ³n de hombres cuya lealtad a los reyes estaba fuera de toda duda.»
He aquĆ una lista de los hombres de confianza de los reyes que tomaron parte en la segunda expediciĆ³n al nuevo mundo:
- Bernardo de Boil, franciscano catalƔn
- RamĆ³n PanĆ©, asistente del primero
- Pedro de Margarit, jefe militar de la armada
- Alonso de Ojeda, hombre de confianza de Fonseca
- Juan Ponce de LeĆ³n, hidalgo vallisoletano
- Diego Alvar Chanca, mƩdico de la corte
- Y nuevamente Juan de la Cosa, espĆa de Isabel
Por su parte, ColĆ³n tambiĆ©n llevarĆa gente de su propia confianza:
- Su hermano Diego
- Su hermano BartolomƩ
- Miguel de Cuneo
- El mercader catalĆ”n Miguel Ballester (primero en fabricar azĆŗcar de caƱa)
- El piloto marino Antonio Torres
- El comerciante Pedro de las Casas (Padre de fray BartolomƩ de las Casas)
En principio todo parece bien organizado. Mucho mejor organizado que en el primer viaje. MĆ”s barcos, mucha mĆ”s gente. Gente de confianza de la corona y gente de confianza de ColĆ³n. Sin embargo, esto va a dar lugar a la creaciĆ³n de bandos que marcarĆ” la presencia espaƱola en el nuevo mundo. Ya lo veremos mĆ”s adelante. Ahora estamos en CĆ”diz, donde Fontseca habĆa organizado la flota: cinco naos y doce carabelas y 1.500 hombres. Labradores dispuestos a trabajar el terreno, albaƱiles para construir casas a los que estuvieran dispuestos a quedarse y hasta veinte caballeros con sus caballos incluidos. La intenciĆ³n de colonizar las tierras descubiertas era clara. La euforia desbordaba la bahĆa de CĆ”diz.
La flota se hace a la mar el 25 de septiembre de 1493. La nave capitana, en la que navega ColĆ³n, vuelve a ser bautizada como Santa MarĆa, en honor a su predecesora. Solamente la NiƱa repite viaje. Consigo llevan la orden del Papa de evangelizar a los indios indĆgenas de cuantas tierras conquisten. Una misiĆ³n cuya responsabilidad recaĆa sobre fray Bernardo de Boil. No en vano el papa lo habĆa nombrado primer vicario apostĆ³lico de las Indias. Por su parte, ColĆ³n, convencido como estaba de haber descubierto la ruta occidental para llegar a Asia, va con la idea de explorar hasta encontrar la India y Catay, que es como se conocĆa China.
No hubo demasiados contratiempos, salvo alguna pasajera borrasca. Desde Canarias, siguieron rumbo Suroeste y despuĆ©s de mes y medio de navegaciĆ³n, el dĆa 3 de noviembre avistaron tierra. Eran las pequeƱas Antillas, a las cuales irĆan bautizando: La Deseada, Marigalante, Guadalupe, San Juan Bautista (Puerto Rico). Fray Bernardo Boil celebra sus primeras misas en estas islas. En la isla Guadalupe hallaron pequeƱos poblados, cuyos habitantes huĆan a la vista de los espaƱoles, y grande fue el asombro y el terror al hallar en las chozas huesos y crĆ”neos humanos, que al parecer les servĆan de vasos y utensilios domĆ©sticos, asĆ como brazos y piernas a medio devorar. Esto, unido a las explicaciones de algunas mujeres que hallaron atemorizadas, les confirmĆ³ que se encontraban en una isla de canĆbales, los cuales emprendĆan expediciones con sus canoas contra los habitantes de otras islas, a quienes hacĆan prisioneros y les servĆan para preparar el menĆŗ de sus festines. Las mujeres que encontraron no eran sino cautivas de los canĆbales que rĆ”pidamente acudieron a los espaƱoles a pedirles amparo y protecciĆ³n.
