Cayo Julio César 3


Vercingétorix
En el año 52 César ya era dueño indiscutible de las Galias. Fue al comienzo del invierno de aquel año cuando observó que los galos andaban revueltos para más tarde confirmar que estaban en pie de guerra. ¿Quiénes? Todos. Prácticamente toda la Galia se rebelaba contra los romanos. A su llegada. las tribus galas se habían sometido a ellos impresionados de su poderío militar y porque gracias a las legiones estaban a salvo de las invasiones bárbaras del norte. Pensaban que después de expulsar a los invasores germanos y, tras enriquecerse lo suficiente, se marcharían. Pero después de diez años, allí seguían como dueños y señores de las Galias. Por eso, cada vez eran más los que le daban vueltas a la idea de expulsarlos por la fuerza. No iba a ser fácil. Para ello tendrían que apartar temporalmente sus diferencias y disputas y unir sus fuerzas contra ellos.

Y así lo hicieron. Tribus de toda la Galia juraron ayudarse mutuamente y estar juntos para combatir al enemigo romano y nombraron un rey: al joven arverno Vercingetórix, de menos de treinta años. El plan que presentó en recién nombrado rey fue cortar las líneas de suministro para que las legiones no recibieran provisiones y una vez debilitados, ya habría tiempo de enfrentarse a campo abierto. El plan incluía aniquilar a todos los comerciantes romanos que se habían establecido en Genabun (actual Orleans). Cuando César supo de la matanza, se dio cuenta que su situación era delicada; necesitaba a las legiones que tenía vigilando la frontera del Rin, pero no era tan fácil hacerlas venir, pues las expondría a un ataque galo sin estar él presente para dirigirlas. Antes bien se expondría él mismo al peligro y atravesaría todo el territorio en su busca, escoltado por unas tropas del todo insuficientes para el caso de tenerse que enfrentar a los rebeldes. El resto, mientras tanto, haría maniobras de despiste por la zona.

En cuanto reunió a sus legiones regresó con ellas y atacó los pueblos rebeldes. Solo la ciudad de Avaricun, situada en una zona pantanosa, se atrevió a resistir. César puso en marcha el plan previsto para estos casos, construir una rampa de tierra hasta llegar a las murallas, aunque eso les supusiera un mes de trabajo. Una vez que consiguieron entrar, fue fácil rendir la ciudad.

Vercigetórix mientras tanto se había fortificado en Gergovia, una ciudad situada en una meseta donde se lo pondrían muy difícil a los romanos. César organizó un nuevo asedio que supuestamente rendiría la ciudad por hambre. No obstante, lanzó un ataque para tantear las defensas galas. Vercingetórix consiguió rechazar el ataque y eso dio alas a los galos que se llenaron de euforia. La aparente victoria sobre los romanos atrajo a otras tribus que creían que a los romanos se les podía vencer y César vio conveniente levantar el asedio y retirarse para atraerlos a otros terrenos más favorables.

Durante los meses siguientes César tuvo que hacer frente a sucesivos ataque galos. Para ello contó con la ayuda de mercenarios germanos reclutados al otro lado del Rin. Vercingetorix y sus ochenta mil guerreros tuvieron que replegarse finalmente a Alesia, una población situada en un cerro. Nuevamente César ordenó a sus legiones preparar otro asedio. Los romanos eran verdaderas hormigas, excavaban fosos a la vez que construían terraplenes con la tierra extraída y hasta lo llenaban de agua si, como era el caso, había un río cerca, pues no tenían problema alguno en desviar su curso. Tambien se ponían manos a la obra los leñadores que cortaban árboles y los carpinteros que los convertían en estacas que serían destinadas a la empalizada que colocarían encima del terraplén que rodeaba toda la ciudad sitiada. En este caso serían dos los anillos que rodearían la ciudad. Según nos cuenta el mismo Julio César, que se preocupó de dejar escrito todo cuanto ocurrió durante sus guerra en las Galias, el anillo interior medía dieciseis kilómetros y el exterior veintiuno. Entre ambos quedaba una extensión de doscientos metros, donde se instalarían los campamentos. De esta forma la ciudad quedaba aislada y ellos protegidos de un ataque exterior, ataque que no tardaría en producirse por una masa de galos que venían en ayuda de Vercingetórix, que según cuentan superaba los doscientos cincuenta mil, cifra que se antoja algo exagerada, pero en todo caso superaban a los cuarenta mil soldados de que disponía César.

Pero César había ideado, además, otro sistema de defensa que hoy podríamos llamar un campo de minas. Delante de la empalizada exterior, según nos cuenta él mismo, habían cavado otra zanja menos profunda que habían colocado cinco filas de ramas de árbol, y entre estas ramas, estacas de punta. Cualquiera que se lanzara a la zanja e intentara saltar las filas de ramas podía quedar clavado en una estaca camuflada. Pero antes de llegar a esta zanja, se habían cavado pequeños hoyos disimulados paja; en el fondo de cada hoyo una pequeña estaca afilada, suficiente para atravesar un pie. Y aún se habla de otra acequia sembrada de tarugos rematados con clavos en forma de anzuelo. Toda una obra destinada a defenderse mientras asediaban al rey de los galos. Vercingetórix, consciente de la gran obra de César para mantener el asedio comenzó a tomar las primeras medidas, y una de ellas fue suprimir bocas expulsando del pueblo a los civiles. Tal como iban saliendo iban pidiendo a los romanos que los hicieran sus esclavos para así tener qué comer. Pero César no estaba dispuesto a compartir la comida de sus soldados ya que solo disponían de raciones para un mes, así que los dejó marchar al otro lado de las fortificaciones.

