La armada invencible 10. No envié mis naves a luchar contra los elementos


Alonso de Guzmán tomó la decisión de volver a España, y lo harían avanzando hacia el norte y rodeando las islas británicas. Este rodeo se debió principalmente a tres motivos: los vientos eran más favorables si marchaban hacia el norte; aunque se habían retirado, la flota británica todavía podía aparecer por el canal de la Mancha y la flota española se había quedado ya sin munición para hacerles frente; y por último, si necesitaban ayuda, los escoceses se la prestarían al ser católicos. Pero los escoceses habían dejado de serlo cuando derrocaron a María Estuardo.


Era ya Agosto, pero aquellas semanas de temporales más bien eran propias de un crudo invierno que arreciaban cada vez más. Parecía, tal como decían los ingleses, como si el cielo quisiera castigar a aquellos católicos que habían pretendido invadirles. En la isla Fair, al norte de Escocia, ya tuvieron lugar los primeros naufragios. Y al poner rumbo al sur, las costas irlandesas se cebaron con la Armada. Uno a uno, los barcos iban estrellándose contra las rocas. ¿Por qué no se alejaron más de la costa? Muchos de los barcos naufragados ya iban dañados y adentrarse en alta mar era bastante peligroso, tanto o más que permanecer cerca de la costa. Quizás las epidemias de tifus y disentería acabaron por debilitar a toda la tripulación, que sin fuerzas para gobernar los barcos intentaron a la desesperada encontrar alguna playa. Pero si era ayuda lo que buscaban, encontraron la muerte. Los que no murieron en el naufragio, murieron degollados al llegar a tierra, pues Isabel había dado orden de no ayudar a ningún náufrago español bajo pena de muerte, antes bien debían asesinarlos así como los encontraran.

La sanguinaria actitud británica contrasta con el episodio que se vivió en la bahía de Cádiz dos siglos más tarde, cuando después de la batalla de Trafalgar iban apareciendo náufragos ingleses; los gaditanos los iban recogiéndolos, prestándoles ayuda y curando a los heridos, pues pensaban, que todos los soldados, una vez vencidos, eran seres humanos con los que no había que ensañarse; después de todo, solo cumplían con su deber prestando servicio a su patria. La mayoría de los barcos pudieron regresar y los galeones, a excepción de los dos que se perdieron en la batalla, pudieron salvarse todos. Las cifras bailan y nadie se pone de acuerdo sobre las pérdidas de uno y otro bando. Sobre los barcos perdidos en la armada inglesa no hay números, pero los soldados muertos llegaron a los 10.000, entre los que murieron en la batalla y los que lo hicieron por epidemia.

Se cuenta que la armada española perdió entre 30 y 40 barcos, aunque los ingleses elevan la cifra hasta 63; y entre los muertos ocurre lo mismo, entre 10.000 y 15.000 elevando los ingleses la cifra a 20.000. Diez, veinte… da igual, las pérdidas fueron demasiadas en ambos bandos. En una semana se perdieron tantas vidas como en el maremoto y tsunami de Indonesia. Fue un desastre horroroso, donde la batalla fue la que menos vidas se cobró. Y en medio de tanto horror, alguien tuvo la sangre demasiado fría; fue Isabel. El resultado de aquel episodio no fue del agrado de la reina, que enfureció al ver su modernísima flota hecha unos zorros. ¿Y los españoles, dónde estaban? Drake solo había sido capaz de hundir dos miserables buques, los demás, dando la vuelta a las islas tan campantes. Eso era lo que pensaba Isabel, que despreció a los combatientes y no hizo cortar la cabeza a Drake porque lo necesitaba. Pero los demás marinos, heridos y enfermos, no recibieron ninguna ayuda. El historiador británico J.F.C. Fuller opina al respecto:

Felipe II no permaneció inconsciente a las calamidades de los bravos soldados y marinos que tanto habían arriesgado y soportado. Hizo cuanto estuvo en su mano para aliviar sus sufrimientos. Muy diferente fue la conducta de la reina Isabel, cuya preocupación constante era la de reducir gastos. Al contrario de Felipe, no había nada de caballeroso ni de generoso en su carácter. De haber sido mujer de corazón como lo era de cerebro, no hubiera dejado morir de hambre y de enfermedad a tan alto número de valerosos marinos. «Las enfermedades y la muerte están causando estragos entre nosotros; resulta doloroso ver cómo aquí no hay lugar para estos hombres y muchos de ellos fallecen en las calles». «Es lastimoso presenciar cómo los hombres padecen después de haber prestado tal servicio... Valdría más que Su Majestad la reina hiciera algo en su favor, aun a riesgo de gastar unas monedas. J.F.C. Fuller. Batallas decisivas del mundo occidental. 2009. RBA Colecciones (pp. 381–382)

Isabel ordenó que nadie hablara de las perdidas y daños de su flota, ni del número de bajas entre sus marinos. Todo debía quedar en el olvido, incluso sus soldados enfermos. Si tal como cuenta este historiador, Isabel tuvo tal comportamiento con sus soldados, contrasta en gran manera con la actitud de Felipe, que pronunció las siguientes palabras al conocer la suerte de su flota:
“Debemos loar a Dios por cuanto Él ha querido que ocurriera así. Ahora le doy gracias por la clemencia demostrada. Durante las tormentas que la Armada tuvo que soportar, ésta hubiera podido correr peor suerte...”

Estas palabras las escribió el rey de su puño y letra en una carta enviada a los obispos españoles el 13 de octubre de 1585. En cuanto a aquella famosa frase de: “yo no envié mis naves a luchar contra los elementos”, no está muy claro si el rey las pronunció realmente. La mayoría las atribuye a un invento del historiador Modesto Lafuente en el siglo XIX. Su forma completa la encontramos en sus crónicas y dicen así:

“Yo envié mis naves a luchar contra los hombres, no contra las tempestades. Doy gracias a Dios de que me haya dejado recursos para soportar tal pérdida: y no creo importe mucho que nos hayan cortado las ramas con tal de que quede el árbol de donde han salido y puedan salir otras”

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