Era necesaria mucha prudencia para recorrer aquellos lugares, prudencia que no tuvo Diego MĆ”rquez, capitĆ”n de una de las carabelas, que con ocho hombres se internĆ³ en la isla, y llegado el momento de ponerse de nuevo en marcha no aparecĆan, por mĆ”s que sus compaƱeros organizaron partidas de bĆŗsqueda poniendo en peligro sus propias vidas. ¿QuĆ© les habrĆa sucedido a Diego MĆ”rquez y a sus ocho hombres? Todos se pusieron en lo peor, que habĆan caĆdo en manos de los antropĆ³fagos. El intrĆ©pido Alonso de Ojeda, acompaƱado de algunos de los mĆ”s resueltos, recorriĆ³ profundos valles y empinados montes, volviendo con el desconsuelo de no haber hallado huellas de MĆ”rquez y sus compaƱeros, a quienes, a excepciĆ³n del ColĆ³n, acostumbrado a esperar contra toda esperanza, creĆan muertos y devorados por los feroces canĆbales. Ya ColĆ³n habĆa dado orden de partida, pues sĆ³lo por ellos habĆa aguardado la flota muchos dĆas, cuando, con regocijo de todos, se los vio aparecer, extenuados y en lastimoso estado. Se habĆan extraviado en aquellos frondosos bosques y llegaban acompaƱados de algunos niƱos y mujeres que encontraron en el camino, huyendo de sus perseguidores canĆbales. ColĆ³n, aunque regocijado interiormente por la vuelta de los extraviados, se mostrĆ³ severo, arrestando a MĆ”rquez y a sus compaƱeros por su temeridad. Era necesario mantener la disciplina.
Deseoso el almirante de abordar de nuevo en la EspaƱola y conocer los progresos hechos por la colonia del fuerte de Navidad que allĆ dejara en su primer viaje, navegĆ³ costeando por el noroeste de la Guadalupe, tomando posesiĆ³n, de paso, de varias islas, a las que puso por nombres Montserrat, Santa MarĆa la Redonda, Santa MarĆa de la Antigua, San MartĆn, Santa Cruz y otras, algunas de las cuales encontraron desiertas, seguramente por haber huido sus habitantes ante el acoso de los caribes. AquĆ tuvieron los espaƱoles un encuentro con una canoa de feroces caribes, que iban armados de arcos y flechas envenenadas. Contaban que su aspecto era feroz y siniestro, al ir pintadas sus caras de colores y el cĆrculo de sus ojos de negro.
Y por fin, el 27 de noviembre comienzan a bordear el litoral de La EspaƱola. ColĆ³n estĆ” impaciente por encontrarse de nuevo con los hombres que dejĆ³ en el fuerte Navidad. ¿Por quĆ© no contestaba esa fortaleza a los caƱonazos de la escuadra anunciando su vuelta? ¿Por quĆ© no se veĆa luz en la costa, ni se percibĆa ruido, ni se advertĆa seƱal alguna de vida, permaneciendo todo en silencio y en la obscuridad?
«Sepulcral silencio reinaba en torno de aquellos cadĆ”veres» -nos cuenta Pons FĆ”bregues.
ColĆ³n, temiĆ©ndose lo peor envĆa una barca a tierra. Cuando los marinos llegaron encontraron el fuerte quemado y destruido, luego un cadĆ”ver, cuyo estado de putrefacciĆ³n no permitĆa distinguir la raza, atado a dos troncos de Ć”rbol. Luego encontraron otro y otro; eran espaƱoles.
«Sepulcral silencio reinaba en torno de aquellos cadĆ”veres» -nos cuenta Pons FĆ”bregues.
El almirante quedĆ³ aterrado, cuando al regresar la barca le contaban lo que habĆan encontrado.
«Incendiado el fuerte y muertos sus moradores.»
Bien sea por seƱas, bien por las pocas palabras que entre espaƱoles e indios ya comprendĆan, los taĆnos pudieron explicar lo ocurrido.
«Las gentes que dejara allĆ ColĆ³n, habĆan irritado con su tiranĆa y sus desĆ³rdenes a los pacĆficos sĆŗbditos de Guacanagari, despreciando las Ć³rdenes y desconociendo la autoridad de Diego de Arana, a quien ColĆ³n nombrara su lugarteniente.»