Al comenzar los ataques, las empalizadas y demás trampas del anillo de defensa demostraron su eficacia. Los galos no encontraban la manera de sortear la peligrosa franja que los separaba de los romanos. César, además, hizo salir en varias ocasiones a la caballería germana por un lugar libre de trampas que solo ellos conocían, para a tosigar por la retaguardia a los galos. Hasta tres ataques intentaron, todos ellos fallidos. Y mientras tanto, en el interior de la ciudad, el hambre se dejó sentir, hasta que Vercingetórix se rindió. El jefe galo cabalgó hasta César y arrojó sus armas a sus pies en señal de sumisión. Luego de ser hecho prisionero fue trasladado a Roma donde permaneció encarcelado seis años y más tarde ejecutado. Cuentan que sus hijos fueron criados y educados como romanos.



La guerra civil: César contra Pompeyo
Encontrándose todavía César en las Galias, ocurrieron una serie de sucesos en la ciudad de Roma que enfrentaron a populares y optimates y llenaron sus calles de sangre. Craso había partido a oriente con el objetivo de conquistar Partia y allí encontró la muerte.

Pompeyo prefirió no hacerse cargo personalmente de Hispania y se quedó en Roma, y en vista de los desastres que estaban ocurriendo pidió al senado poderes especiales para terminar con las revueltas,cosa que consiguió reprimiendo a los insurrectos duramente; y mientras tanto le llega a César información de todo cuanto estaba ocurriendo.

Pompeyo, veía cómo día a día, César ganaba en popularidad y la envidia se apoderó de él. Ahora que Craso había muerto podía tener el camino libre para que Roma fuera solo suya, siempre y cuando César no regresara. Los incidentes que se sucedieron en Roma fue su gran oportunidad de hacerse con el favor del senado a la vez que podía deshacerse de su antiguo socio y ahora incómodo rival. De momento, había conseguido que el senado le concediese ser procónsul para inmediatamente conseguir que César quedara completamente anulado.

En esos momentos César se encuentra aplastando rebeliones en un lugar tras otro de la Galia, donde, a pesar de la derrota de Vercingetórix se resisten a ser sometidos a Roma. Pero el 7 de enero del 49 el Senado ordenó a César que licenciara sus tropas y regresara a Roma como ciudadano normal y corriente, y para asegurarse que seguiría siendo eso, un civil, aprobaron unas leyes que prohibía a cualquier magistrado ejercer ningún cargo antes de pasados cinco años. César ya había adivinado la trampa a la que estaría expuesto nada más regresar. Como civil, no tardarían en apresarlo y juzgarlo por cualquier acusación que se le ocurriera a cualquiera de sus muchos enemigos. César se encaminó a Roma y una vez a las orillas del arroyo Rubicón, los límites que separan las Galias de Italia, recibió la orden de quedarse allí. Ante el dilema de pasar o no pasar, César hizo creer a sus hombres que los dioses estaban de su parte y fue cuando pronunció la célebre frase: «Alea jacta est», los dados ya han sido lanzados, y que viene a significar: la suerte está echada.

Pompeyo tenía a su disposición unos cincuenta mil hombres, pero, todo hay que decirlo, unos hombres algo oxidados, tanto o más que él mismo, que llevaba doce años sin coger una espada. César había viajado desde la Galia con solo seis mil, pero con la certeza de que se le unirían muchos más. Consciente de la situación, Pompeyo salió de Roma mientras su antiguo aliado iba en su busca, y con Pompeyo la desbandada fue general y no quedó ni un senador optimate en la capital. No se retiró a la colina de enfrente, ni siquiera a otra ciudad cercana; fue a refugiarse nada menos que a Grecia. Y mientras tanto Cesar, en un paseo que duró tres meses, atravesó toda Italia e hizo que toda ella se pusiera de su parte, para entrar en la capital el 16 de marzo. Una vez dentro, consciente de la guerra que se avecinaba, se acercó al templo de Neptuno, donde se guardaba el tesoro de la ciudad, para ver de cuánto disponía en caso de necesitarlo. Fue entonces cuando el tribuno de la plebe, Lucio Metelo se interpuso ante él y César, mirándolo fíjamente le advirtió: «Me resulta más fácil hacerte degollar que advertirte de que puedo hacerte degollar.» Metelo no se lo pensó dos veces y desapareció de su vista, por si acaso le daba por decidirse por una cosa u otra.

Puede que alguien esté pensando que Pompeyo era un cobarde y había huido. En realidad estaba jugando bien sus cartas, pues era César quien ahora estaba ante el dilema de adónde dirigirse primero: el Senado disponía de tres ejércitos en Albania, Sicilia e Hispania. La decisión fue comenzar por Hispania, entrando en ella por tierra, atravesando las provincias galas. En Marsella ya tuvo sus primeros enfrentamientos contra los pompeyanos, más tarde cruzó los pirineos y fue de norte a sur donde no solo derrotó a los ejércitos fieles a Pompeyo, sino que muchos fueron los que se pasaron a sus filas. Una vez en Cádiz, y después de conceder la ciudadanía romana a la ciudad (premio por su fidelidad), se embarcó de nuevo hacia Italia donde los senadores populares lo elegirían nuevamente cónsul de Roma para el año 48.




Pompeyo, que se encontraba con sus cinco legiones en Albania, no esperaba que César fuera a buscarlo hasta allí en pleno invierno. Pero el factor sorpresa era una de sus facultades. Desembarcaron en un lugar donde ya desde un principio César se dio cuenta de que tendrían problemas de abastecimiento. Por su parte, Pompeyo se ocupó de que nada les llegara desde el mar. Las tropas de César ponen cerco a los de Pompeyo a pesar de que son inferiores en número, pero al cabo de unos meses no pueden aguantar más la escasez de trigo y deciden atacar. No le salió bien la cosa esta vez a César y después de perder unos mil hombres se retiran y deciden poner rumbo a Tesalia, donde al menos podrán comer. Los doscientos senadores optimates que huyeron con Pompeyo están eufóricos porque han derrotado nada menos que a César y lo han puesto en fuga.

Sobre la mesa, todos ponen estrategias para acabar con César definitivamente. Pompeyo, como perro viejo en la guerra, sabe de sobra que con César no acabarán tan fácilmente, pero ante la presión de los senadores no le queda más remedio que ceder y salir a presentar batalla, después de todo, su ejército es muy superior en número al de César.

