La España de los cantones - Capítulo 1


El discurso del rey 

«Dos años largos ha que ciño la corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles; todos invocan el dulce nombre de la patria; todos pelean y se agitan por su bien, y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible afirmar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar remedio para tamaños males. Los he buscado ávidamente dentro de la ley y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien ha prometido observarla. Estad seguros de que al desprenderme de la Corona no me desprendo del amor a esta España tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido posible procurarle todo el bien que mi leal corazón para ella apetecía.» 
Amadeo de Saboya, rey de España, 11 de febrero de 1873


Así anunciaba Amadeo I, rey de España, su abandono del trono, dos años después de haber subido a él. Y así, con esas palabras, resumía la situación crítica y lamentable en que se encontraba nuestro país. Con unos políticos incapaces de arreglar nada, solo con ansias de poder, sin ánimo de ponerse de acuerdo con los demás, solo con la intención de poner la zancadilla a aquellos que propusieran algo, fuera bueno o malo, si la idea no venía de su propio partido. Con un panorama así, un rey que desde el principio no tuvo el apoyo ni el favor de nadie -solo de quien lo trajo a España, que sufrió un atentado días antes de que él llegara- no quiso seguir ni un día más al frente de una nación que se desintegraba por momentos. No sería el único en abandonar. Poco después, tras proclamarse la primera república. El presidente, el catalán Estanislao Figueras y Moragas, le seguiría los pasos tras las célebres palabras que dirigió a sus compañeros en un consejo de ministros:

«Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros».


La herencia de Fernando VII

La cosa venía de lejos. Carlos IV dejó el país en manos de Manuel Godoy. Alguien con buenos estudios, pero que escaló demasiado rápido y demostró ser un inepto para gobernar, pero no para ponerle los cuernos al mismísimo rey. Para colmo, su propio hijo, Fernando VII lo echa del trono. Y ante tal panorama, Napoleón aprovecha para meter la cuchara y sacar provecho. España se desangra en una guerra contra los franceses mientras su rey es secuestrado. Todos luchan en nombre de Fernando VII, esperando que un día vuelva. Pero cuando éste volvió, nada era igual. El liberalismo recorría todo el país y se había redactado una constitución en Cádiz, único lugar de España que los franceses no fueron capaces de conquistar.

Por supuesto, los enemigos del liberalismo estaban al acecho, y antes de que Fernando llegara a Madrid ya estaban alrededor suyo lamiéndole los pies como hienas rastreras y envenenándole la sangre contra aquellos revolucionarios que habían redactado la constitución. Fernando… ¿qué se puede esperar de un mal hijo que destronó a su propio padre? Fernando se comportó como el mismo demonio y no dudó en acudir a los propios franceses para hacer correr en España la poca sangre que le quedaba. Aquellos franceses que años antes le habían secuestrado ahora venían en su ayuda para derrocar a los liberales. Fernando hizo pagar bien caro a los liberales la osadía de haber redactado una constitución que para los absolutistas era una herejía. Unos liberales que por cierto, se habían dejado su sangre defendiendo a su país, en nombre suyo, en el de Fernando VII.


Isabel II, la de los tristes destinos

Este mal rey murió sufriendo una larga agonía. Mientras tanto, su hermano Carlos María Isidro, beato donde los haya, rezaba una oración tras otra, no se sabe bien si por el alma de Fernando o para que Dios le ayudara en la trifulca que se avecinaba. Fernando no tuvo hijos varones y la corona iría a parar a su hija Isabel, fruto de su último matrimonio -de los cuatro que tuvo- con la italiana María Cristina de Borbón. Las mujeres no tenían derecho a heredar la corona. Así estaba dispuesto en la ley que el mismo Fernando se encargó de derogar con la llamada Pragmática Sanción. Por lo tanto, su hija Isabel sí podía ser la heredera. Solo había un problema: la ley que derogaba a la anterior nunca fue aprobada por motivos que serían largos de explicar. Y así, los partidarios de Carlos y los partidarios de Isabel, se enfrascaron en una guerra que finalmente ganó la niña.

Dicen que el reinado de Isabel II fue el más corrupto de la historia. Pero también se dice que no fue una mala reina. Con solo tres años fue su madre, María Cristina, quien se hizo cargo de la regencia. Pero su madre, más que dedicarse a dar una buena preparación a Isabel, parecía no tener tiempo más que para su amante, un tal Fernando Muñoz. Ante tales escándalos, le fue retirada la regencia, que le fue dada al general Espartero. María Cristina había sacado de España una gran fortuna que utilizó para conspirar contra Espartero, que fue apartado de la regencia en 1843. Para evitar una tercera regencia, a Isabel, con 13 años, le fue dada la mayoría de edad para hacerse cargo del reino.

Hasta la elección de marido fue objeto de otra guerra. Su madre María Cristina, elige para ella al conde de Trapani, su hermano y en consecuencia tío carnal de Isabel. Desde Francia proponen al duque de Montpensier. Inglaterra a Leopoldo de Sajonia. Y algunos pretendientes más. En España, el candidato más apoyado es Carlos Luis de Borbón, su primo hermano e hijo de Carlos María Isidro, hermano de su padre y quien le disputó el trono cuando ella solo tenía 3 años. Isabel no aceptó, y he aquí el origen de la segunda guerra carlista.

Finalmente llegó a casarse, a regañadientes, con otro primo suyo, un tal Francisco de Asís y Borbón. Por lo que cuentan, Isabel era juerguista, simpática y encantadora con todo el que estaba a su lado, demasiado encantadora, tal vez, pues su marido llegó a ser el propietario de una excelente cornamenta. Aunque por lo visto, a él no le importaba demasiado, pues sus gustos sexuales eran “otros”.


El cura guerrillero que quiso asesinar a la reina

Martín Merino Gómez fue uno de esos curas que se echó al monte durante la Guerra de la Independencia, para unirse a las partidas de guerrilleros que acosaban incesantemente a los franceses. Era hijo de labradores riojanos y se ordenó como sacerdote en Cádiz. Regresó a su convento al acabar la guerra. Pero debido a sus ideas liberales, Martín Merino huyó, como tantos otros, del tirano Fernando VII y se exilió en Francia. Todavía no había muerto Fernando cuando volvió en 1821. Poco después pasó unos meses en la cárcel por unos sucesos ocurridos en Madrid, todo relacionado con la política y la monarquía. Acogiéndose a la amnistía de 1824 salió de la cárcel y volvió a emigrar a Francia para volver de muevo a España en 1841.

Era el 2 de febrero de 1852 cuando Isabel decidió ir a misa a la iglesia de Atocha. Había dado a luz hacía mes y medio. Merino también entró en la iglesia, como cura que era, nadie le puso ningún impedimento. El cura no se puso muy lejos de la reina. De pronto, sacó un estilete de hoja estrecha de entre la sotana y asestó a la reina una cuchillada en el costado a la vez que le rozaba el brazo. La herida no fue demasiado profunda, pues el golpe fue amortiguado por los adornos de oro del traje y por el corsé. Merino fue detenido inmediatamente y la reina trasladada a las habitaciones de palacio.

A los 10 días, Isabel ya estaba recuperada. Merino fue interrogado y declaró que actuaba en solitario. Tras investigarse los hechos nadie pudo averiguar que Merino estuviera implicado en ningún complot para asesinar a la reina. El día 3 de febrero se celebró el juicio en el cual su abogado alegó enajenación mental, pero los médicos dijeron lo contrario y Merino fue condenado a morir en garrote.

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