Pedro GutiĆ©rrez y Rodrigo de Escobedo, despuĆ©s de matar a un indĆgena, pasaron a territorio del cacique Caonabo, donde se hallaban las minas de oro. Caonabo fue avisado de la presencia de los extranjeros y mandĆ³ que los capturaran. Una vez en su presencia los condenĆ³ a muerte y todos terminaron muertos.
«Y temeroso por sus riquezas, resolviĆ³ exterminar a todos los extranjeros.»
Caonabo reuniĆ³ a sus hombres se presentĆ³ ante el mismo fuerte donde habĆan quedado el resto de espaƱoles, Diego de Arana y no mĆ”s de diez que estaban de su parte, es decir, los que no habĆan querido seguir a los demĆ”s en su locura de conseguir oro y mujeres. Poco pudieron resistir ante el ataque de los caribes.
«Caonabo y los suyos dieron el asalto, despedazando horriblemente a los defensores del fortĆn e incendiĆ”ndolo despuĆ©s.»
El fuerte pronto prendiĆ³ en llamas. Los taĆnos, con el cacique GuacanagarĆ al frente se presentaron a prestarles ayuda. Muchos de ellos murieron en su enfrentamiento con los caribes y el propio cacique GuacanagarĆ resultĆ³ herido en una pierna. De los espaƱoles no quedĆ³ ninguno.
ColĆ³n dudaba. QuizĆ”s no habĆan entendido todo lo que los taĆnos le habĆan contado. Algunos ya le aconsejaban que prendiera y castigara a aquellos indios. No, no lo harĆa. En vez de eso, irĆa personalmente a ver a GuacanagarĆ. Desde el principio se habĆa mostrado un buen hombre, no habĆa motivo para dudar de Ć©l. Cuando ColĆ³n se presentĆ³ en su poblado, fue recibido con amabilidad, acompaƱƔndolo hasta el mismo cacique que ya sabĆa que estaban de vuelta. Efectivamente, GuacanagarĆ estaba en cama y herido en la pierna y llorĆ³ al ver al almirante. Todo cuanto le habĆan contado se lo confirmĆ³ de nuevo el cacique. Pero el padre Boil no se fiaba e intentĆ³ poner a ColĆ³n en contra de los taĆnos culpando a GuacanagarĆ, si no de todo, de buena parte del desastre, pensando que no les contaban toda la verdad.
ColĆ³n no actuarĆa en contra de los taĆnos, no habĆa pruebas de que ellos fueran los culpables de la matanza; el cacique parecĆa realmente apesadumbrado y siempre habĆa recibido de Ć©l muestras de amistad. DejarĆa las cosas como estaban y seguirĆan teniĆ©ndolos como amigos. AllĆ, en aquellas tierras alejadas de EspaƱa, era lo que necesitaban. AsĆ pensaba ColĆ³n y asĆ ordenĆ³ que se hiciera.
Aun con su pierna herida GuacanagarĆ accediĆ³ a acompaƱar a ColĆ³n hasta su barco. No se sabe para quĆ© fue invitado hasta allĆ; quizĆ”s como muestra de amistad, para que el cacique supiera que ColĆ³n todavĆa creĆa en Ć©l, o quizĆ”s para que todos escucharan el relato del desastre de sus propios labios, y de sus propias seƱas. Y estando a bordo, pudo contemplar toda la flota fondeando en la costa. TambiĆ©n pudo ver las mujeres indias que llevaban a bordo; las que habĆan rescatado en las islas de los canĆbales. ¿QuĆ© pasarĆa por la mente del cacique en aquellos momentos? No es difĆcil de adivinar, en vista de lo que acontecerĆa al dĆa siguiente. A GuacanagarĆ debieron pasarle por la cabeza muchas cosas. Aquellos seres supuestamente celestiales habĆan vuelto en cantidad muy numerosa. PodĆan ser del cielo o de cualquier otro lugar, pero habĆan demostrado que eran capaces de actuar como el mĆ”s vil de sus enemigos. Y sobre todo, habĆan demostrado que tenĆan las mismas necesidades carnales que ellos. ¿Por quĆ© si no llevaban a aquellas mujeres indias a bordo? ¿Las habĆan capturado y llevado hasta allĆ a la fuerza? Ćl creĆa en la amistad de ColĆ³n igual que ColĆ³n creĆa en la suya, pero aquel espectĆ”culo, con la costa llena de barcos y tanta gente por todas partes, si el cacique tenĆa algĆŗn concepto de lo que era una invasiĆ³n, aquello lo era, no tenĆa ninguna duda. No auguraba nada bueno para su pueblo. Algo tenĆa que hacer
Al dĆa siguiente, las mujeres habĆan desaparecido del barco. Durante la noche se habĆan lanzado al agua llegando a nado a la costa. Cuando salieron en su busca no encontraron a nadie en el poblado taĆno. Todos habĆan desaparecido. En algĆŗn momento en que nadie pudo advertir, el cacique, mientras estaba en el barco, hizo indicaciones hizo seƱas a las mujeres para que escaparan durante la noche. Luego, para evitar represalias, huyo con su pueblo hacia cualquier otro lugar de la isla. Para aquellos que ya habĆan advertido a ColĆ³n estaba claro: los taĆnos eran los culpables de lo que habĆa ocurrido con el fuerte. Sin embargo, el almirante hizo oĆdos sordos y no saliĆ³ en busca de los taĆnos, no habrĆa represalias.