Era el 8 de agosto cuando ambos ejércitos acampan a orillas del río Enipeo, cerca de la ciudad de Farsalia; están a unos cuatro kilómetros uno del otro. Al amanecer del día 9 todos se preparan para el combate. Pompeyo cuenta aproximadamente con cincuenta mil infantes y siete mil jinetes, César con unos veinticinco mil y tres mil respectivamente; las cifras varían dependiendo de la fuente consultada, pero todas coinciden en que César estaba en inferioridad de condiciones numéricas, aunque sus legiones eran más veteranas y sus jinetes germanos más temibles que los de Pompeyo. En cualquier caso, César tendría que echar mano de toda su agudeza militar, si quería salir bien parado de esta.

Nada más comenzar el combate, César parecía ir adivinando uno a uno los pasos que daría Pompeyo, y eso iba salvando a sus legionarios de ser arroyados por el gigantesco frente enemigo. Pompeyo, por su parte, veía cómo César esquivaba sus movimientos, pero había uno del que no escaparía tan fácilmente. Su caballería era muy numerosa y arrollaría rápidamente a los germanos; hecho esto, los envolvería por la espalda y entonces los cesarianos estarían perdidos entre dos frentes. Pero, para empezar, los jinetes germanos no solo eran más intrépidos y experimentados, sino que sus caballos eran más ligeros y tenían más movilidad. Al primer choque, los pompeyanos ya se dieron cuenta que no conseguirían arrollarlos fácilmente. Y sin embargo, no tardaron en darse la vuelta y salir huyendo. Los pompeyanos, entusiasmados, no dudaron en perseguirlos; y entonces se llevaron un gran sorpresa. De la retaguardia cesariana salieron ocho cohortes de infantes que aparentemente estaban en la reserva, pero que se pusieron a hostigar a la caballería de Pompeyo. Fue cuando los jinetes germanos volvieron con más fuerza y los pusieron en fuga, para rematar la faena atacando al flanco pompeyano que no tardó en desmoronarse. Al desarrollarse la acción en un flanco y haber salido las cohortes de la retaguardia, Pompeyo no pudo ver la maniobra perfectamente calculada de su enemigo y por eso no pudo reaccionar hasta que fue demasiado tarde y la batalla estuvo perdida. Ya solo quedaba huir y ponerse a salvo.

El resultado de la batalla, a pesar de haber sido un enfrentamiento muy desigual en número de soldados de una y otra parte, fue también muy desigual en número de víctimas. Unos seis mil fallecidos en las filas de Pompeyo por mil doscientos en las de César. Por cierto, que César sospechaba que entre los combatientes enemigos se encontraba alguien por el que sentía especial interés y ordenó buscarlo; pidiendo a los dioses que no apareciera entre los muertos y sí entre los prisioneros. Finalmente apareció entre los segundos. Su nombre era Bruto.




Cleopatra
Pompeyo había conseguido escapar con vida por los pelos y huyó disfrazado de mercader a través del mar Egeo hasta la ciudad griega de Mitilene, donde se reunió con su esposa para más tarde partir con una pequeña flota hacia Alejandría. Allí sus reyes le debían grandes favores y era hora de cobrárselos.
Necesitaba dinero, mucho dinero si quería rehacerse, formar un nuevo ejército y tomarse la revancha con César. En aquellos entonces, el año 48 a. C. reinaban en Egipto Cleopatra VII y su hermano Tolomeo XIII, con el cual se había casado, costumbre común entre los egipcios, para conservar, según ellos, una dinastía pura. Y en efecto, aquellos dos jovencitos reinaban gracias a Pompeyo. Tolomeo XII, llamado Auletes (Flautista), fue un mal rey, poco preocupado por los problemas del pueblo y amante de las fiestas, por lo que, en el año 58 tuvo lugar un levantamiento que su propia hija Berenice apoyó, y por consiguiente, Tolomeo y su familia tuvieron que huir a Roma y pedir ayuda. Cleopatra tenía once años y tomaba buena nota de todo cuanto ocurría. Eran los años del triunvirato y Pompeyo le prestó su ayuda a cambio de una gran suma de dinero y la promesa de pagarle tributos durante algunos años; de esta forma Tolomeo pudo recuperar el trono de Egipto y Berenice fue ejecutada. Esta tal Berenice era hermanastra de Cleopatra y según cuentan había matado a su madre y a su propio marido; una familia ejemplar, como podemos ver.

Tolomeo el flautista murió pocos años después, en el 51, y dejó en el trono a Cleopatra de dieciocho años y al pequeño Tolomeo de nueve. Cuando Pompeyo llegó a Egipto, ni Cleopatra ni su hermano se encontraban en Alejandría. Tolomeo y sus consejeros, el general Aquila, el ministro Teódoto y un eunuco llamado Plotino se hallaban en ese momento en Pelusio, una plaza fuerte en la frontera oriental; cuando supieron que Pompeyo había llegado aconsejaron al niño librarse de él. Pero, ¿qué estaba pasando en Egipto? ¿Dónde estaba Cleopatra y por qué no fue recibido con agrado el romano?

Cleopatra resultó ser una mujer culta y desenvuelta, siendo además bella y de carácter encantador. Recibió una educación puramente griega al igual que todos sus hermanos. Por lo visto, ser monarca egipcio no implicaba saber el idioma del país pues se cuenta que Cleopatra fue la primera de esta dinastía en aprenderlo. Sabía además griego, hebreo, arameo, sirio y latín; y fue instruida en música, literatura, ciencias y mucho más. Plutarco nos cuenta de ella que tenía modales dulces y refinados y tenía una sugerente voz, lo cual la hacía una mujer muy seductora. Sus consejeros pronto se dieron cuenta de que a Cleopatra no se dejaría manejar fácilmente, por lo que urdieron una conjura en su contra. Las cosas no andaban muy bien en Egipto, los campesinos sufrían hambruna y era fácil rebelarlos contra sus gobernantes haciéndoles ver que cada día dependían más de Roma. En el entorno familiar, su hermana menor, Arsinoe, también estaba siendo manipulada por los consejeros, que al final consiguieron que Cleopatra fuera expulsada de Egipto y tuviera que exiliarse en Siria. Allí intentaría reunir un ejército para volver y recuperar el trono. Inmediatamente, Tolomeo y sus consejeros se pusieron en guardia y por eso se habían desplazado a Pelusio. Definitivamente, Pompeyo no llegaba en buen momento. Los egipcios estaban al tanto de la guerra civil que libraban los romanos, y cuando llegaron los emisarios de Pompeyo anunciando que había llegado a las costas egipcias adivinaron que venía a pedirles ayuda. La decisión no era fácil; negarle ayuda era ponerlo en su contra y prestársela era ponerse en contra de César; en ambos casos pagarían las consecuencias. La solución la dio el eunuco Plotino aunque hay otros que se la atribuyen al ministro Teódoto; en cualquier caso todos estuvieron de acuerdo: mandarlo a criar malvas.

Plutarco nos cuenta todo un drama acerca de lo que aconteció con Pompeyo después de la sentencia de muerte dictada por Tolomeo y sus consejeros. La flotilla romana había anclado frente a unos bancos de arena el 28 de septiembre del 48 y allí seguía esperando Pompeyo la respuesta del pequeño faraón. Cornelia, su esposa, vio cómo llegaban hasta la playa lo que parecía un comité de bienvenida. Luego se acercó una barca que venía a recogerlo; era el propio general Aquilas quien venía en ella acompañado por dos antiguos oficiales romanos que ahora están a su servicio. Luego le invitaron a subir. Sólo subió Pompeyo y dos criados, la barca era demasiado pequeña para que pudiera subir más gente, pues, según Aquilas, en aquel arenal, la profundidad no era mucha y no pudieron traer otra más grande. Cuando llegaron a la orilla y Pompeyo se disponía a desembarcar, uno de los oficiales situado detrás de él le clavó su espada en la espalda. A continuación le apuñalaron también el otro oficial y el propio Aquilas. Cornelia, que vio toda la escena desde la galera, profirió un grito desgarrador. Viendo que nada podían hacer por el desdichado Pompeyo y que algunas embarcaciones egipcias se acercaban, las galeras romanas levaron anclas y huyeron a mar abierto. El cadáver fue llevado hasta la playa y allí lo decapitaron y le arrancaron el sello que llevaba en el anular de la mano derecha para hacerle llegar, ambas cosas, al pequeño faraón. Su cuerpo sería incinerado por sus leales sirvientes, que habían quedado en la playa abandonados a su suerte. Pompeyo había cumplido en año anterior cincuenta y nueve años.

A principios de octubre, cuatro días después de la muerte de Pompeyo, César, que venía tras él, se presentó en Alejandría encontrándose Tolomeo todavía en Pelusio. El recibimiento se lo dio el ministro Aquilas, que creyendo que le haría un gran regalo no tardó en entregarle el sello de Pompeyo. César lo reconoció en seguida; el sello representaba un león en cuya garra sostenía una espada; pero lo mejor, según Aquilas, estaba por llegar, y entonces le entregó un cesto que contenía la cabeza de su oponente. Ante la sorpresa de Aquilas, César se mostró horrorizado y lloró la muerte de su enemigo, que en otro tiempo fue su socio y yerno. Muchos quieren ver en este acto la misericordia que César mostraba con sus enemigos vencidos; otros solo ven hipocresía y una forma de ganarse a los partidarios de Pompeyo. Por último, hay quien cree que, realmente, a César le interesaba capturarlo vivo para hacerle reflexionar sobre su postura y asociarse de nuevo con él. En cualquier caso, ya no había nada que hacer, salvo ocuparse de las cenizas de Pompeyo; César mandó hacérselas llegar a su viuda. Y ya que había hecho el viaje, para no volver con las manos vacías, quiso ponerse al corriente de lo que estaba ocurriendo en Egipto y a ser posible cobrar los tributos que este país debía a Roma desde hacía varios años, con sus respectivos intereses, por supuesto. En cuanto a Aquilas, el verdugo de Pompeyo, se dio cuenta inmediatamente de que habían cometido un error y desapareció de la vista de César temiendo que éste quisiera vengar el crimen. Durante algunos años anduvo por Siria y Asia Menor, hasta que un día se topó con Bruto, el supuesto hijo ilegítimo de César, que lo apresó y lo hizo crucificar.

César se acomodó en el palacio real de Alejandría y allí esperó a saber cómo estaba el panorama por Egipto. Cuando supo que los hermanos faraones andaban de gresca vio claro que tenía muy difícil sacar dinero de allí, así que tenía que hacer lo posible por poner paz primero para poder cobrar después. En principio, acomodarse en el palacio plácidamente y convocar a los hermanos como si del dueño de Egipto se tratara era toda una osadía, pues no había llegado allí con demasiadas tropas; pero César sabía que a los egipcios no les convenía enemistarse con Roma; ya habían cometido el error de asesinar a Pompeyo y estaba seguro de que no cometerían una segunda insensatez. El primero en presentarse fue el niño, al cual acompañaba el eunuco Potino y allí quedarían ambos, bajo la “hospitalidad” de César, custodiados por cuatro mil legionarios. Ahora había que esperar a Cleopatra.

La faraona se encontraba en Siria intentando conseguir los apoyos suficientes para hacer frente a su hermano y esposo Tolomeo XIII cuando recibió la noticia de que César se ofrecía como mediador entre ellos. Los acontecimientos tomaban un nuevo rumbo; en Siria no había recibido todo el apoyo que ella esperaba, pero ahora ya nada de eso importaba; en Egipto se encontraba el amo de Roma y todo dependía de él. Por otra parte, el camino hasta Alejandría se le antojaba de lo más peligroso, e incluso la entrada a palacio no la veía segura; los consejeros de su hermano (ella los conocía bien) harían lo imposible por asesinarla antes de que llegara a aquella reunión. 