A pesar de todo lo ocurrido, aquella isla era un buen lugar para levantar un asentamiento permanente. No allĆ, en aquel lugar que ya siempre traerĆa malos recuerdos y que ademĆ”s estaba demasiado cerca del que ahora era su enemigo, Caonabo. HabĆa que buscar el lugar idĆ³neo, asĆ que se pusieron a bordear la costa, hasta que una tormenta les hizo refugiarse en un pequeƱo recodo, que era como un puerto natural. Cuando la tormenta pasĆ³ y bajaron a tierra se dieron cuenta de que aquel era el lugar que estaban buscando. El puerto natural parecĆa hecho a propĆ³sito, una llanura de tierras fĆ©rtiles, rĆos donde abastecerse de agua; y no estaban demasiado lejos de las minas de oro de Cibao, el territorio de Caonabo. Sin duda, era un buen lugar.
En apenas un mes ya habĆa casi todo un pueblo construido con sus calles trazadas, sus plazas, su hospital, su iglesia y unas doscientas casas. Todo ello construido en piedra, tapias de barro y cantos, aunque tambiĆ©n se utilizĆ³ la madera y la paja. TambiĆ©n se distribuyeron las tierras que cada cual se disponĆa a cultivar, y ya solo faltaba ponerle nombre a la primera ciudad construida en el nuevo mundo. Toda aquella aventura, aquel descubrimiento, aquel encuentro con una nueva civilizaciĆ³n se lo debĆan, mĆ”s que a nadie, a una mujer: Isabel. La nueva ciudad se llamarĆa, La Isabela.
Faltaban aĆŗn algunos detalles. HabĆa que prevenir otra catĆ”strofe como la ocurrida en el fuerte Navidad. Por tanto, el pueblo deberĆa estar bien protegido de los ataques indĆgenas al tiempo que habĆa que controlar a los propios habitantes espaƱoles. El marino amigo de ColĆ³n Antonio Torres fue nombrado alcalde; como asistente, su hermano Diego ColĆ³n; y como autoridad suprema, cuya palabra tuviera valor de ley, Fray Bernardo Boil. Por supuesto.
La vida fuera de sus lugares de origen iba a dar lugar a enfermedades contagiosas. ColĆ³n mismo iba a sufrir unas severas fiebres que lo tendrĆan en cama algunas semanas. El ambiente en la colonia comenzaba a ser preocupante y el almirante pensĆ³ que lo mejor serĆa enviar algunos barcos en busca de mĆ©dicos, medicinas y provisiones. Pero, ¿cĆ³mo enviar los barcos vacĆos? ¿QuĆ© iban a pensar lo reyes y el pueblo? Lo mejor serĆa enviar a Ojeda y GorbalĆ”n a explorar la comarca de Cibao, la tierra del terrible Caonabo, donde estĆ”n las minas de oro. Si por lo menos pudieran enviar algo de oro a EspaƱa, la cosa serĆa muy distinta. Hallaron cabaƱas desiertas, indios que los recibieron con amabilidad, pero desconfiados; pasaron por desfiladeros y rocas resplandecientes de oro. Al regresar a la Isabela traĆan algunas piedras veteadas y oro en polvo, regalo de algunos indios; tambiĆ©n traĆan trozos de oro hallados en los cauces y lechos de los torrentes, alguno bastante grandes. Aquellas tierras eran sin duda ricas en ese metal. Los colonos recobraron el Ć”nimo y el almirante estaba satisfecho, ya que al menos, podĆa enviar a EspaƱa nuevas muestras de sus prometidas riquezas.
Partieron para EspaƱa nueve de los buques, al mando de Antonio de Torres, el alcalde de la Isabela, al cual entregĆ³ una carta que debĆa de entregar en propias manos de los Reyes. Con ellos partĆan tambiĆ©n las mujeres y niƱos que habĆa encontrado en algunas islas, prisioneros de aquellos indios que practicaban canibalismos, que los retenĆan como esclavos, ya que no todas las mujeres escaparon con los taĆnos. ColĆ³n los enviaba a EspaƱa para que los instruyesen en la religiĆ³n cristiana y, para que quizĆ”s mĆ”s tarde, pudiesen regresar y servir de intĆ©rpretes y misioneros en su propio paĆs. La flota partiĆ³ el 2 de Febrero de 1494.
No se sabe con exactitud adĆ³nde fueron a parar el cacique GuacanagarĆ y demĆ”s taĆnos, pero sĆ se sabe que ColĆ³n siguiĆ³ en contacto con ellos. QuizĆ”s volvieron a su poblado o quizĆ”s los encontraron allĆ” donde finalmente se instalaron. Fray Bernardo Boil y su ayudante fray RamĆ³n PanĆ© se dedicaron a estudiarlos y a intentar predicarles; el problema era que no se entendĆan con ellos. Boil se desesperaba, por eso decidiĆ³ que debĆa aprender su idioma. Y algo llegarĆan a aprender cuando RamĆ³n PanĆ© pudo hacer una descripciĆ³n de los taĆnos, sus costumbres y creencias.
«Cada uno, al adorar los Ćdolos que tienen en casa y les llaman cemĆes, guarda un modo particular y supersticiĆ³n. Creen que hay en el Cielo un ser inmortal, que nadie puede verlo y que tiene madre, mas no tiene principio; a este llaman Yocahu Vagua Maorocoti, y a su madre llaman Atabex, Iermaoguacar, Apito y Zuimaco, que son cinco nombres. Estos de los que escribo son de la isla EspaƱola. TambiĆ©n saben de quĆ© parte vinieron, y de dĆ³nde tuvieron su origen el sol y la luna y cĆ³mo se hizo el mar y dĆ³nde van los muertos. Creen que los muertos se aparecen por los caminos cuando alguno va solo, porque cuando van muchos juntos, no se les presentan. Todo esto les han hecho creer sus antepasados, porque ellos no saben leer, ni contar hasta mĆ”s de diez».
Mientras tanto, los que fueron enviados a territorio Cibao en busca de oro construyen allĆ un fuerte como lugar donde protegerse en futuras expediciones y al que bautizaron como Santo TomĆ”s. El cacique Caonabo se pone en pie de guerra. Pero la principal preocupaciĆ³n del almirante ColĆ³n se centra ahora en el mismo pueblo de la Isabela. Muchos colonos estĆ”n enfermos y la mayorĆa de ellos no estĆ”n cualificados para trabajar la tierra, eran simples aventureros que habĆan declarado estar capacitados para algo que en realidad desconocĆan. Y lo peor de todo, muchos de ellos son autĆ©nticos bandidos y comienzan a comportarse como tal. ColĆ³n, todavĆa enfermo, decide que hay que poner mano dura y ordena que el jefe militar ponga orden aunque haya que tener mano dura.