El palacio donde se alojaba César debía tener su servicio de lavandería, o quizás había algún antiguo encargo de sustituir ropas o mobiliario de alcoba, incluidas las alfombras; el caso es que se presentó lo que parecía un mercader con una gran alfombra enrollada al hombro, con destino a las habitaciones de César. Después de sortear todo tipo de controles, donde nadie quiso examinar la mercancía, por no obligar al pobre hombre a hacer el esfuerzo de descargar y volver a cargar la pesada alfombra, ésta llegó a su destino, la habitación de César, que no tuvo en inconveniente en que la dejaran allí. No obstante, el mercader, una vez puesta suavemente en el suelo, quiso mostrársela desenrollándola ante él, para que apreciara la belleza… de lo que contenía en su interior. Al tirar de un extremo, quedó Cleopatra al descubierto, y cuentan que César quedó de inmediato cautivo de sus encantos.

Encantos sí, muchos, pues son varios los historiadores antiguos que coinciden en que Cleopatra seducía fácilmente a los hombres, máxime a César que era un mujeriego empedernido. Pero en lo que no están tan de acuerdo es en que fuera tan bella como algunos creen. Lo cierto es que los único retratos que de ella existen no son como para sacar conclusiones, pues son simples efigies talladas en monedas; de los bustos y estatuas que de ella existen, nadie está seguro de si pertenecen a ella y tampoco son para calificarla de bella. En cuanto a la rocambolesca historia de cómo llegó hasta los aposentos de César enrollada en una alfombra, tampoco son muchos los que dan crédito a esta aventura, más bien creen que fue en Roma donde los enemigos de César inventaron este chisme para desacreditarlo por haberse convertido en amante de una mujer que no dudaba en prostituirse con tal de conseguir sus propósitos. Porque en efecto, César se convirtió de inmediato en amante de Cleopatra; un romance que iba a durar un año y que le iba a acarrear… más que problemas.

Fuera o no cierto el episodio de la alfombra, Cleopatra se presentó ante César y consiguió, con sus armas de mujer, que éste se pusiera de su parte, pues era el trono de Egipto lo que estaba en juego. Lo que está claro es que el intento de reconciliar a los hermanos no tuvo éxito y en vista del panorama, el eunuco Potino se las apaño para llamar al general Aquilas que todavía estaba por Pelusio. A la llamada, el general se puso en marcha con nada menos que veinte mil hombres más dos mil caballos. César esta vez se había equivocado: los egipcios estaban decididos a cometer una segunda insensatez y se disponían a eliminarlo. Y lo peor de todo es que él solo disponía de cuatro mil legionarios para hacerles frente.

En vista del lío en que se había metido César, envió un mensajero a Aquilas solicitando negociar con él. Pero Aquilas sabía que los romanos eran pocos y no le escuchó, sino que lo decapitó y siguió su avance. El primer plan había fallado, había que pasar al segundo: huir. Pero la ausencia de viento impedía mover las galeras del puerto; había que pasar al tercero: ganarse a los principales de Alejandría antes de que el ejército de Aquilas llegara. Reunido con ellos, César les lee el testamento del difunto Tolomeo XII e intenta reconciliar al matrimonio y hermanos (para eso estaba allí),. y además les promete la devolución de la isla de Chipre para que sea gobernada por los hermanos menores Tolomeo XIV y Arsínoe. Pero Potino le aconseja a Tolomeo que no acepte las condiciones toda vez que César intenta favorecer a su hermana relegándolo a él a un segundo plano y los asistentes a la reunión no creen que César cumpla su palabra de devolver Chipre, así que se retiraron y no hubo ningún acuerdo. Tres planes fallidos y Aquilas estaba ya en Alejandría rodeando el palacio. ¿Qué última carta le quedaba a César? 

De momento tenía varios rehenes. Cleopatra no se puede decir que fuera tal, pero sí Tolomeo, su hermana Arsínoe, otro hermano de once años llamado también Tolomeo e incluso el eunuco Potino, que por cierto, estaba a punto de dejar de serlo. El tal Potino intentó envenenar a César durante una fiesta que Cleopatra dio en su honor. Cuando se descubrieron sus intenciones, César ordenó ejecutarlo; más que nada, porque el siguiente plan consistía en resistir el asedio hasta que llegaran los refuerzos que ya había solicitado a su amigo Mitrídates de Pérgamo, y éste tardaría meses en llegar. De esta forma, Potino era una boca menos que alimentar; mejor eso que dejarlo morir de hambre.

El palacio era una buena fortaleza bien abastecida donde podrían resistir varios meses, pero Aquilas maquinó algo que los rendiría muy pronto por sed. Los depósitos de agua del palacio se abastecían a través de un acueducto donde vertieron productos que los contaminaron y luego cortaron el suministro. César no se dio por vencido. Se habían visto en situaciones peores donde los legionarios se ponían a trabajar sin descanso para crear o construir cualquier cosa por inimaginable o difícil que parezca; en aquella ocasión en que sus vidas dependían de ello no iba a ser menos y se pusieron a cavar hasta dar con una vena de agua. Ya tenían un pozo.

El palacio disponía, además, de un acceso al puerto; y César, que no pensaba estar de brazos cruzados mientras llegaban los refuerzos, quiso hacer una escapada para apoderarse de la isla de Faros, pero la cosa no salió bien y enseguida tuvieron encima a los egipcios que recobraron la isla, y después de una batalla naval, se refugiaron de nuevo en el palacio. A partir de ese momento, el acceso al puerto desde palacio quedaría bloqueado, aunque César trazó un plan para que una patrulla pudiera salir y prender fuego a toda la flota amarrada. Unos setenta barcos ardieron dejando libres los muelles para el desembarco de los refuerzos que se esperaban ya de un momento a otro. Cuando los egipcios vieran la flota enemiga aparecer por el horizonte, no tendrían naves para salir a hacerles frente. El fuego alcanzó también tierra firme y se perdieron algunos almacenes de grano además de los archivos del puerto; unos archivos que siglos después fueron confundidos por Plutarco con la famosa biblioteca de Alejandría y de ahí que todavía haya quien cree que se quemó debido al incendio provocado por César.

La situación en el interior de palacio llegó a ser desesperante y el único que la hacía más llevadera para César era el romance con Cleopatra que llegaría a quedarse embarazada. En el exterior las cosas andaban también revueltas entre partidarios de la faraona y de su hermano; y más tensas se volverían con la huida de Arsínoe, que ayudada por su tutor Ganímedes consiguió escapar y llegar hasta las tropas egipcias. Una vez entre ellos, la proclamaron reina, aunque los generales preferían seguir siendo fieles a Tolomeo, en vista de los cual Ganímedes consiguió que le apoyaran para dar un golpe de estado y asesinar al general Aquilas. Y ya se sabe aquello de “a río revuelto…” porque entre tanto, un día de marzo del 47, en el horizonte aparecieron las naves que traían los refuerzos para César.

César ya no necesitaba ningún rehén y soltó al joven Tolomeo para que volviera con sus partidarios. En el fondo era una buena estrategia, pues Tolomeo contribuiría a dividir aún más a los egipcios partidarios entre su hermana Arsínoe y él. Y mientras los navíos de la legión romana llegaban al puerto de Alejandría, Mitríades atacaba por Pelusio, derrotaba a las fuerzas que le salían al encuentro e invadía Egipto. César se reunió con Mitríades en Menfis, donde en una última batalla se enfrentaron y derrotaron a las tropas de Tolomeo. El joven faraón, que llevaba puesta una coraza de oro, en su intento de alcanzar una galera para huir cayó al agua y debido al peso de ésta se ahogó.

César entro triunfal en Alejandría; podría en aquel momento habérsela quedado, anexionarla a Roma. Pero, por una parte, no quería contrariar a su amante Cleopatra, y por otra, había unos acuerdos con Egipto para que mantuvieran una cierta independencia, y había que respetarlos. Egipto seguiría siendo el reino vasallo de Roma que había sido hasta ahora, con Cleopatra como faraona y el pequeño Tolomeo XIV como corregente. César ya lo tenía todo hecho en Egipto y podía partir a atender otros asuntos en Roma, aún así, demoró su partida dos meses y medios. Unas merecidas vacaciones donde disfrutar, ahora sí, del amor de Cleopatra. Y no se quedaron en Palacio, no, sino que se embarcaron en un crucero de placer por el Nilo. Un viaje que no se sabe exactamente cuánto duró, pero que seguramente fueron los únicos días tranquilos que pasaría César durante aquellos años, pues nada más regresar a Alejandría recibió alarmantes noticias. 

Un tal Famaces, rey del Ponto, había atacado Armenia, y en Asia Menor había revueltas en los territorios conquistados por Pompeyo, que amenazaban con escindirse de nuevo. Se acabaron las vacaciones. César se despidió de Cleopatra y puso rumbo a Antioquía, luego se dirigió a Tarso y Capadocia; en su camino iba reclutando tropas y cuando llegó a Ponto tenía las suficientes para atacar a Famaces. La campaña contra este rey no duró más de cinco días y por lo fácil que resultó la victoria, César, en una carta escrita a un amigo escribiría la célebre frase: veni, vidi, vici. Vine, vi y vencí. Ahora solo le quedaba volver. ¿Dónde? ¿A Roma o a Egipto junto a Cleopatra, que había dado a luz un varón durante su ausencia? No se sabe si en algún momento le apeteció volver junto a su amante, pero no lo hizo. Roma le reclamaba. Cleopatra llamaría a su hijo Tolomeo Cesarión, que significa pequeño César.


África te abrazo
De vuelta a Roma, César aplicó una política de clemencia para todos aquellos que habían estado del lado de Pompeyo, si solicitaran el perdón. Uno de los que lo consiguieron fue Décimo Junio Bruto, sobrino de Catón, del que César sospechaba que podría ser hijo suyo.

La clemencia practicada por César aumentó aún más su popularidad y atrajo a muchos oponentes a su causa y llegó incluso a venerarse como si de una diosa se tratara, llegándosele a construir un templo para tal fin. Existen monedas de la época dedicadas a la “diosa clemencia cesariana” donde puede verse un templo y la inscripción: Clementia Caesaris. Pero aparte de impartir perdones y clemencias, la atención de César era reclamada en África e Hispania. En ambos lugares no se habían apagado todavía los focos de rebelión de los que eran partidarios del difundo Pompeyo.

Después de la derrota de Farsalia, muchos habían visto ya su causa perdida y desistieron de seguir luchando, pero otros como Catón, Ciserón, Metelo o los hijos de Pompeyo seguían creyendo que era posible derrotar a César y se reorganizaban en África. Muerto Pompeyo, y después de deliberar a quién nombraban para estar al frente de los ejércitos, la responsabilidad recayó sobre Metelo Escipión, descendiente del ilustre general que conquistó Hispania y derrotó a Aníbal. Y mientras tanto, en Roma, César se afanaba en reclutar legiones para ponerse cuanto antes en camino, algunas de ellas, por cierto, licenciadas después de la batalla de Farsalia, deambulaban de un lado a otro esperando el regreso de su general para reclamarle las gratificaciones y repartos de tierras que les habían prometido. César les envió un mensajero pero el cabreo de los legionarios era tal que no lo escucharon y a punto estuvieron de escalabrarlo a pedradas. A César no le quedó otro remedio que presentarse él mismo para intentar hablar con ellos.