De momento, la cosa estĆ” calmada. Su hermano Diego queda ahora como responsable de la Isabela y en cuanto regresen los barcos de EspaƱa con medicinas y otro tipo de necesidades que encargĆ³, todo volverĆa a la normalidad. Mientras tanto era necesario seguir explorando. TodavĆa no se encontraba recuperado del todo, pero no habĆa tiempo que perder. ColĆ³n creĆa tenerlo todo controlado, no sabĆa que lo peor estaba por llegar. Semanas mĆ”s tarde GuacanagarĆ fue a visitarlo y encontrĆ³ al almirante reciĆ©n llegado de su Ćŗltima expediciĆ³n; y no le traĆa buenas noticias, precisamente.
ColĆ³n vuelve al cabo de unas semanas, despuĆ©s de haber descubierto tierras nuevas, todo islas, aunque Ć©l sigue creyendo que mĆ”s al este hallarĆ”, tarde o temprano, el continente asiĆ”tico. Llega enfermo, nuevamente sufre ataques de fiebre, y estĆ” deseoso de descansar. Y aĆŗn asĆ, su hermano Diego tiene que ponerlo al corriente de todo. Las cosas marchan de mal en peor en La Isabela.
«Aquellos hombres, -cuenta FĆ”bregues- Ć”vidos de oro y de placeres, disgustaban a los naturales y acusaban al Almirante de los males que padecĆan y de los que causaban, a lo cual instigĆ”balos el padre Boil, que se volviĆ³ mĆ”s adelante a EspaƱa con los descontentos, levantando calumnias contra el Almirante.»
Se repetĆan los mismos males que habĆan llevado al desastre a los que quedaron en el fuerte Navidad. Esta vez era mucho peor, pues eran muchos mĆ”s los hombre que habĆan venido. Y para colmo, el fraile culpaba de todo a ColĆ³n, que era el mĆ”ximo responsable de la expediciĆ³n.
Es aquĆ donde se produce uno de los episodios mĆ”s oscuros de este segundo viaje, pues son muchos los que culpan a ColĆ³n de codicioso, de pensar en enriquecerse y de haber ordenado ejecutar a algunos hombres. Aunque no estĆ” claro cĆ³mo ocurriĆ³ o si el que ordenĆ³ las ejecuciones fue el responsable militar de la expediciĆ³n. Lo Ćŗnico que estĆ” claro es que ColĆ³n pidiĆ³ poner orden, antes de caer desfallecido en la cama.
«Entretanto los infelices isleƱos exacerbĆ”banse cada dĆa mĆ”s contra los que en un principio habĆan creĆdo bajados del cielo, y aliĆ”ndose todos bajo las Ć³rdenes de Caonabo, el mĆ”s poderoso entre los caciques de la isla, opusiĆ©ronse con todas sus fuerzas a las tropelĆas y ultrajes de los espaƱoles.»
Ćnicamente GuacanagarĆ no quiso aliarse con Caonabo, a pesar de que su pueblo tambiĆ©n sufrĆa las tropelĆas de aquellos desalmados. Pero el cacique seguĆa fiel a su amistad con ColĆ³n y sabĆa que Ć©l no era partidario de las fechorĆas de sus hombres. HabĆan pasado semanas desde su vuelta, el almirante estaba algo mejor de sus fiebres. Le anunciaron que GuacanagarĆ querĆa verle y le hizo pasar. Las noticias que le traĆa no eran agradables, nada habĆa sido agradable desde su vuelta, a excepciĆ³n de la satisfacciĆ³n de comprobar que el cacique seguĆa siendo su amigo. El cacique contĆ³ a ColĆ³n todo lo acontecido. Los espaƱoles se habĆan descontrolado estaban causando mucho mal a los indios. Caonabo les habĆa declarado la guerra y ya se habĆan producido verdaderas matanzas. Y no solo estaba en pie de guerra con los espaƱoles, sino contra los taĆnos del territorio de Marien, donde gobernaba GuacanagarĆ. Ćl mismo habĆa sufrido las consecuencias de haberse mantenido fiel a su amigo ColĆ³n, pues Caonabo secuestrĆ³ y asesinĆ³ a su esposa. Y ahora, los amenazados eran los habitantes de La Isabela, donde Caonabo pensaba atacar. ColĆ³n escuchĆ³ horrorizado cuanto le contĆ³ el cacique y le agradeciĆ³ su visita y su advertencia.
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