Los legionarios romanos vivían por y para la guerra, y con el paso de los años, si el general sabía ganárselos y veían que tenía el favor de los dioses, vivían por y para su general. Era por eso que los senadores temían tanto que un general llegara a tener demasiada fama, porque ningún soldado se negaría a seguirlos donde ellos quisieran; a dar un golpe de estado, por ejemplo, como Silas había hecho años atrás. Julio César fue uno de esos que supo ganarse a sus soldados, porque sin duda llevaba consigo el favor de todos los dioses habidos y por haber. Cualquiera de sus veteranos hubiera dado su vida por él sin pensárselo. Pero el caso es que, en aquellos momentos estaban muy cabreados. Estaba todos reunidos, eran los soldados de la Décima Legión y abarrotaban los llamados Campos de Marte; y allí se presentó César, solo, desarmado y sin escolta. Del barullo de miles de hombres charlando se pasó al más absoluto silencio cuando le vieron llegar. Y entonces, sin más preámbulos, César gritó:
«¿Qué queréis?»
Alguien, el más atrevido, viendo que nadie respondía, contestó:
«Queremos que nos licencies».
Luego ya, todos a coro, gritaron:
«Queremos licenciarnos, licenciarnos, licenciarnos».
Para asombro de todos ellos, César no dudó en aprobar su petición:
«Muy bien, quedáis todos licenciados, a partir de ahora sois quirites, en cuanto a la paga que os debo, prometo que no tardareis en cobrarla. Ahora me vuelvo a Roma para celebrar mi triunfo con mis soldados».

Y se dio media vuelta y comenzó a alejarse. Los legionarios no podían creer lo que habían escuchado. Les había llamado “quirites”, que significa ciudadanos. Era como… como si su amado general los hubiera expulsado del ejército. Y encima se recochineaba de que “sus soldados” le esperaban; para celebrar un triunfo, nada menos. ¡Sus soldados eran ellos! Ellos no eran quirites, ellos eran “milites”. Y así se lo hicieron saber, antes de que se hubiera alejado lo suficiente:
«¡Nosotros no somos quirites, somos milites!».
«¡Sí, sí, somos milites, milites, milites!», corearon miles de gargantas.
César, que en verdad tenía pocos efectivos esperándole, pues casi todas las legiones que habían luchado con él en Asia Menor habían sido reclutadas allí mismo y allí se habían quedado, los necesitaba. En África no lo tendría tan bien a la hora de reclutar, pues la mayoría de tribus estaba ya de parte de los pompeyanos, y por eso necesitaba de nuevo a aquella legión veterana, experta… y ya licenciada. Y en vista de que reclamaban volver con él, todavía quiso hacerse rogar.
«No sé, no sé, tengo que mirar cómo organizarlo todo, hacen falta galeras para llegar a África, no sé si cabéis todos».
Y cuanto más se hacía de rogar, más fuerte gritaban:
«¡Milites, milites, milites!»
César había conseguido el efecto deseado. Los que unos minutos antes querían matarlo, le adoraban de nuevo y estaban dispuestos a seguirle al mismísimo infierno.

Llegado diciembre del 47 ya tenía César diez legiones reunidas en Sicilia, desde donde embarcaron para África. Hay una anécdota que cuenta que al llegar a la bahía de Adrumetum, actual Tunez, y poner pie en tierra, lo primero que hizo César fue tropezar y dar con su cuerpo en el suelo. Para sus soldados, supersticiosos, como todos los romanos, que su general cayera al suelo nada más llegar, eran malos augurios. Pero César se las arregló para convertir aquel tropiezo en señal de victoria y quedándose tendido abrió los brazos y exclamó: ¡África, te abrazo!

Una vez acampados en la península de Ruspina se dedicaron a observar al enemigo y viceversa. Pasaron algunos meses en que ninguno de los dos tomaba la iniciativa de atacar, y mientras tanto a César le iban llegando refuerzos, por lo que, no tenía ninguna prisa. Además, iban llegando a sus filas desertores de la parte pompeyana, que a duras penas podían mantener sus alianzas con las tribus africanas. A finales de enero César ya había tenido algunos encuentros con los reyes africanos aliados de los pompeyanos y estaba dispuesto a no esperar más para afrontar la batalla definitiva. Entonces se dirigió a Tapso, cerca de Cartago; el ejército enemigo no tardo en aparecer para evitar que la ciudad quedara sitiada. Metelo Escipión disponía de treinta elefantes de guerra que serían lanzados en primer lugar para romper las filas cesarianas, tal como hizo Aníbal contra su antepasado. César no adoptó la estrategia de aquel entonces, sino que serían los honderos de Baleares quienes les harían frente lanzando proyectiles de plomo a los que montaban sobre sus lomos, mientras que tropas especializadas lanzarían dardos contra los elefantes. La estrategia dio sus resultados, pues derribados sus guías, los elefantes irritados por los dardos que les caían encima se dieron media vuelta y corrieron como locos entre los ejércitos pompeyanos que no esperaban ser aplastados por los paquidermos. El ejército de César solo tuvo que rematar lo que los elefantes habían dejado en pié y su victoria fue completa. Escipión, que había demostrado no haber heredado demasiados genes de sus antepasados, cuando contempló el desastre, decidió suicidares en el mismo campo de batalla clavándose su propia espada.

Después de la derrota, Catón vio claro que su causa estaba perdida y puso sus barcos a disposición de quienes quisieran ponerse a salvo. Luego repartió sus bienes entre familiares y sirvientes y se encerró en una habitación donde se quitaría la vida. Tal como hacían los nobles generales después de perder una batalla, colocaban la empuñadura de su espada en el suelo, la punta de la hoja hacia arriba, para luego dejarse caer sobre ella y clavársela en el corazón. Pero Catón no tuvo puntería y solo le perforó un pulmón. Su familia lo encontró todavía con vida y los médicos pudieron vendarle la herida. Pero el viejo y testarudo senador se empeñó en morir para no ver cómo su eterno enemigo se hacía dueño de Roma, y apenas se quedó solo se quitó las vendas; cuando lo encontraron de nuevo ya era demasiado tarde. César, cómo no, lamentó su muerte y dijo enfadado: «No le perdono que no me haya permitido perdonarle.»

César regresó a Roma para el verano del 46. El senado se había convertido en un grupo de hombres atemorizados que no se atrevían a contradecir al que ya se había convertido en el indiscutible amo de Roma, otorgándole todo tipo de magistraturas. César fue nombrado cónsul por cinco años, dictador perpetuo y podía utilizar el título de Imperator, que además, era un título hereditario. En el centro del capitolio se erigió una estatua sobre un carro triunfal con una inscripción en la que era alabado como semidiós descendiente de Venus; y en el senado se sentaría sobre un sillón de oro con derecho a ser el primero en tomar la palabra.

Un rey puede ser cualquier elegido como líder de una tribu, un pequeño territorio, o un gran país. Un emperador es aquel que gobierna sobre todos los reyes de un imperio. Julio César, en la práctica, era ya rey de Roma, y por lo tanto, era rey reyes. De hecho, le habían dado el título de emperador, pero nunca quiso reconocerse como tal. Él sabía que en Roma la palabra rey era tabú y la monarquía no estaba bien vista. Sin embargo, ocurrió una anécdota, donde un grupo de civiles, aprovechando su presencia, se agrupó alrededor de su triunfal estatua y uno de ellos la coronó con laureles y una cinta blanca. La cinta blanca era el símbolo de la monarquía y todos aclamaron a César llamándolo rex, a lo que él contestó diciendo: «no soy rex, sino César». A partir de estas palabras que él mismo pronunció, sus sucesores, convertirían su nombre en título, prefiriendo que los llamaran césares antes que reyes.


El triunfo de César
César había ido acumulando “triunfos” como quien acumula “créditos” en un videojuego. Había vencido a Vercingetórix en las Galias, a Aquilas en Egipto, a Farnaces en Asia Menor y más recientemente al rey Juba en África. Y por cada victoria tenía derecho a un triunfo, es decir, un gran desfile en el que se les rendía honores al ejército vencedor y a su general. El senado había aprobado cuarenta días de fiesta durante los cuales se celebrarían los cuatro triunfos y lo harían en días consecutivos. César, muy diplomáticamente, no celebraría sus victorias sobre Pompeyo en Farsalia ni sobre Escipión y Catón en África, se trataba de víctimas romanas de una cruenta guerra civil y solo celebraría la victoria sobre uno de sus aliados: Juba. Por cierto, que a los desfiles se solían invitar a reyes amigos y en esta ocasión había unos invitados muy especiales: Cleopatra, la faraona de Egipto y su hermano-marido el faraón Tolomeo XIV. Con ellos venía también el pequeño Cesarión.

Para que un general tuviera derecho a un triunfo debían darse ciertos requisitos: que la guerra hubiera sido justa; las de César lo eran, por supuesto; y que en la batalla hubieran perecido al menos cinco mil enemigos; a César le sobraban muertos en todas. Partían de los Campos de Marte, encabezando la procesión los senadores y magistrados, pasaban por el arco de triunfo y cogían la Vía Sacra Romana para acabar en el templo de Júpiter en el Capitolio, máximo santuario romano. Las calles se adornaban de guirnaldas como si de una feria se tratara y en aquella ocasión se habían añadido toldos de seda para hacer soportable el sol estival. De no haber sido por este detalle, a César se le habría pelado la calva durante los cuatro desfiles, pues César había ido perdiendo pelo a través de los años, cosa que, por cierto, cuentan que no llevaba nada bien e intentaba disimular su calvicie con los únicos pelos de alrededor de la coronilla.

En el primer día de desfile se celebró su victoria sobre Vercingetórix en las Galias. A la banda de música seguían los carros que transportaban los botines conseguidos. Tras los trofeos, los cautivos, Vercingetórix y demás jefes. A una distancia prudencial los lictores que escoltaban al carro blanco tirado por caballos también blancos, del victorioso César, coronado con laurel, con túnica blanca adornada con estrellas de oro. En la mano derecha un cetro de oro rematado en águila, en la izquierda una rama de laurel. Un esclavo se colocaba detrás y le sostenía la corona de Júpiter mientras le susurraba al oído: «Mira hacia atrás y recuerda que sólo eres un hombre». A continuación venían los soldados con sus insignias y estandartes que marchaban alegres y cantaban canciones. Ese día (y solo ese día), los soldados tenían permitido insultar a su general. Y no lo hacían por falta de respeto hacia alguien al que adoraban, sino para protegerlo del mal de ojo de cualquier envidioso enemigo. Lo hacían mediante canciones como la de aquel día. De todos era conocida la fama que tenía César de mujeriego; ya hemos dicho además, que era calvo. La canción decía así: «Romani, servate uxores, moechum calvum adducimus». («Romanos, guardad a vuestras mujeres, que aquí llega el amante calvo.») Y después de la obligada visita al templo de Júpiter y la devolución de la corona prestada, todo concluye con una ceremonia y sacrificios de animales para más tarde asistir a un gran banquete, mientras los prisioneros, que habían estado encarcelados hasta la celebración del desfile, eran ejecutados.

El segundo día se celebró el triunfo sobre Aquilas en Egipto. Desfilaba como prisionera la hermana menor de Cleopatra, aunque ésta no fue ejecutada al término de las ceremonias. El tercer triunfo fue en honor a su victoria sobre el rey Farnaces, en Asia Menor, y el cuarto sobre el rey Juba en África, el rey aliado de los pompeyanos. En este último desfile aparecieron cuarenta elefantes y una jirafa, animal nunca visto en Roma al que llamaron “camelopardus”, como si de una mezcla de camello y leopardos se tratara. Los desfiles acabaron, pero la fiesta continuó por cuarenta días y se celebraron funciones de teatro gratuitas, lucha de gladiadores y otros eventos como una representación en homenaje a Pompeyo. Hubo reparto de trigo, aceite y dinero entre el pueblo, sus soldados fueron gratificados con veinte mil sestercios, el doble para los centuriones y el cuádruple para los tribunos; y las arcas del estado ingresaron en total seiscientos millones de sestercios. Unos 800 millones de euros. El cálculo aproximado se hace teniendo en cuenta que un litro de aceite valía 3 sestercios (4 euros) y una túnica 15 sestercios (20 euros).



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